El sueño…
el sueño es el hermano de la muerte.
Así que túmbate bajo este esqueleto en la frialdad de la tumba.
Permite que el abrazo de sus muertos brazos
te mantenga totalmente a salvo y dormido.
Enterrado en un sueño…
silenciosamente….
Para siempre bajo tierra




El Acuerdo





EL ACUERDO

HUGO AQUEVEQUE

Completamente solo en el desierto, con la única compañía de un cadáver. Qué sorpresa me llevé. Especial manera de celebrar mi cumpleaños. El esqueleto está recostado cuán largo es sobre la arena, mirando el cielo, como disfrutando del clima. Los brazos los tiene descansando a los costados, los pies un poco separados, vestido aún con sus ropas. Calza zapatos de gamuza azul listos para una fest —uno de ellos sujeta y protege del viento con su peso el sombrero íntegro que ha estado ahí bregando por liberarse durante años—. Da la impresión de que murió feliz o quizás tranquilo, no lo sé, es sólo una impresión. Tiene sus documentos, llaves y dinero de hace casi medio siglo, además de una invitación a un bautizo de un nieto en una ciudad cercana. Pero lo que me da alguna luz de lo que pudo ocurrirle, es un boleto de tren fechado con salida para el treintaiuno de enero del cincuenta y seis. Pasé unas líneas ferreas en mi moto a unos veinte kilómetros de aquí. ¿Habrá estado cuarenta y dos años en este lugar?, ¿es posible?… después de tanto tiempo sus ropas están intactas, ni siquiera los buitres comieron de su carne. Al parecer no se atreven por aquí. Se llama Juan Ribera y nació en una ciudad llamada Chillán en febrero de mil ochocientos noventa y ocho. De allí partió el tren. Sin duda, Juan se perdió en el desierto.

He estado más de una hora mirándolo, friéndome bajo este impiadoso sol. Cuando lo toqué con mis dedos, he sentido algo extraño, no lo sé, algo tal vez familiar, las sensaciones aun no me abandonan, es una sutil emoción que se dilata por mis venas y que provoca que difusas imágenes surquen mi cerebro, pero no logro distinguirlas. Sentado en la arena junto a él, no he podido descifrarlas. Es curioso y es inexplicable, pero tengo la impresión de que conozco este inhóspito lugar. Ese gran cerro de dunas frente de mí es como una postal que hubiera visto antes. No lo entiendo. Pero he leído que cosas así pueden suceder, se llama consciente colectivo o algo parecido, creo que lo leí en un libro de un tal Jung. Es esa sensación de ya conocer un lugar al visitarlo por primera vez. ¡Eso me está ocurriendo!

¿Qué debo hacer?, ¿comunicar el descubrimiento al ambassadör de mi país?, ¿enviar a las autoridades locales un anónimo con las coordenadas precisas de su posición?, ¿olvidarme del asunto y seguir mi camino?,¿se merece él que lo deje abandonado por medio siglo más? El caso me complica, soy extranjero en este país, ando sólo de paso, de vacaciones, no tengo la disponibilidad de tiempo para peregrinar en comiserías y juzgados prestando declaraciones. ¡Qué dilema! Pero no puedo dejarlo abandonado, no podría dormir tranquilo con mi consciencia.

Ya no hace calor, hay un aire fresco y exquisito que reduce la sensación térmica hasta el agrado. Sentado aquí me siento cómodo, relajado, respiro confortable, trato de pensar en cómo actuar, pensar en tomar una decisión al respecto, pero me es difícil, me cuesta concentrarme en ello, un sopor me domina y consume mi voluntad, y me hace parte del sosiego armónico del desierto. Estoy como drogado. Y una curiosidad poderosa no me deja hacer nada más que mirar anodadado esos huesos blanquísimos, esos huesos acariciados durante miles de amaneceres por el candente sol. ¡Fantástico! Son algo atrayente, algo que fascina mi intelecto como las manos de un mago atrapan los inocentes ojos de un niño. ¿Qué mysterium encierra ese hombre?, ¿qué pudo llevarlo a morir así?, ¿qué es esa sensación que absorbe mi alma? Nada tengo que ver con él, es la primera vez que piso esta tierra, la primera vez que estoy en Chile y Amerika, la única vez que escucho un nombre como el suyo, pero algo raro está sucediendo. Ya es extraordinario haberlo encontrado. ¡Yo!, que vengo desde tan lejos. ¿Es una coincidencia?, hasta ahora nada me explicaba ese impulso incontenible que me acosó allá en mi Sverige natal de viajar a este lugar, ¿será estúpido pensar que hay alguna relación?, ¿sería creer en toda esa palabrería sobre el destino? No. Es sólo una coincidencia. Pero, por qué siento que la situación encaja. Qué estupidez. ¿Estaré intoxicado realmente, que medito en ideas tan absurdas?…, recuerdo ese inexplicable e impetuoso presentimiento que me ordenó viajar a Chile, a conocer el desierto, ese presentimiento que, inclusive, me dio bríos para estudiar el spanka. Descubrí en mí aptitudes dormidas y latentes para el spanska, un talento desconocido a mi edad, que me sorprendió de buena gana. ¿Y la idea cerrada de venir solo?, ¿por qué lo hice?, no lo sé, pero no dejé que ni Ulrika, mi mujer, me acompañara.

Siento a Juan Rivera con una lástima sobrecogedora, con mucho pesar, un nudo amarga mi garganta produciendo un aguacero patente en mis ojos; pero no quiero llorar, sería ridículo hacerlo; ¿debo llorar por un desconocido que murió hace cuarenta y dos años? ¡Claro que no! Sin emargo, siento un cariño desconocido por él. Es como que estar junto a su cuerpo fuera una misión encomendada por un ser extraordinario, un ser superior, una misión que decía que sólo yo tenía que descubrir sus restos y su secreto… Lo siento cerca, su espíritu, él era un hombre triste, percibo su melancolía en su halo y me la contagia sutilmente, provocando que las lágrimas se desboquen desconsoladas por mi rostro helando mi piel con el aire frío del crepúsculo. Mi pelo revolotea desordenado sobre mi cara, el silencioso cantar del viento me hunde en un sopor delicioso, la tibiez del sol me acuna sobre la arena y mis deseos sólo son quedarme en esta posición, sentado, mirándolo sobre el dorado mar sin término. Un mareo me hace sentir el centro de un todo que gira a mi alrededor, siento que soy una estrella solitaria en el espacio eterno, me veo rodeado de la nada, soy el único ser en el universo, un hombre con atributos de astro arrancado de la abstracta pluma de Borges o del magistral ojo de Bergman. A duras penas enciendo un cigarro que me quema la garganta como si fuera fuego lo que inhalo. Ya nada es igual, algo místico me está sucediendo, y el sueño me atrapa inexorablemente…



II

Don Juan Ribera no podía concentrarse en su libro de gastada cubierta negra, el único libro —recuerdo de su padre— que leía y releía en los escasos viajes que había aventurado en su vida; no sabía quién era Jack London, pero sabía que con él, un viaje de muchas horas se diluía sin notarlo. Pero esta vez, el libro no pudo atraparlo. El desierto avanzaba lentamente al otro lado de la ventanilla del vagón; el cielo limpio y celeste de ese infernal verano del cincuenta y seis lo atraía como un torbellino. Nunca había visto tanta hermosura junta, ni tanta soledad abrumadora. Estaba absorto en sus dolorosos pensamientos, los ruidos metálicos del avance del convoy no los oía, tampoco las conversaciones de los demás pasajeros. Ni un solo árbol, no hay hierba, no hay piedras, ningún contraste, todo plano, todo dunas, todo amarillo y azul, un paisaje hipnótico y vacío, concordante con su estado anímico. Cerró el libro y se puso de pie para sacar del altillo una pequeña maleta de mimbre donde guardaba su almuerzo, que consistía en un pan con jamón y queso, dos huevos cocidos y un poco de vino tinto. Ya sentado de nuevo, frente a esa gorda y, por fortuna, muda mujer vestida de negro, se dispuso a comer su alimento, el cocaví como lo llaman los Quechuas, era lo único que sabía de el Desierto de Atacama. No tenía hambre, sólo comía porque era la hora de hacerlo y porque todos lo hacían. Masticó lentamente cada bocado, ensimismado, pensando en su hija mayor, en Juana, que hace tiempo no veía; ya eran dos días de viaje y faltaban aun dos más para reencontrarse con Juana y el hijo recién nacido de ella; su primer nieto. Su familia lo había abandonado hace unos años, y ahora estaba feliz de poder volver a verlos, a pesar de que no podía contener un sentimiento de vergüenza que lo acongojaba. Juan estaba mal, una depresión tormentosa lo hundía cada vez más, y ese viaje se le hacía eterno. No estaba conforme con su vida, no podía estarlo, y ahora, cuando había tomado la decisión de cambiarla, recibió su sentencia. Días antes de su partida, supo que padecía un mal incurable, supo que no le quedaba más que un suspiro de vida, y a sus cincuenta y ocho años no se sentía preparado para morir. No se sentía conforme con nada, sus hijos eran su orgullo, eran su amor, pero no pudo estar con ellos el tiempo que hubiera deseado por las veleidades del destino, que más que nada, fueron encausadas por él mismo.

En algunos tramos, el tren rodaba tan lento sobre los rieles, que los pasajeros se bajaban a estirar las piernas, y así fue que, aprovechando el ocaso fresco de ese instante, la gente se bajó a caminar junto a la máquina. Juan buscó su sombrero y lo hizo también, necesitaba respirar, necesitaba salir de ahí, aunque fuera por unos minutos. Solitario, con el viento templado acariciando su rostro moreno y con su semblante derrumbado por completo, arrastrando sus pies como si le pesaran, seguía al humilde carro de tercera clase. Entre todas esas personas él parecía un alma en pena, un fantasma estático rodeado de un gentío de espíritus alegres y en movimiento constante. Hombres y mujeres conversaban amenamente, los más jóvenes reían, los niños jugaban y gritaban alborozados, revolcándose en la tibia arena, corriendo sobre las dunas y disparándose con armas invisibles; Juan no los oía, tampoco los veía, no percibía nada más que sus meditaciones y ruegos silenciosos. La rabia destruía sus entrañas, la impotencia se apoderaba de sus pensamientos, se sentía condenado sin razón a abandonar su existencia. Hasta se arrepentía de ese viaje, veía titánica la tarea de guardar su infausto secreto ante sus hijos. Nada podía hacer, ni siquiera tenía tiempo de confiarse a Dios, porque Juan no quería una vida eterna y espiritual, él quería una vida terrenal de carne y hueso, él quería estar con sus hijos, tocarlos, besarlos y compensarlos por su ausencia de tantos años, y esa vida se le negaba injustamente.

Cuando el sol se hundió completamente en el infinito y ocre oleaje que bañaba sus pies de bronce, notó su caminata solitaria, era el único pasajero que aún estaba fuera de la locomotora. Subió lentamente, sin ganas, moviendo las piernas por inercia, autómata, y buscó su sitio. Ya no estaba la gorda mujer frente a su asiento, en su lugar había un caballero que parecía fugado del vagón de primera clase. Lo saludó con cortesía sacándose su sombrero y se acurrucó junto a la ventanilla a mirar los últimos vestigios anaranjados de luz en el horizonte. Seguía inmerso en sus lamentaciones, sin entender la vida y su mala suerte, sin conformarse con su existencia. Pasaron algunas horas, dos o tres, y Juan las percibió como si fueran el mismo exacto instante en el que se sentó, el huracán que tenía en la cabeza no abandonaba sus sentidos, estaba de lleno sumido en un mundo íntimo, un mundo desgraciado y triste creado por él, un mundo donde no cabía la justicia. La angustia se le hizo insoportable y, aflijido, con la cabeza pegada al vidrio, lloró en silencio, oculto de las miradas, oculto del pasajero que tenía en frente dormitando sentado. Se tragaba los gemidos avergonzado, destrozado por dentro, sintiendo deseos de morirse ahí mismo. Mordiendo su sombrero desahogó su ser durante largos minutos desconsolados, hasta que a través de su mirada nublada, pudo ver una mano que le alcanzaba algo blanco, se enjuagó los ojos con los puños y pudo comprobar que era su acompañante que había despertado. "Tome" dijo éste insistiendo con el brazo extendido. Juan, se sintió bruscamente interrumpido en su sufrimiento, pero a la vez, abochornado por su público llanto de niño; "gracias" le respondió mirándolo de soslayo y aceptó el pañuelo.

El hombre en frente suyo lo observó con compasión, su mirada era la de un intelectual, parecía alguien de un linaje muy superior como para ir en ese vagón de tercera clase, el corte y la tela de su vestimenta obscura eran impecables, aunque un poco anticuados, de una línea clásica quizás, al igual que sus zapatos; su piel blanca y su pelo y ojos claros le daban un aspecto foráneo, tal vez extranjero, y lo pudo confirmar Juan, cuando el desconocido, con un sutil acento exótico, le habló conciliadoramente:

—Las penas del alma son íntimas, pero, con su permiso, mi querido amigo, quisiera decirle que en esta vida absolutamente todo tiene una solución…

Juan lo miró con fuego en sus ojos irritados, no dijo nada, enojado por la intromisión. El extraño pareció no advertir su malestar, y continuó hablando amablemente.

—No se aflija, amigo mío, es malo para el espíritu guardarse las cosas, mucho mejor es hablarlas, sacarlas de adentro, eso hace bien. Quizás yo pueda ayudarle en su pesar.

La respuesta de Juan fue cortante, pero cortés, sospechando la alta alcurnia de su acompañante, pretendía detener ese diálogo incómodo al instante.

—Mi pesar es mío nada más, por favor, le pido con toda humildad y sin el ánimo de faltarle el respeto, no se meta en mis asuntos, además, mi problema no tiene solución.

Los ojos del desconocido se alumbraron al obtener una respuesta e insistió.

—¿Qué seguridad tiene de ello?, inténtelo, cuénteme lo que le apesadumbra, tengo experiencia en este tipo de lides. No persigo ningún afán morboso ni de lucro, sé que puedo ayudarle, tengo los conocimientos y recursos necesarios. No se arrepentirá, se lo aseguro.

—Por favor, no quiero hablar, prefiero estar solo, respete mi dolor— replicó Juan de inmediato, acomodándose en su sillón para mirar por la ventanilla la camanchaca cayendo lentamente sobre el desierto en penumbras y envolviendo con su neblina cada espacio.

Su interlocutor, con aire tranquilo, se cruzó de piernas, cogiendo un libro marrón oscuro que estaba a su lado, la portada tenía impreso en letras doradas el título; "El Vagabundo de las Estrellas de Jack London", y al abrirlo, sin levantar la vista, dijo:

—Como desee, mi querido Juan, si usted lo estima así, no insistiré más.

—¿Cómo sabe mi nombre?— preguntó éste sorprendido, volteando por reflejo y violentamente el rostro hacia él.

El forastero, elevando su mirada de profundo e hipnótico azul para clavarla en la de su acompañante, respondió muy seguro de lo que decía.

—Sé su nombre como sé qué lo aflije, conozco su vida como conozco la solución a su pesar. Sé muchas cosas de usted, Juan. Tengo el conocimiento; ya se lo dije.

Juan, se sorprendió aun más, y acalorado y levantando la voz, le impugnó:

—¿Acaso, me está tomando el pelo?, ¡discúlpeme!, pero no estoy de ánimo para entretener a un futre arrogante. Haga el favor de dejarme tranquilo o me obligará a ser realmente grosero con usted.

—No se altere, mi amigo, yo sólo quiero ayudarle, conozco el cáncer que lo apesadumbra, si usted me da una oportunidad, podría remediarlo— argulló el extraño sin cambiar su flemático timbre. Su serenidad era inquietante.

—¡¿Cómo sabe todas esas cosas?!, ¡¿quién es usted?! ¿estuvo registrando mis pertenencias? Voy a llamar al revisor— le advirtió Juan con ira, y del arrebato casi se levanta de su asiento.

El elegante hombre, cerró el libro y miró con severidad a Juan, y le dijo:

—Cálmese por favor, se lo ruego, no perdamos la compostura. Usted no va a llamar a nadie, no antes de escuchar lo que le ofrezco— y haciendo una delicada verónica con su brazo izquierdo, agregó —. Mire a su alrededor, están todos durmiendo, y si tiene la amabilidad de observar detrás de mi asiento, podrá ver al revisor de pie, pero también entregado a los desdenes y caprichos del ansiado Morfeo.

Juan miró disimuladamente, apenas moviendo su cabeza, y en efecto, todos los pasajeros dormían, el revisor, al parecer, también, y temeroso de despertarlos con sus gritos o un escándalo mayor, accedió a escuchar dejando escapar un cansado suspiro de desaliento.

—¡Ya! ¡hable de una buena vez y después se larga de aquí! Hay una gran cantidad de asientos desocupados en el vagón. Si usted no se va, me voy yo. Quiero estar solo.

El rostro del desconocido reflejaba el dominio total de la situación, sus facciones eran simétricas y perfectas, dueñas de un atractivo poderoso, y dijo con su voz honda y agradable, irresistiblemente envolvente a los oídos de su oyente.

—Perfecto— y agregó una frase que a Juan le pareció sin sentido —«…Y quiera Dios negarte la paz para darte la gloria»… ¿Conoce usted a Unamuno, mi estimado amigo?

—No— respondió secamente Juan indignado.

—¿Cree usted en Dios?

—¿No se supone que lo sabe todo de mí?— fue su respuesta irónica y, después de un segundo, continuó — Sí. Sí creo. ¿Es eso lo tan importante que tenía que decirme?

—Por supuesto que no, mi estimado. No se impaciente— y esbozando una maliciosa sonrisa después de mirar la hora en un reloj de oro que colgaba de su bolsillo, prosiguió—. ¿Me creería si le digo que yo soy el Diablo…?

Los ojos de Juan se abrieron sorprendidos, parecía una macabra broma lo que escuchaba, pero no fue capaz de impugnarla, estrujando su sombrero entre los dedos miró temeroso a su alrededor, buscando a alguien que hubiese oído lo mismo que él. La gente dormía, pero algo raro había en ellas, no lo había notado hasta ese preciso instante, no tenían una posición de descanso, parecía que todos habían cerrado los ojos sincronizadamente en un momento determinado, como si el sueño los hubiera alcanzado en el lugar en el que estaban, incluso, a algunos de pie. Notó además, el silencio sepulcral que había, el tren no emitía ruido alguno, prácticamente volaba sobre los rieles, parecía detenido, sin embargo, no podía ver por la ventanilla a causa de la espesa niebla para comprobarlo. Contrariando sus deseos, la duda se sembró en sus pensamientos, era estúpido dudar, debería negar la afirmación al instante, pero no tuvo otra reacción ante lo que decía ese misterioso hombre, su respuesta fue nada más que un silencio perplejo y total. Se quedó mudo de la impresión, y quieto por un miedo latente que pugnaba por expresarse.

Como si hubiera leído sus pensamientos o anticipado exactamente su reacción, el extraño, dejándose caer relajadamente en el respaldo de su sillón, dijo:

—Excelente. Me alegra que no sea usted un incrédulo, aunque no soy precisamente "él mismo" en persona, no, de ninguna manera, mi Señor no hace estos trámites tan insignificantes, yo soy sólo su representante. Mi nombre es Valefar, y estoy a su servicio mi querido Juan —e hizo una reverencia presuntuosa sin quitarle los ojos de encima a Juan.

Luego, callado y circunspecto, hizo tronar los huesos de sus dedos como lo hacen los pianistas antes de ejecutar una obra, introdujo su mano derecha en el interior de su negro saco, sacando un estuche de oro con cigarros gruesos de color café. Encendió uno, y como olvidando algo, mirando a Juan, le ofreció de la petaca.

—Sé que no fuma, mi querido amigo, pero no quiero que piense que soy descortés— Juan negó con la cabeza casi por inercia, aun turbado por completo. Valefar, guardó el estuche entonces, aspiró muy hondo el humo abundante que emanaba de su cigarrillo y habló de nuevo —. Escúcheme bien, Juan; antes que nada, mi presencia aquí es un privilegio para usted, entiéndase entonces (contrariamente a lo que piensa) un hombre muy afortunado, a cualquiera no visito, usted es uno en millones. Conozco su caso perfectamente; resumiéndolo todo en certeras y breves palabras, y permítame aquí ser lacónico, sé que pronto tiene que partir de… llamémosle "esta existencia lamentable", y que usted no quiere dejarla, y sé también que no le interesa la otra vida que le prometen desde allá arriba, que presuntuosamente ellos llaman "inmortalidad espiritual". Por lo que le haré esta oferta una única vez, ya que mi tiempo es limitado y precioso: ¿Qué le parece si hacemos un intercambio?

Juan, inmóvil, sin poder mirar a los ojos a ese hombre, se quedó pensativo, sin darle crédito a lo que escuchaba ¿estaba hablando con el Diablo?, debería estar aterrado entonces, pero no era lo que sentía, lo que inundaba su ser era una secreta alegría, aunque dubitativa, por la potencial salvación que veía frente suyo, y susurrando y trémulo preguntó:

—¿Qué clase de intercambio?

—Espero ser lo suficientemente claro, ya le dije, mi estimado amigo, que la oferta la hacía sólo una vez, pero tratándose de su evidente ignorancia en estos menesteres, se la aclararé —respiró profundo, dio una bocanada eterna a su enorme cigarro rubio, y agregó —. Le ofrezco la vida terrenal, la cura a su enfermedad, si usted quiere vivir hasta los cien años, se lo concederé, y a cambio, usted me cede su inmortalidad: si lo acepta, el trato queda cerrado en este instante, si lo deja, me iré, y como una compensación por la intromisión, le diré el día exacto de su fenecimiento, que para serle sincero, es en menos tiempo del que usted se imagina.

Juan, nervioso, pasó sus manos húmedas y temblorosas por su negro pelo, en una actitud desesperada, pero a la vez, ansiosa. Su respiración y su pulso se aceleraron de golpe, las gotas de sudor perlaron brillosas su frente, y buscando arrestos de valor en su interior, evitando en el intertanto que la sonrisa de espontáneo regocijo que luchaba por adueñarse de su rostro se notara, dijo:

—Necesito una prueba antes, necesito saber que lo que dice es verdad, que usted tiene ese poder y no me está engañando.

El supuesto mensajero de Satanás asintió con la cabeza, y le contestó:

—Muy bien, me parece una petición razonable, y muy inteligente por lo demás. Cierre los ojos su merced.

Juan hizo lo que le pedía Valefar, y de inmediato sintió un aire frío que le recorrió la piel. "Ahora ábralos" dijo la voz afable de su interlocutor, obedeció nuevamente, y se encontró de pie sobrela arena del desierto. La lunallena lo alumbraba todo, haciendo brillar la tupida niebla. Observó a su alrededor y no halló el tren, tampoco los rieles, en su entorno sólo habían noctánbulas dunas plateadas. Frente suyo estaba el demonio, Juan sobrepasaba el metro ochenta de estatura y su acompañante estaba lejos por arriba de esa marca.

—Entonces, ¿acepta el acuerdo, mi bienaventurado amigo?— preguntó, Valefar, aún fumando y con un sesgo de ironía en sus palabras, que sabía era imposible que su acompañante notara.

—Acepto el cuerdo— respondió Juan después de unos segundos, decidido al fin, excitado, meditando apenas un efímero instante el asunto, pensando en sus hijos y el precioso tiempo que tendría con ellos.

Valefar, sonriente y complacido con la respuesta, extrajo un pergamino de entre sus ropas, y con un dedal puntiagudo de metal plateado, le hizo una diminuta incisión a Juan en el índice de su mano izquierda. Le entregó el papel y le dijo:

—Por favor, lea cuidadosamente el contrato y firme con su sangre al finalizar.

Ansioso y alterado por la embriaguez de su alegría contenida, Juan no lo leyó, sólo le dio una mirada fugaz y preguntó:

—Son cien años, ¿cierto?— a lo que Valefar asintió con la mirada. Después estampó su huella digital roja en el amarillo papel. Se lo devolvió al mensajero, y éste lo firmó con sangre también.

—¿No es un placer hacer tratos con nosotros, socio?— comentó sonriente el demonio y le extendió la mano para estrechar la de él, y agregó sarcástico— ¡Es tan mala la fama que nos atribuyen injustamente!

Juan, cambiando su sombrero de mano, y estrechando la enorme y pálida de Valefar, correspondió con otra sonrisa, ésta nerviosa, al comentario, y dijo:

—Son muchas las injusticias en este mundo tan miserable, caballero.

—Llámeme Valefar por favor, soy su amigo… Por lo demás, es muy acertado su comentario; me sorprende gratamente. En todo caso, como usted ha comprobado, ante esas injusticias siempre se puede contar con mi Señor para enmendarlas. ¿No le parece?

Juan rió alegremente, mucho más tranquilo, y afirmó tres veces con la cabeza, y después de dar una mirada descuidada a su entorno, preguntó.

—¿Y ahora qué sucederá…?

Valefar, guardó parsimonioso el pergamino en su saco, provocando un suspenso asfixiante en la curiosidad de Juan, y respondió:

—Ahora ejecútese el acuerdo— y se desvaneció en un segundo dejando a Juan solo en la desoladora pampa.

Éste, perplejo y asustado, gritó y llamó impulsivamente a Valefar, corriendo en distintas direcciones, como un desquiciado, creyéndolo ver en la penumbra de la brillante niebla ya menos espesa, hasta que sintió seca y adolorida su garganta por el esfuerzo. Todo fue infructuoso, Valefar nunca más volvió a aparecer. Ya resignado de su soledad, estático como un árido y anciano Tamarugo abandonado en una quebrada, pensó unos instantes en su suerte, su mano derecha sostenía el sombrero, que entre sus dedos se ajaba con la fuerza impetuosa de su rabia. Angustiado, miró a su alrededor de nuevo, buscó alguna referencia, la línea del tren, la última estación que pasaron, las formas de los cerros a lo lejos, alguna luz en el horizonte difuso que pudiera darle una esperanza, pero las únicas luces en ese lugar perdido eran las de los astros. Podía estar en cualquier parte, sólo laluna le daba alguna referencia de los puntos cardinales, pero los rieles del ferrocarril podían estar tanto al Oeste como al Este de su posición, no había manera de tomar una decisión inteligente al respecto, por lo que confiarse a la suerte era su única opción.

Eligió el Oeste, si por allá no estaban los rieles, aún le quedaba la posibilidad de seguir caminando hacia la costa, hacia donde estaba la civilización, quizás en el trayecto encontraría un pueblo, una aldea, o un camino, quizás se cruzara con un pampino viajero o un indio peregrino. Desde la línea ferrea debían ser unos setenta kilómetros hasta el Pacífico —pensó—, por el lado contrario, hacia el Este, sólo llegaría a la gélida Cordillera de los Andes, que aunque no la veía por la niebla lejana, sabía que ahí estaba imponente.

Comenzó su incierta marcha sin mayor entusiasmo, siempre pensando en que tal vez era la ruta equivocada. Hacía mucho frío, y la única forma de repelerlo, aunque fuera un poco, era caminando sin parar. Vestía apenas un pantalón de lino gris y un saco del mismo color sobre una delgada camisa blanca. Sus zapatos, especialmente adquiridos para la fiesta de bautizo de su nieto, se hundían fácilmente en la arena, aún levemente tibia, por lo que prefirió sacárselos y llevarlos en la mano para que sus pies se regocijaran con la agradable suavidad de la arena. Caminó durante muchas horas, cuatro, cinco, seis, no lo notó. Llegado un momento, comenzó a sentirse muy relajado, no era sueño ni cansancio, era un letargo agradable, como esa sensación después de beberse dos botellas de vino, pero sin el hastío en el estómago ni la pesadez en la vegija. Se habló en voz alta para espantar su trance, pensó en el nieto que iba a conocer, pensó en sus hijos que ya eran mayores y el tiempo que no estuvo con ellos, y pensó en la fugaz traición que cometió hace años, producto de la cual había nacido su cuarto hijo, el gatillante del abandono que sufría. Acongojado lloró, se le partía el alma de la rabia, su pesar se le hizo intolerable a cada paso que daba. En un momento, el dolor y la amargura en su pecho fueron tan intensos como la somnolencia que lo obligó a sentarse. Se dejó caer, de forma torpe, como un borracho intoxicado. Fatigado, con mucha dificultad pudo calzarse los zapatos sin lograr amarrar los cordones. Sabía que ya no había salida, sabía que pronto iba a morir. Sintió miedo por ello, el miedo lógico a la muerte, el miedo a lo desconocido, a lo que vendría después de que el negro crespón lo cubriera. "¡Ven a buscarme, que te estoy esperando como un hombre!" gritó al viento con su voz exhausta. Como una respuesta, una ráfaga de aire levantó la arena que se le fue encima cegándolo y tirándolo de espaldas hacia atrás, quedando recostado sobre el suelo. El sombrero se le fue de las manos, volando alocadamente en medio de un remolino de aire y polvo, pero ya no pudo erguirse para asirlo, apenas pudo levantar una pierna y poner el pie sobre él afirmándolo para que no se lo llevara la noche "¡mi sombrero no!, ¡no te voy a dar nada, mierda!" aulló furioso. Miró las estrellas, mareado y confortablemente insensible, eran millones y millones, y la mancha blanca que formaban le parecía un gran péndulo que lo hipnotizaba. Las miró por largo rato, durmiéndose poco a poco. Dentro de su sopor, pudo al fin sentirse aliviado después de tantos años de soledad, el descanso llegaba... Pensó y recordó a sus cuatro hijos nuevamente, cada uno ocupó su ser por unos segundos eternos. Los ojos se cerraban y su respiración se hacía lenta y profunda, el pecho le pesaba una enormidad. Entró en el sueño, sonriente a pesar de todo, ya sin miedo, ya sin odio, ya sin remordimientos, y se durmió. Juan, a la mañana siguiente no despertó…



III

¡¿Qué es lo que llega a mi cerebro y me hace ver aquellas imágenes?!, el sueño se marcha, me deja despierto y espantado, y quedo abandonado en la absolutanoche pampina, al igual que le ocurrió al pobre Juan; el frío es tremendo, tan atroz como el crudo invierno de mi querida Stockholm. Pero este frío no mató a Juan, a él lo mató su cáncer linfático esa misma noche en que cumplía cincuenta y ocho años. Mi alma me lo dice, siento su historia en el corazón, Juan me la relata con sensaciones reales, y los reflejos de sus blancos huesos que relucen bajo los rayos de la luna, me lo confirman. Lo siento vivo, cerca de mí. Su espíritu me ronda. Me pregunto si después de cuatro décadas tendrá familiares que lo recuerden.

Juan no tenía salida, sé donde estoy, el punto preciso donde cayó él, la ruta que seguía no lo llevaba a ninguna parte, lo internaba más aun en el desierto. Pobre hombre; qué terrible situación. Ahora siento mayor lástima porél, que triste y desesperada su tragedia, pero ¿por qué me la cuenta a mí?, ¿qué tengo que ver yo con él?, ¿cuál es el misterioso mérito que me da derecho a conocer su historia?, ¿es sólo coincidencia o hay algo que me une a él? Miro alrededor y no hallo nada, a mis espaldas siento un murmullo pero nada hay. La niebla comienza a despejarse sobre el desierto, es fabuloso el espectáculo, como si esa bruma tuviera voluntad propia.

—¡Juan!, ¡Juan! ¡¿Qué quieres de mí?!…, ¡¿qué quieres que haga por tí?!

No hay respuesta a mis clamores, sólo el silbido tétrico del viento. El frío ya no es tan extremo, al parecer con la niebla se retira. Debiera marcharme también,esto me asusta demasiado, el Diablo tiene metida su cola en el asunto. Sin embargo, algo me dice que mi misión no está concluida, que no se trata de denunciar el descubrimiento de sus restos y darles cristiana sepultura, tampoco se trata de escuchar y compartir su desgracia, ni de buscar a su familia y relatarle lo acontecido. No. Hay algo más que no logro vislumbrar. No puedo dar con ello, no puedo pensar…

Al ponerme lentamente de pie siento un sutil mareo, al parecer, a causa de las tres horas que dormí sentado. Un mareo que crece poco a poco y me desestabiliza hasta casi hacerme caer, no obstante me mantengo erguido, pero me es difícil hacer algo más, ni siquiera puedo pensar en el enigma que me envuelve. Quizás lo mejor es irme de aquí y regresar después, es lo más cuerdo. El vértigo es constante. Estoy mal, estoy asustado, me pesa en el corazón una incertidumbre angustiante, un presentimiento terrible, alucino, veo cosas, veo formas volando a mi alrededor, fantasmas, el mareo se hace absorbente, se hace un torbellino que me tira, me distrae de todo, que me saca de mi cuerpo como una pesadilla demasiado real; imágenes de la ciudad de Chillán flotan a mi alrededor, árboles, casas, calles, veo personas, un hermano llamado Mario, un padre llamado Ernesto, una esposa llamada Julia, veo una casa en Valparaíso, veo cuatro hijos queridos, un vil engaño y un abandono cruel en venganza, distingo una carta, un nieto recién nacido, un boleto en el tren longitudinal y una gran tristeza en el alma, ¡¿qué es esto?!, ¡¿qué me está sucediendo?!, ¿qué son aquellas imágenes?,¡no las conozco!, ¡no conozco a esa gente!, ¡ésa es la familia de Juan!, ¡no son mi gente!, ¡no son mis recuerdos! Yo vivo en Sverige, ¡en Suecia!, ¡mi nombre es Johann Flodstrand, nacido el dos de febrero de mil novecientos cincuenta y seis en Stockholm, nada tengo que ver con esta tierra ni con Juan Ribera Ramis!

Trato de caminar, no sé hacia dónde, desestabilizado y ciego, sin ningún equilibrio ni rumbo, sólo veo las imágenes ante mí. Torpemente tropiezo y caigo al suelo, y mi rostro queda a centímetros de la blanca calavera de Juan... el espanto me paraliza el corazón, no el espanto de los huesos, sino el espanto de la verdad ¡al verlo la luz se hace en mi alma y entiendo!, levantándome comienzo a entender. El dos de febrero es el día que desapareció Juan, ¡el mismo exacto día de mi nacimiento!, ¡sí! ¡Gode gud!, no puede ser, no por favor. ¡¿Qué está pasando?!, ¡jävlar!, ¡mierda!, !Johann Flodstrand y Juan Ribera son lo mismo! ¡se traducen igual!, ¡son nombres equivalentes!, ¡cómo no lo noté antes! ¡Dios mío! Y mi cumpleaños es hoy, precisamente hoy, ¡tenía que ser hoy!, idag cumplo los malditos cuarenta y dos ¡idag! ¡hoy! ¡no!, por Dios, Dios, mil veces Dios… Él sabe que no son cuarenta y dos, Dios, Dios, Gud, ¡ayúdame!, perdóname, no me des la espalda, perdona mi traición. ¡Son cien años!, !cien!, ¡cien!¡hundra!, hoy es mi cumpleaños número cien, ¡sí! el Señor y el Demonio saben que es así, el desierto y la noche son testigos, nací en mil ochocientos noventa y ocho ¡Sí! ¡Mi presentimiento!, Juan está vivo ¡Juan Ribera soy yo!, y he vivido un siglo, cien malditos años, una amarga y miserable centuria, ese fue el acuerdo, yo firmé el contrato, ahora lo recuerdo como si hubiera ocurrido ayer, ¡el maldito acuerdo!, lo firmé con mi propia sangre. No me engañaron, yo mismo lo hice, yo me engañé. Jag lurade mig. Todo calza, ahora todo está claro, no hay dudas, ¡estoy perdido!, ¡condenado!, ¡desahuciado!, el nombre de Juan Ribera me condenó a purgar en el Infierno para el resto de la eternidad.

Me dejo caer sobre la arena…, caigo como un soldado herido mortalmente en la batalla; sentado, aterrado y desesperado, saco un cigarrillo, y al encenderlo y quemarme la garganta con el humo inhalado, me doy cuenta de que yo no fumo, que nunca lo he hecho, y lloro pensando en el recuerdo de mi hija Juana y el nieto que nunca conocí, los rememoro ahora… ahora que en la noche veo a lo lejos acercarse entre tinieblas al sonriente Valefar, intacto y tan elegante como en febrero del cincuenta y seis…



Dedicado a mi bisabuelo Julio Riquelme Ramírez (1898-1956);
Desaparecido desde un tren en el desierto de Atacama durante 43 años.
Sus restos fueron hallados por un excursionista extranjero en enero de 1999.




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