El sueño…
el sueño es el hermano de la muerte.
Así que túmbate bajo este esqueleto en la frialdad de la tumba.
Permite que el abrazo de sus muertos brazos
te mantenga totalmente a salvo y dormido.
Enterrado en un sueño…
silenciosamente….
Para siempre bajo tierra




El síndrome de Ambras (Fragmento)






El síndrome de Ambras (Fragmento)

Lord Ashton

Alexander cazaba día y noche con desenfrenada vitalidad. Se incorporaba en el lecho cuando el dardo de plata de la luna, que penetraba por una saetera, le hería en el rostro. Entonces sus ojos eran amarillos, no como el ámbar y la miel sino como la amarga resina de los pinos del parque, agotados por la vejez y el exceso de humedad. Un hambre bestial ensanchaba los orificios de su hocico. Abandonaba sigilosamente las mantas de piel. No se vestía ni tomaba una luz. No tenía frío. No necesitaba velas. Se hallaba en el momento titánico en que el débil cuerpo de hombre empieza a calentarse, a crecer, a adquirir una nueva flexibilidad y una velocidad inhumana. Salía, bajaba de las escaleras descalzo porque ya las botas no podrían contener aquello en lo que se habían convertido sus pies, ni los guantes calzar las garras aunque todavía predominara en él el hombre.

[…] No se detuvo, salió de la Torrona y bajó al valle, cada vez más fácilmente, cada vez con más pelo sobre el cuerpo gloriosamente desnudo y, como un animal despojado de todo lo que no fuera su voraz apetito, se lanzó a su mundo lunar sin más testigos que las otras bestias.

Un niño pequeño es presa fácil de noche. Las madres jóvenes están charlando ante la chimenea con sus maridos y cortejos. El vino es flojo, pero a ellos les gusta e incluso les achispa. No conocen otro. Grandes risotadas se oyen mezcladas a veces con llantos que proceden de las cunas. Los rorros ya deberían estar dormidos, pero todavía tratan de llamar la atención para que les hagan caso o les den una última mamada. Es fácil para la bestia salir corriendo con una criatura entre las fauces si, como esta noche, hay un ruido de truenos en el valle y jarana en las casas.

El alobado galopa a cuatro patas apretando su presa. La niña cuelga entre los miembros superiores cogida por las ropas, divertida. Ríe, la desgraciada. Se aferra con sus manitas a los pelos de la bestia, que no tardará en abrirle el vientre y teñir con su sangre caliente y olorosa el hocico puntiagudo y el bello rostro canino. Luego todo son prisas por beber. Deja rota y empapada en sangre y babas, a la muñequita a quien acaba de salvar de una vida miserable en el pueblucho devastado día a día por los Pontibrañas y su partida feroz, y se lanza hacia el río por la zona en que el agua se embalsa y, tranquila, permite que calmar la sed sea un placer para el cazador al que la carne, sabrosa pero inmadura como la fruta verde, del cachorro humano quema por dentro.

Mientras el animal va retrayéndose al interior de su caparazón y de su máscara de hombre, Alexander bebe, primero con la lengua, luego con las manos recobradas, y se lava la cara. Es de nuevo el hermoso lord Ashton de ojos de dulce color de oriental zafiro, desnudo, exaltado, melancólico y ahíto.

Pilar Pedraza

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