El sueño…
el sueño es el hermano de la muerte.
Así que túmbate bajo este esqueleto en la frialdad de la tumba.
Permite que el abrazo de sus muertos brazos
te mantenga totalmente a salvo y dormido.
Enterrado en un sueño…
silenciosamente….
Para siempre bajo tierra




Sin Ton Ni Son





SIN TON NI SON
Peter Valentine Timlett

Era una casa enorme, mucho más grande de lo que ella había esperado. Debía de tener como mínimo cinco o seis dormitorios. No era demasiado vieja, probablemente de finales del período Victoriano, y su jardín era soberbio. Estaba asentada al final de una pequeña carretera muy secundaria, a casi dos kilómetros del pueblo, sin ninguna otra casa a la vista. En consecuencia, era hermosamente tranquila y pacífica. Podría llegar a ser muy feliz allí.
Pulsó el timbre y aguardó. Tras un par de minutos, pulsó de nuevo. Tenía que haber alguien en casa, seguro. Su cita era a las tres en punto, y ella había sido puntual casi al segundo.
—¿Sí? —dijo una voz aguda a sus espaldas.
Se volvió en redondo, sobresaltada.
—Oh, lo siento. No la oí llegar. —La mujer se acercaba a la cincuentena, era alta y delgada, bien proporcionada, con unos claros ojos grises que la estudiaban firmemente, casi ardientemente—. Soy la señorita Templeton... Deborah Templeton. Me envía la agencia. ¿Es usted la señora Bates?
La mujer asintió.
—Es usted puntual. Me gusta eso. —Los grises ojos la examinaron de la cabeza a los pies—. También es usted muy bonita. Le dije a la agencia que tenía que ser usted bonita. Me gusta estar rodeada por cosas hermosas, incluida la gente. No es usted hermosa, pero es usted muy bonita. Debe ser su vestido, supongo, y la forma de su peinado. Bonita pero no hermosa.
La mano de la señorita Templeton se dirigió involuntariamente a su pelo.
—Normalmente llevo el pelo suelto —dijo.
—Sí, debería llevarlo así. Con el pelo suelto, una sombra de ojos decente, yo diría que verde, y un traje de tarde un poco atrevido, causaría usted sensación.
La muchacha sonrió.
—Ha pasado mucho tiempo desde que vestía así. Luego no ha habido ocasión.
La señora Bates no hacía honor a su propia filosofía. Llevaba unos téjanos descoloridos y remendados, sucios de tierra en las rodillas, y una especie de blusa tipo guardapolvo que le hacía muy poco favor a su silueta. Llevaba el pelo recogido hacia arriba y metido debajo de un viejo sombrero que parecía haber llegado a la vida hacía una década como gorrita de moda, tipo jockey, en cualquier tienda de Chelsea. Pero tenía esa clásica estructura ósea facial que la mayoría de mujeres envidian y que proporcionan al rostro un precioso aspecto sin edad. Con ropas adecuadas, aquella mujer podía conseguir un aspecto sorprendente, pese a sus años.
La señora Bates fue consciente de su examen.
—Una debe vestir para complacerse a sí misma, no a los demás —dijo firmemente—. Cuando estoy en el jardín, visto como un jardinero. Por las tardes visto como una mujer, aunque esté sola. —Se volvió y echó a andar—. Entremos en la casa —dijo por encima de su hombro.
La señorita Templeton la siguió. Rodearon la casa hacia una solana, cruzando un par de ventanas estilo francés. Una curiosa mujer, aquella señora Bates. La agencia había estado en lo cierto describiéndola como algo excéntrica. Pero la sala era hermosa. Cada mueble, por lo que podía intuir, era una genuina antigüedad, y la mujer le señaló una chaise-longue que ella sola debía de valer una fortuna.
—Como llevo ropas de jardinería, yo permaneceré de pie —dijo la señora Bates—. Soy una mujer rica, señorita Templeton. El contenido de esta casa vale mucho más que la propia casa, y por esa razón debo ser cuidadosa con quien invito a vivir conmigo.
—Comprendo.
—Y también está la cuestión de la compatibilidad de caracteres. —De nuevo aquellos ojos grises la escrutaron de la cabeza a los pies—. Imagino que la agencia le habrá dicho que soy una excéntrica.
—Me dijeron que era usted una persona fuertemente individualista —dijo con precaución la señorita Templeton.
—Y lo soy. Ésta es mi casa, y por ello tengo derecho a determinar cómo hay que organizaría.
—Por supuesto.
—Soy una fanática de la jardinería, señorita Templeton. Tanto en verano como en invierno, paso la mayor parte de mi tiempo en el jardín. No deseo compañía, que eso quede bien claro. Deseo a alguien que cuide de la casa y me deje libre para atender al jardín. Cualquier cosa que tenga que ver con la casa, absolutamente cualquier cosa, será responsabilidad suya.
—Así lo entiendo. La agencia me dio una lista de todos los deberes y condiciones, y los encuentro del todo aceptables.
—Estupendo. En cuanto a las comidas, me encargaré yo misma de ellas durante la semana. Usted deberá cocinar únicamente una comida a la semana, la del sábado por la noche, en la cual espero que cene conmigo. Soy una fanática del Jardín, pero no de la casa.
Con tal de que ésta esté razonablemente limpia y ordenada puede usted hacer lo que mejor le parezca. Si le gusta caminar, encontrará que los alrededores son deliciosos. No soy una mujer sociable, señorita Templeton. Puedo ser una persona encantadora si me lo propongo, pero básicamente prefiero mi propia compañía. Durante la semana, mientras no se dedique usted a los trabajos de la casa, me sentiré muy satisfecha si permanece en sus habitaciones, pero me encantará su compañía durante el sábado por la noche.
La muchacha asintió.
—Usted desea que la casa esté bien atendida sin que la molesten a usted, y yo no debo interferir en sus quehaceres excepto los sábados.
La mujer sonrió.
—Exactamente. Todo esto puede parecer un poco excéntrico, pero es lo que mejor me conviene, y necesito a alguien que pueda encajar en este esquema, alguien que también se sienta feliz con su propia compañía la mayor parte del tiempo. Su carta decía que tenía usted veintiocho años, era hija única, y que sus padres han muerto. ¿Algunos otros familiares?
—No, ninguno. Ni siquiera un prometido.
—Entiendo. Lamento tener que hacer esas preguntas tan personales, pero las razones son obvias. De todos modos, creo que es de justicia que yo actúe a la recíproca. De modo, señorita Templeton, que puedo decirle que tengo cuarenta y ocho años, y no me importa en absoluto que todo el mundo lo sepa. Como usted, mis padres murieron cuando yo era joven, y como usted, soy hija única. Debido a lo cual, ya era bastante rica antes de casarme, y mi esposo también tenía dinero. Estuvimos casados diez años antes de que él me abandonara por otra mujer más joven.
—Oh, lo siento.
—Para ser sincera, yo también lo sentí. Fue un buen matrimonio, o al menos así lo creí yo, aunque no tuvimos hijos.
—¿Por qué se fue?
Durante un breve momento, una mirada de intenso odio cruzó sus ojos.
—Digamos que la chica en cuestión utilizó sus encantos físicos con todas sus consecuencias. De modo que yo también estoy completamente sola, sin lazos familiares. ¿Le informó la agencia acerca del sueldo?
—Sí. Estoy completamente de acuerdo con la cuestión monetaria.
—Estupendo. —De nuevo aquellos ojos grises la observaron críticamente—. Bien, señorita Templeton, creo que vamos a llevarnos muy bien. La dejaré sola durante unos minutos para que pueda pensar sobre ello. Eche con toda libertad un vistazo a la casa. Sus habitaciones son las dos primeras de la derecha, arriba, al final de las escaleras. Son un dormitorio, con su propio cuarto de baño anexo, y un pequeño saloncito; hay una puerta que comunica ambas estancias. Estoy segura de que se sentirá usted cómoda. Cuando esté dispuesta me encontrará en el jardín.
Dio media vuelta y salió al patio.
Deborah Templeton siguió sentada allí unos instantes. Qué mujer tan curiosa, pensó, y qué extraordinaria entrevista. Era el tipo de entrevista que hubiera llevado a cabo un hombre, no una mujer. Por un breve instante, el pensamiento de que la señora Bates tuviera gustos poco habituales pasó por su mente, lo cual podía ser la razón de que su esposo la hubiese abandonado por una mujer más normal, y también podía ser la razón de que hubiera insistido tanto en que su empleada fuera joven y atractiva, pero desechó la idea al tiempo que se levantaba. La mujer podía ser rara, pero ciertamente esa rareza no provenía de Safo.
Recorrió la casa. Ella no procedía de un ambiente pobre precisamente, pero nunca había vivido en un entorno tan lujoso como aquél. La cocina era enorme y estaba dotada con todos los accesorios existentes en el mercado, y el salón principal era de una elegancia exquisita. Subió por la escalera principal y entró directamente en lo que iba a ser su dormitorio: contenía la más lujosa cama doselada que hubiera visto nunca, tapizada en dorado y rojo, como algo surgido de un cuento de hadas. Sabía muy bien que era una tontería dejarse ganar por cosas tan triviales como una cama y permitir que eso influyera en su decisión, pero siempre había sido una de sus fantasías dormir en una cama con dosel.
Se miró a sí misma en el espejo móvil de cuerpo entero, y sonrió irónicamente. Bonita pero no hermosa. Una descripción acertada, pero desmoralizadora. Hubo un tiempo, hacía ya muchos años, en que había sido sorprendentemente atractiva; una época en que se había vestido deliberadamente para tal efecto. Pero la imagen que le devolvía ahora la mirada desde aquel espejo era una imagen «marchita»; difícilmente capaz de despertar la libido masculina.
Se dirigió hacia la ventana y miró el jardín donde la señora Bates se ajetreaba cuidando los macizos de flores. La mujer era ciertamente autoritaria, pero si resultaba cierto que no iba a verla durante la mayor parte del tiempo, eso no representaría ningún problema. Y, sin embargo, seguía habiendo algo extraño en todo aquello. Todo resultaba demasiado bueno como para ser cierto. O quizá lo extraño de todo el asunto tenía que ver más con la propia señora Bates que con la posición que le ofrecía. Fuera como fuese, sería una estúpida si dejaba escapar la ocasión.
El nombre que la agencia le había facilitado, junto con la lista de los deberes, era el de Mary Elizabeth Bates, seguido por una firma indescifrable. El nombre era realmente apropiado... «Mary, Mary, mujer de postín», murmuró, «¿cómo haces crecer tu jardín?», y la respuesta era que realmente crecía muy bien, y que Mary Bates era realmente una mujer de postín, de mucho postín, evidentemente.
La muchacha abandonó la habitación y bajó al jardín.
—Creo que seré muy feliz aquí —se limitó a decir.
La mujer sonrió.
—Cuando leí su carta y vi su fotografía estuve ya medio segura, pero cuando la vi de pie ante la puerta supe que era usted la indicada. ¿Cuándo empezará?
—¿Le parece bien el lunes?
La señora Bates le tendió su mano.
—Estupendo. La veré entonces.
Deborah había dicho el lunes sólo para concederse el fin de semana por si cambiaba de opinión, pero a la hora de la comida del sábado ya pagaba a la casera de su pequeño apartamento una semana de alquiler como compensación por su marcha y ya tenía el equipaje hecho. Se sentía ansiosa por marcharse. El sábado por la tarde y todo el domingo parecieron transcurrir con tanta lentitud como la eternidad, pero finalmente llegó el lunes y un taxi la condujo hasta su nueva casa al mediodía.
La señora Bates, llevando todavía el mismo par de viejos téjanos, le dio una calurosa, aunque no efusiva, bienvenida.
—Ya sabe dónde están sus habitaciones. Emplee todo el día en instalarse. Hágase usted misma la comida cuando desee. Mañana hablaré más detenidamente con usted y examinaremos juntas las cuentas de la casa. —Dio media vuelta y regresó al jardín.
Deborah sonrió irónicamente y subió sus cosas a la habitación. A las dos de la tarde había deshecho las maletas y estaba preparada para explorar la casa.
Su madre siempre había dicho que una podía saber casi todo lo que había que saber del entorno, temperamento y carácter de una mujer por el contenido de los armarios de su cocina, su guardarropa, y su cesto de la ropa sucia. La cocina no contenía ninguna sorpresa, teniendo en cuenta las muestras de riqueza del resto de la casa. Los potes, frascos y botellas en los armarios revelaban un gusto epicúreo muy caro, que prometía un delicioso futuro culinario, aunque sin duda podía ser un desastre para cualquier dieta de control de calorías. El botellero contenía una docena o más de botellas, en su mayor parte vinos del Rin alemanes, aunque en la hilera de vinos blancos había dos botellas de Nuit St. George. Obviamente, la señora Bates cenaba bien.
La muchacha no se atrevió a entrar en el dormitorio de su patrona para examinar su guardarropa, pero sí efectuó un rápido examen al cesto de su ropa sucia, y allí se encontró con una sorpresa que casi bordeó el shock. Había dos portaligas, el uno negro y púrpura y el otro negro y escarlata, y cinco pares de las bragas más exiguas que jamás hubiera visto, también de color escarlata, negro y púrpura, todas de encaje y revelando más de lo que cubrían. Además había dos sujetadores, uno negro y otro rojo, tan breves que apenas eran la cuarta parte de un sujetador, inservibles para cualquier mujer normalmente dotada. Era desconcertante. Aquella ropa interior era más propia de una prostituta joven del Soho que de una semireclusa rural de cuarenta y ocho años. La señora Bates estaba demostrando ser un intrigante misterio.
A las cuatro empezó a llover, y Deborah se apresuró hacia la ventana del saloncito contiguo a su dormitorio para ver qué haría la señora Bates. La mujer se metió apresuradamente en el invernadero, y al cabo de unos pocos minutos salió vestida con botas de agua, unos pantalones encerados, y un anorak impermeable con la capucha sobre su cabeza. Luego, tranquilamente, volvió a su trabajo. La verdad era que su aspecto resultaba ridículo, inclinada sobre los macizos de flores, con la lluvia goteando en su espalda. A finales de junio el clima era cálido pese a la lluvia, y si una iba convenientemente protegida contra el agua no había ninguna razón lógica para no seguir trabajando bajo la lluvia; sin embargo, aquello parecía ridículo. La gente no cuida su jardín lloviendo. Sencillamente, esas cosas no se hacen. ¿Y cómo encajaba aquella excéntrica figura allí abajo, en medio de la lluvia, con el tipo de mujer que llevaba una ropa interior tan extravagante y provocativa? Era algo deliciosamente misterioso.
Deborah no vio a la señora Bates aquella noche, pero a la mañana siguiente encontró una nota en la cocina pidiéndole que acudiera a la biblioteca después del desayuno, para examinar las cuentas de la casa. Bien, al menos podría ver a la señora Bates con otro atuendo distinto a los téjanos. Pero cuando entró en la biblioteca, se sintió sorprendentemente decepcionada. Iba vestida con unos pan- talones holgados, azul pálido, y una blusa blanca de cuello alto. El atuendo era sencillo, de buen gusto, y difícilmente en consonancia con el erótico contenido del cesto de la ropa sucia. Y la señora Bates demostró tener una mente clara, precisa y lógica. Las cuentas de la casa estaban claramente anotadas y ordenadas por orden alfabético en un archivo adecuado en un gabinete de la biblioteca. En media hora, la charla de instrucciones hubo terminado y la señora Bates volvió a sus téjanos y a su jardín.
De acuerdo con las instrucciones, Deborah Templeton no interfirió en los quehaceres de su patrona durante el resto de aquel martes y todo el miércoles, aunque la señora Bates estuvo constantemente a la vista desde la casa. Y fue esa constante visión de su patrona la que le reveló otro hecho extraño. Si bien la señora Bates dedicaba su atención a todas las partes del jardín, una y otra vez regresaba al mismo macizo de flores donde Deborah la había visto por vez primera. Si se trasladaba a otra parte del jardín era sólo por unos pocos minutos, diez como máximo, antes de regresar al que obviamente era su lugar favorito.
El macizo de flores era un pequeño montículo de unos seis metros de largo por dos de ancho, y se le hubiera podido llamar un montículo de rocalla de no ser por el hecho de que no había rocas. Deborah Templeton no era jardinera y apenas era capaz de citar el nombre de cualquier planta en aquella mezcla de colores, excepto los tulipanes y las dalias. Por supuesto, algunas de ellas parecían sorprendentemente extrañas a su ojo inexperto, y por lo tanto raras, aunque en su conjunto era un hermoso macizo y obviamente respondía con belleza a los amorosos cuidados que le dedicaba la señora Bates. «Con campanas de plata y conchas marinas», murmuró mientras veía cómo la señora Bates regresaba a su lugar favorito por enésima vez.
El jueves salió de compras al pueblo, y allí descubrió otra rareza, ésa más bien alarmante.
—Bien, diré algo en favor de la señora Bates —le comentó el carnicero, un hombre enorme, con redondas y sonrojadas mejillas—: ¡Realmente sabe elegirlas!
—¿A qué se refiere?
Afortunadamente la tienda estaba vacía, de otro modo quizás el hombre no hubiera seguido y la excentricidad hubiera permanecido oculta durante algún tiempo más.
—Bien, usted es una atractiva joven, señorita Templeton, si me permite decirlo, pero todas las muchachas de la señora Bates siempre han tenido muy buen aspecto.
Más tarde, Deborah decidiría que aquél había sido el momento preciso en que el primer timbre de advertencia resonó en su cabeza.
—¿Todas? —dijo—. ¿Por qué? ¿Cuántas ha habido?
El carnicero frunció los labios.
—Usted es la séptima, creo.
Ella firmó la cuenta. Ya estaba a punto de irse cuando, movida por un impulso, preguntó:
—¿Recuerda usted sus nombres?
—Naturalmente —dijo él, y le proporcionó seis nombres—. Usted es, con mucha diferencia, la más atractiva de todas —terminó galantemente.
Una vez fuera, escribió los nombres en su agenda antes de olvidarlos. Empezó a caminar los casi dos kilómetros hasta la casa, pero antes de abandonar el pueblo efectuó una llamada desde la cabina pública. No era una llamada que se atreviera a hacer desde la casa.
La agencia fue educada y pidió muchas disculpas, pero no se mostró muy cooperativa. Sí, ella era efectivamente la séptima. Sí, los seis nombres eran correctos. No, no habían mencionado para nada a sus predecesoras porque ésas habían sido las instrucciones de la señora Bates. Por lo que sabían, todas las chicas que la habían precedido se habían aburrido rápidamente de su trabajo al tener tan poco que hacer, y se habían marchado. No, no habían tenido contacto con ninguna de las chicas después de que se fueran. No se habían enterado hasta que la señora Bates se había puesto en contacto con la agencia pidiendo un reemplazo. No, no creían que hubiese nada anormal.
Deborah no tuvo ocasión de hablar con la señora Bates durante aquel jueves, y tampoco el viernes. No fue hasta el sábado por la mañana que su patrona se dejó ver.
—Espero que no habrá olvidado que hoy es sábado.
—No, por supuesto. La cena estará a punto a las ocho.
A las siete, con todo preparado, Deborah subió a vestirse. Se dio una ducha rápida y luego se peinó, dejando el cabello suelto y esponjoso. Después se probó el único vestido largo que tenía. Hacía varios años que no se lo ponía y aún le caía muy bien. No había engordado tanto como había sospechado. El vestido era negro, con una sencilla línea ondulada como único adorno. Iba atado en la nuca y dejaba la mitad de sus pechos al descubierto, con un escote que llegaba hasta un poco más abajo de su ombligo. Por si eso no bastaba, en su parte frontal había un corte hasta medio muslo, y se ajustaba de tal modo en tomo a sus caderas y nalgas que cualquier ropa interior, por breve que fuera, hubiera estropeado su caída. Se preguntó cómo había sido capaz alguna vez de ponérselo. Se miró a sí misma criticamente en el espejo de cuerpo entero y meneó la cabeza. Era un gran vestido, y le hubiera gustado ponérselo simplemente para contradecir aquello de «bonita pero no hermosa», pero realmente no era adecuado para la ocasión. A disgusto, se lo sacó y lo dobló. Se puso ropa interior y un sencillo traje de cóctel que le llegaba hasta las pantorrillas y no revelaba nada, y abandonó la habitación para ir escaleras abajo.
Mientras cerraba la puerta de su dormitorio vio a su patrona bajando las escaleras, y su visión casi la hizo jadear. Su propio traje negro hubiera sido declarado púdico en comparación con el que llevaba la señora Bates. Era un traje de un blanco purísimo, al estilo griego, de un material tan fino que parecía como si su propietaria fuera dejando tras ella fragmentos a medida que avanzaba, y era asombroso cuan poco de la señora Bates cubría. El contraste con la figura con botas altas en el jardín era tan sorprendente que casi resultaba increíble que se tratase de la misma mujer.
Sin pensar en ello, Deborah regresó a su dormitorio, se quitó el traje de cóctel y la ropa interior, se puso el traje de noche y bajó para servir la cena.
Ninguno de los dos trajes fue mencionado durante la cena; de hecho, se habló muy poco. La señora Bates hizo un comentario apreciativo acerca del cóctel de mariscos, halagó los tournedos Rossini, y dijo que había encontrado delicioso el sorbete de limón. No fue hasta que se trasladaron al salón para tomar el café que hizo la primera apreciación.
—Una excelente comida, querida —dijo la señora Bates—. Y retiro por completo mi anterior comentario acerca de que simplemente es usted bonita. Su aspecto es sorprendente. Dudo de que ningún hombre fuera capaz de mantener sus manos lejos de usted.
La muchacha sonrió.
—Con usted en la habitación, dudo incluso de que me vieran.
La señora Bates se miró a sí misma.
—Sí, los hombres son unos completos estúpidos respecto al físico. Con un traje como éste, o uno como el suyo, todos los instintos del hombre salen a la superficie para demostrar lo pequeño que es realmente. Todas las virtudes de una mujer no son nada comparadas con el poder de un traje revelador. Lo sé por propia experiencia.
Deborah bebió su café.
—¿La chica que le arrebató a su marido? —dijo suavemente.
La mujer sonrió con acidez.
—Venía mucha gente a casa por aquel entonces, principalmente amistades de negocios de mi marido y gente de su oficina. Por aquel entonces yo no vestía como usted me ve ahora. Acostumbraba a vestir elegantemente y con buen gusto, pero sin revelar nunca nada. Una actitud anticuada quizá en estos días de chillona sexualidad, pero todos tenemos nuestros gustos y modelos particulares.
—¿Y la chica?
—Una ayudante personal de uno de los directores de mi marido. Vino a una de nuestras cenas vestida con un traje casi exactamente igual a este, y para mi marido quedó patente que sólo tenía que chasquear los dedos para que ella se lo quitara en seguida. —La señora Bates puso su taza de café en una mesita auxiliar y se reclinó en el sillón—. Dos semanas más tarde me abandonó y se fue con ella.
—Lo siento —dijo la muchacha suavemente.
La mujer permaneció en silencio unos instantes.
—Hubiera terminado volviendo a mí, ya sabe, cuando la novedad ya no lo fuera. Y yo le hubiera aceptado de nuevo. Era un buen matrimonio. Los hombres son muy vulnerables a ciertos llamativos avances de cualquier mujer atractiva. Pocos pueden resistirse. Casi forma parte de su naturaleza, usted debe de saberlo bien.
—¿Qué ocurrió?
—Tres semanas después de abandonarme, ambos murieron en un accidente de coche en el sur de Francia. Espero que ella se esté pudriendo en el infierno por toda la eternidad. Todo aquello resultó innecesario... Una discreta aventura hubiera sido mucho mejor; habría satisfecho la atracción sexual y preservado el matrimonio.
La muchacha no hizo ningún comentario. Su simpatía estaba instintivamente con el marido. Una mujer autócrata como la señora Bates tenía que ser alguien con quien resultara difícil vivir en cualquier aspecto, sexual o de otra índole. Probablemente debía haber más de una razón por la que él la había abandonado.
—Y todo por culpa de un traje de noche que mostraba demasiado —dijo amargamente la señora Bates—. Aquella chica trabajaba en las oficinas desde hacía más de dos años, y sé que no había habido nada entre ellos antes de aquella cena. Fue el traje el que lo hizo.
Deborah sorbió de nuevo su café. Era posible, pero no probable. Si se hubiera tratado sólo de una cuestión de sexo, entonces una aventura discreta habría satisfecho la situación. Tenía que haber habido algo más. La forma en que la mujer seguía machacando aquel aspecto en particular parecía sugerir que la señora Bates se sentía muy inadecuada e inferior en aquel aspecto.
—De modo que me decidí y compré este traje y algunos otros —dijo la señora Bates—. ¿Y sabe usted por qué?
Deborah negó con la cabeza. No le gustaba la forma en que iban las cosas. Aquella mujer tenía una expresión realmente peculiar en los ojos.
La señora Bates se puso bruscamente en pie.
—Entonces se lo mostraré, venga conmigo —y cogió la mano a la muchacha y la condujo hasta el otro extremo del salón, donde un enorme espejo colgaba de la pared—. Aquí está el porqué —dijo, señalando los dos reflejos—. Después de quedar segunda en una ocasión notable, deseaba ver cómo podía compararme si iba vestida de igual manera.
La muchacha sintió que la espina dorsal empezaba a picarle. No era miedo exactamente, sino esa instintiva aprensión nerviosa que los cuerdos sienten a veces en compañía de los locos. Dios, ¿cuánto tiempo llevaba aquella mujer rumiando su desgracia para producir aquel tipo de loca reacción? La señora Bates se medía contra ellas, una tras otra. ¿Y luego qué? Si la medición resultaba a favor de la mujer mayor, entonces presumiblemente eso cerraba el asunto y quedaba satisfecho el honor. Pero, ¿y si la comparación resultaba desfavorable?
Deborah miró a los dos reflejos. Realmente, Mary Bates era una mujer atractiva. Su cuerpo era bien proporcionado y terso, y su silueta era aún soberbia, incluso sin sujetador. En aquel fragmento de traje parecía la gran sacerdotisa de un culto pagano, sensual, sin inhibiciones, y devastadoramente provocativa. Pocas mujeres de su edad podían compararse con ella. Pero tenía cuarenta y ocho años, y los aparentaba. Nada podía ocultar la diferencia de edad entre las dos mujeres reflejada en aquel espejo, e irónicamente los dos provocativos trajes servían tan sólo para reflejar más claramente las diferencias. Deborah no se vanagloriaba de su propia apariencia, pero sabía que si alguien tenía que elegir en aquel preciso momento, la mayor parte de los hombres la elegirían a ella. La señora Bates, simplemente, no podía compararse.
La muchacha sonrió nerviosa.
—No hay punto de comparación —dijo gentilmente—. Si hubiera algún hombre por los alrededores, yo no tendría la menor posibilidad.
En el espejo vio cómo los ojos de la mujer se entrecerraban, en una expresión de frío odio.
—Tonterías, querida —dijo la señora Bates con franqueza—. Es usted mucho más atractiva que yo. Si volviera a presentarse la misma situación, mi marido se iría indudablemente con usted.
Deborah soltó su mano y regresó junto a la mesa de café.
—Se subestima usted, señora Bates. —Tomó su chai—. No resulto atractiva para los hombres, y nunca lo he sido, lleve lo que lleve. ¿Por qué cree que vivo sola? No es por decisión propia, se lo aseguro. —Empezó a dirigirse hacia la puerta. Oh Dios, tenía que escapar de aquella estúpida locura—. De todos modos, se está haciendo tarde y el vino me ha dado dolor de cabeza. Si me disculpa, creo que iré a acostarme.
La expresión de odio había desaparecido de los ojos de la mujer.
—Por supuesto —dijo fríamente—. Gracias por esa encantadora cena, y por tan interesante velada.
La muchacha se apresuró a ir a su habitación. Una vez en su dormitorio, se apoyó de espaldas contra la puerta y cerró los ojos. Sus manos temblaban, y tenía todo el cuerpo cubierto de sudor. ¡Qué extraña escena! No era sorprendente que las otras se hubieran ido tan pronto. Lo primero que haría a la mañana siguiente era ver si su antiguo apartamento estaba aún libre. No iba a quedarse en la casa con aquella loca mujer ni un minuto más de lo necesario. Se quitó el traje, se secó el sudoroso cuerpo, se puso el camisón, y se tendió en la cama, pero su mente estaba demasiado alterada para poder dormir.
Eran pasadas las once y media cuando oyó que la señora Bates subía las escaleras y se dirigía hacia su propio dormitorio. Una hora más tarde, Deborah aún permanecía estremecidamente despierta. Se dirigió hacia la abierta ventana y contempló el jardín. Era más hermoso todavía a la luz de la luna, y algunas flores parecían realmente campanillas de plata. Era una noche cálida, casi opresiva. Quizá un paseo por el jardín la calmara un poco.
Silenciosamente, abrió la puerta del dormitorio y se inmovilizó allí, escuchando, pero todo estaba tranquilo. Aquella desdichada mujer debía de estar dormida ya, soñando las extrañas imágenes que indudablemente debía forjar una mente tan neurótica como la de la señora Bates. Se echó una bata por encima del camisón, bajó las escaleras y salió al jardín.
Era una noche apacible, y por primera vez durante toda aquella velada fue capaz de respirar más sosegadamente. En muchos aspectos, era una lástima tener que irse. Mirado superficialmente, se trataba de un trabajo ideal en un entorno ideal, pero ya desde el principio le había parecido demasiado bueno como para ser cierto, y así había demostrado ser. Suspiró y caminó por el césped. Un jardín muy hermoso, con una jardinera muy extraña. Incluso allí, en el jardín, el comportamiento de su patrona era decididamente anormal, yendo una y otra vez a su macizo particular. Deborah miró el alargado y bajo montículo del macizo de flores favorito de la señora Bates. «Mary, Mary, mujer de postín —murmuró—. ¿Cómo haces crecer tu jardín? Con campanas de plata y conchas marinas, y hermosas doncellas haciendo de minas».
Y entonces, en aquel preciso momento, los anteriores timbres de aviso, el extraño comportamiento de la señora Bates, y las chicas de las cuales no se había vuelto a saber nada, se juntaron en una explosión de comprensión en su mente. Tan repentina fue la revelación, y tan aterradora, que durante un minuto completo fue incapaz de moverse, aunque todo el instinto dentro de ella gritaba para que saliera huyendo, y todo su cuerpo temblaba, oleada tras oleada de penetrante frialdad. Luego, lentamente, empezó a retroceder. ¡Oh, Dios santo, no era posible! ¡No podía ser posible!
—¿Admirando las flores a la luz de la luna? —dijo una voz a sus espaldas.
Deborah se volvió en redondo y allí, a pocos pasos de distancia, estaba la señora Bates, con aspecto pálido y fantasmal en su flotante bata blanca. Aquella segunda impresión, tan próxima a la primera, estuvo a punto de ocasionarle un fatal ataque al corazón. La muchacha lanzó un penetrante alarido de terror y huyó presa del pánico hacia la casa. Irrumpió por el ventanal de estilo francés y subió las escaleras casi sin rozar los peldaños, hacia su habitación.
No había llave en la puerta del dormitorio, y ninguna silla de respaldo recto para apoyar contra la manija. Frenéticamente, arrastró el tocador por encima de la moqueta y lo apoyó contra la puerta, justo a tiempo.
—¿Qué demonios ocurre, muchacha? —gritó la señora Bates desde el pasillo, tirando de la manija y empujando la puerta—. Déjame entrar. Me has asustado mortalmente, gritando de ese modo. ¿Qué demonios te ocurre? ¡Déjame entrar!
Deborah no respondió. Cogió unas tijeras y retrocedió hasta el centro de la habitación. La señora Bates había conseguido abrir la puerta un par de centímetros, pero no podía moverla más. Deborah vio cómo su pálida mano se deslizaba serpenteando por la abertura para identificar el obstáculo.
—¡Esto es ridículo! —exclamó la mujer—. ¡Quita inmediatamente esto y abre la puerta!
—¡Vayase! —chilló la muchacha—. ¡Vayase de aquí!
La mano desapareció, y luego siguió un silencio. Pasaron quince segundos, medio minuto, y seguía sin producirse sonido alguno en el pasillo.
—Has olvidado la puerta de comunicación —dijo una tranquila voz tras ella, y una mano descendió sobre su hombro.
De nuevo aquel alarido de histérico terror. Deborah se volvió en redondo y golpeó ciegamente con las tijeras, una vez, y otra, y otra. Golpeó los ojos de la mujer, su rostro, sus hombros, y cayó con ella al suelo, y siguió golpeando y golpeando, sus brazos, su pecho, y otra, y otra vez, y otra, lo que quedaba de su rostro, y luego se puso en pie de un salto, soltó las tijeras, corrió a través de la puerta de comunicación, cruzó el saloncito, salió al pasillo y bajó las escaleras tambaleándose histéricamente hacia el teléfono.
Veinte minutos más tarde, llegó la policía: un inspector, un sargento, dos policías masculinos y uno femenino. Poco habían logrado entender con sus histéricos balbuceos por teléfono y habían venido preparados para cualquier cosa, aunque difícilmente para lo que se encontraron. La muchacha estaba cubierta de sangre de la cabeza a los pies, y al principio supusieron que había sido atacada y golpeada salvajemente, pero cuando consiguieron desentrañar su historia empezaron a darse cuenta de que se trataba de algo mucho más horrendo.
—¡Están ahí afuera! ¡Se lo aseguro! ¡Enterradas bajo ese macizo de flores! ¡Asesinadas por esa loca de ahí arriba! —gritaba Deborah—. ¡Y yo iba a ser la siguiente! ¡Si no me creen, salgan y mírenlo! —Y estalló en profundos sollozos.
Dejando a los agentes abajo, con la mujer policía, el inspector y el sargento subieron al dormitorio. Salieron de él en seguida y se apoyaron contra la pared, luchando contra las náuseas.
—Usted conocía muy bien a la señora Bates —dijo finalmente el inspector—. ¿Es ella?
El sargento se secó la frente.
—¿Cómo infiernos puedo saberlo? ¡Ni siquiera parece un ser humano!
Finalmente los dos hombres bajaron las escaleras y cruzaron por la vidriera francesa.
—Debe de haber alguna pala o una azada por ahí —dijo el inspector—. Que le ayuden los dos agentes. Caven lo suficiente para verificar la historia. El resto puede esperar.
El sargento regresó treinta minutos más tarde. Los dos hombres intercambiaron algunos susurros y luego el inspector se acercó a Deborah.
—Está bien. Volvamos a empezar desde el comienzo.
—¿Qué es lo que pretenden? —gritó la muchacha, histéricamente—. ¡Han visto lo que hay arriba y han visto lo que hay en el jardín! ¡Por el amor de Dios, sáquenme de este lugar!
—La hemos visto a usted y, por supuesto, lo que hay arriba —dijo el inspector, sombríamente—. Lo que no comprendo es el resto de la historia.
La muchacha dio un salto.
—¡Dios, Dios! ¡Hay seis chicas enterradas bajo ese macizo de flores! ¡Ya les dije el por qué y el cómo! ¿Qué más necesita comprender?
El inspector agitó la cabeza.
—No hay nadie enterrado bajo el macizo de flores, señorita Templeton —dijo suavemente—. Nada en absoluto. Ahora, volvamos al comienzo... Y hágalo muy, muy despacio.


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