El sueño…
el sueño es el hermano de la muerte.
Así que túmbate bajo este esqueleto en la frialdad de la tumba.
Permite que el abrazo de sus muertos brazos
te mantenga totalmente a salvo y dormido.
Enterrado en un sueño…
silenciosamente….
Para siempre bajo tierra




Mitología Griega


Mitología Griega


Orfeo Y Eurídice

En tiempos antiguos, había un rey de Tracia llamado Eagro. Como las mujeres mortales no le satisfacían, se enamoró de la musa Calíope. A ella también le gustó y de su unión nació un niño, al que llamaron Orfeo. Calíope tenía el don divino de poder cantar, que enseñó con destreza a su hijo. Tan hermosos eran los cantos del niño que el propio dios Apolo estaba encantado, y le regaló una lira que tocó con tanta dulzura que hasta las piedras lloraban.Mostrar/Ocultar


Cuando creció, apareció un heraldo que le anunció el intento de Jasón de traer de vuelta el vellocino de oro. Se unió gustoso a los otros valientes griegos en el viaje, utilizando su música para vencer las muchas dificultades que en el camino surgieron. Pero deseaba volver a Tracia, pues estaba enamorado de una bella doncella llamada Eurídice. No obstante, el amor no se mostró generoso con ellos: justo después de casarse, ella dio con una víbora que la mordió y murió.

Orfeo se mostró inconsolable. Con su arpa en la mano, tomó la senda de los espíritus de los muertos y descendió a los infiernos. En su camino, encantó con sortilegios todos los guardianes hasta que consiguió llegar a la morada del dios Hades, señor del inframundo. Intercedió a Hades y a Perséfone a favor de su Eurídice y juró que si no conseguía volver a la tierra con ella, permanecería en el mundo de los muertos para siempre. Sus corazones se ablandaron con los cantos de Orfeo y los dioses cedieron. Le dijeron que se marchase y que su mujer iría tras él pero que no podría durante el viaje de vuelta mirar hacia atrás, so pena de perderla para siempre. Justo cuando volvía a la superficie, se giró para ver si no se había perdido en la espesa niebla. Ella estaba justo detrás de él, pero aún no había llegado a la superficie. Hermes, el mensajero, que les había seguido, invisible, la cogió y tiró de ella para devolverla al mudo de los muertos. Orfeo sólo tuvo un breve instante para levantar su velo y mirar su cara una última vez. Entonces, despareció. Con el corazón destrozado, Orfeo no podía soportar mirar a otra mujer, y durante los tres años siguientes, sirvió de sacerdote en el templo de Apolo. Las muchachas seguían acosándolo, pero las rechazaba, lo que les provocaba indignación. Orfeo no había perdido el deseo sino que ahora su pasión era el amor de los muchachos. Enseñó a los hombres de la Tracia el arte de amar muchachos y les reveló que, a través de ese amor, se podía volver a sentir la juventud, tocar la inocencia de la juventud, oler las flores de la primavera. Tuvo muchos amantes. El más destacado era el joven Calais, el alado, hijo de Boreo, el viento del Norte, su amigo y compañero en el Argos.

Pero el destino había dispuesto que su amor por Calais tendría un final abrupto. A principios de una primavera, durante las dionisiacas, ocurrió, cuando las mujeres de la Tracia asumían el papel de Ménades, las alegres y desbocadas sirvientes de Dionisio, el dios del vino, de la pasión y del abandono. Odiaban a Orfeo por haberlas rechazado cuando lo deseaban, por reservarse para los muchachos que ellas habían codiciado y por reírse tan abiertamente de su amor. Un día, cantó con tal dulzura que incluso los pájaros se callaron para escucharlo y los árboles se habían inclinado para oírlo mejor; cantaba a los dioses que han amado a muchachos, a Zeus y Ganímedes, a Apolo y sus amantes, a cómo incluso los dioses pueden perder a sus amados cuando les atrapan las garras de la muerte.

Ausente en su música, no se notó la presencia de las airadas Ménades en la linde del bosque. En un rapto de rabia, cayeron sobre él. "¿No tienes tiempo para nosotras, oh, dulce y hermoso muchacho?" gritó una. "Nuestros cuerpos, nuestras voces, no tienen el poder de encantarte, hombre antinatural?" gritó otra. "¡Conoce, pues, la furia de aquello que desprecias!" gritaron y todas le pegaron con ramas de árboles hasta tirarlo al suelo, desgarraron su cuerpo en pedazos y echaron sus restos al río. Orfeo, el más encantador de los hombres, murió pero su cabeza y su lira se alejaron flotando por el río Hebros, aún cantando, y siguió navegando sin rumbo hasta llegar a la isla de Lesbos, donde, al llegar a la playa, una gran serpiente se precipitó sobre él, pero fue convertida en piedra por Apolo. Colocaron su cabeza en una gruta sagrada, donde formuló profecías durante muchos años. A petición de Apolo y de las Musas, su lira fue llevada volando por Zeus a los cielos, donde aún hoy puede verse en forma de constelación de estrellas.

Mientras tanto, Orfeo se halló nuevamente en el inframundo, esta vez para siempre y paseó allí felizmente por sus Campos Elíseos, una vez más inseparable de su Eurídice.

Plutarco nos cuenta que las Ménades que asesinaron a Orfeo fueron castigadas por sus maridos, que las dejaron marcadas con tatuajes en brazos y piernas. Otros dicen que los dioses, furiosos con ellas, iban a haberlas matado por sus faltas pero que Dionisio las castigó atándolas al suelo con raíces, convirtiéndolas posteriormente en robles.


Poseidón y Pelops

Tántalo, rey de Sigilo, primera ciudad construida por el hombre, era hijo de Zeus y gran amigo suyo. El rey de los dioses le confió muchos secretos y le invitó a menudo a los banquetes del Monte Olimpo para compartir con él ambrosía y néctar divinos. Pero Tántalo, cegado por el orgullo, traicionó la confianza de Zeus, revelando sus secretos y robando manjares del Olimpo para que los probasen sus amigos mortales. Una vez invitó a los dioses a un festín en su casa y como quiso servirles lo mejor, hizo que cortasen en trozos y guisasen a su hijo Pelops (cuyo nombre significa "Cara Fangosa") sin que le dijesen una palabra a su madre Dione. Los dioses no tocaron la comida, excepto Deméter quien tan distraída estaba por la reciente pérdida de su Perséfone, su hija, que mordió el hombro -el mejor corte- que le habían puesto en el plato. Por sus crímenes, el reino de Tántalo fue reducido a escombros. Murió a manos del propio Zeus y echado al pozo más profundo del Hades, donde había de sufrir eterno tormento de sufrir eternamente hambre y sed eternas.

Una vez castigado el padre, Zeus se aplicó a la tarea de devolver al hijo a la vida. Ordenó a Hermes que reuniese todas las piezas y las volviese a echar al caldero, tras lo que produjo un hechizo. Se puso a hervir de nuevo y el hada Cloto volvió a unir las piezas. Deméter sustituyó el hombre que había comido por uno hecho del marfil más puro. Con el tiempo, el hombro blanco sería una característica que designaría a todos los descendientes de Pelops. Rea, la madre de todos los dioses, le insufló nueva vida mientras que Pan bailaba un baile de alegría en torno al fuego.

Pelops salió renovado del caldero y, aunque antes ya era hermoso, su belleza era ahora incomparable. Poseidón, dios de los mares, vio al radiante muchacho, de quien se enamoró al momento. Con su corazón embargado por el deseo, lo alzó a su carro, tirado por corceles dorados, y se lo llevó al Olimpo. Dione, su madre, envió hombres a buscarlo por todo Sipilo, pero no hallaron ni rastro del muchacho. Arriba en el Olimpo, Poseidón nombró a Pelops su copero y amante. Alimentó al joven con ambrosía, lo paseó en su carro mágico y lo hubiese retenido para siempre a su lado pero los otros dioses, escarmentados por lo que había pasado con su padre, decretaron la vuelta de Pelops a la tierra. Poseidón se separó de su amigo con tristeza, mientras lo cubría de regalos.

Más tarde, cuando la primera barba ensombreció sus mejillas, Pelos se enamoró de la encantadora Hipodamia, hija del rey Oenomaos. Pero su padre, que había sido avisado por un oráculo de que hallaría la muerte a manos de su propio yerno, había dispuesto que quien pretendiese su mano debería ganarle en una carrera de carros o perder su vida. No tenía miedo de perder, pues sus yeguas eran las más rápidas de toda Grecia, caballos divinos dados por su padre, Ares, dios de la guerra, y su carretero, Mirtilo, era hijo de Hermes y conductor sin parangón. Doce valientes príncipes habían pretendido a la joven en matrimonio y perecieron víctimas de su lanza de bronce. Pelops, que no era tampoco mal carretero, puesto que un dios le había enseñado a hacerlo, no se arriesgó. Bajó a la orilla del mar y llamó a su antiguo amante y profesor, a quien pidió ayuda: "Escucha Poseidón, si en algo estimaste nuestro amor, dulce regalo de Afrodita, bloquea la atrevida lanza de Oenomaos y consigue que mi carro sea el más rápido. A mí me corresponde arriesgar la vida y a ti, ayudarme a ganar."

El dios, encantado de ayudar, le entregó un carro de oro que podía correr sobre las olas del océano sin mojarse siquiera, tirado por una reata de caballos alados, incansables e inmortales. De vuelta en palacio, Pelops, aún preocupado por la carrera, sobornó a Mirtilo, a quien prometió que podría pasar la noche de bodas con Hipodamia. Mirtilo, quien estaba secretamente enamorado de ella, saboteó el carro del rey. Al empezar la carrera, Pelops salió como una flecha, mientras que el rey Oenomaus, con Mirtilo a las riendas, corría cuanto podía tras él. Justo cuando se acercaron a Pelops tanto que el rey estuvo a punto de atravesarlo con su espada, las ruedas de su carro salieron desprendidas y, enredado en las riendas, fue arrastrado por sus caballos hasta morir. Así, Pelops se hizo con la mano de Hipodamia y consiguió el trono de Pisa. Pero, como ya no necesitaba a Mirtilo, lo mató para no tener que cumplir el trato. Pelops e Hipodamia tuvieron muchos hijos y Pelops engendró otro con la ninfa Axioche, un bastardo a quien nombró Crísipo. Pero sobre ellos pesaba la maldición de Mirtilo, que Hermes se encargaría de cumplir.

En desagravio por la muerte de Oenemaos, Pelops fundó un gran festival que se celebraría cada cuatro años en honor del rey, que llamó los Juegos Olímpicos. Después, Heracles (nieto de Pelops), decretó que serían en honor de Pelops y que los sacrificios que habían de hacerse en su honor debían tener lugar incluso antes que los dedicados a su padre Zeus.

Hércules e Hilas

En cuanto al amor que unía a Hércules e Hilas, el poeta Teócrito, cuyas obras fueron escritas 300 años antes de nuestra era, dijo que: "No somos los primeros mortales que vemos belleza allí donde hay belleza.. No, incluso el hijo de Anfitrión, con su corazón de bronce, aquél que derrotó al salvaje león de Nemea, amaba a un muchacho encantador, Hilas, de largo y rizado cabello. Y, igual que un padre a un hijo amado, le enseñó todas las cosas que le hicieron poderoso y reputado".

Y fueron inseparables, tanto de noche como de día. Así, moldeó al joven según sus deseos y, al estar junto a él, consiguió que alcanzase la auténtica talla de un hombre. Cuando Jasón se hizo al mar tras el Vellocino de Oro, y todos los nobles fueron con él, de todas las ciudades, a la rica ciudad de Yolcos, también vino él, el hombre de los muchos trabajos, hijo de la noble Alcmena.Y el valiente Hilas, en la flor de la edad, fue con él a bordo del Argos, ese barco de gran frustre, para portar sus flechas y custodiar su arco."

Tras muchas aventuras, y no poca lucha, arribó un día el barco a la costa de Misia y los nobles héroes celebraron una competición para saber quién era el más fuerte. Uno tras otro, los héroes se fueron cansando, hasta que sólo quedaron Jasón y Hércules. Y tan poderosamente impulsaba Hércules su remo que los fuertes remaches del barco temblaban con cada impulso, hasta que finalmente el palo del remo, de madera y tan grueso como su propio antebrazo, se partió en dos. La mitad del remo cayó al mar y la otra mitad, con Hércules, al suelo del barco. Y se sentó en silencio, mirando alrededor suyo, porque sus manos no solían estar inactivas.
A pesar de su agotamiento, los demás héroes se volvieron a poner a remar y, al caer del día, casi a la hora de la cena, llegaron al puerto misio de Kios, a la embocadura del río del mismo nombre. Como tenían buenas relaciones con ellos, los misios los acogieron cálidamente y satisficieron sus necesidades de provisiones y ovejas y gran cantidad de vino. Tras ello, algunos héroes reunieron madera seca, otros tomaron en las praderas grandes frazadas de hojas de árboles para hacer camastros mientras que otros se pusieron a frotar unos palos para empezar un fuego, mientras que otros mezclaban vino y agua en los peroles para preparar el festín, tras sacrificar uno de los corderos al anochecer en honor a Apolo Delio, dios protector de los barcos zarandeados por las olas. Pero el hijo de Zeus, deseando que sus compañeros pudiesen disfrutar la fiesta, se adentró en un bosque para poder arrancar un abeto y hacerse un nuevo remo.

Mientras, Hilas tomó un cántaro de bronce y se alejó solo, buscando un manantial sagrado, con la intención de coger agua para la cena de Hércules y tenerlo todo dispuesto para él para la cena. Pues Hércules le había inculcado tales hábitos desde que lo tomó con él, siendo aún un niño, de manos de su padre Teidamas, rey de los Driopes, a quien había matado en una pelea por un buey.

Hilas se dirigió rápidamente al manantial, que la gente del lugar llamaba Pegas. Las danzas de las ninfas [espíritu de la naturaleza] acababan de empezar, porque era su costumbre de las que moraban el lugar honorar a Artemisa con cánticos y danzas por la noche. La jerarquía de aquéllas que moraban en las cimas de las montañas y las cañadas era muy inferior de la de las que guardaban los bosques, pero Driope, una ninfa acuática, estaba incorporándose en el manantial, y vio al muchacho en su orilla, refulgiendo con ese matiz rosado de su belleza y dulce gracia, pues sobre él brillaba la luna llena, radiante en el cielo. Afrodita, la diosa del amor, hizo que su corazón flaquease y en su confusión, prácticamente enloqueció de amor.

En cuanto el incauto muchacho introdujo el cántaro en la corriente y el agua empezó a sonar al golpear contra el bronce, ella dejó caer su brazo izquierdo sobre el cuello de él, mientras reprimía las ganas de besar sus tiernos labios y, con su mano derecha, asió su hombro y le hizo caer en la niebla del remolino. Su grito ahogado sólo pudo ser oído por el héroe Polifemo, hijo de Elato. Inmediatamente, sacó su espada y se dirigió a Pega, temiendo que el joven hubiese sucumbido a bestias salvajes o a hombres que le hubiesen tendido una emboscada y se lo llevasen.

Pero el único resultado de su búsqueda fue el cántaro. Corriendo de un lado al otro, blandiendo su espada desnuda, dio con el propio Hércules, que avanzaba en la oscuridad. Le contó rápidamente lo ocurrido, con el corazón desbocado: "Mi pobre amigo, lamento ser portador de tan amargas noticias. Hilas ha ido al manantial y no ha podido volver, le oí cómo gritaba pidiendo ayuda, quizás víctima de ladrones que le han atacado y llevado consigo, quizás víctima de bestias que lo han desgarrado en pedazos".

Al oír Hércules esas palabras, brotó el sudor de sus sienes y le hirvió la sangre en su corazón airado. Iracundo, abatió el abeto y salió corriendo sin rumbo por el sendero; gritó tres veces "¡Hilas!" tan alto como pudo, con una voz tan profunda que no era suya, y el joven respondió tres veces, pero su voz apenas se oyó, atenuada por el agua.

Como el toro picado por el tábano, que ni atiende a su rebaño ni presta atención a sus pastores y ora corre, ora se para, así vagó sin rumbo fijo, Hércules furioso por el denso bosque, gritando a los lejos con aullidos fuertes y ensordecedores, cual bestia dolorida. Él y Polifemo buscaron toda la noche, e hicieron que se les uniesen todos los misios, pero sin resultado, pues Hilas había sido seducido por las ninfas y se quedó a vivir con ellas en una cueva bajo el agua.

Reunió pues Hércules a todos los Misios y les amenazó con asolar su tierra si no descubrían cuál había sido la suerte de Hilas, estuviese vivo o muerto. Para apaciguarle, designaron a los hijos más nobles y se los dieron en prenda, jurando que jamás abandonarían la tarea de buscarle, en prueba de lo cual, mucho tiempo después, los Misios realizaban sacrificios en Prusa, cerca de Pegas.

El sacerdote pronunciaba su nombre y los otros vagaban por las montañas llamando a voces al hijo de Teiodamas. También buscaron en la ciudad de Tracis, donde Hércules envió a los chicos que le fueron mandados desde Kios como rehenes.

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