El sueño…
el sueño es el hermano de la muerte.
Así que túmbate bajo este esqueleto en la frialdad de la tumba.
Permite que el abrazo de sus muertos brazos
te mantenga totalmente a salvo y dormido.
Enterrado en un sueño…
silenciosamente….
Para siempre bajo tierra




Sombra de Mi




SOMBRA DE MI
(Virginia Núñez Ochoa)
Tardamos más de cuatro horas en llegar, pero el espectáculo que por fin
se presentó ante mis ojos, hizo que me importase bien poco el cansancio. Una
enorme casa colonial, que en tiempos debió ser de un esplendor majestuoso, se
abría paso entre la creciente vegetación y los gigantescos robles que la
flanqueaban. A pesar de estar construida con piedra y, sobre todo, madera,
parecía estar perfectamente conservada, con su reciente instalación de agua
corriente y electricidad como única remodelación.
Nos acercamos lentamente con el coche mientras contemplábamos todo
lo que nuestros ojos eran capaces de captar. Mi amiga sólo estuvo allí una vez,
pero era tan pequeña que no recordaba nada excepto las extrañas estatuas
cubiertas de líquenes que más tarde encontraríamos en la parte posterior.
Tras sacar las maletas del calor infernal de aquel coche, nos dispusimos
a entrar, cámara de fotos en mano, al que sería nuestro hogar durante aquel
verano. Cuando mi amiga abrió la puerta, dejamos los bultos en la entrada y
nos dispusimos a explorarla con avidez: empezamos por abrir todas las
cortinas de los grandes ventanales que recorrían la primera planta y, de
inmediato, las habitaciones se inundaron de los cálidos rayos que el sol emitía
a esa hora de la tarde. Y a pesar de haberle devuelto la vida, la casa parecía
fría y distante.
No le comenté nada a mi amiga puesto que allí habían vivido gran parte
de sus antepasados, pero el hecho de retirar todas las telas que protegían del
polvo a los muebles y limpiar un poco por encima todo aquello, no le restó ese
aire inquietante.
Nuestro siguiente paso fue comprobar el correcto funcionamiento de las
instalaciones de agua y luz. En cuanto al agua no hubo ningún problema pues
salía fresca y clara tanto en la cocina como en los dos cuartos de baño; pero en
lo referente a la luz, nos llevamos una pequeña decepción al ver que no había
corriente en ninguna habitación, a pesar de haber accionado correctamente el
interruptor principal. Afortunadamente, la casa nunca había tenido luz
eléctrica, por lo que estaba perfectamente provista de velas, candelabros e
incluso viejas lámparas de gas de gran valor.
Después de acondicionar las habitaciones que íbamos a ocupar, la mía
en el piso inferior, la de mi amiga en el superior, me sentí más tranquila, ya
fuese por el cansancio acumulado durante tantas horas de trabajo o por el
hecho de que nos esperaba una suculenta comida hecha a base de los
bocadillos que habíamos comprado en una gasolinera del camino.
Durante la cena, aproveché para interrogar a mi amiga acerca de la casa
y su familia, pero lo que me contó no me aportó demasiada información,
puesto que lo único que sabía era que había pertenecido hasta el día de su
muerte a su tía-abuela, y que ahora le había correspondido en herencia directa
no sabiendo muy bien porqué. Eso y una larga lista a modo de inventario de
las habitaciones y objetos que la casa contenía, y la extraña advertencia de
cerrar todas las noches puertas y ventanas a cal y canto. Una petición cuando
menos extraña, teniendo en cuenta el clima reinante en aquella región y a la
que no presté mucha atención, cosa de la que más tarde me arrepentiría
enormemente.
Dimos un pequeño paseo, antes de irnos a dormir, por los parcialmente
abandonados jardines, aunque más que de jardines debería hablar de bosques
pues la vegetación lo ocupaba todo. Mientras el sol se ponía fuimos a echar un
vistazo a las estatuas que mi amiga recordaba vagamente por el miedo que le
produjeron en su día. Y no era para menos, pues a pesar de ser réplicas
prácticamente exactas de esculturas clásicas como la Venus de Milo o el
Hermes de Praxiteles y a pesar de la oscuridad creciente y las hierbas, hongos
y ramas que las cubrían en gran parte, destacaba claramente la ausencia de sus
ojos. No era que no se los hubieran hecho o que no tuvieran pupilas y
pareciesen ojos ciegos, sino que habían sido arrancados sin ningún cuidado de
sus fríos rostros y ahora esa no-mirada producía un horror fuera de mi propio
conocimiento.
Con esta imagen cuando menos desconcertante y la curiosa presencia de
un único y enorme árbol muerto en toda la propiedad nos fuimos a acostar,
cumpliendo debidamente con la advertencia, más que nada porque aún hacía
algo más de fresco en la casa que fuera.
No dormí bien. Tuve un sueño muy inquieto y vívido en el que las
estatuas de piedra me miraban con sus cuencas vacías y avanzaban casi de
forma imperceptible hacia mí. Lo achaqué al cambio de cama que nunca me
había sentado bien y al tremendo cansancio que hacía palpitar mis músculos,
unido todo ello a aquella fea visión.
A la mañana siguiente, terminamos de instalarnos y fuimos al pueblo
más cercano, a unos veinte kilómetros, para un conveniente aprovisionamiento
e intentar localizar a un buen electricista que nos solucionase el problema. Nos
prometieron que localizarían a uno que solía trabajar en un pueblo cercano,
algo más grande que este, aunque tardaría varios días en venir debido a la
acumulación de trabajo que tenía. Así que resignadas volvimos a casa.
Desde luego aquel rincón del mundo era un lugar fabuloso para
descansar y, sobre todo, para intentar acabar mi tesis con la máxima
tranquilidad posible y por suerte mi amiga nunca había sido muy habladora,
siempre parecía estar en su mundo y nunca me molestaba mientras yo
trabajaba. Repartimos los turnos para ocuparnos de las tareas domésticas y la
comida, aunque hasta que el electricista no pudiese venir, no podríamos
preparar nada caliente.
Unos días después, la casa se aclimató por completo al exterior y hacía
tanto calor en ella como fuera, con lo que pasábamos mucho tiempo bajo
reparadoras duchas de agua fría. Mi tesis iba viento en popa y mi amiga
ocupaba su tiempo intentando crear un pequeño nuevo jardín frente a la casa
aprovechando la sombra de los robles y quitando maleza y malas hierbas de
todas partes. Realmente iba a ser un buen verano y aunque no dormía muy
bien por las noches con las siempre presentes e inquietantes estatuas, una
buena siesta solucionaba el problema en el acto.
Había pasado una semana desde que llegamos y permanecía en mi
enorme cama con los ojos como platos sin parar de dar vueltas entre el sudor,
por lo que me levanté varias veces para darme una rápida ducha y así
refrescarme. El calor era tan insoportable que tuve que levantarme una vez
más para abrir de par en par la ventana por si entraba algo de aire. Me quedé
escrutando la noche hasta que me acostumbré a la oscuridad y pude ver casi
claramente lo que me rodeaba: allí se elevaba el viejo roble muerto y fue una
suerte que desde mi habitación no se viesen aquellas siniestras estatuas.
Cuando empecé a distinguir la mayoría de las estrellas que conocía volví a la
cama y, por primera vez desde que llegué, pude dormir profundamente.
Al anochecer del día siguiente cayó un pequeño chaparrón, típico de los
días de bochorno veraniego, arruinando la preparación del terreno que mi
amiga había estado realizando para su jardín, lo que hizo que nos
recluyéramos en casa a la luz de la lámpara de gas de la cocina. El electricista
no aparecía y ya no soportábamos más los fiambres, el pan de molde ni las
galletitas saladas.
Nos fuimos a dormir de bastante mal humor y, gracias al ligero frescor
que la lluvia había dejado me quedé dormida en seguida. No tardé en despertar
ante la agobiante sensación de ser observada y al mirar por la ventana vi, o
creí ver, una horrenda figura alargada totalmente negra: no oscura, sino
completamente negra. Una figura de más de dos metros que parecía estar
cubierta como por un hábito que le daba un a forma indefinible, como una
sombra de aspecto semihumano tremendamente alargada, siendo yo incapaz
de diferenciar si tenía brazos o piernas, me miraba fijamente a los ojos bajo el
cobijo del enorme roble. No veía sus ojos, pero sentía como su frío brillo de
hielo me atravesaba.
Por tener una mente racional y confiar en ella, me autoconvencí de que
aquello no estaba ocurriendo y a pesar del temblor de mi cuerpo y el calor,
cerré la ventana completamente.
Ya por la mañana y tras una larga noche en vela, un absurdo impulso
me llevó a comprobar sobre el terreno si en las cercanías del árbol alguien (o
algo) había dejado sus huellas en el barro. Naturalmente las únicas huellas que
encontré eran las que yo misma iba dejando, así que me di una palmada en la
frente para recordarme lo tonta que era y entré a la casa para proseguir con mi
trabajo.
Así transcurrieron algunos días: con mucho calor, sin electricidad, sin
electricista, sin hablarnos apenas, sin comida decente, sin dormir...
Una noche en la que yo, como tantas anteriores, no conseguía conciliar
el sueño, encendí mi lámpara de gas y empecé a leer una vieja novela que
había encontrado en mi equipaje. Se llamaba It y era de un prolífico escritor
americano cuyo nombre al igual que otros tantos no logro recordar. Mientras
estaba enfrascada en su apasionante trama, volví a sentir la aplastante
sensación de estar siendo observada. Aparté la mirada del libro y la posé en la
ventana abierta. Al principio no vi nada un poco deslumbrada por la pequeña
llama de mi lámpara, pero luego pude distinguir para mi tormento esa
abominable figura al pie de la ventana. Mirándome.
A pesar de la parálisis de mi mente, mi cuerpo reaccionó como si le
hubiese caído aceite hirviendo y, de forma instintiva, lancé la lámpara hacia el
extraño sin ser consciente de que podría provocar un nefasto incendio. Una
vez segura de que allí fuera no había nada, me armé de valor y me asomé para
ver los daños causados, pero por fortuna la lámpara estaba rota y apagada;
nada de fuego y ni rastro de la que la que sin duda alguna era una alucinación.
Sin comentar nada de esto a mi amiga por temor a que se riese de mí y
haciendo honor de mi científica y, sobre todo, escéptica mente, transcurrieron
los últimos días del verano. En vista de que el electricista no aparecería nunca
por allí, nos habíamos hecho con un hornillo de gas (idea que tardó más de la
cuenta en ocurrírsenos), lo que permitió que nuestra estancia en aquella
enorme finca resultase más agradable, seguramente gracias a poder llenar
nuestros estómagos con comida de verdad y a que mi amiga estaba de un
excelente humor al empezar a dar sus frutos su dura afición.
Nunca me recuperé de lo que me sucedió una de las últimas noches de
aquel maldito verano.
Soplaba ligeramente el aire en aquellos días finales de agosto y el
sonido de las hojas bailando al son de su compás me mecía hacia un profundo
y plácido sueño. En cierto momento de la noche noté de nuevo la espeluznante
presencia, esta vez acompañada de una cercana y pausada respiración que no
me pertenecía, puesto que la mía era acelerada hasta alcanzar un ritmo
insoportable. Sabía que estaba allí conmigo y me estaba volviendo loca la idea
de abrir los ojos y descubrir de nuevo a ese espanto que me observaba y se
introducía en mí a través de ellos. Pero no pude más y los abrí.
Intenté gritar con todas mis fuerzas, intenté moverme, intenté pensar,
intenté morir... pero mi cuerpo no me respondía porque ya no era mi cuerpo.
Un hilillo de saliva caía por la comisura de mis labios mientras los ojos
verdes que en su día fueron míos intentaban salirse de sus órbitas. La boca
abierta en su máxima capacidad dejaba escapar un penoso y débil sonido que
no era otro que el de mi dolorosa e inútil respiración. Mi cuerpo estaba
totalmente agarrotado por la tensión... Eso estaba frente a mí, a los pies de mi
cama y casi rozaba el techo con lo que supuse era su negra cabeza
indiferenciable de su negro cuerpo.
Yo ya no era yo, mi mente ya no funcionaba, mi cuerpo no reaccionaba
los estímulos y cuando el horror absoluto se inclinó sobre mí...
Oscuridad.
La siguiente vez que fui consciente de la que creía era mi existencia fue
en la cama de un centro psiquiátrico. Yo lo llamo manicomio.
Ahora estoy sentada en una silla con correas. Me permiten escribir con
una cera de color verde. Dicen que de otra forma podría hacerme daño a mi
misma. Dicen que estuve más de diez años en coma. Dicen que no soy dueña
de mi mente ni de mi cuerpo, y sé que es verdad. Dicen que ya no saldré de
allí. Dicen que estoy loca.
A veces intento pensar en mi vida anterior, en la gente que conocía...
pero como ya he dicho antes no recuerdo los nombres de nadie, tampoco el de
mi amiga ni el de aquel escritor que en su día supe que era tan bueno. Todo
eso es oscuridad para mí, al igual que los recuerdos que una vez tuve. Sólo
aparece en mi mente todo lo que ocurrió desde el día que llegué a esa maldita
casa. (No hice caso de la estúpida advertencia de una estúpida vieja
moribunda.)
Y ahora sólo puedo pensar en ello. Una y otra vez.
Pero no estoy loca. Porque ya no soy yo.
No me dejan morir.
Tardamos más de cuatro horas en llegar, pero el espectáculo que por fin
se presentó ante mis ojos, hizo que me importase bien poco el cansancio. Una
enorme casa colonial, que en tiempos debió ser de un esplendor majestuoso, se
abría paso entre la creciente vegetación y los gigantescos robles que la
flanqueaban. A pesar de estar construida con piedra y, sobre todo, madera,
parecía estar perfectamente conservada...
Una y otra vez.
No me dejan morir.
FIN.



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