El sueño…
el sueño es el hermano de la muerte.
Así que túmbate bajo este esqueleto en la frialdad de la tumba.
Permite que el abrazo de sus muertos brazos
te mantenga totalmente a salvo y dormido.
Enterrado en un sueño…
silenciosamente….
Para siempre bajo tierra




Sombra - Edgar Allan Poe




Sombra
Edgar Allan Poe
Shadow — A parable, 1935

En verdad, aunque yo marche a través
del valle de la Sombra...
Salmos de DAVID

Vosotros que me leéis, vosotros estáis todavía entre los vivos pero yo que escribo, yo habré hace ya mucho tiempo partido para la región de las sombras. Porque, en verdad, extrañas cosas sucederán, muchas cosas secretas serán reveladas, y bien de siglos pasarán antes de que estas notas sean vistas por los hombres. Y cuando las hayan visto, los unos no creerán, otros dudarán, y bien pocos de entre ellos encontrarán materia de meditación en los caracteres que yo grabo sobre estas tabletas con un punzón de hierro.
El año había sido un año de terror, lleno de sentimientos más intensos que el terror,
sentimientos para los cuales no hay nombre en la tierra. Porque muchos prodigios y signos habían tenido lugar, y de todos lados sobre la tierra y el mar, las alas negras de la Peste se habían desplegado ampliamente. Aquellos sin embargo que eran sabios en conocer las estrellas no ignoraban que los cielos tenían un aspecto de desgracia. Y para mí, entre otros, el griego Oinos, era evidente que alcanzábamos el retorno de este setecientos noventa y cuatro año en el que, a la entrada del Carnero, el planeta Júpiter hace su conjunción con el rojo anillo del terrible Saturno. El espíritu particular de los cielos, si no me equivoco grandemente, manifestaba su potencia no solamente sobre el globo físico de la tierra sino también sobre las almas, los pensamientos y las meditaciones de la humanidad.
Una noche, éramos siete en el fondo de un noble palacio, en una oscura ciudad llamada Ptolemais, sentados alrededor de unos frascos de un vino púrpura de Chios. Y
nuestra estancia no tenía otra entrada que una alta puerta de bronce. Y la puerta había sido trabajada por el artesano Corinnos, era de una rara manufactura y cerraba por dentro. Paralelamente, negros tapices, protegiendo aquella cámara melancólica, nos ahorraba el aspecto de la luna, de las estrellas lúgubres y de las calles despobladas. Pero el presentimiento y el recuerdo del Azote no habían podido ser excluidos tan fácilmente.
Había alrededor de nosotros, cerca de nosotros, cosas de las cuales no puedo dar cuenta fácilmente —cosas materiales y espirituales—, una pesadez en la atmósfera —una
sensación de ahogo, una angustia—, y, por encima de todo, esa terrible manera de vivir que subsiste en las personas nerviosas cuando los sentidos están cruelmente vivos y despiertos y las facultades del espíritu permanecen embotadas y sin fuerza. Un peso mortal nos agobiaba. Se extendía sobre nuestros miembros, sobre el amueblado de la sala, sobre los vasos en los cuales bebíamos, y todas las cosas parecían oprimidas y postradas en este aniquilamiento. Todo, excepto las llamas de las siete lámparas de hierro que iluminaban nuestra orgía. Se alargaban en delgadas redes de luz, inmutables, quemando pálidas e inmóviles; y, en la mesa de ébano alrededor de la cual estábamos sentados, y que su brillo transformaba en espejo, cada uno de los invitados contemplaba la palidez de su propia cara y el relumbre inquieto de los ojos apagados de sus camaradas. Sin embargo, desplegábamos nuestras risas y estábamos alegres a nuestra manera —una manera histérica— y cantábamos canciones de Anacreonte —que no son sino una locura— y bebíamos largamente —aunque la púrpura del vino nos recordaba la púrpura de la sangre—. Mas había en la habitación un octavo personaje, el joven Zoilus. Muerto, tendido a lo largo y amortajado, él era el genio y el demonio de la escena. ¡Ay! Él no tomaba parte en nuestra diversión, salvo que su rostro, convulso por el mal, y sus ojos, en los cuales la Muerte no había apagado sino a medias el fuego de la peste, parecían prestar a nuestra alegría tanto interés como los muertos son capaces de participar en la alegría de aquellos que deben morir. Pese a que yo, Oinos, sintiese los ojos del difunto fijos en mí, me esforzaba sin embargo en no comprender la amargura de su expresión y miraba obstinadamente a las profundidades del espejo de ébano y cantaba con voz alta y sonora las canciones del poeta de Teos. Pero gradualmente mi canto fue cesando y los ecos, rodando a lo lejos entre las negras tapicerías de la sala, se hicieron débiles, intintos, y se desvanecieron. Y he aquí que del fondo de esos tapices negros se alzó una sombra, oscura, indefinida. Una sombra parecida a aquella que la luna, cuando está baja en el cielo, es capaz de dibujar tras el cuerpo de un hombre. Pero no era la sombra ni de un hombre ni de un Dios ni de ningún ser conocido. Y temblando un instante entre las tapicerías, se quedó al fin, visible y derecha, sobre la superficie de la puerta de bronce. Pero la sombra era vaga, sin forma, indefinida. Aquella no era la sombra ni de un hombre ni de un dios, no era la sombra ni de un dios de Grecia, ni la de un dios de Caldea, ni tampoco la de ningún dios egipcio. Y la sombra reposaba sobre la puerta de bronce y bajo la cornisa y no se movía y no pronunciaba ni una palabra, pero, fijándose cada vez más, permaneció inmóvil. Y la puerta sobre la cual la sombra reposaba estaba, si mal no recuerdo, contra los pies del joven Zoilus amortajado. Pero nosotros, los siete compañeros, habiendo visto la sombra, viendo como salía de entre los tapices, no osábamos contemplarla fijamente. Bajábamos los ojos y seguíamos contemplándonos en las profundidades del espejo de ébano. Y a la larga, yo, Oinos, me atreví a pronunciar unas palabras en voz baja y pregunté a la sombra su morada y su nombre. Y la sombra respondió:
—Yo soy SOMBRA y mi morada está al lado de las Catacumbas de Ptolemais, y muy cerca de esas sombras planas infernales que rodean al impuro canal de Caronte.
Y entonces, los siete, nos incorporamos horrorizados de nuestros asientos y quedamos temblorosos, estremecidos, espantados. Porque el timbre de la voz de una sombra no era el timbre de un solo individuo, sino el de una multitud de seres. Y aquella voz, variando sus inflexiones de sílaba en sílaba, caía confusamente en nuestras orejas imitando los acentos conocidos y familiares de mil y mil amigos desaparecidos.

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