El sueño…
el sueño es el hermano de la muerte.
Así que túmbate bajo este esqueleto en la frialdad de la tumba.
Permite que el abrazo de sus muertos brazos
te mantenga totalmente a salvo y dormido.
Enterrado en un sueño…
silenciosamente….
Para siempre bajo tierra




La Catacumba Nueva - Arthur Conan Doyle





La Catacumba Nueva
Arthur Conan Doyle




Escuche, Burger: yo quisiera que usted tuviera — confianza en mí —dijo Kennedy.
Los dos célebres estudiosos que se especializaban en las ruinas romanas estaban sentados a solas en la confortable habitación de Kennedy, cuyas ventanas daban al Corso.
La noche era fría, y ambos habían acercado sus sillones a la imperfecta estufa italiana que creaba a su alrededor una zona más bien de ahogo, que de tibieza. Del lado de fuera, bajo las brillantes estrellas de un cielo invernal, se extendía la Roma moderna, con su larga doble hilera de focos eléctricos, los cafés brillantemente iluminados, los coches que pasaban veloces y una apretada muchedumbre desfilando por las aceras.
Pero dentro, en el interior de aquella habitación suntuosa del rico y joven arqueólogo inglés, no se veía otra cosa que la Roma antigua. Frisos rajados y gastados por el tiempo colgaban de las paredes, y desde los ángulos asomaban los antiguos bustos grises de senadores y guerreros con sus cabezas de luchadores y sus rostros duros y crueles. En la mesa central, entre un revoltijo de inscripciones, fragmentos y adornos, se alzaba la célebre maqueta en que Kennedy había reconstruido las Termas de Caracalla, obra que tanto interés y admiración despertó al ser expuesta en Berlín.
Del techo colgaban ánforas y por la lujosa alfombra turca había desparramadas las más diversas rarezas.
Y ni una sola de todas esas cosas carecía de la mayor inatacable autenticidad, aparte de su insuperable singularidad y valor; porque Kennedy, a pesar de que tenía poco más de treinta años, gozaba de celebridad europea en esta rama especial de investigaciones, sin contar con que disponía de esa abundancia de fondos que en ocasiones resulta un obstáculo fatal para las energías del estudioso, o que, cuando su inteligencia sigue con absoluta fidelidad el propósito que la guía, le proporciona ventajas enormes en la carrera hacia la fama.
El capricho y el placer habían apartado frecuentemente a Kennedy de sus estudios; pero su inteligencia era agresiva y capaz de esfuerzos largos y concentrados, que terminaban en vivas reacciones de laxitud sensual. Su hermoso rostro de frente alta y blanca, su nariz agresiva y su boca algo blanda y sensual, constituían un índice justo de aquella transacción a que la energía y la debilidad habían llegado dentro de su persona.
Su acompañante, Julius Burger, era hombre de un tipo muy distinto. Llevaba en sus venas una mezcla curiosa de sangre: el padre era alemán, y la madre italiana y le trasmitieron las cualidades de solidez propias del norte, junto con un mayor atractivo y simpatía característicos del sur. Unos ojos azules teutónicos iluminaban su rostro moreno curtido por el sol y se elevaba por encima de ellos una frente cuadrada, maciza, con una orla de tupidos cabellos rubios que la enmarcaban. Su mandíbula de contorno fuerte y firme estaba completamente rasurada, dando con frecuencia ocasión a que su acompañante comentase lo mucho que hacía recordar a los antiguos bustos romanos que acechaban desde las sombras en los ángulos de su habitación. Bajo su dura energía de alemán se percibía siempre un asomo de sutileza italiana; pero su sonrisa era tan honrada, y su mirada tan franca, que todos comprendían que aquello era sólo un índice de su ascendencia, sin proyección real sobre su carácter.
Por lo que se refiere a años y celebridad se encontraba a idéntico nivel que su compañero inglés, pero su vida y su tarea habían sido mucho más difíciles. Llegado doce años antes a Roma como estudiante pobre, vivió desde entonces de pequeñas becas que la Universidad de Bonn le otorgaba para sus estudios. Lenta, dolorosamente y con tenacidad porfiada y extraordinaria, guiado por una sola idea, había escalado peldaño a peldaño la escalera de la fama, llegando a ser miembro de la Academia de Berlín, y tenía, en la actualidad, toda clase de razones para esperar verse pronto elevado a la cátedra de la más importante de las universidades alemanas.
Ahora bien; lo unilateral de sus actividades, si por un lado lo había elevado al mismo nivel que el rico y brillante investigador inglés, había hecho que quedase infinitamente por debajo de éste en todo lo que caía fuera del radio de su trabajo. Burger no dispuso nunca en sus estudios de un paréntesis que le permitiese cultivar el trato social. Únicamente cuando hablaba de temas que caían dentro de su especialidad, el rostro de Burger adquiría vida y expresión. En los demás momentos permanecía silencioso y molesto, con excesiva conciencia de sus propias limitaciones en otros temas más generales, y sentía impaciencia ante la cháchara sin importancia, que es un refugio convencional para todas aquellas personas que no tienen ninguna idea propia que expresar.
A pesar de todo eso, Kennedy y Burger mantuvieron trato por espacio de algunos años, y al parecer ese trato maduró poco a poco hasta convertirse en una amistad de los dos rivales, de personalidad tan diferente. La base y el arranque de esa situación residían en que tanto el uno como el otro eran, dentro de su especialidad, los únicos de la generación joven con saber y entusiasmo suficientes para valorarse mutuamente. Su interés y sus actividades comunes los habían puesto en contacto, y ambos habían sentido la mutua atracción de su propio saber.
Este hecho se había ido luego completando con otros detalles. A Kennedy le divertían la franqueza y la sencillez de su rival, y Burger, en cambio, se había sentido fascinado por la brillantez y vivacidad que habían convertido a Kennedy en uno de los hombres más populares entre la alta sociedad romana. Digo que le habían convertido, porque, en ese preciso momento, el joven inglés estaba algo oscurecido por una nube. Un asunto amoroso, que nunca llegó a saberse con todos sus detalles, pareció descubrir en Kennedy una falta de corazón y una dureza de sentimiento que sorprendieron desagradablemente a muchos de sus amigos. Ahora bien, dentro de los círculos de estudiosos y de artistas solterones, en los que el inglés prefería desplazarse, no existía, sobre estos asuntos, un código de honor muy severo, y aunque más de una cabeza se moviese con expresión de desagrado o más de unos hombros se encogiesen al referirse a la fuga de dos y al regreso de uno solo, el sentimiento general era probablemente de simple curiosidad y quizá de envidia, más bien que de censura.
—Escuche, Burger: yo querría que usted tuviese confianza en mí —dijo Kennedy, mirando con dura expresión el plácido semblante de su compañero.
Al decir estas palabras con un vaivén de su mano señaló hacia una alfombra extendida en el suelo. Encima de ella había una canastilla, larga y de poca profundidad, de las que se usan en la campaña para la fruta y que están hechas de mimbre ligero. Dentro de la canastilla se amontonaba un revoltijo de cosas: baldosines con rótulos, inscripciones rotas, mosaicos agrietados, papiros desgarrados, herrumbrosos adornos de metal, que para el profano producían la sensación de haber sido sacados de un cajón de basura, pero en los que un especialista habría reconocido rápidamente la condición de únicos en su clase. Aquel montón de objetos variados contenidos en la canastilla de mimbre, proporcionaba justo uno de los eslabones que faltaban en la cadena del desenvolvimiento social, y ya es sabido que los estudiosos sienten vivísimo interés por esa clase de eslabones perdidos. Quien los había traído era el alemán, y el inglés los contemplaba con ojos de hambriento.
Mientras Burger encendía con lentitud un cigarro, Kennedy prosiguió:
—Yo no quiero inmiscuirme en este hallazgo suyo, pero sí que me agradaría oírle hablar sobre él. Se trata, evidentemente, de un descubrimiento de máxima importancia. Estas inscripciones producirán sensación por toda Europa.
—¡Por cada uno de los objetos que hay aquí se encuentran allí millones! —dijo el alemán—. Abundan tanto, que darían materia para que una docena de sabios dedicasen toda su vida a su estudio y se crearan así una reputación tan sólida como el castillo de St. Ángelo.
Kennedy permaneció meditando con la frente contraída y los dedos jugueteando en su largo y rubio bigote. Por último dijo:
—¡Burger, usted mismo se ha delatado! Esas palabras suyas sólo pueden referirse a una cosa. Usted ha descubierto una catacumba nueva.
—No he dudado ni por un momento de que usted llegaría a esa conclusión examinando estos objetos.
—Desde luego, parecían apuntar en ese sentido; pero sus últimas observaciones me dieron la certidumbre. No existe lugar, como no sea una catacumba, que pueda contener una reserva de reliquias tan enorme como la que usted describe.
—Así es. La cosa no tiene misterio. En efecto, he descubierto una catacumba nueva. —¿Dónde?
—Ese es mi secreto, querido Kennedy. Basta decir que su situación es tal, que no existe una probabilidad entre un millón de que alguien la descubra. Pertenece a una época distinta de todas las catacumbas conocidas, y estuvo reservada a los enterramientos de cristianos de elevada condición, y por eso los restos y las reliquias son completamente distintos de todo lo que se conoce hasta ahora. Si yo ignorara su saber y su energía, no vacilaría, amigo mío, en contárselo todo bajo juramento de guardar secreto. Pero tal como están las cosas, no tengo más remedio que preparar mi propio informe sobre la materia antes de exponerme a una competencia tan formidable.
Kennedy amaba su especialidad con un amor que llegaba casi a la monomanía, con un amor al que se mantenía fiel en medio de todas las distracciones que se le brindan a un joven rico y disoluto. Era ambicioso, pero su ambición resultaba cosa secundaria, frente al simple gozo abstracto y al interés en todo aquello que guardaba relación con la vida y la historia antigua de Roma. Anhelaba ya el ver con sus propios ojos este nuevo mundo subterráneo que su compañero había descubierto, y dijo con vivacidad:
—Escuche, Burger; le aseguro que puede tener en mí la más absoluta confianza en este asunto. Nada será capaz de inducirme a poner por escrito cosa alguna de cuanto vean mis ojos hasta que usted me autorice de una manera explícita. Comprendo perfectamente su estado de ánimo y me parece muy natural, pero nada puede temer realmente de mí. En cambio, si usted no me explica el asunto, esté seguro de que realizaré investigaciones sistemáticas al respecto, y de que sin la menor duda, llegaré a descubrirlo. Como es natural, si tal cosa ocurriese y no estando sujeto a compromiso alguno con usted, haría de mi descubrimiento el uso que bien me pareciera.
Burger contemplaba reflexivo y sonriente su cigarro y le contestó:
—Amigo Kennedy, he podido comprobar que cuando me hacen falta datos sobre algún problema, no siempre se muestra usted dispuesto a proporcionármelos.
—¿Cuándo me ha planteado alguna pregunta a la que yo no haya contestado? Recuerde, por ejemplo, cómo le proporcioné los materiales para su monografía referente al templo de las vestales.
—Bien, pero se trataba de un tema de poca importancia. No estoy seguro de que usted me contestase si yo le hiciera alguna pregunta sobre asuntos íntimos. Esta catacumba nueva es para mí un asunto de la máxima intimidad, y a cambio tengo yo derecho a esperar que usted me dé alguna prueba de confianza.
El inglés contestó:
—No veo adónde va usted a parar; pero si lo que quiere dar a entender es que responderá a mis preguntas relativas a la catacumba si yo contesto a cualquiera de las suyas, puedo asegurarle que así lo haré.
Burger se recostó cómodamente en su sofá, y lanzó al aire un árbol de humo azul de su cigarro.
Luego dijo:
—Pues bien; dígame todo lo que hubo en sus relaciones con miss Mary Saunderson. Kennedy se puso de pie de un salto y clavó una mirada de irritación en su impasible acompañante.
Luego exclamó:
—¿Adónde diablos va usted a parar? ¿ Qué clase de pregunta es ésa? Si usted ha pretendido hacer una broma, de verdad que jamás se le ha ocurrido otra peor.
—Pues no, no lo dije por bromear —contestó Burger con inocencia. La verdad es que tengo interés por conocer el asunto en detalle. Yo estoy en la más absoluta ignorancia en todo cuanto se refiere al mundo y a las mujeres, a la vida social y a todas esas cosas, y por eso un episodio de esa clase ejerce sobre mí la fascinación de lo desconocido. Lo conozco a usted, la conocía de vista a ella. Llegué incluso en una o dos ocasiones a conversar con esa señorita. Pues bien, me agradaría muchísimo oír de sus propios labios y con toda exactitud, cuanto ocurrió entre ustedes.
—No le diré una sola palabra.
—Perfectamente. Fue solo un capricho mío para ver si usted era capaz de descubrir un secreto con la misma facilidad con que esperaba que yo le descubriese el de la catacumba nueva. Yo no esperaba que usted revelase el suyo, y no debe esperar que yo revele el mío. Bueno, el reloj de San Juan está dando las diez. Es ya hora de que me retire a mi casa.
—No, Burger. Espere un poco —exclamó Kennedy—. Es verdaderamente un capricho ridículo suyo el querer saber detalles de un lío amoroso que acabó hace ya meses. Ya sabe que al hombre que besa a una mujer y lo cuenta, lo consideramos como el mayor de los cobardes y de los villanos.
—Desde luego —dijo el alemán, recogiendo su canastilla de antigüedades—, y lo es cuando se refiere a alguna muchacha de la que nadie sabe nada. Pero bien sabe usted que el caso del que hablamos fue la comidilla de Roma, y que con aclararlo no perjudica en nada a miss Mary Saunderson. De todos modos, yo respeto sus escrúpulos. Buenas noches.
—Espere un momento, Burger—dijo Kennedy, apoyando su mano en el brazo del otro—. Tengo un interés vivísimo en el asunto de esa catacumba y no renuncio así como así. ¿Por qué no me pregunta sobre alguna otra cosa? Sobre algo que no resulte tan fuera de lugar. —No, no. Usted se ha negado, y no hay más que hablar—contestó Burger con la canastilla bajo el brazo—. Tiene usted mucha razón en no contestar, y yo también la tengo. Buenas noches, pues, otra vez, amigo Kennedy.
El inglés vio cómo Burger cruzaba la habitación; pero hasta que el alemán no tuvo la mano en el picaporte no le gritó, con el acento de quien se decide de pronto a sacar el mejor partido de algo que no puede evitar.
—No siga adelante, querido amigo. Creo que eso que hace es una ridiculez; pero, puesto que es usted así, veo que no tendré más remedio que pasar por su exigencia. Me repugna hablar acerca de ninguna muchacha; pero, como usted bien dice, el asunto ha corrido por toda Roma, y no creo que usted encuentre novedad alguna de cuanto yo pueda contarle. ¿Qué es lo que quería saber?
El alemán volvió a aproximarse a la estufa, y dejando en el suelo la canastilla, se arrellanó nuevamente en su sofá, diciendo:
—¿Puedo servirme otro cigarro? ¡Muchas gracias! Nunca fumo mientras me dedico al trabajo; pero saboreo mucho más una charla si saboreo al mismo tiempo un cigarro. A propósito de esa señorita con la que tuvo su pequeña aventura, ¿qué diablos ha sido de ella? —Está en Inglaterra, con su familia.
—¡Vaya! ¿De modo que en Inglaterra y con su familia?
—Sí.
—¿En qué parte de Inglaterra? En Londres, quizá.
—No, en Twickenham.
—Mi querido Kennedy, tendrá que saber disculpar mi curiosidad, y atribúyala a mi ignorancia del mundo. Desde luego que resulta asunto sencillo el convencer a una señorita joven de que se fugue con uno durante tres semanas y entregarla luego a sus familiares de.... ¿cómo dijo que se llama la población?
—Twickenham.
—Eso es; Twickenham. Pero es algo que se sale tan por completo de todo lo que yo he hecho, que no consigo imaginarme siquiera cómo se las arregló usted. Por ejemplo, si hubiese estado enamorado de esa joven, es imposible que ese amor desapareciese en tres semanas, de modo que me imagino que nunca la amó. Pero si no la amaba, ¿para qué levantó usted semejante escándalo, que ha redundado en su propio daño y que ha arruinado la vida de ella?
Kennedy contempló malhumorado el rojo de la estufa y dijo:
—Desde luego que hay lógica en esa manera de encarar el problema. La palabra amor es de mucha envergadura y corresponde a muchísimos matices distintos del sentimiento. La muchacha me gustó. Ya sabe todo lo encantadora que podía parecer, puesto que la conoció y le habló. La verdad es que, volviendo la vista hacia el pasado, estoy dispuesto a reconocer que nunca sentí por ella un verdadero amor.
—Pues entonces, mi querido Kennedy, ¿por qué lo hizo.
—Por lo mucho que la cosa tenía de aventura.
—¡Cómo! ¿Tanta afición tiene usted a las aventuras?
—¿Qué es lo que quita monotonía a la vida sino ellas? Si empecé a galantearla fue por puro afán de aventura. Hubo tiempos en que perseguí mucha caza mayor, pero le aseguro que no hay caza como la de una mujer bella. En este caso estaba también la pimienta de la dificultad, porque, como era la acompañante de lady Emily Rood, resultaba casi imposible entrevistarse con ella a solas. Y para colmo de obstáculos que daban atractivo a la empresa, ella misma me dijo a la primera de cambio que estaba comprometida.
-Mein Gott!¿Con quién?
—No dio el nombre.
—Yo no creo que nadie esté enterado de ese detalle. ¿De modo que fue eso lo que dio mayor fascinación a la aventura?
—La salpimentó, por lo menos. ¿No opina usted lo mismo?
—Le vuelvo a decir que yo estoy en ayunas en esos asuntos. —Mi querido camarada, usted puede recordar por lo menos que la manzana que hurtó del huerto de su vecino le pareció siempre más apetitosa que la del suyo propio. Y después de eso, me encontré con que ella me quiso.
—¿Así? ¿De sopetón?
—¡Oh, no! Me llevó por lo menos tres meses de labor de zapa y ataque. Pero la conquisté, por fin. La muchacha comprendió que el estado de separación judicial en que me encuentro con respecto a mi esposa, me imposibilitaba para entrar con ella por el camino legal. Pero se fugó conmigo, a pesar de todo, y mientras duró la aventura lo pasamos estupendamente. —Pero ¿y el otro?
Kennedy se encogió de hombros, y contestó:
—Yo creo que es un caso de supervivencia de los mejores. Si él hubiese sido el mejor de los dos, ella no lo habría abandonado. Pero basta ya del tema, porque ha llegado a hastiarme. —Sólo otra pregunta: ¿cómo se desembarazó de ella a las tres semanas?
—En ese tiempo, como usted comprenderá, ya había bajado un poco nuestra temperatura. Ella se negó a regresar a Roma, no queriendo reanudar el trato con quienes la conocían. Pues bien; Roma es una cosa indispensable para mí, y ya me dominaba la nostalgia de volver a mis tareas. Como verá, existía una razón potente para separamos. Aparte de eso, y cuando estábamos en Londres, su anciano padre se presentó en el hotel, y tuvimos una escena desagradable. Total, que la aventura tomó el peor cariz, y yo me alegré de darla por terminada, aunque al principio eché terriblemente de menos a la muchacha. Bien, ya está. Cuento con que usted no repetirá ni una palabra de lo que acabo de contarle.
—Ni en sueños se me ocurriría tal cosa, Kennedy. Pero todo eso me ha interesado mucho, porque me proporciona una visión de las cosas completamente distinta de la que yo acostumbro, debido a que conozco poco la vida. Y después de eso, querrá que yo le hable de mi catacumba nueva. No merece la pena de que yo trate de describírsela, porque con mis datos verbales jamás llegaría usted a encontrarla. Lo único que viene al caso es que le lleve a ella.
—Sería una cosa magnífica.
—¿Cuándo le gustaría ir?
—Cuanto antes, mejor. Me muero por visitarla.
—Pues bien; hace una noche espléndida, aunque un poquitín fría. Podemos emprender la excursión dentro de una hora. Es preciso que adoptemos toda clase de precauciones para que el descubrimiento no trascienda de nosotros dos. Si alguien nos viera salir en pareja a explorar, sospecharía que algo está en marcha.
—Desde luego—contestó Kennedy—. Toda precaución es poca. ¿Queda lejos?
— A unas millas de aquí.
—¿No será mucha distancia para hacerla a pie?
—Al contrario, podemos ir paseando sin dificultad.
—Entonces, eso es lo mejor. Si un cochero nos dejara a noche cerrada en algún sitio solitario, le entrarían recelos.
—Así es. Creo que lo mejor que podemos hacer es citarnos para las doce de la noche en la Puerta de la Vía Appia. Yo necesito regresar a mi domicilio para proveerme de cerillas, velas y todo lo demás.
—¡Magnífico, Burger! Es usted verdaderamente amable en acceder a revelarme este secreto, y le prometo no escribir nada al respecto hasta después de que haya publicado su memoria. ¡Hasta luego, pues! A las doce me encontrará en la puerta.

Cuando Burger, embozado en un capote de estilo italiano y con una linterna colgando de su mano derecha, llegó al lugar de la cita, vibraban por la fría y clara atmósfera de la noche, las notas musicales de las campanas de aquella ciudad de los mil relojes.
Kennedy salió de la oscuridad y se le acercó. El alemán le dijo riendo:
—Es usted tan apasionado para el trabajo como para el amor.
—Tiene razón, porque llevo esperándolo casi media hora.
—Espero que no habrá dejado ninguna clave que permita a otros suponer a qué lugar nos dirigimos.
—No soy tan estúpido como para eso. Además, el frío se me ha metido hasta los huesos. Vamos andando, Burger, y entremos en calor con una rápida caminata.
Las pisadas de ambos resonaban ágiles sobre el tosco pavimento de piedra de la lamentable vía, único resto que queda de la carretera más célebre del mundo. No tuvieron mayores encuentros que el de un par de campesinos que marchaban de la taberna a su casa, y algunos carros de otros que llevaban sus productos al mercado de Roma. Avanzaron, pues, con rapidez por entre las tumbas colosales que asomaban de entre la oscuridad a uno y otro lado.
Cuando llegaron a las Catacumbas de San Calixto y vieron alzarse frente a ellos, sobre el telón de fondo de la luna naciente, el gran bastión circular de Cecilia Metella, se detuvo Burger, llevándose la mano a un costado.
—Sus piernas son más largas que las mías y está más acostumbrado a caminar—dijo riéndose—. Me parece que el sitio en que tenemos que desviarnos queda por aquí. Sí, en efecto, hay que doblar la esquina de esa trattoria. El sendero que sigue es muy estrecho, de manera que quizá sea preferible que yo marche adelante.
Había encendido su linterna. Alumbrados por su luz pudieron seguir por una huella angosta y tortuosa que serpenteaba por las tierras pantanosas de la campaña. El enorme Acueducto de Roma se alargaba igual que un gusano monstruoso por el claro de luna, y su camino pasaba por debajo de uno de los descomunales arcos, dejando a un lado la circunferencia del muro de ladrillos en ruinas de un viejo anfiteatro.
Burger se detuvo, al fin, junto a un solitario establo de madera, y sacó de su bolsillo una llave. Kennedy, al verlo, exclamó:
—¡No es posible que su catacumba esté dentro de una casa!
—La entrada sí que lo está. Eso es precisamente lo que evita el peligro de que nadie la descubra.
—¿Está enterado el propietario?
—Ni mucho menos. Él fue quien hizo un par de hallazgos por los que yo deduje, casi con seguridad, que la casa estaba construida sobre la entrada de una catacumba. En vista de eso, se la alquilé y realicé yo mismo las excavaciones. Entre usted, y cierre luego la puerta.

Era una construcción larga y vacía, con los pesebres de las vacas a lo largo de una de las paredes. Burger depositó su linterna en el suelo y la tapó con su gabán, salvo en un solo sentido, diciendo:
—Podría llamar la atención, si alguien viese luz en un lugar abandonado como éste. Ayúdeme a levantar esta plataforma de tablas. Entre el suelo y las tablas había, en el ángulo, algo de holgura, y los dos sabios fueron levantándolas una a una y colocándolas de pie, apoyadas en la pared. Se veía en el fondo una abertura cuadrada y una escalera de piedra antigua, por la que se descendía a las profundidades de la caverna.
—¡Tenga cuidado! —gritó Burger, al ver que Kennedy, aguijoneado por la impaciencia, se lanzaba escaleras abajo—. Es una verdadera madriguera de conejos, y quien se extravíe en su interior, tiene cien probabilidades contra una de quedarse dentro. Espere a que yo traiga la luz.
—Si tan complicada es, ¿cómo se las arregla para orientarse?
—Pasé al principio verdaderos momentos de angustia, pero poco a poco he aprendido a ir y venir con seguridad. Las galerías están construidas con cierto sistema, pero una persona desorientada y sin luz no sabría salir. Aun ahora llevo mis prevenciones hasta el punto de que, cuando me adentro mucho, voy soltando un rollo de cable fino. Usted mismo puede ver, desde donde está, que la cosa es complicada. Pues bien, cada uno de esos pasillos se divide y subdivide en una docena más antes de las próximas cien yardas.
Habían bajado unos veinte pies desde el nivel de los establos y se encontraban dentro de una cámara cuadrada, excavada en la blanda piedra caliza. La linterna proyectaba sobre las agrietadas paredes una luz oscilante, intensa en el suelo y débil en lo alto. De este centro común irradiaban negras bocas en todas las direcciones.
Burger dijo: —Sígame de cerca, amigo mío. No se entretenga mirando nada de lo que se ofrece en nuestro camino, porque en el sitio al que lo conduzco encontrará todo lo que por aquí pueda ver y otras muchas cosas. Ahorraremos tiempo marchando hasta allí directamente.
Avanzó Burger con resolución por uno de los pasillos, y detrás de él Kennedy, pisándole los talones. De trecho en trecho, el pasillo se bifurcaba; pero era evidente que Burger seguía algún propio sistema suyo de señales secretas, porque nunca se detenía ni dudaba. Por todas partes, a lo largo de las paredes, los cristianos de la antigua Roma yacían en huecos que recordaban las literas de un buque de emigrantes. La amarilla luz se proyectaba vacilante sobre los arrugados rasgos faciales de las momias, resbalando sobre las redondeces de los cráneos y de las canillas, largas y blancas, de los brazos cruzados sobre los descarnados pechos. Kennedy miraba con ojos ansiosos, sin dejar de avanzar, las inscripciones, los vasos funerarios, las pinturas, las ropas y los utensilios que seguían en el mismo sitio en que los colocaron manos piadosas muchos siglos antes. Comprendió con toda claridad, sólo con esos ojeadas que lanzaba al pasar, que aquella catacumba era la más antigua y la mejor, y que encerraba una cantidad de restos romanos superior a todo lo que hasta entonces se había podido ofrecer en un mismo lugar a la observación en los investigadores.
—¿Que ocurriría si se apagara la luz? —preguntó, mientras avanzaba apresuradamente. —Tengo de reserva en el bolsillo una vela y una caja de cerillas. A propósito, Kennedy, ¿tiene usted cerillas?
—No, sería bueno que usted me diese algunas.
—¡Bah!, no es necesario, porque no hay ninguna posibilidad de que nos separemos el uno del otro.
—¿Vamos a penetrar muy adentro? Creo que llevamos ya avanzado por lo menos un cuarto de milla.
—Yo creo que más. La verdad es que el espacio que ocupan las tumbas no tiene límites o, por lo menos, yo no he encontrado todavía el final. Este sitio en que ahora entramos es muy complicado, de modo que voy a emplear nuestro rollo de cuerda fina.
Ató una extremidad de la soga a una piedra saliente y puso el rollo en el pecho de su chaqueta, dando cuerda a medida que avanzaban. Kennedy comprendió el requerimiento, porque los pasillos eran cada vez más complicados y tortuosos, formando una perfecta red de galerías cortadas entre sí. Desembocaron, por fin, en un amplio salón circular en el que se veía un pedestal cuadrado de toba, recubierta en la parte superior con una losa de mármol. Burger hizo balancear su linterna sobre la superficie marmórea, y Kennedy exclamó como en un éxtasis:
—¡Por Júpiter! Éste es un altar cristiano. Probablemente el más antiguo de cuantos existen. He aquí, grabada en un ángulo, la crucecita de la consagración. Este salón circular sirvió sin duda de iglesia.
—¡Exactamente! —dijo Burger—. Si yo dispusiera de más tiempo, me gustaría enseñarle todos los cuerpos enterrados en los nichos de estas paredes, porque son de los primeros papas y obispos de la iglesia, y fueron enterrados con sus mitras, báculos y todas sus insignias canónicas. Acérquese a mirar ése que hay allí.
Kennedy cruzó el salón y se quedó contemplando la fantasmal cabeza, que quedaba muy holgada dentro de la mitra hecha jirones y comida por la polilla.
—Esto es interesantísimo —exclamó, y pareció que su voz resonaba con fuerza en la concavidad de la bóveda—. En lo que a mí concierne, es algo único. Acérquese con la linterna, Burger, porque quiero examinar todos estos nichos.
Pero el alemán se había alejado hasta el lado contrario de aquel salón, y estaba de pie en el centro de un círculo de luz.
—¿Sabe usted la cantidad de vueltas y más vueltas equivocadas que hay desde aquí hasta las escaleras? —preguntó—. Son más de dos mil. Sin duda, los cristianos recurrieron a ese sistema como medio de protección. Hay dos mil probabilidades contra una de que, incluso disponiendo de una luz, consiga una persona salir de aquí; pero si tuviese que hacerlo moviéndose entre tinieblas, le resultaría muchísimo más difícil.
— Así lo creo también.
—Además, estas tinieblas son cosa de espanto. En una ocasión quise hacer un experimento para comprobarlo. Vamos a repetirlo ahora.
Burger se inclinó hacia la linterna, y un instante después Kennedy sintió como que una mano invisible le oprimía con gran fuerza los dos ojos. Hasta entonces no había sabido lo que era oscuridad. Esta de ahora parecía oprimirlo y aplastarlo. Era un obstáculo sólido, cuyo contacto evitaba el avance del cuerpo.
Kennedy alargó las manos como para empujar lejos de él las tinieblas, y dijo: —Basta ya, Burger. Encienda otra vez la luz.
Pero su compañero rompió a reír, y dentro de aquella habitación circular, la risa parecía proceder de todas partes al mismo tiempo.
El alemán dijo después: —Amigo Kennedy, parece que se siente usted inquieto.
—¡Venga ya, hombre, encienda la luz! —exclamó Kennedy con impaciencia.
—Es una cosa extraña, Kennedy, pero yo sería incapaz de decir en qué dirección se encuentra usted guiándome por la voz. ¿Podría usted decir dónde me encuentro yo?
—No, porque parece estar en todas partes.
—Si no fuese por esta cuerdecita que tengo en mi mano, yo no tendría la menor idea del camino que debo seguir.
—Lo supongo. Encienda una luz, hombre, y dejémonos ya de tonterías.
—Pues bien, Kennedy, tengo entendido que hay dos cosas a las que es usted muy aficionado. Una de ellas es la aventura, y la otra, el que tenga obstáculos que vencer. En este caso, la aventura ha de consistir en que usted se las arregle para salir de esta catacumba. El obstáculo consistirá en las tinieblas y en los dos mil ángulos equivocados que hacen difícil esa empresa. Pero no necesita darse prisa, porque dispone de tiempo en abundancia. Cuando haga un alto de cuando en cuando para descansar, me agradaría que usted se acordase precisamente de miss Mary Saunderson, y que reflexionara en si se portó usted con ella con toda decencia.
—¿A dónde va usted a parar con eso, maldito demonio?—bramó Kennedy. Había empezado a correr de un lado para otro, moviéndose en pequeños círculos y aferrándose con ambas manos a la sólida oscuridad.
—Adiós—dijo la voz burlona, ya desde alguna distancia—. Kennedy, basándome en su misma exposición del asunto, la verdad es que no creo que usted hizo lo que debía en lo relativo a esa muchacha. Sin embargo, hay un pequeño detalle que usted, por lo visto, no conoce, y que yo estoy en condiciones de proporcionárselo. Miss Saunderson estaba comprometida para casarse con un pobre diablo, con un desgarbado investigador que se llamaba Julius Burger.
Se oyó en alguna parte un rozamiento, un vago sonido de un pie que golpeaba en una piedra, y de pronto cayó el silencio sobre aquella iglesia cristiana de la antigüedad. Fue un silencio estancado, abrumador, que envolvió por todas partes a Kennedy, lo mismo que el agua envuelve a un hombre que se está ahogando.

Unos dos meses después corrió por toda la prensa europea el siguiente relato: El descubrimiento de la catacumba nueva de Roma es uno de los más interesantes entre los de los últimos años. La catacumba se encuentra situada a alguna distancia, hacia el Oriente, de las conocidas bóvedas de San Calixto. El hallazgo de este importante lugar de enterramientos, extraordinariamente rico en interesantísimos restos de los primeros tiempos del cristianismo, se debe a la energía e inteligencia del joven especialista alemán doctor Julius Burger, que se está colocando rápidamente en primer lugar como técnico en los temas de la Roma antigua. Aunque el doctor Burger haya sido el primero en llevar al público la noticia de su descubrimiento, parece que otro aventurero con menos suerte se le adelantó. Unos meses atrás desapareció repentinamente de las habitaciones que ocupaba en el Corso, el conocido investigador inglés míster Kennedy. Se hicieron conjeturas asociando esa desaparición con el escándalo social que tuvo lugar poco antes, suponiéndose que se habría visto por ello impulsado a abandonar Roma. Por lo que ahora se ve, dicho señor fue víctima del fervoroso amor a la arqueología, que lo había elevado a un plano distinguido entre los investigadores actuales. Su cadáver ha sido descubierto en el corazón de la catacumba nueva, y del estado de sus pies y de sus botas se deduce que caminó días y días por los tortuosos pasillos que hacen de estas tumbas subterráneas un lugar peligroso para los exploradores. Por lo que se ha podido comprobar, el muerto, llevado de una temeridad inexplicable, se metió en aquel laberinto sin llevar consigo velas ni cerillas, de modo que su lamentable desgracia fue un resultado lógico de su propia precipitación. Lo más doloroso del caso es que el doctor Julius Burger era íntimo amigo del difunto, por lo que su júbilo ante el extraordinario descubrimiento que ha tenido la suerte de hacer se ha visto grandemente mellado por el espantoso final de su camarada y compañero de trabajos.


El Vampiro de Sussex - A.Conan Doyle





El Vampiro de Sussex

Arthur Conan Doyle


Holmes acabó de leer cuidadosamente una nota que le había llegado en el último reparto de correo. Luego, con una risita contenida, que era en él lo más cercano a la risa, me la tendió.

-Como ejemplo de mezcla de lo moderno y lo medieval, de lo práctico y lo demencialmente fantástico, creo que éste debe ser indudablemente el límite -dijo-. ¿Qué le parece, Watson?

Leí lo que sigue:

»46 OLD JEWRY
»19 de noviembre.
»Asunto: Vampiros.

»Señor,
»Nuestro cliente, el señor Robert Ferguson, de Ferguson & Muirhead, mayorista de té, de Mincing Lane, nos ha dirigido una consulta con fecha de la presente en relación a los vampiros. Dado que nuestra firma está enteramente especializada en impuestos de maquinaria, el asunto difícilmente queda dentro de nuestra esfera de actividades, y, en consecuencia, hemos recomendado al señor Ferguson que le visite a usted y le exponga el caso. No hemos olvidado el éxito de su actuación en el caso Matilda Briggs.
»Quedamos, querido señor, sinceramente suyos.

»MORRISON, MORRISON Y DODD.
»per E.J.C.»

-Matilda Briggs no era el nombre de ninguna joven, Watson -dijo Holmes, en tono reminiscente-. Era un buque relacionado con la rata gigante de Sumatra. Es una historia que el mundo no está todavía preparado para oír. Pero, ¿qué sabemos de vampiros? ¿Entra eso en nuestra esfera de actividades? Cualquier cosa es mejor que la inactividad, pero lo cierto es que parece como si nos hubieran trasladado a un cuento fantástico de los hermanos Grimm. Extienda el brazo, Watson, y veamos qué nos cuenta la V.

Me eché hacia atrás y tomé el enorme fichero al que Holmes había aludido. Lo sostuvo sobre las rodillas, y su mirada fue pasando, lenta y amorosamente, por el registro donde los viejos casos se mezclaban con la información acumulada a lo largo de su vida.

-Viaje del Gloria Scott -leyó-. Fue un feo asunto. Me parece recordar que usted lo puso por escrito, Watson, aunque no puedo felicitarle por el resultado. Victor Lynch, el falsificador. Veneno... lagarto venenoso, o gila. Un caso notable, ése. Vittoria, la bella del circo. Vanderbilt y el ladrón ambulante. Víboras. Victor, el asombro de Hammersmith. ¡Vaya, vaya! ¡Querido viejo índice! Nada se le escapa. Escuche esto, Watson: Vampirismo en Hungría. Y también: Vampiros en Transilvania.

Recorrió impacientemente las páginas con la mirada, pero al cabo de una breve lectura ensimismada dejó a un lado el enorme registro con un gruñido de decepción.

-¡Basura, Watson! ¡Basura! ¿Qué tenemos nosotros que ver con cadáveres andarines que sólo se quedan en sus tumbas si se les clava una estaca en el corazón? Es pura chifladura.

-Pero, indudablemente -dije yo-, el vampiro no es necesariamente un muerto. Una persona viva podría tener la costumbre. He leído algo, por ejemplo, de viejos que chupaban la sangre de jóvenes para apoderarse de su juventud.

-Tiene usted razón, Watson. En una de esas referencias se menciona esta leyenda. Pero, ¿vamos a prestar seriamente atención a esta clase de cosas? Esta agencia pisa fuertemente el suelo, y así debe seguir. El mundo es suficientemente ancho para nosotros. No necesitamos fantasmas. Me temo que no podemos tomarnos al señor Robert Ferguson demasiado en serio. Quizá esta nota sea suya, y pueda arrojar alguna luz sobre lo que le preocupa.

Tomó una segunda carta que había permanecido olvidada sobre la mesa mientras había estado absorto en la primera. Empezó a leerla con una sonrisa divertida en el rostro, pero esa expresión se fue mutando en otra de intenso interés y concentración. Cuando terminó, permaneció algún rato perdido en meditaciones, jugueteando con la carta entre los dedos. Finalmente, se despertó sobresaltado de su ensueño.

-Mansión Cheeseman, Lamberley. ¿Dónde está Lamberley?

-Está en Sussex, al sur de Horsham.

-No muy lejos, ¿eh? ¿Y la mansión Cheeseman?

-Conozco esa zona, Holmes. Está llena de viejas casas que llevan los nombres de los hombres que las construyeron hace siglos. Tiene usted las mansiones Odley, y Harvey, y Carriton... A la gente se la ha olvidado, pero sus hombres viven en sus casas.

-Precisamente -dijo Holmes, fríamente. Era una de las peculiaridades de su modo de ser, orgulloso y reservado, el que, si bien almacenaba muy rápida y cuidadosamente en el cerebro toda nueva información, raras veces daba muestras de agradecimiento a aquel que se la hubiera proporcionado-. Estoy por afirmar que sabremos muchas más cosas de la mansión Cheeseman, en Lamberley, antes de haber terminado con esto. La carta es, tal como esperaba, de Robert Ferguson. A propósito, dice que le conoce a usted.

-¿Que me conoce?

-Mejor lea la carta.

Me tendió la carta. Llevaba el encabezamiento citado. Decía así:

«Estimado señor Holmes,

»Me ha sido usted recomendado por mis abogados, pero, a decir verdad, el asunto es tan extraordinariamente delicado que resulta sumamente difícil hablar de él. Concierne a un amigo mío en cuyo nombre actúo. Este caballero se casó hará como cinco años con una dama peruana, hija de un negociante peruano al que había conocido en relación con la importancia de nitratos. La dama era muy hermosa, pero su cuna extranjera y su distinta religión determinaron siempre una separación de intereses y de sentimientos entre marido y mujer, de modo que, al cabo de un tiempo, el amor de mi amigo hacia ella pudo enfriarse, y pudo considerar aquel matrimonio como un error. Sentía que había aspectos del modo de ser de su mujer que nunca podría explorar ni entender. Esto era tanto más penoso cuanto que ella era la esposa más amante que hombre pueda desear, y, según toda apariencia, absolutamente leal.

»Ahora vayamos al punto que le expondré más claramente cuando hablemos. Lo cierto es que esta nota pretende solamente darle una idea general de la situación y averiguar si está usted dispuesto a intervenir en el asunto. La dama empezó a mostrar ciertos rasgos extraños, totalmente ajenos a su carácter habitual, que es dulce y apacible. El hombre había estado ya casado, y tenía un hijo de su primera mujer. El muchacho tenía quince años, y era un chico muy simpático y afectuoso, aunque desdichadamente lisiado a consecuencia de un accidente en su infancia. En dos ocasiones se sorprendió a la mujer en el momento de atacar al pobre muchacho, sin la menor provocación por parte de éste. Una de las veces le golpeó con un bastón, causándole un gran moretón en el brazo.

»Eso no fue nada, sin embargo, si se compara con su conducta con su propio hijo, un niñito que aún no ha cumplido el año. En cierta ocasión, hace cosa de un mes, este niño había sido dejado solo por su aya durante unos pocos minutos. Un fuerte grito del niño, como de dolor, hizo volver al aya. Cuando ésta entró corriendo en la habitación, vio a su ama, la señora de la casa, inclinada sobre el niño y, aparentemente mordiéndole en el cuello. El niño tenía en el cuello una pequeña herida por la que salía un hilillo de sangre. El aya quedó tan horrorizada que quiso llamar al marido, pero la dama le imploró que no lo hiciera, e incluso le dio cinco libras como precio de su silencio. No dio ninguna explicación, y de momento, no se habló más del asunto.

»Aquello dejó, sin embargo, una impresión terrible en el aya, y, desde entonces, vigiló estrechamente a su ama, y montó una guardia más cuidadosa sobre el niño, al que quería tiernamente. Le pareció que, del mismo modo que ella vigilaba a la madre, la madre la vigilaba a ella, y que, cada vez que se veía obligada a dejar solo al niño, la madre esperaba llegar hasta él. El aya guardó al niño día y noche, y día y noche la silenciosa madre vigilante parecía estar al acecho como el lobo acecha al cordero. Esto le parecerá increíble, y, sin embargo, le ruego que se lo tome con toda seriedad, porque la vida de un niño y la cordura de un hombre puede depender de ello.

»Finalmente llegó el día tremendo en que los hechos no pudieron seguir siendo ocultados al marido. Los nervios del aya no resistieron; no podía seguir soportando la tensión, y se lo contó todo al hombre. A él le pareció aquello una historia tan descabellada como ahora puede parecérselo a usted. Sabía que la suya era una esposa amante, y, salvo por los ataques contra su hijastro, una madre amante. ¿Cómo, entonces, era posible que hubiera herido a su querido niñito? Le dijo al aya que estaba disparatando, que sus sospechas eran las de una demente, y que no podían tolerarse semejantes infundios contra la señora. Mientras hablaban, se oyó un grito de dolor. Aya y amo se abalanzaron juntos hacia el cuarto del niño. Imagínese sus sentimientos, señor Holmes, cuando vio a su mujer levantarse de la posición de arrodillada, junto a la cuna, y vio sangre en el cuello al descubierto del niño y sobre la sábana. Profiriendo un grito de horror, volvió hacia la luz el rostro de su mujer y le vio sangre alrededor de los labios. Era ella, ella, más allá de toda duda, la que había bebido sangre del pobre niño.

»Así está la cosa. La mujer está ahora confinada en su habitación. No ha habido explicaciones. El marido está medio enloquecido. El sabe, como yo, muy poco de vampirismo, aparte del nombre. Habíamos pensado que era algún cuento fantástico de tierras lejanas. Y, sin embargo, aquí, en Inglaterra, en el corazón mismo de Sussex... Bueno, todo esto podríamos discutirlo mañana por la mañana. ¿Acepta usted recibirme? ¿Querrá emplear sus notables talentos en ayudar a un hombre aturdido? Si es así, tenga la amabilidad de cablegrafiar a Ferguson, Mansión Cheeseman, Lamberley, y estaré en sus habitaciones a las diez.

»Sinceramente suyo,
»ROBERT FERGUSON.

»P.S.-Creo que su amigo Watson jugaba al rugby en el equipo de Blackheath cuando yo era tres cuartos en el de Richmond. Es la única referencia de orden personal que puedo darle.»


-Claro que lo recuerdo -dije, dejando la carta-. El grandullón Bob Ferguson, el mejor tres cuartos que nunca tuvo Richmond. Fue siempre un tipo excelente. Es muy suyo el preocuparse por el problema de un amigo.

Holmes me miró pensativamente y meneó la cabeza.

-Watson, jamás lograré alcanzar sus fronteras -dijo-. Hay en usted posibilidades inexploradas. Haga el favor de enviar un cable, como un buen chico: «Estudiaré su caso gustosamente.»

-¡Su caso!

-No debemos permitir que piense que esta agencia es un asilo de retrasados mentales. Claro que es su caso. Envíele el cable y olvídese del asunto hasta mañana.

La mañana siguiente, puntualmente a las diez, Ferguson entraba en nuestra salita. Yo le recordaba como un hombre alto y flaco, de miembros sueltos, con una veloz carrera que le había permitido burlar a muchos defensas contrarios. Creo que no hay cosa más penosa que encontrarse con los restos naufragados de un atleta que se ha conocido en su plenitud. Su fuerte estructura estaba abatida, su pelo rubio era ralo, y estaba cargado de hombros. Temí suscitar en él impresiones correlativas.

-Hola, Watson -dijo; y su voz seguía siendo grave y cordial-. No tiene usted exactamente el mismo aspecto del hombre al que yo tiré por encima de las cuerdas en Old Deer Park. Supongo que yo también debo estar un tanto cambiado. Pero han sido estos últimos uno o dos días los que me han envejecido. He visto por su telegrama, señor Holmes, que es inútil que me presente como emisario de otra persona.

-Es más fácil el trato directo

-Desde luego. Pero puede usted suponer lo difícil que resulta hablar así de la mujer que uno está obligado a proteger y ayudar. ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo voy a acudir a la policía con semejante historia? Pero hay que proteger a los niños. ¿Es que está loca, señor Holmes? ¿Llevará esto en la sangre? ¿Ha conocido usted algún caso parecido en su carrera? Por el amor de Dios, deme algún consejo, porque ya no doy más de mí.

-Es muy natural, señor Ferguson. Ahora siéntese y cálmese, y deme algunas respuestas claras. Puedo asegurarle que yo sí puedo dar muchísimo más de mí, y que confío en encontrar alguna solución. Ante todo, dígame qué pasos ha dado. ¿Sigue su mujer cerca de los niños?

-Tuvimos una escena terrible. Es una mujer amantísima, señor Holmes. Si alguna vez una mujer ha amado a su marido en cuerpo y alma, ésa es ella. Le partió el corazón el que yo hubiera descubierto ese secreto, ese horrible e increíble secreto. Ni siquiera dijo nada. No dio a mis reproches otra respuesta que una expresión como enloquecida y desesperada en sus ojos al mirarme, luego se fue corriendo a su habitación y se encerró en ella. Desde entonces se ha negado a verme. Tiene una doncella llamada Dolores que ya estaba a su servicio antes de que se casara... Es una amiga más que una criada. Le lleva la comida.

-Entonces, ¿el niño no está en peligro inmediato?

-La señora Mason, el aya, ha jurado que no le dejará ni de día ni de noche. Puedo confiar por entero en ella. Más que por él estoy inquieto por el pobrecito Jack, porque tal como le dije en mi nota, ha sido atacado por ella dos veces.

-¿Pero sin sufrir heridas?

-No. Le golpeó salvajemente. Es una cosa todavía más terrible si se tiene en cuenta que es un pobre inválido inofensivo -las duras facciones de Ferguson se dulcificaron al hablar de su chico-. Uno pensaría que la condición del muchacho ablandaría el corazón de cualquiera. Una caída en la niñez y la columna vertebral deformada, señor Holmes. Pero, por dentro, el más dulce y afectuoso de los corazones.

Holmes había tomado la carta del día anterior y la estaba releyendo.

-¿Qué otros ocupantes tiene su casa, señor Ferguson?

-Dos criados que no hace mucho que están a nuestro servicio. Un mozo de cuadras, Michael, que duerme en la casa. Mi mujer, yo mismo, mi chico Jack, el pequeño, Dolores y la señora Mason. Eso es todo.

-Conjeturo que no conocía usted bien a su esposa en la época de su matrimonio.

-Hacía sólo unas pocas semanas que la conocía.

-¿Cuánto tiempo ha estado con ella la doncella Dolores?

-Algunos años.

-Entonces, ¿Dolores debe conocer mejor que usted el carácter de su mujer?

-Sí, podría decirse que sí.

Holmes anotó algo.

-Imagino -dijo- que puedo ser más útil en Lamberley que aquí. Es eminentemente un caso de investigación personal. Si la dama permanece en su habitación, nuestra presencia no puede irritarla ni incomodarla. Naturalmente, nos alojaremos en la posada.

Ferguson tuvo un gesto de alivio.

-Esto es lo que yo esperaba, señor Holmes. Hay un tren excelente que sale a las dos de la estación Victoria, si puede venir.

-Claro que iremos. Ahora tenemos un bache de trabajo. Puedo concederle indivisamente mis energías. Naturalmente, Watson nos acompaña. Pero hay uno o dos puntos de los que quisiera estar seguro antes de partir. Esa desdichada dama, tal como lo entiendo, ha atacado, aparentemente, a ambos niños: a su propío hijo y al del primer matrimonio de usted.

-Así es.

-Pero estos ataques toman formas diferentes, ¿no es cierto? Golpeó a su hijastro.

-Una vez con un bastón, y otra muy salvajemente con las manos.

-¿No dio ninguna explicación de porqué le golpeaba?

-Ninguna, salvo que le odiaba. Una y otra vez dijo esto.

-Bueno, no se desconoce esto en las madrastras. Celos póstumos, por decirlo de algún modo. ¿Es celosa la dama por naturaleza?

-Sí, es muy celosa... Es celosa con toda la fuerza de su vehemente amor tropical.

-Pero el muchacho... Tiene quince años, creo haber entendido, y probablemente estará muy desarrollado mentalmente, puesto que su cuerpo está tan limitado en la acción. ¿No dio él ninguna explicación de esos ataques?

-No. Declaró que no había ninguna razón para ellos.

-¿Hicieron buenas migas en otro tiempos?

-No; nunca hubo amor entre ellos.

-Y, sin embargo, dice usted que es un chico muy afectuoso.

-En todo el mundo no puede haber otro hijo tan ferviente. Mi vida es su vida. Está absorto en todo lo que digo y hago.

Holmes anotó nuevamente algo. Permaneció un rato perdido en sus pensamientos.

-Sin duda, usted y su hijo eran grandes camaradas antes de este segundo matrimonio. Estaban muy cerca el uno del otro, ¿no es cierto?

-Sí, muy cierto.

-Y el chico, siendo tan afectuoso de naturaleza, estaría muy apegado, sin duda, a la memoria de su madre.

-Sí, mucho.

-Parece ser, desde luego, un interesantísimo muchacho. Otro punto acerca de esos ataques. ¿Los extraños ataques contra el niño pequeño, y las agresiones contra su hijo, se produjeron en los mismos períodos?

-En el primer caso, así fue. Fue como si se hubiera adueñado de ella una especie de frenesí, y hubiera descargado su furia contra ambos. En el segundo caso Jack fue la única víctima. La señora Mason no tenía quejas en torno al niño.

-Eso, ciertamente, complica las cosas.

-No acabo de seguirle, señor Holmes.

-Probablemente no. Uno se forma teorías provisionales, y espera a que el tiempo o nuevos conocimientos las desbaraten. Una mala costumbre, señor Ferguson, pero el hombre es débil. Me temo que su viejo amigo, aquí presente, haya dado una visión exagerada de mis métodos científicos. Sin embargo, en el punto en que estamos, me limitaré a decir que su problema no me parece insoluble, y que puede contar con que estaremos en la estación Victoria a las dos.

Era ya entrada la tarde de un triste y brumoso día de noviembre cuando, tras dejar el equipaje en la posada Chequers, de Lamberley, viajamos en coche por un largo y serpenteante camino arcilloso de Sussex, y llegamos finalmente a la vieja casa de campo aislada en que vivía Ferguson. Era un edificio grande y complicado, muy antiguo en su parte central, muy nuevo en las alas, con altas chimeneas estilo Tudor y un techo picudo de lajas de Horsham cubiertas de liquen. Los peldaños de la entrada estaban redondeados por el desgaste, y los viejos azulejos que adornaban el pórtico tenían el emblema de un queso y un hombre, en honor al constructor original (1). En el interior, los techos estaban estriados por macizas vigas de roble, y los suelos irregulares se combaban en pronunciadas curvas. Un olor a cosa vieja y enmohecida invadía todo aquel vetusto edificio.

(1) El nombre de la mansión, «Cheeseman», está formado por «cheese», queso, y «man», hombre. Literalmente: «hombre de queso».

Había una gran sala central, y a ella nos condujo Ferguson. Allí, en una gran chimenea anticuada cuyo manto de hierro llevaba inscrita la fecha 1670, brillaba y chisporroteaba un espléndido fuego de troncos.

Mirando a mi alrededor, vi que la habitación era una singularísima mezcla de fechas y sitios. Las paredes medio artesonadas podían muy bien haber pertenecido al caballero campesino del siglo diecisiete. Estaban ornamentadas, sin embargo, en la parte inferior por una línea de acuarelas modernas elegidas con gusto, mientras que en la parte superior, donde un yeso amarillento ocupaba el lugar del roble, colgaba una hermosa colección de utensilios y armas sudamericanos, que se había traído sin duda consigo la dama peruana que estaba en el piso de arriba. Holmes se puso en pie, con esa pronta curiosidad que surgía de su impaciente cerebro, y la examinó con bastante atención. Volvió con mirada pensativa.

-¡Vaya! -exclamó- ¡Vaya!

Un spaniel, que había permanecido en una cesta en un rincón, se echó a andar lentamente hacia su amo, avanzando con dificultad. Sus patas traseras se movían irregularmente, y la cola le arrastraba por el suelo. Lamió la mano de Ferguson.

-¿Qué ocurre, señor Holmes?

-El perro. ¿Qué le ocurre?

-Eso quisiera saber el veterinario. Una especie de parálisis. Meningitis espinal, pensó él. Pero se le va pasando. Pronto estará bien... ¿no es verdad, Carlo?

Un temblor de asentimiento recorrió la cola fláccida. Los ojos tristones del animal nos miraron a todos sucesivamente. Sabia que estábamos hablando de su caso.

-¿Le vino de repente?

-En una sola noche.

-¿Cuánto tiempo hace?

-Puede que cuatro meses.

-Muy notable. Muy sugerente.

-¿Qué ve usted en ello, señor Holmes?

-Una confirmación de lo que ya pensaba.

-Por el amor de Dios, ¿qué piensa usted, señor Holmes? ¡Puede que para usted sea un simple ejercicio intelectual, pero para mí es la vida o la muerte! ¡Mi mujer una asesina frustrada! ¡Mi hijo en constante peligro! No juegue conmigo, señor Holmes. Esto es terriblemente serio, demasiado serio.

El grandullón tres cuartos de rugby temblaba de pies a cabeza. Holmes le puso la mano en el hombro, tranquilizadoramente.

-Me temo que la solución, señor Ferguson, sea cual sea, le reserva un dolor -dijo-. Se lo atenuaré todo lo que pueda. Por el momento no puedo decir más, pero espero tener algo definitivo antes de salir de esta casa.

-¡Dios quiera que así sea! Si ustedes me disculpan, caballeros, subiré a la habitación de mi mujer, y veré si se ha producido algún cambio.

Estuvo ausente algunos minutos, durante los cuales Holmes reanudó su examen de los objetos curiosos de la pared. Cuando nuestro anfitrión volvió, estaba claro, por su expresión abatida, que no había hecho ningún progreso. Le acompañaba una joven, alta, esbelta, de tez morena.

-El té está listo, Dolores -dijo Ferguson-. Cuídese de que su ama tenga todo lo que desee.

-Está muy mala -exclamó la muchacha, mirando a su amo con ojos indignados-. No pide comida. Está muy mala. Necesita un médico. Me daba miedo estar sola con ella sin un médico.

Ferguson me miró con una interrogación en los ojos.

-Me encantaría ser de alguna utilidad.

-¿Recibirá su ama al doctor Watson?

-Que venga. No se lo preguntaré. Necesita un médico.

-Entonces, iré con usted de inmediato.

Seguí a la muchacha, que temblaba presa de un fuerte nerviosismo, por las escaleras y por un viejo pasillo. A su extremo había una maciza puerta lacada de hierro. Se me ocurrió, al verla, que si Ferguson trataba de llegar por la fuerza junto a su mujer la cosa no le resultaría fácil. La muchacha se sacó una llave del bolsillo, y las pesadas planchas de roble crujieron sobre sus viejos goznes. Entré, y ella me siguió rápidamente, cerrando la puerta detrás suyo.

En la cama había una mujer, evidentemente con mucha fiebre. Estaba consciente sólo a medias, pero cuando entré unos ojos asustados, pero hermosos, me miraron con miedo. Al ver a un extraño, pareció sentir alivio, y con un suspiro dejó caer nuevamente la cabeza sobre la almohada. Avancé hacia ella pronunciando algunas palabras de confortación, y permaneció quieta mientras le tomaba el pulso y la temperatura. Uno y otra estaban altos, y, sin embargo, mi impresión fue que su condición era más de excitación mental y nerviosa que no de auténtica enfermedad.

-Ha estado así un día, dos días. Temo que se muera -dijo la muchacha.

La mujer volvió hacia mí su hermoso rostro encendido.

-¿Dónde está mi marido?

-Está abajo, y le gustaría verla.

-No le veré. No le veré -y pareció entrar de nuevo en el delirio-. ¡Un diablo! ¡Un diablo! ¡Oh! ¿Qué puedo hacer con ese demonio?

-¿Puedo ayudarla en algo?

-No. Nadie puede ayudarme. Se acabó. Todo está destruido. Haga lo que haga, todo está destruido.

La mujer debía sufrir alguna extraña ilusión. Yo era incapaz de imaginarme al honrado Bob Fergusón como diablo o demonio.

-Señora -dije-, su marido la quiere a usted tiernamente. Está muy apenado por lo que ocurre.

De nuevo volvió hacia mí aquellos ojos magníficos.

-Me quiere. Sí. Pero, ¿es que yo no le quiero a él? ¿No le quiero hasta el punto de sacrificarme antes que romper su querido corazón? Así es como le quiero. Y, sin embargo, él podría pensar de mí... pudo hablarme de aquel modo...

-Está muy dolorido, pero es incapaz de entender.

-No, no puede entender. Pero debería confiar.

-¿Por qué no habla con él? -sugerí.

-No, no; no puedo olvidar aquellas palabras terribles, ni su expresión. No le veré. Ahora váyase. No puede hacer nada por mí. Dígale solamente una cosa. Quiero a mi hijo. Tengo derecho a mi hijo. Este es el único mensaje que puedo enviarle.

Se volvió de cara a la pared y no dijo más.

Volví a la sala de abajo donde Ferguson y Holmes seguían todavía sentados junto al fuego. Ferguson escuchó pensativamente mi narración de la entrevista.

-¿Cómo puedo mandarle a su hijo? -dijo-. ¿Cómo voy a saber qué extraño impulso puede entrarle? ¿Cómo podré jamás olvidar cómo se levantó del lado de la cuna con sangre en los labios? -se estremeció al recordar-. El niño está seguro con la señora Mason, y debe seguir con ella.

Una doncella de elegante uniforme, la única cosa moderna que podía verse en la casa, había traído un poco de té. Mientras lo estaba sirviendo, se abrió la puerta y un jovencito entró en la habitación. Era un muchacho que llamaba la atención: cara pálida, cabello rubio, expresivos ojos azul pálido que se encendían en súbita llama de emoción y alegría cuando su mirada se posaba en su padre. Se abalanzó hacia él y le rodeó el cuello con los brazos, con el abandono de una adolescente enamorada.

-Oh, papá -gritó-, no sabía que ya estuvieras de vueltas. Habría estado aquí esperándote. ¡Oh! ¡Qué contento estoy de verte!

Ferguson se liberó suavemente del abrazo, con ciertas muestras de turbación.

-Querido muchacho -dijo, dando unos tiernos golpecitos en la rubia cabeza-, he vuelto pronto porque he podido convencer a mis amigos, el señor Holmes y el doctor Watson, para que vinieran a pasar la velada con nosotros.

-¿Es el señor Holmes, el detective?

-Sí.

El jovencito nos miró de un modo penetrante y, según me pareció, poco amistoso.

-¿Qué me dice de su otro hijo, señor Ferguson? -preguntó Holmes- ¿Podríamos ver al bebé?

-Pídele a la señora Mason que baje al niño -dijo Ferguson. El muchacho se marchó con un andar extraño, bamboleante, que delató a mis ojos médicos que sufría de una afección espinal. Volvió al poco rato, y, detrás suyo, venía una mujer alta y delgada que llevaba en sus brazos a un hermosísimo niño, de ojos negros y pelo rubio, una maravillosa mezcla de lo sajón y lo latino. Ferguson, evidentemente estaba loco por aquel niño, ya que lo tomó en sus brazos y lo acarició tiernamente.

-Y pensar que alguien pueda tener el corazón tan duro como para hacerle daño -murmuró, bajando la mirada hacia la pequeña mancha rojo vivo del cuello del querubín.

Fue en aquel momento cuando casualmente miré a Holmes, viéndole una expresión singularísimamente concentrada. Su cara estaba inmóvil, como tallada en marfil, y sus ojos, que por un momento habían mirado a padre e hijo, estaban ahora enfocados, con vehemente curiosidad, en algo que se encontraba al otro extremo de la habitación. Siguiendo su mirada, no pude suponer otra cosa sino que a través de la ventana contemplaba el melancólico jardín mojado. Cierto que había una persiana medio cerrada por la parte de fuera, obstruyendo la visión, pero, con todo, era indudablemente la ventana lo que Holmes miraba con concentrada atención. Luego sonrió, y su mirada volvió al bebé. En su cuello regordete estaba la pequeña señal hinchada. Sin decir nada, Holmes la examinó atentamente. Finalmente, tomó y agitó levemente uno de los pequeños puños que revoloteaban ante su cara.

-Adiós, hombrecito. Has tenido un extraño comienzo en la vida. Aya, quisiera tener unas palabras con usted en privado.

Se la llevó aparte y le habló vehemente durante algunos minutos. Sólo pude oír las últimas palabras, que fueron: «Espero que su inquietud no tarde en quedar apaciguada.» La mujer, que parecía ser una criatura de la especie huraña y silenciosa, se retiró con el niño.

-¿Como es la señora Mason? -preguntó Holmes.

-No muy convincente externamente, como puede ver, pero tiene un corazón de oro, y quiere muchísimo al niño.

-¿Te gusta la señora Mason, Jack? -Holmes se volvió repentinamente hacia el muchacho, cuya expresiva cara se ensombreció. Negó con la cabeza.

-Jacky tiene agrados y desagrados muy acentuados -dijo Ferguson, rodeando con el brazo los hombros del muchacho-. Afortunadamente, yo estoy entre sus agrados.

El chico apoyó arrulladoramente la cabeza en el pecho de su padre. Ferguson lo separó suavemente.

-Vete ya, Jacky, pequeño -dijo; y contempló a su hijo con mirada amorosa hasta que hubo desaparecido-. Ahora, señor Holmes -prosiguió, cuando el chico se hubo ido-, realmente me doy cuenta de que le he metido en un problema sin solución, porque ¿qué puede hacer aparte de concederme su simpatía? Debe ser un asunto extremadamente delicado y complejo desde su punto de vista.

-Es ciertamente delicado -dijo mi amigo, con una sonrisa divertida-, pero ahora no se me representa complejo. Ha sido un caso propio para la deducción intelectual; pero cuando esta deducción intelectual original se ve confirmada punto por punto por numerosos incidentes independientes, entonces lo subjetivo se hace objetivo, y podemos decir confiadamente que hemos llegado a la meta. De hecho, ya había llegado a ella antes de salir de Baker Street; el resto ha sido meramente observación y confirmación.

Ferguson se llevó su manaza a la arrugada frente.

-Por el amor del cielo, Holmes -dijo, roncamente-, si es usted capaz de ver la verdad de este asunto, no me mantenga en la inquietud. ¿En qué posición me encuentro? ¿Qué debo hacer? No me importa cómo haya llegado usted a establecer los hechos, mientras realmente los conozca.

-Desde luego, le debo una explicación, y la tendrá. Pero, ¿me permite llevar las cosas a mi manera? ¿Puede recibirnos la dama, Watson?

-Está enferma, pero goza de toda su razón.

-Muy bien. Sólo en su presencia podremos aclararlo todo. Subamos a verla.

-No me recibirá -exclamó Ferguson.

-Oh, sí, lo hará -dijo Holmes. Garrapateó unas pocas líneas en un papel-. Usted, al menos, tiene la entrée, Watson. ¿Tendrá la bondad de entregarle esta nota a la dama?

Subí nuevamente, y entregué la nota a Dolores, que abrió la puerta cautamente. Al cabo de un minuto oí un grito en el interior, un grito en el que parecían mezclarse la alegría y la sorpresa, Dolores sacó la cabeza por la puerta.

-Les recibirá. Escuchará -dijo.

Ferguson y Holmes subieron a mi llamada. Cuando entramos en la habitación, Ferguson dio uno o dos pasos hacia su mujer, que se había incorporado en la cama; pero ella hizo con la mano ademán de detenerle. Ferguson se dejó caer en un sillón, y Holmes y yo nos sentamos a su lado, después de una inclinación de cabeza a la dama, que miró a Holmes con los ojos dilatados por el asombro.

-Creo que podríamos prescindir de Dolores -dijo Holmes-. Oh, muy bien, señora, si prefiere que se quede, no tengo nada que objetar. Mire, señor Ferguson, soy un hombre ocupado, con muchas visitas, y mis métodos tienen que ser breves y directos. La operación quirúrgica más rápida es la menos dolorosa. Permítame que antes que nada le diga algo que tranquilizará su espíritu. Su mujer es muy buena, muy amante, y ha sido tratada muy mal.

Ferguson se puso en pie con un grito de alegría.

-Demuéstreme esto, señor Holmes, y estaré en deuda con usted para siempre.

-Lo haré, pero al hacerlo le heriré profundamente en otra dirección.

-No me importa, si libera de culpa a mi mujer. Todo lo demás que hay en el mundo no es nada comparado con eso.

-Permítame contarle, entonces, el curso de los razonamientos que pasaron por mi mente en Baker Street. La idea de un vampiro me resultaba absurda. Y, sin embargo, su observación era precisa. Usted había visto a la dama levantarse de junto a la cuna del niño con sangre en los labios.

-Cierto.

-¿No se le ocurrió que puede chuparse una herida con propósitos distintos al de extraer sangre? ¿Acaso no hubo una reina en la historia de Inglaterra que chupó una herida para sacar de ella el veneno?

-¡Veneno!

-Cosa corriente en Sudamérica. Mi instinto percibió la presencia de esas armas de la pared antes de haberlas visto. Hubiera podido tratarse de otro veneno, pero eso fue lo que se me ocurrió. Cuando vi el pequeño carcaj vacío junto al pequeño arco de cazar pájaros, eso era exactamente lo que esperaba ver. Si el niño resultaba pinchado con una de esas flechas impregnadas en curare o en cualquier otro alcaloide diabólico, moriría a menos que se chupara el veneno de la herida. ¡Y el perro! Si alguien fuera a usar un veneno como ése, ¿no lo probaría primero para comprobar que no había perdido sus virtudes? No había previsto al perro, pero al menos lo entendí, y encajó en mi reconstrucción. ¿Entiende ahora? Su mujer temía un ataque de esa clase. Vio que se producía, y salvó la vida del niño; y, sin embargo, no quiso contarle a usted la verdad, porque sabía cuánto quería usted al muchacho, y temió romperle el corazón.

-¡Jacky!

-Le estuve observando hace unos momentos, cuando usted acariciaba al pequeño. Su cara se reflejaba claramente en la ventana, porque la persiana cerrada convertía al cristal en espejo. Vi en esa cara tantos celos, tanto odio cruel, como raras veces he visto en un rostro humano.

-¡Mi Jacky!

-Tiene usted que afrontarlo, señor Ferguson. Es todavía más penoso por cuanto que ha sido un amor deformado, un amor demencialmente exagerado hacia usted, y probablemente hacia su difunta madre, el que le ha inducido a actuar. Su alma entera está consumida por el odio a ese espléndido niñito, cuya salud y belleza contrastan con su propia deficiencia.

-¡Santo Dios! ¡Es increíble!

-¿He dicho la verdad, señora?

La mujer sollozaba, con la cara hundida entre las almohadas. En aquel momento se volvió hacia su marido.

-¿Cómo podía decírtelo, Bob? Sabía qué golpe sería para ti. Era mejor que esperara, y que lo supieras por otros labios que los míos. Cuando este caballero, que parece poseer poderes mágicos, me escribió que lo sabía todo, me sentí extremadamente feliz.

-Creo que mi receta para el señorito Jacky sería un año de viaje por mar -dijo Holmes, poniéndose en pie-. Sólo me queda una cosa oscura, señora. Podemos entender perfectamente sus ataques contra Jacky. La paciencia de una madre tiene un limite. Pero, ¿cómo se atrevió a dejar solo al niño estos últimos dos días?

-Se lo había contado a la señora Mason. Ella sabía.

-Exacto. Eso pensé.

Ferguson estaba junto a la cama, conteniendo los sollozos, con las manos tendidas, tembloroso.

-Creo, Watson, que es el momento de marchamos -dijo Holmes, en un susurro-. Si coge usted de un brazo a la excesivamente fiel Dolores, yo la cogeré del otro. Eso. Ahora -añadió, cerrando la puerta detrás suyo-, creo que podemos dejar que arreglen entre ellos lo que queda pendiente.

Sólo tengo una anotación más sobre este caso. Se trata de la carta que escribió Holmes como respuesta final a aquella con que empezaba este relato. Decía así:

»Baker Streeet,
»21 de noviembre.
«Asunto: Vampiros.

»Caballero,
»En respuesta a su carta del 19, me permito comunicarle que he estudiado el caso de su cliente, el señor Robert Ferguson, de Ferguson & Muirhead, mayoristas de té, de Mincing Lane, y que el asunto ha sido llevado a una satisfactoria conclusión. Agradeciéndole su recomendación,

»Queda, señor, sinceramente suyo,

»SHERLOCK HOLMES.



 
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