El sueño…
el sueño es el hermano de la muerte.
Así que túmbate bajo este esqueleto en la frialdad de la tumba.
Permite que el abrazo de sus muertos brazos
te mantenga totalmente a salvo y dormido.
Enterrado en un sueño…
silenciosamente….
Para siempre bajo tierra




¿Quién Paga El Silencio?




¿Quién Paga El Silencio?

Raúl Valiente García
Me resultaba curioso notar ahora, después de tantos años, el enorme esfuerzo que suponía levantar el auricular del teléfono, aquellos cientos de kilos permanentemente unidos por un cordón umbilical en elástica espiral descendente al feo aparato gris. Nunca me pesó tanto aquel apéndice, mudo sólo a veces, como aquella mañana en la que mi corazón hacía horas que se había declarado en huelga. El miedo me tenía embotado y abotargado mientras las imágenes se sucedían rápidamente en enloquecida secuencia de videoclip.
Todo se repetía mil veces en mi mente, estallando en ecos sordos, e, involuntariamente, rememoré al inexpresivo presentador del monótono informativo especial transmitiendo al mundo la dolorosa imagen de la sangre desnuda, aun visible bajo el serrín que profanaba el asfalto junto al cuerpo de uniforme. Me hundí en la negrura de los siniestros casquillos que, como ojos ciegos, me miraban desde la pantalla del monitor. Anunciaban una muerte más para el terror, otro sacrificio innecesario por parte de una familia ajena a aquella guerra inútil y absurda.
En un vertiginoso salto a través de mis recientes recuerdos me veo asomado a la ventana, sólo escasos momentos después de la última de las noticias, mirando sin ver las familiares ventanas vecinas, tan impersonales e irreales a pesar de su nítida presencia , que siempre me sorprendían.
Entonces lo vi. El ruido me atrajo. Un portazo enfrente, fuerte, en el piso de abajo, el rumor de pasos rápidos, urgentes, risas, una pistola oscura cayendo encima de una cama, con su único ojo muy atento, felicitaciones débiles y más armas culpables huyendo al cajón neutral de un armario olvidado. Aquellos anónimos vecinos sin rostro, llegados hacía pocas semanas, celebraban algo.
Rápidamente, me aparté de la íntima ventana, aquel televisor de un solo canal permanentemente encendido, y el sudor se me coló en un ojo, cálido y viscoso, escociéndome. Mientras me limpiaba con el dorso de la mano, relacioné entre sí los reveladores detalles. No era difícil.
Sangre y serrín, armas y risas. La cosa parecía clara, demasiado evidente incluso para alguien incapaz de estirar el sueldo hasta fin de mes y que arrastra como un inevitable lastre su insatisfacción en el no deseado trabajo y un leve olor a pies. Por más vueltas que le di, la terrible verdad, igual que el indestructible efluvio dentro de mis zapatillas, persistía.
Instantes después de la robada revelación, seguía dudando. Lo había pensado mucho. La solución era sencilla. "Colaboración ciudadana", lo llamaban y parecía buena idea, al menos, en principio. Luego apareció la obsesión, un pequeño diablillo negro llamado miedo. Sin que yo pudiera evitarlo, se unió a mi perenne torrente sanguíneo y me recorrió entero, saltando de vena en vena, cruzando arterias como grandes avenidas desiertas en una ciudad fantasma y desembarcando triunfal en el cerebro, tierra virgen. “Esta no es tu guerra”, repetía el maligno agachado en mi oído derecho, para deslizarse arrastrando los pies hasta el izquierdo. Allí insistía en que, de todos modos, no había visto gran cosa y que era preferible olvidarlo. Aunque podía hacer una llamada anónima, el creciente temor me azotaba como las olas en una tempestad, no dejando que me convenciera la certeza de no correr peligro real. El teléfono visitó mi mano varias veces, pero se despidió siempre.
Al fin, con el aparato otra vez entre los crispados dedos fríos, decidí abandonar aquella lucha particular entre mi miedo y lo que debía ser remordimiento, culpa, o Dios sabe qué. El diablillo de mi interior se retiró complacido hasta otra posible visita. "Encantado de verte. Espero que tardes en regresar y cuando lo hagas, avisa, para que procure no estar en casa".
Me rendí y colgué definitivamente, pero aun mantuve el auricular en mi mano, formando parte de ella como un extraño y deforme dedo más y sintiendo la suave textura del plástico gris.
Cuando la tensión se aflojó de repente, sólo dejó un enorme vacío y un sabor agrio en el paladar.
El calor volvió a mi cuerpo en suaves andanadas, debilitándome como un largo periodo en una sauna. Si hubiera tenido un termómetro, habría visto como el mercurio ascendía, perceptiblemente acelerado, en una vertiginosa erupción volcánica. Concretamente, en el miembro que sujetaba al famoso vástago de Graham Bell, la temperatura era exagerada.
Me miré con curiosidad, preso de una sensación extraña y ajena a aquellos cinco inquilinos tan familiares. Entonces, oí un sonido leve, desentonado. Descubrí qué era. De mi mano y del teléfono caía un rotundo rocío rojo, brillante sobre la alfombra.
En un involuntario movimiento reflejo, abandoné el aparato herido y retrocedí, mirándome los dedos, ocultos tras un baño púrpura. Algunas gotas siguieron el trayecto de las anteriores, salpicando alegremente al estallar contra el suelo, mientras buscaba el origen de la sangre. No lo encontré. Por un instante y durante una eterna fracción de segundo, pensé que los recién descubiertos vecinos se habían vengado de mi primitiva intención de delatarles, disparándome a través de la ventana.
Paralizado, miré la mesa del teléfono. La sangre brotaba de la consola y la cubría, comenzando a chorrear hasta la gastada alfombra por las blancas patas de madera, tiñéndolas violentamente de un tono oscuro. El auricular y el micrófono lloraban lágrimas espesas, sangrientas, sin parar.
Hipnotizado, mientras miraba aquella pesadilla, me limpié nerviosamente la mano en la camisa, estampándole unos curiosos dibujos que recordaban letras chinas.
Lentamente, sin poder dejar de mirar aquella insignificante corriente sanguínea, fui retrocediendo en dirección al baño. Allí, como un zombi, cogí una fregona, con la enfermiza naturalidad de quien se dispone a recoger un poco de leche derramada.
Salí y me dispuse a aplicarla en la alfombra, sabiendo que no conseguiría arreglar nada y aceptando aquella locura como si todos los días me ocurriera lo mismo. La pasé lentamente, procurando no extender el fluido carmesí y después la exprimí con fuerza. Oí los gruesos chorros, tamborileando en el fondo del cubo vacío. Repetí la operación automáticamente dos o tres veces hasta que observé que la fregona ya no recogía sangre, sino que también manaba de ella.
Dejándola en su sitio, contemplé impotente como el cada vez más intenso caudal brotaba, rebosando y descendiendo por los lados del cubo, hasta rodearlo de una creciente circunferencia púrpura.
Cuando no pude seguir presenciando aquella locura y ya la sangre comenzaba a tomar posesión de la totalidad de la pequeña alfombra, corrí a la puerta de la cocina, abriéndola de un empujón. Detrás mío, el pomo rebotó violentamente contra la pared, mientras, con la respiración agitada y el corazón galopándome salvaje y rítmicamente en el pecho, me apoyaba en la lavadora.
Mi mente era un caos desquiciante. No podía haber visto aquello. No era real. El miedo.
Eso es. El miedo me había jugado una mala pasada. Aquello no era ninguna espectacular premonición, ni una recomendación fantástica, ni nada que se le pareciera. Era mi cerebro, jugando a un juego nuevo. Seguro.
Sumido en estas consideraciones y tratando de convencerme, fijé distraídamente la mirada en mi camisa. Asqueado de aquella sangre fresca que no era mía y con todo mi organismo interno paralizado, me la saqué por la cabeza. Abrí la lavadora y la eché dentro. Tras unos segundos, el abierto orificio del electrodoméstico comenzó a babear más líquido espeso, brillante. No podía ser cierto. La camisa no estaba tan ensangrentada.
Venciendo el asco y la repulsión, me agaché y metí la mano en la abierta boca, desafiándola a que me devorase, casi esperándolo. Agarré lo que encontré y tiré hacia fuera. ¿Qué era aquello? Había cogido algo que no reconocí como mío. Era parte de un uniforme, o al menos lo parecía, debajo de toda aquella sangre. El leve chorro aumentaba, incesante. Al pie de la máquina, la mancha se extendía.
Separándome, intenté no mirar más hacia allí, pero no pude evitarlo. Del negro hueco manaba un denso jugo rojo, haciendo que el uniforme resbalara hasta el suelo. Tras él, un pantaloncito de niño también ensangrentado dio paso a otra prenda del mismo tamaño. Ropa de niño en mi lavadora. Y empapada del cálido fluido.
Ahora pude notar el olor acre de la sangre, sacudiéndome el estómago. Tuve que vomitar en las ya violadas baldosas color marfil, contribuyendo sin pretenderlo a aumentar el cada vez más espeso mosaico multicolor que me manchaba las zapatillas. Mientras lo hacía, veía como más ropa infantil desgarrada, agujereada y muerta caía al suelo, formando una masa vibrante. No podía soportarlo, aquella alucinación era demasiado real. Tenía que alejarme de allí.
Salí nuevamente al salón. En cuanto lo hice, escuché el sonido chapoteante de mis pasos.
La habitación estaba cubierta del flujo que salía del teléfono, ahora más intenso. Al leve desangrarle había sucedido un autentico chorro. Los cuadros de las paredes dejaban caer largos tentáculos espesos, de la lampara llovía más sangre y los libros estaban cambiando de color al empaparse sus páginas.
Cerré los ojos y atravesé a ciegas el conocido lugar, tropezando levemente con el revistero.
Me colé en mi cuarto, yendo a desplomarme de bruces en la única cama. Con los párpados aun apretados, intenté tranquilizarme, olvidando lo que había visto.
Pasaron largos los minutos, resbalando sobre mí inevitablemente y trayendo consigo una pesada modorra que no podía rechazar. Notaba sueño. El cómodo colchón me parecía más cálido y acogedor que nunca, aunque no lograba evitar deslizarme sobre el edredón. Decidí meterme bajo las sábanas y dormir hasta el día siguiente si era necesario. Dispuesto a ello, abrí pesadamente los ojos, descubriendo con terror que la cama era una balsa de sangre sobre la que resbalaba.
Los faldones del edredón dejaban caer largos y abundantes hilillos del rojo fluido, inundando la habitación. Mirando hacia la cerrada puerta, vi como la primera sangre del teléfono se colaba por debajo para ir a reunirse con la última en una perfecta simbiosis.
Enloquecido, me levanté de un salto, sintiendo como cálidas gotas resbalaban por mi pecho y se colaban por el pantalón mientras me dirigía a aquel tam-tam urbano que esperaba. El salón estaba inundado y la sangre alcanzaba una altura de dos dedos. Cogí el aparato y me salpiqué la oreja al apoyármelo. Al marcar el número, noté como algo me corría mejilla abajo. En el momento en que oí una impersonal voz al otro lado de la línea, pude darme cuenta de que el aparato había dejado de sangrar y de que yo estaba llorando.

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