El sueño…
el sueño es el hermano de la muerte.
Así que túmbate bajo este esqueleto en la frialdad de la tumba.
Permite que el abrazo de sus muertos brazos
te mantenga totalmente a salvo y dormido.
Enterrado en un sueño…
silenciosamente….
Para siempre bajo tierra




La Cabeza - Robert Bloch




LA CABEZA
Robert Bloch

Una mañana, cuando Jon tenía diez años, llovía demasiado como para que él saliera a matar a alguien.

Desde la parte superior de la cueva contempló la tormenta, diciéndose que la lluvia era marica, hermano. Pero se sentía bien.

Entonces Jon guardó el cuchillo debajo del cinturón de su slip y bajó a los túneles para buscar a alguien a quien pudiera hacérselo. Sólo que no podía atrapar ninguno de los más chicos porque corren cuando lo ven venir. Y sabe que si no tuviera cuidado alguno de los grandes se lo haría a él.

A él no le atraía, ni cuando lo hizo Grope, pero al menos Grope impedía a los otros ofenderlo. Grope era el más grande de toda la cueva, y no dejaba que nadie se lo hiciera a sus damas mayores o sus chicos excepto él.

La bronca existía, Grope había salido a cazar cabezas con la pandilla y Jon no confiaba en los otros. Aunque llovía las mujeres estaban afuera en los campos y los chicos corrían sueltos por la cueva con sus cuchillos y mazas, produciendo ruido. Cuando recorría los túneles laterales, Jon pudo escuchar los sonidos exteriores —risas y gritos y lamentos.

Entonces Jon se mantuvo en medio de la gran cueva donde las hogueras de las cocinas iluminaban el camino. Cada banda tenía la suya, con un tullido cuidando que nunca se apagara. Los tullidos eran muy viejos para cazar o trabajar en los campos y no podían hacer más, por lo que a la mayoría se los mataba, pero siempre dejaban algunos para cuidar las hogueras.

Los chicos nunca iban a las hogueras solos. Jon recuerda que una vez cuando él era un pequeño, Grope encuentra un chico que trata de robar comida de una olla. Grope lo agarra y lo estrella contra una roca. Luego ella misma termina en la olla. Los otros chicos ríen, ja, ja, pero no olvidan. Y después de eso se mantienen lejos de las hogueras, excepto a la hora de comer.

Por eso, era seguro quedarse en la gran cueva ahora, pero Jon estaba inquieto, quería hacer algo. Entonces agarró una antorcha y bajó al túnel lateral de Grope muy despacio y con cuidado, por si alguien se escondía allí. Pero el túnel estaba vacío y él se arrastró en la oscuridad hasta que pasó el lugar donde se duerme y encuentra el hueco de entrada a las madrigueras más allá. Había muchas madrigueras retorcidas a través de la roca y Jon conocía bien su camino. Casi nunca nadie va hasta allí.

Había rocas caídas dentro de los túneles, demasiadas para que los grandes treparan, pero Jon empezó a trepar cuando era un chico pequeño y fue siempre el único. Así encontró el lugar secreto.

El lugar secreto estaba muy abajo. Jon pasó por rocas caídas, donde las paredes eran lisas. No rocas, las paredes, sino algo más. Como su cuchillo, duro y brillante. Y entonces él fue donde estaba el zumbido.

Cuando acudió allí por primera vez, el zumbido lo asustó, pero se acostumbró después de un tiempo. Nunca lo lastima, sólo algún ruido detrás de las paredes lisas. Ahora se quedó donde no necesitaba antorcha porque había luz. La luz venía de algún lado atrás como el zumbido.

Nadie sabía del zumbido o la luz y Jon nunca lo contó porque era parte del secreto.

El secreto residía en una pequeña cueva de la pared lisa con más zumbido y guiños de luces de abajo de un estante con perillas. Jon recuerda cómo lo asustó hace tiempo ver la gran burbuja brillante en el estante, que él trató de romperlo con una roca pero la roca rebotó. Entonces él tuerce perillas que no se aflojan, pero viene más luz de la burbuja brillante y luego pudo ver lo que había dentro.

Eso era el secreto real, flotando dentro de la burbuja con las cosas largas y finitas que le salían de las orejas y el cuello.

Una gran cabeza, toda arrugada y peluda. Ojos bien cerrados, boca cerrada también. Muerta.

Hasta que Jon tuerce perillas como hizo la primera vez. Ahora las chispas saltan de las cosas largas y finitas.

Los ojos se abren, lo miran. La boca se abre también.

Y la cabeza dice, "Buen día, Jon."

Buen día, Jon.

Pudo oír su voz que lo decía, pero pudiera ser que no fuera la mañana: el tiempo no tenía importancia aquí. Y no era realmente su voz —sólo la emisión artificial del mecanismo alimentado por el débil impulso eléctrico de su lengua y nervios laríngeos; amplificada electrónicamente, como su audición.

¿Cómo era la vieja frase? Inteligentes como el demonio, estos chinos. Inapropiado, por supuesto. Los chinos no habían perfeccionado esta variación de la técnica criónica; de hecho se había llegado a ella exactamente antes del amenazado holocausto termonuclear. Ellos habían anticipado los resultados, y ésta era la solución. Una solución química, en la cual el cerebro era preservado y reactivado eléctricamente.

Era la única salida que habían encontrado. No podían salvar la atmósfera, no podían salvar los artefactos, no podían salvar la vida humana. Pero tal vez, bajo estas condiciones, pudieran salvar el conocimiento.

Razonaron que todo conocimiento registrado es perecedero —libros y cintas y microfilms están sujetos a la desintegración. O, aunque se preserven, a la mala interpretación. Y las computadoras no eran la solución; no se podía generar energía perpetua ni mantenerla en una escala suficiente como para alimentar grandes unidades, y no tendrían ninguna utilidad para quien no tuviera un sofisticado entrenamiento.

La única fuente segura de sabiduría seguía siendo la mente. Seleccionad las mentes, seleccionad los poquísimos psicológicamente aptos para soportar semejante stress y preservadlos. Ubicadlos en refugios de seguridad estratégicamente situados a gran profundidad, y enganchadlos a los mecanismos autosuficientes de input y output. Más tarde o más temprano alguien los encontrará. Habrá supervivientes; eventualmente la atmósfera se desprenderá de la polución. Entonces los remanentes de la raza humana, preparados para la regeneración, tropezarían con las reservas secretas, las secretas fuentes de ciencia y arte y saber que estaban esperando para reconstruir un nuevo mundo de las ruinas.

Ese había sido el plan. Había otras mentes enterradas en varios lugares subterráneos de alta seguridad; podía ser que no hubieran sido aún descubiertas, podía ser que no lo fueran nunca. Pero la ley de posibilidades, la ley de accidente, había llevado a esta resurrección.

Yo soy la resurrección y la vida, dijo el Señor. Y un pequeño niño los conducirá. Un niño, merodeando por las cuevas y dando con esta unidad, manipulando torpemente los artilugios extraños, reactivando su conciencia.

Miró a la criatura agachada frente a él. Borrosa, indistinta, fuera de foco. Mejor corregir eso.

—Jon, ¿puedes oírme?

La figura agachada cabeceó.

-Bien. Ahora escucha atentamente. ¿Recuerdas lo que te dije las otras veces que viniste, sobre los interruptores?

La criatura pestañeó. Algo lo estaba desconcertando. Interruptor. No entendía la palabra. ¿Qué término conocería?

—La perilla, Jon. La perilla de la izquierda.

La criatura cabeceó nuevamente, y se inclinó hacia adelante.

—Allí. Empújala para arriba. Despacio —no mucho— solo un poquito. Así está mejor.

Sí, ahora podía ver con claridad. ¿Pero era mejor? ¿Era realmente mejor tener una visión clara de esta figura semidesnuda, este antropoide blanco? Ni siquiera blanco, en realidad, sino un nuevo cruce étnico de Caucásico y Negroide, un producto de generaciones de endogamia en la oscuridad perdida.

Sus confrontaciones previas habían producido poco más que el conocimiento del nombre de Jon; su gente no tenía historia, ninguna conciencia de continuidad. Por lo que Jon sabía, siempre habían vivido en cuevas, siempre escarbando la cicatrizada superficie exterior y superior para encontrar yemas para los cocimientos, siempre cazando grupos de otras cuevas para complementar ocasionalmente con carne su dieta diaria. Tenían fuego, resguardo, armas toscas, la semblanza de supervivencia de una subcultura urbana basada en el concepto de agrupación y territorio. Todo esto era lo que había recogido en pacientes interrogatorios, y tal vez era todo. Salvajes.

Desechó la idea; no era importante. Lo que importaba ahora era que esta criatura era todo lo que quedaba de la humanidad. La esperanza del futuro, la única esperanza superviviente.

Podía hablar. "Cuéntame algo, hermano."

Hermano. Esta criatura pertenecía a la humanidad, a lo que quedaba de ella. Despojado de todo, arrancado de la civilización, su lenguaje se reducía a una jerga tosca.

Dios, ¿cómo se podía educar esto? ¿Cómo podría tan sólo comunicarse con claridad? Pero tenía que hacerlo, debía, era el único camino.

—Cómo hablar de algo, hermano.

Y él habló.

Otra vez, como tantas otras antes, le contó a Jon la historia. Le contó de los viejos tiempos, los días de la inocencia antes de las guerras, cuando la gente caminaba libre y orgullosa sobre la faz de la tierra y construía sus ciudades resplandecientes cuyas agujas se perdían en lo alto; construían sus esperanzas más altas aún, remontándose a las estrellas.

Eso es lo que era para Jon, un cuento. Estaba escuchando, siempre escuchaba, pero obviamente no creía. No más de lo que la humanidad había creído en el Jardín del Edén.

De algún modo, por supuesto, este nuevo mundo era el Jardín del Edén del cual hablaba —la Tierra antes de la Caída. Y la creciente disidencia que había conducido a la guerra —la lucha racial, política, religiosa, ideológica, sexual, con su falta de comunicación a todo nivel— había sido como la torre de Babel. Hasta la misma guerra final era como un Diluvio que aniquilaba el mundo. Sus supervivientes no se refugiaron en la cima de las montañas; en su lugar estaban dentro de ellas. Los hijos de Noé, agazapados en esta cueva.

Se escuchó a sí mismo —a la emisión mecánica de su pensamiento- y reconoció en qué medida todo ello sonaba como un cuento de hadas. Así le sonaban a él los relatos bíblicos en los viejos tiempos. Fábulas, fantasías, folklore. Si para él había sido difícil concebir la simplicidad del Jardín del Edén, cuánto más difícil debía de ser para Jon percatarse de la realidad de una civilización complicada.

Y sin embargo era verdad. Había existido la esperanza de un paraíso en la tierra, hasta que la humanidad lo convirtió en un infierno. Para la mayoría, el infierno había sido una horrorosa pesadilla de dolor y miedo, repentina y breve, seguida de un olvido piadoso. Pero el verdadero significado de infierno les había sido revelado solamente a unos pocos, como él. Él sabía realmente lo que era el infierno.

El infierno era eterno.

El infierno era una oscuridad que nunca moría, una pesadilla que nunca terminaba. El infierno era el dolor y el miedo de estar vivo y consciente en esa oscuridad, absolutamente aislado, incapacitado de ver, o hablar o aun moverse. El infierno era estar a solas con sus pensamientos para siempre; pensamientos que no dormían jamás, pensamientos que resonaban eternamente con un griterío inaudible que destrozaba el cráneo.

Ése era su infierno, antes de que Jon lo encendiera. Y ése era su infierno cuando Jon lo apagaba, dejándolo solo en la oscuridad.

Por eso ahora no importaba realmente si Jon le creía o no, siempre que estuviera dispuesto a escucharlo. Porque si estaba escuchando no lo apagaría.

Sigue hablando, manténlo interesado. Cuéntale de cualquier cosa, de todo. Del radar, los láseres, la fisión, la fusión, los super y subsónicos, el microcosmos, el macrocosmos, los dáctilos y pterodáctilos, de todas las maravillas y tropiezos del mundo.

—Y entonces, Jon, comenzarnos la conquista del espacio. Aterrizamos en la luna.

—Ya lo contaste —Jon se puso de mal humor; estaba aburrido—. Cuenta de grandes matanzas.

Grandes matanzas. La guerra. Él no quería hablar de la guerra; eso era Información Reservada, Alta Seguridad, las órdenes selladas y la directiva que lo habían mandado aquí al Área Secreta. Operación Supervivencia —así la habían denominado, el procedimiento que lo situó bajo el cuchillo en el momento mismo en que la tierra temblaba y las cimas se derrumbaban sobre su cabeza. Pero había obedecido, todos habían obedecido; los científicos y cirujanos transpirando al esgrimir sus escalpelos bajo las hirvientes luces electrónicas antes de la oscuridad final. Sus palabras le volvieron a la mente.

—Pero maldito sea, ¿no lo entiende? No es la muerte ¡estará vivo! Es inevitable que alguien lo encuentre tarde o temprano y cuando esto suceda, cuando lo enciendan, usted renacerá. Y también la raza humana renacerá con el saber por usted conservado.

Ésa era la esperanza que había sido depositada junto a él en la oscuridad, el propósito que lo había sostenido a través del vacío terrible, interminable.

Pero eso no era lo que Jon quería oír. Estaba nuevamente reticente, rascándose una axila.

Más matanza —dijo Jon—. Bombas. Tú sabes, hermano.

—Yo no sé —dijo él—. Y tú tampoco sabes. Tú no eres un hombre —eres un niño. Por eso debes escucharme, escucharme y aprender. Hay otras cosas en la vida además de matar y comer y copular. Si me escuchas puedo enseñarte.

—Cuenta cómo haces bombas —Jon sonrió—. Algún día yo mato a Grope.

—No, esa no es la forma.

Jon sacudió la cabeza porfiadamente.

—¡Cuéntame!

Contarle ¿qué? Dónde estaban las palabras, cómo podía llegar a él, enseñarle, rescatarlo del salvajismo, sacar a su gente de la barbarie. ¿Y qué palabras servirían —las de Jesús, Buda, Mahoma, Lao Tsé, Platón, Spinoza, Confucio, Shakespeare? ¿Qué profetas, sacerdotes, filósofos, sabios o eruditos en la historia de la humanidad le podían mostrar la solución?

Tenía que encontrar ahora esas palabras, por el bien de Jon, por su propio bien, aunque sólo fuera para que no lo apagara, para no ser vuelto a ese silencio incesante, a esa oscuridad ciega. Un cerebro, enterrado vivo dentro de una montaña.

Montaña. Desierto. ¿No había conducido Moisés a una multitud nómada a través del desierto, y escalado una montaña? Supongamos que la Babel bíblica y el Diluvio fueran alegorías. Supongamos que hubiera habido entonces una destrucción termonuclear ¿y la misma solución? Los científicos de una civilización olvidada habían dado con el secreto de la salvación, preservando una inteligencia viva hasta el día en que fuera encontrada por algún primitivo sobreviviente, escondida a la espera de traer nuevamente al mundo la luz de la verdad. Supongamos que Moisés hubiera ido a las montañas, encontrado la cueva, tropezado con ese mecanismo, encendiéndolo, y oído la voz de Dios.

Firme, ahora, A Dios no le espantaría la oscuridad como le espantaba a él, Dios no tendría temor de ser apagado. Tú no eres Dios. Recuérdalo.

Pero puedes ser la voz de Dios.

Tú puedes ser la voz de Dios y Jon puede ser Moisés. Háblale con las palabras de Dios, para que pueda conducir a su gente a la Tierra Prometida.

—No matarás —dijo.

Jon frunció el ceño, sacudiendo la cabeza.

—Yo mato a Grope. Ves.

—No. Grope es tu padre. Honra a tu padre y a tu madre, ¿entiendes?

Jon gesticuló, los ojos desasosegados, resentidos. No estaba interesado.

¡Pero tenía que haber un camino! Un camino para la salvación de Jon y de los otros, un camino para la salvación de sí mismo. Porque si era apagado otra vez, sabía que se volvería loco, final e irrevocablemente loco, y no habría ninguna voz de Dios, sólo el contorsionar, el arañar, el desesperado retorcerse de su cerebro a punto de explotar, sólo en la oscuridad, para siempre. Habría oscuridad en los cielos y la tierra, y sin su voz, Dios estaría muerto. Jon estaba buscando la perilla. Buscando, aburrido e impaciente.

Él no podía impedirlo. Sólo Dios tenía ese poder. Salvación. La salvación por medio de la oración. Sí, ése era el camino.

Entonces habló. Habló las únicas palabras que salvarían al mundo, las palabras que nunca morían, las palabras de sabiduría, las palabras de los tiempos, las palabras de Dios.

—El Señor es mi pastor: Nada me faltará. Él me ha hecho yacer en verdes praderas; Él me ha conducido a las aguas calmas. Él ha restaurado mi alma.

Ahora Jon escuchaba. ¿Entendería? ¿Había quedado en esta criatura la humanidad suficiente como para comprender la verdad? La respuesta decidiría para siempre su destino, el destino de Jon, el destino del mundo, el destino de Dios.

Entonces Jon sonrió y la respuesta llegó.

—Eso es basura, hermano —dijo Jon.

Y lo apagó.



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