El sueño…
el sueño es el hermano de la muerte.
Así que túmbate bajo este esqueleto en la frialdad de la tumba.
Permite que el abrazo de sus muertos brazos
te mantenga totalmente a salvo y dormido.
Enterrado en un sueño…
silenciosamente….
Para siempre bajo tierra




La cabellera - Guy de Maupassant





La cabellera
Guy de Maupassant


La celda tenía paredes desnudas, pintadas con cal. Una ventana estrecha y con rejas, horadada muy alto para que no se pudiera alcanzar, alumbraba el cuarto, claro y siniestro; y el loco, sentado en una silla de paja, nos miraba con una mirada fija, vacía y atormentada. Era muy delgado, con mejillas huecas, y el pelo casi cano que se adivinaba había encanecido en unos meses. Su ropa parecía demasiado ancha para sus miembros enjutos, su pecho encogido, su vientre hueco. Uno sentía que este hombre estaba destrozado, carcomido por su pensamiento, un Pensamiento, al igual que una fruta por un gusano. Su Locura, su idea estaba ahí, en esa cabeza, obstinada, hostigadora, devoradora. Se comía el cuerpo poco a poco. Ella, la Invisible, la Impalpable, la Inasequible, la Inmaterial Idea consumía la carne, bebía la sangre, apagaba la vida.

¡Qué misterio representaba este hombre aniquilado por un sueño! ¡Este Poseso daba pena, miedo y lástima! ¿Qué extraño, espantoso y mortal sueño vivía detrás de esa frente, que fruncía con profundas arrugas, siempre en movimiento?

El médico me dijo: —Tiene unos terribles arrebatos de furor; es uno de los dementes más peculiares que he visto. Padece locura erótica y macabra. Es una especie de necrófilo. Además, ha escrito un diario que nos muestra de la forma más clara la enfermedad de su espíritu y en el que, por así decirlo, su locura se hace palpable. Si le interesa, puede leer ese documento.

Seguí al doctor hasta su gabinete y me entregó el diario de aquel desgraciado.

—Léalo —dijo—, y deme su opinión.

He aquí lo que contenía el cuaderno:

Hasta los treinta y dos años viví tranquilo, sin amor. La vida me parecía sencillísima, generosa y fácil. Yo era rico. Me gustaban tantas cosas que no podía sentir pasión por ninguna en concreto. ¡Es estupendo vivir! Me despertaba feliz cada día, dispuesto a hacer las cosas que me gustaban, y me acostaba satisfecho, con la apacible esperanza de un mañana y un futuro sin preocupaciones.

Había tenido algunas amantes sin haber sentido nunca mi corazón enloquecido por el deseo o mi alma herida por el amor después de la posesión. Es estupendo vivir así. Es mejor amar, pero es terrible. Los que aman como todo el mundo deben experimentar una felicidad apasionada, aunque quizás menor que la mía, porque el amor vino a mí de una manera increíble.


La Muerta - Guy De Maupassant





La Muerta
Guy De Maupassant


¡Yo la había amado locamente! ¿Por qué amamos? Es raro no ver en el mundo sino a un ser, no tener en la mente sino una idea, en el corazón sino un deseo, y en la boca más que un nombre: un nombre que sube sin cesar, que sube, como el agua de un manantial, de las honduras del alma, que sube a los labios, y que decimos, que repetimos, que murmuramos sin cesar en todas partes, al igual que una plegaria.

No contaré nuestra historia. El amor no tiene más que una, siempre la misma. La encontré y la amé. Nada más. Y viví durante un año en su ternura, en sus brazos, en su caricia, en su mirada, en sus trajes, en sus palabras, enredado, ligado, aprisionado en todo lo que venía de ella, de una forma tan completa que ya no sabía si era de día o de noche, si estaba vivo o muerto, en la vieja tierra o en otro lugar.

Y he aquí que se murió. ¿Cómo? No sé, ya no lo sé. Volvió a casa empapada, una noche de lluvia, y al día siguiente tosía. Tosió durante una semana aproximadamente y guardó cama.

¿Qué ocurrió? Ya no lo sé. Los médicos venían, escribían, se iban. Se traían remedios; una mujer se los hacía tomar. Sus manos estaban calientes, su frente ardiente y húmeda, su mirada brillante y triste. Yo le hablaba, ella me respondía.

¿Qué nos dijimos? Ya no lo sé. ¡Lo he olvidado todo, todo! Se murió, recuerdo muy bien su breve suspiro, su breve suspiro tan débil, el último. La enfermera dijo: «iAy!», ¡comprendí, comprendí! No supe nada más. Nada. Vi a un sacerdote que pronunció estas palabras: «Su querida.» Me pareció que la insultaba. Puesto que ella había muerto, nadie tenía derecho a saber eso. Lo despedí. Vino otro que fue muy bondadoso, muy dulce. Yo lloraba cuando él me habló de ella. Me consultaron mil cosas sobre el entierro. Ya no lo sé. Recuerdo muy bien, sin embargo, el ataúd, el ruido de los martillazos cuando la clavaron dentro.

¡Ay, Dios mío! iLa enterraron! iLa enterraron! iA ella! iEn aquel hoyo! Habían ido unas cuantas personas, unas amigas. Escapé. Corrí. Caminé mucho tiempo por las calles. Después volví a casa. Y al día siguiente me marché de viaje.

Ayer he regresado a París. Cuando volví a ver mi habitación, nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles, toda esta casa donde había quedado todo lo que queda de la vida de un ser después de su muerte, me asaltó un acceso de pena tan violento que a punto estuve de abrir la ventana y de tirarme a la calle. No pudiendo estar en medio de aquellas cosas, de aquellos muros que la habían encerrado, abrigado, y que debían de guardar en sus imperceptibles rendijas mil átomos de ella, de su carne y de su aliento, cogí el sombrero, con el fin de escapar. De repente, en el momento de llegar a la puerta, pasé ante el gran espejo del vestíbulo que ella había mandado instalar allí para verse, de pies a cabeza, todos los días, al salir, para ver si iba bien arreglada, si estaba correcta y bonita, de las botas al peinado. Y me detuve frente a aquel espejo que tan a menudo la había reflejado. Tan a menudo, tan a menudo, que había debido de conservar también su imagen.

Allí estaba yo de pie, tembloroso, los ojos clavados en el cristal, en el cristal liso, profundo, vacío, pero que la había contenido toda entera, la había poseído tanto como yo, tanto como mi mirada apasionada. Me pareció que amaba a aquel espejo -lo toqué- iestaba frío! iOh! iEl recuerdo, el recuerdo! Espejo doloroso, espejo ardiente, espejo vivo, espejo horrible, ique hace sufrir todas las torturas! iDichosos los hombres cuyo corazón, como un espejo por el que se deslizan y se borran los reflejos, olvida cuanto ha contenido, cuanto ha pasado ante él, cuanto se ha contemplado, reflejado, en su cariño, en su amor! iCómo sufro!

Salí, y a mi pesar, sin saber, sin quererlo, marché al cementerio. Encontré su tumba, muy sencilla, una cruz de mármol con estas pocas palabras: «Amó, fue amada, y murió.» ¡Estaba allí, allí abajo, podrida! iQué horror! Sollocé, con la frente pegada al suelo. Me quede allí mucho tiempo, mucho tiempo. Después me di cuenta de que caía la noche. Entonces un deseo curioso, loco, un deseo de amante desesperado se apoderó de mí. Quise pasar la noche cerca de ella, ultima noche, llorando sobre su tumba. Pero me verían, me echarían. ¿Qué hacer? Fui astuto. Me levanté y empecé a errar por aquella ciudad de los desaparecidos. Andaba y andaba. ¡Qué pequeña es esa ciudad al lado de la otra, donde se vive! Y sin embargo esos muertos son mucho más numerosos que los vivos. Necesitamos altas casas, calles, mucho sitio, para las cuatro generaciones que contemplan la luz al mismo tiempo, beben el agua de las fuentes, el vino de los viñedos, y comen el pan de las llanuras. Y para todas las generaciones de muertos, para toda la escala de la humanidad que desciende hasta nosotros, ¡casi nada, un campo, casi nada! La tierra los recobra, el olvido los borra. ¡Adiós!

En el extremo del cementerio habitado, percibí de repente el cementerio abandonado, ese donde los antiguos difuntos acaban de mezclarse con la tierra, donde las propias cruces se pudren, donde pondrán mañana a los recién llegados. Está lleno de rosas libres, de cipreses vigorosos y negros, un jardín triste y soberbio, alimentado con carne humana. Estaba solo, muy solo. Me agazapé bajo un verde arbusto. Me oculté en él por entero, entre aquellas ramas pobladas y sombrías. Y esperé, aferrado al tronco como un náufrago a una tabla.

Cuando la noche fue oscura, muy oscura, abandoné mi refugio y eché a andar despacito, con pasos lentos, con pasos sordos, sobre aquella tierra llena de muertos. Vagué mucho tiempo, mucho tiempo, mucho tiempo. No la encontraba. Con los brazos extendidos, los ojos abiertos, tropezando en las tumbas con manos, pies, rodillas, pechó, con mi propia cabeza, marchaba sin encontrarla. Tocaba, palpaba como un ciego que busca el camino, palpaba piedras, cruces, verjas de hierro, coronas de cristal, coronas de flores ajadas! Leía los nombres con mis dedos, paseándolos sobre las letras. iQué noche! iQué noche! ¡No la encontraba! ¡No había luna! iQué noche! Tenía miedo, un miedo espantoso por aquellas estrechos senderos, entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas, tumbas, tumbas! ¡Siempre tumbas! A la derecha, a la izquierda, ante mí, a mi alrededor, en todas partes, ¡tumbas!

Me senté en una de ellas, pues ya no podía caminar con las rodillas que se me doblaban. ¡Oí latir mi corazón! ¡Y oía también otra cosa! ¿Qué? ¡Un incomprensible rumor confuso! ¿Aquel ruido estaba en mi cabeza enloquecida, en la noche impenetrable, o bajo la tierra misteriosa, bajo la tierra sembrada de cadáveres humanos? ¡Miré a mi alrededor! ¿Cuánto tiempo me quede allí? No lo sé. Estaba paralizado de terror, estaba ebrio de espanto, a punto de gritar, a punto de morir. Y de repente me pareció que la losa de mármol en la que estaba sentado se movía. Sí, se movía, como si alguien la alzara. De un salto me lancé sobre la tumba contigua, y vi, sí, vi que la piedra que acababa de abandonar se levantaba; y apareció el muerto, un esqueleto pelado que, con su espalda encorvada, la empujaba.

Yo veía, veía muy bien, aunque la noche fuera profunda. En la cruz pude leer: «Aquí reposa Jacques Olivant, fallecido a la edad de cincuenta y un años. Amaba a los suyos, fue honrado y bondadoso, y murió en la paz del Señor.» Ahora también el muerto leía las cosas escritas sobre su tumba. Después cogió una piedra del camino, una piedrecita afilada, y empezó a rascarlas con cuidado, aquellas cosas. Las borró del todo, lentamente, mirando con sus ojos vacíos el sitio donde hacía un momento estaban grabadas; y con la punta del hueso que había sido su índice, escribió con letras luminosas, como esas líneas que se trazan en las paredes con la cabeza de una cerilla: «Aquí reposa Jacques Olivant, fallecido a la edad de cincuenta y un años. Apresuró con sus duras palabras la muerte de su padre a quien deseaba heredar, torturó a su mujer, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó cuanto pudo y murió miserablemente.»

Cuando hubo acabado de escribir, el muerto inmóvil contempló su obra. Y me di cuenta, al darme la vuelta, de que todas las tumbas estaban abiertas, todos los cadáveres habían salido de ellas, todos habían borrado las mentiras inscritas por los parientes en las lápidas funerarias, para restablecer la verdad. Y yo veía que todos habían sido verdugos de sus allegados, odiosos, deshonestos, hipócritas, mentirosos, bribones, calumniadores, envidiosos, que habían robado, engañado, realizado todos los actos vergonzosos, todos los actos abominables, aquellos buenos padres, esposas fieles, hijos abnegados, aquellas jóvenes castas, aquellos comerciantes probos, aquellos hombres y mujeres presuntamente irreprochables. Escribían todos al mismo tiempo, en el umbral de su morada eterna, la cruel, terrible y santa verdad que todo el mundo ignora o finge ignorar sobre la tierra. Pensé que ella también había debido de trazarla sobre su tumba.

Y ya sin miedo, corriendo entre los ataúdes entreabiertos, entre cadáveres, entre esqueletos, fui hacia ella, seguro de que la encontraría al punto. La reconocí desde lejos, sin ver el rostro envuelto en el sudario. Y sobre la cruz de mármol donde hacía un rato había leído: «Amó, fue amada, y murió.» Distinguí: «Habiendo salido un día para engañar a su amante, cogió frío bajo la lluvia, y murió.»

Parece que me recogieron, inanimado, al nacer el día, junto a una tumba.


Junto a un muerto - Guy de Maupassant




Junto a un muerto
Guy de Maupassant


Se moría poco a poco, como se mueren los tísicos. Todos los días lo veía sentarse a eso de las dos, bajo las ventanas del hotel, frente al mar, tranquilo, en un banco del paseo.
Permanecía algún tiempo inmóvil bajo el calor del sol, contemplando con ojos sombríos el Mediterráneo.
A veces dirigía una mirada hacia la alta montaña de cumbres brumosas que cierra el Mentón; luego, con un movimiento muy lento, cruzaba sus largas piernas, tan enflaquecidas que parecían dos huesos alrededor de los cuales flotaba el paño del pantalón, y abría un libro, siempre el mismo.
Entonces, sin variar de postura, leía, leía con los ojos y con el pensamiento: parecía que todo su pobre cuerpo desfalleciente leía, que su alma penetraba, se perdía, desaparecía en aquel libro hasta la hora en que el aire fresco lo hacía toser un poco. Entonces, levantándose, penetraba en el hotel.
Era un alemán alto, de barba rubia, que almorzaba y comía en su cuarto y no hablaba con nadie.
Una vaga curiosidad me atrajo hacia él. Un día me senté a su lado, teniendo yo también en la mano, por el bien parecer, un volumen de poesías de Musset.
Me puse a hojear Rolla.
De pronto mi compañero me preguntó en un francés muy correcto:
—¿Sabe usted alemán, caballero?
—Ni una palabra.
—Lo siento; porque, ya que la casualidad nos ha reunido, le hubiera prestado, le hubiera hecho fijarse en una cosa inestimable: este libro que aquí tengo.
—¿Qué libro es ése?
—Es un ejemplar de mi maestro Schopenhauer, anotado por él. Todas las márgenes, como puede usted ver, están cubiertas con su letra.
Cogí con respeto aquel libro y contemplé aquellos garabatos incomprensibles para mí, pero que revelaban el inmortal pensamiento del mayor destructor de sueños que ha pasado por el mundo.
Entonces los versos de Musset estallaron en mi memoria:
VOLTAIRE:
¿Duermes contento, y tu sonrisa horrible
envuelve aún tu rostro de ironía indecible?
Y comparé involuntariamente el sarcasmo infantil, el sarcasmo religioso de Voltaire con la irresistible ironía del filósofo alemán, cuya influencia es, a pesar de todo, imborrable.
Aunque muchos protesten, se enfaden, se indignen o se exalten, no hay duda de que Schopenhauer ha marcado a la humanidad con el sello de su desdén y de su desencanto.
Filósofo desengañado, ha derribado las creencias, las esperanzas, las poesías, las quimeras; ha destruido las aspiraciones, ha asolado la confianza de las almas, ha matado el amor, abatiendo el culto ideal de las mujeres, ha destrozado las ilusiones del corazón; realizó la obra más gigantesca de escepticismo que pudo intentarse. Todo lo ha aplastado con su burla. Hoy mismo, los que lo abominan llevan indudablemente, muy a pesar suyo, en sus ideas, reflejos de su pensamiento.
—¿Ha conocido usted en la intimidad a Schopenhauer —pregunté al alemán.
—Hasta su muerte, caballero —contestó sonriendo con profundo aire de tristeza.
Me habló de él, refiriéndome la impresión casi sobrenatural que causaba aquel ser extraño a cuantos a él se acercaban.
Me contó la entrevista del "viejo demoledor" con un político francés, republicano, el cual, queriendo ver a aquel hombre, le encontró en una cervecería tumultuosa, sentado entre sus discípulos, seco, arrugado, riendo con una risa inolvidable, mordiendo y desgarrando las ideas y las creencias con una sola palabra, como un perro que de un mordisco deshace los tisúes con que está jugando, y me repitió la frase de aquel francés, que al irse, enloquecido y azorado, exclamaba: "He creído pasar una hora con el diablo".
Luego, añadió:
—En efecto, tenía una espantosa sonrisa que nos inspiró miedo hasta después de su muerte. Es una anécdota casi desconocida y que puedo contarle si le interesa.
Su voz cansada era interrumpida con frecuencia por los golpes de tos, mientras me refería lo siguiente:
—Schopenhauer acababa de morir, y convinimos que le velaríamos de dos en dos hasta la mañana siguiente.
"Estaba de cuerpo presente en una habitación, muy sencilla, amplia y sombría. Dos bujías ardían sobre la mesa de noche.
"El rostro no estaba desfigurado. Sonreía. Aquella arruga que conocíamos tan bien se marcaba en el extremo de sus labios; nos parecía que iba a abrir los ojos, a moverse, a hablar.
"Su pensamiento, o mejor dicho, sus pensamientos nos envolvían; nos sentíamos más que nunca en la atmósfera de su genio, invadidos, poseídos por él. Su dominio nos parecía más soberano a la hora de su muerte. Un misterio se mezclaba con el poder incomparable de aquel espíritu.
"El cuerpo de esos hombres desaparece, pero ellos quedan; y en la noche que sigue a la paralización de su corazón, le aseguro, caballero, que se ofrecen de un modo espantoso.
"Hablábamos bajo, siempre de él, recordando frases, fórmulas, aquellas sorprendentes máximas, semejantes a fulgores que iluminasen con algunas palabras las tinieblas de la vida ignorada.
"—Me parece que va a hablar —dijo mi camarada.
"Y miramos, con una inquietud rayana en miedo, aquel rostro inmóvil que no dejaba de sonreír.
"Poco a poco sentimos cierto malestar, opresión y aun desfallecimiento.
"—No sé lo que tengo, pero te aseguro que estoy malo —balbucí.
"Y entonces notamos que el cadáver olía mal.
"Mi compañero me propuso que nos trasladáramos al cuarto inmediato, dejando la puerta abierta; y yo acepté.
"Cogí una de las bujías que ardían en la mesa de noche, dejando allí la otra, y nos fuimos a sentar al otro extremo de la habitación de manera que pudiéramos ver desde nuestro sitio la cama y el muerto en plena luz.
"Pero nos obsesionaba de continuo; se hubiera dicho que su ser, inmaterial, libre, todopoderoso y dominante, rondaba en torno nuestro; y a veces, el infame olor del cuerpo descompuesto nos alcanzaba, nos penetraba, repugnante y vago.
"De pronto nos sentimos estremecidos hasta los huesos: un ruido, un leve ruido había salido del cuarto del muerto. Nuestras miradas se dirigieron hacia él y vimos, sí, señor, vimos perfectamente uno y otro una cosa blanca deslizándose por encima de la cama para caer en el suelo, sobre la alfombra, y desaparecer debajo de una butaca.
"De pronto nos pusimos de pie, sin saber que pensar, alocados por un terror estúpido, dispuestos a huir. Luego nos miramos el uno al otro. Estábamos horriblemente pálidos.
"El corazón nos latía con tal fuerza que se notaban sus latidos sobre nuestras levitas.
"Fui el primero en hablar.
"—¿Has visto?
"—Sí; he visto.
"—¿No está muerto?
"—Se halla en estado de putrefacción.
"—¿Qué vamos a hacer?
"Mi compañero, vacilante, dijo:
"—Hay que ir a verlo.
"Cogí nuestra bujía y entré delante, registrando con la mirada la extensa habitación de rincones oscuros. Nada se movía. Me acerqué a la cama. Pero permanecí sobrecogido de estupefacción, de espanto: ¡Schopenhauer ya no sonreía! Tenía un gesto horrible: la boca apretada, las mejillas profundamente hundidas.
"—¡No está muerto! —exclamé.
"Pero el olor espantoso que me llegaba a las narices me sofocaba. No me movía, mirándolo con fijeza, tan turbado como ante una aparición.
"Entonces mi compañero, cogiendo la otra bujía, se agachó. Luego me tocó en el brazo, sin decirme una palabra. Siguiendo su mirada, descubrí en el suelo, bajo la butaca, al lado de la cama, muy blanca, sobre la oscura alfombra, abierta como para morder, la dentadura postiza de Schopenhauer.
"El trabajo de la descomposición, que afloja las mandíbulas, la había hecho salirse de la boca.
"Aquel día tuve realmente miedo, caballero."
Y como el sol se acercaba al mar resplandeciente, el alemán tísico se levantó y, después de saludarme, entró en el hotel.



El Lobo - Guy de Maupassant





El Lobo
Guy de Maupassant



Vean ahí lo que nos refirió el viejo marqués de Arville, a los postres de la comida con que inaugurábamos aquel año la época venatoria en la residencia del barón de Ravels.
Habíamos perseguido a un ciervo todo el día. El marqués era el único invitado que no tomó parte alguna en aquella batida, porque no cazaba jamás.
Durante la fastuosa comida casi no se habló más que de matanzas de animales. Hasta las señoras oían con interés las narraciones sangrientas y con frecuencia inverosímiles; los oradores acompañaban con el gesto la relación de los ataques y luchas de hombres y bestias; levantaban los brazos, ahuecaban la voz.
Agradaba oir al señor de Arville, cuya poética fraseología resultaba un poco ampulosa, pero de buen efecto. Es indudable que habría referido muchas veces, en otras ocasiones, la misma historia, porque ninguna frase lo hizo dudar, teniéndolas todas ya estudiadas, muy seguro de producir la imagen que le convenía.
—Señores: yo no he cazado nunca; mi padre, tampoco; ni mi abuelo ni mi bisabuelo. Este último era hijo de un hombre que había cazado él solo más que todos ustedes juntos. Murió en mil setecientos sesenta y cuatro, y voy a decir de qué manera.
"Se llamaba Juan, estaba casado y era padre de una criatura, que fue mi bisabuelo; habitaba con su hermano menor, Francisco de Arville, nuestro castillo de Lorena, entre bosques.
"Francisco de Arville había quedado soltero; su amor a la caza no le permitía otros amores.
"Cazaban los dos todo el año sin tregua, sin descanso y sin rendirse a las fatigas. Era su mayor goce; no sabían divertirse de otro modo; no hablaban de otro asunto: sólo vivían para cazar.
"Dominábalos aquella pasión terrible, inexorable, abrasándolos. poseyéndolos, no dejando espacio en su corazón para nada más.
"Habían prohibido que por ninguna causa les interrumpieran en sus cacerías. Mi bisabuelo nació mientras perseguía su padre a un zorro y, sin abandonar su pista, Juan de Arville murmuró:
"—¡Recristo! Bien pudo esperar ese pícaro para nacer a que yo termine.
"Su hermano Francisco se apasionaba aún más en su afición. Lo primero que hacía en cuanto se levantaba era ver a los perros y los caballos; luego, entreteníase disparando a los pájaros en torno del castillo hasta la hora de salir a caza mayor.
"En la comarca llamábanlos el señor marqués y el señor menor; entonces los aristócratas no establecían en los títulos —como ahora la nobleza improvisada quiere hacerlo— una jerarquía descendiente; porque no es conde un hijo de marqués ni barón un hijo de vizconde, como no es coronel de nacimiento el hijo de un general. Pero la vanidad mezquina de los actuales tiempos lo dispone así.
"Vuelvo a mis ascendientes.
"Parece ser que fueron agigantados, velludos, violentos y vigorosos; el joven aún más que su hermano mayor, y tenía una voz tan recia, que, segun una opínion popular que le complacía, sus gritos agitaban toda la verdura del bosque.
"Y, al salir de caza, debieron de ofrecer un espectáculo admirable aquellos dos gigantes, galopando en dos caballos de mucha talla y brío.
"El invierno de mil setecientos sesenta y cuatro fue muy crudo y los lobos rabiaron de hambre.
"Atacaban a los campesinos rezagados, rondaban de noche alrededor de las viviendas, aullaban desde la puesta de sol hasta el amanecer y asaltaban los establos.
"Circuló un rumor terrible. Hablábase de un lobo colosal, de pelo gris, casi blanco; había devorado a dos niños y el brazo de una mujer; había matado a todos los mastines de la comarca y saltando las tapias, oliscaba sin temor alguno bajo las puertas. Ningún hombre dejó de sentirle resoplar; su resoplido hacía estremecer la llama de las luces. Invadió la provincia un pánico terrible. Nadie salía de casa de noche ni al anochecer. La oscuridad parecía poblada en todas partes por la sombra de aquella bestia...
"Los hermanos de Arville, resueltos a perseguir y matar al monstruo, dispusieron grandes cacerías, invitando a los nobles de la región.
"Todo fue inútil; ni en los bosques ni entre las malezas lo hallaron jamás. Mataban muchos lobos, pero aquél no aparecía. Y cada noche, al terminar la batida, como para vengarse, la bestia feroz causaba estragos mayores, atacando a un caminante o devorando alguna res; pero siempre a distancia del sitio donde lo buscaron aquel día.
"Entró una de aquellas noches en la pocilga del castillo de Arville y devoró los dos mejores cerdos.
"Juan y Francisco reventaban de cólera, suponiendo aquel ataque una provocación del monstruo, una injuria directa, un reto. Con sus más resistentes sabuesos, acostumbrados a perseguir temibles bestias, aprestáronse a la caza, rebosando sus corazones odio y furor.
"Desde el amanecer hasta que descendía el sol arrebolado entre los troncos de los árboles desnudos, batieron inútilmente los matorrales.
"Regresaban furiosos y descorazonados, llevando al paso las cabalgaduras por un camino abierto entre maleza, sorprendiéndose de que burlase un lobo toda su precaución y poseídos ya de una especie de recelo misterioso.
"Juan decía:
"—Esa bestia no es como las demás. Parece que piensa y calcula como un hombre.
"Y contestaba Francisco:
"—Acaso conviniera que nuestro primo el obispo bendijese una bala, o que lo hiciese algún sacerdote de la región, rogándole nosotros que pronunciase las palabras oportunas.
"Callaron y, después de un silencio, advirtió Juan:
"—Mira el sol, qué rojo. La fiera no dejará de causar algún daño esta noche.
—Apenas había terminado la frase, cuando su caballo se encabritó; el de Francisco giraba. Un matorral, cubierto de hojas marchitas, crujió, abriendo paso a una bestia enorme y gris que, saliendo rápidamente de su escondrijo, internóse al punto en el bosque.
"Los dos de Arville articularon una especie de rugido que demostraba su fiera satisfacción y encogiéndose, inclinados hacia adelante, pegándose al cuello de sus briosos caballos, impulsándolos con todo su cuerpo, los lanzaron a la carrera, excitándolos, arrastrándolos, enloqueciéndolos de tal modo con las voces, con sus movimientos, con la espuela, que los hercúleos caballeros, como si un ímpetu gigantesco los condujera volando, parecían arrastrar entre las piernas a sus caballos, que iban a escape, tocando en el suelo con el vientre, haciendo crujir los matorrales y salvando las torrenteras, encaramándose por escarpadas pendientes y descendiendo por angostas gargantas. Los caballeros hacían resonar las trompas con toda la fuerza de sus pulmones, llamando a sus criados y a sus perros.
"De pronto, en aquella furiosa y precipitada persecución, tropezó mi abuelo con la cabeza en una rama que le abrió el cráneo y cayó sin sentido, mientras el caballo continuaba su carrera loca, desapareciendo en la densa oscuridad que iba envolviendo el bosque.
"Francisco de Arville paró en seco y se apeó, cogiendo en brazos a su hermano; vio que por la herida, entre la sangre, asomaba también el cerebro.
Entonces, apoyándolo sobre sus rodillas, contempló el rostro ensangrentado, las facciones rígidas, inertes, del marqués. Poco a poco un miedo lo invadió, un miedo extraño que no había sentido nunca. Temía la oscuridad, la soledad, el silencio del bosque; hasta llegó a temer que apareciera el fantástico lobo, que se vengaba de aquella persecución tenaz de los Arville haciendo morir al mayor de los hermanos.
"Espesaban las tinieblas; el frío, agudo, hacía crujir los árboles. Francisco se incorporó, tembloroso, incapaz de permanecer allí más tiempo, sintiéndose casi desfallecer. No se oía nada; ni ladridos de perros ni voces de trompa; todo estaba mudo en el invisible horizonte, y aquel silencio taciturno de una helada noche tenía bastante de horroroso y extraño.
"Alzó entre sus manos de coloso el cuerpo gigantesco de Juan, atravesándolo sobre la silla para llevarlo al castillo, montó y se puso en marcha, despacio, sintiendo una turbación semejante a la embriaguez, perseguido por espectros indefinibles y espantosos.
"De pronto, una forma vaga cruzó el sendero que la nocturna oscuridad invadía. Era la bestia. Una sacudida brusca, un verdadero espanto agitó al cazador; algo frío, como una gota de agua, se deslizó sobre sus riñones; y, como un ermitaño que ahuyenta a los demonios, el caballero hizo la señal de la cruz, desconcertado ante aquella temible aparición del espantoso vagabundo. Pero sus ojos refrescaron su memoria, presentándole a su hermano muerto; y, de pronto, pasando en un instante del miedo al odio, rugió furiosamente y espoleando al caballo lanzóse tras el lobo. "
"Lo siguió entre los matorrales, por las torrenteras y a través de bosques desconocidos. Galopaba con la vista penetrante, clavada en la sombra que huía; tropezaban en los troncos y en las rocas la cabeza y los pies del muerto atravesado en la silla. Le arrancaban el cabello las zarzas y salpicaba con sangre los árboles, golpeándolos con la frente; las espuelas rechinaban y hacían saltar chispas de los pedruscos.
"De pronto, la bestia y su perseguidor salieron del bosque y se lanzaron a un valle cuando aparecía la luna en lo alto del monte; un valle pedregoso, cerrado por enormes rocas. No hallando fácil salida por aquella parte, la bestia retrocedió.
"Francisco no pudo contener un alarido estruendoso de alegría, que los ecos repitieron como repiten el rodar de un trueno, y saltó a tierra empuñando el cuchillo de monte.
"La bestia, con los pelos erizados y arqueado el cuerpo, lo aguardaba. Pero antes de comenzar el combate, cogiendo el cazador el cuerpo de su hermano lo apoyó entre unas rocas, y sosteniéndole con piedras la cabeza, que parecía una masa de sangre cuajada, le dijo a voces, como si hablara con un sordo:
"—¡Mira, Juan! ¡Mira eso!
"Y se arrojó sobre la bestia. Sentíase bastante poderoso para levantar en vilo una montaña, para triturar pedernales entre sus dedos. La bestia quiso hacer presa en él, procurando arrimar su hocico al vientre del cazador; pero éste la tenía sujeta por el cuello y la estrangulaba tranquilamente con la mano, sin acordarse del cuchillo, gozándose al sentir los ahogos de su garganta y las palpitaciones de su corazón. Reía, reía más, cuanto más apretaba; reía gritando: '¡Mira, Juan! ¡Mira eso!' Ya no hallaba resistencia: el cuerpo del monstruo cedía con blandura. Estaba muerto.
"Entonces Francisco lo alzó, y acercándose a su hermano con aquella carga inerte dejó caer un cadáver a los pies de otro cadáver, diciendo, conmovido y cariñoso:
"—Toma, Juan; tómalo; ahí lo tienes.
"Después colocó en la silla los dos cuerpos y se puso en marcha.
"Entró en el castillo riendo y llorando, como Gargantúa cuando el nacimiento de Pantagruel. Pregonaba la muerte de la bestia con exclamaciones de triunfador y gritos de gozo; refería la muerte de su hermano, gimiendo y arrancándose las barbas.
"Y, pasado el tiempo, cuando hablaba de aquella noche fatal, decía con lágrimas en los ojos:
"—¡Si al menos hubiese podido ver el pobre Juan cómo estrangulé al otro, es posible que muriera satisfecho! ¡Estoy seguro!
"La viuda educó a su hijo haciéndolo odiar la caza y ese odio se ha transmitido hasta mí de generación en generación."
El marqués de Arville había terminado. Alguien preguntó:
—Esa historia es una leyenda, ¿verdad?
Y el marqués respondió:
—Aseguro que todo es cierto, que todo ha ocurrido.
Y una señora dijo con dulzura:
—De cualquier modo, agrada oír contar que alguien se apasiona fieramente.


La Mano Disecada - Guy de Maupassant





La Mano Disecada
Guy de Maupassant



Un amigo mío, Luis R., tenía reunidos en su casa una noche, hará cosa de ocho meses, a varios camaradas de colegio. Bebíamos ponche y fumábamos, hablando de literatura y pintura y contando de cuando en cuando anécdotas jocosas, como es habitual en reuniones de gente joven. Se abre súbitamente la puerta y entra como un vendaval uno de mis buenos amigos de la infancia:
—¿A que no adivinan de dónde vengo? —exclamó en seguida.
—Apuesto a que vienes de Mabille —contesta uno.
—¡Caray! Vienes demasiado alegre; acabas de conseguir dinero prestado, has enterrado a un tío tuyo o has empeñado el reloj —dice otro.
—Estabas ya borracho, y como te ha dado en la nariz el ponche de Luis, has subido a su casa para emborracharte de nuevo —contesta un tercero.
—No dan en el clavo; vengo de P., en Normandía, donde he pasado ocho días, y traigo de allí a un gran criminal, amigo mío, que les voy a presentar, con su permiso.
Y diciendo y haciendo, sacó del bolsillo una mano disecada. Era una mano horrible, negra, seca, muy larga y como si estuviese crispada; los músculos, extraordinariamente poderosos, estaban sujetos, interior y exteriormente, por una tira de piel apergaminada; las uñas amarillas, estrechas, cubrían aún las extremidades de los dedos; todo aquello olía a criminal desde una legua de distancia.
—Verán—dijo mi amigo—. Vendían hace unos días los cachivaches de un viejo brujo, muy conocido en la comarca; todos los sábados iba a su aquelarre montado en su palo de escoba, practicaba la magia blanca y la magia negra, hacía que las vacas diesen leche azul y las obligaba a llevar la cola igual que el compañero de San Antonio. Lo cierto es que aquel tunante sentía gran apego hacia esta mano; aseguraba que había pertenecido a un célebre criminal que fue ajusticiado el año mil setecientos treinta y seis, por haber tirado de cabeza a un pozo a su mujer legítima, en lo cual no creo que anduviese descaminado; después ahorcó del campanario de la iglesia al cura que los casó. Realizada esta doble hazaña, se lanzó a correr mundo, y durante su carrera, corta pero bien aprovechada, desvalijó a doce viajeros; asfixió, ahumándolos, a una veintena de frailes, y convirtió en serrallo un monasterio de religiosas.
—Y ¿qué vas a hacer con esa monstruosidad? —gritamos todos a una.
—¿Qué? Verán. Voy a ponerla de tirador de la campanilla de la puerta, para asustar a mis acreedores.
—Amigo mío —dijo Henry Smith, un inglés grandulón y flemático—, en mi opinión, esa mano es carne de indio, conservada por un procedimiento nuevo; te aconsejo que la hiervas para hacer caldo.
—Basta de burlas, caballeros —dijo con la mayor seriedad un estudiante de medicina que estaba a dos dedos de la borrachera—; y tú, Pedro, el mejor consejo que puedo darte es que hagas dar tierra cristianamente a ese despojo humano, no vaya a ser que su propietario venga a reclamártelo, sin contar con que quizá esa mano haya adquirido malos hábitos. Ya conoces el refrán: "El que ha matado, matará".
—Y el que ha bebido, beberá —intervino el anfitrión, y acto seguido escanció al estudiante un vaso grande de ponche, que éste se echó al cuerpo de un trago, rodando luego, borracho perdido, debajo de la mesa.
Risas formidables acogieron aquella salida, y Pedro alzó su vaso saludando a la mano:
—Brindo —dijo— por la próxima visita de tu dueño. Se cambió de conversación, y cada cual se retiró a su casa.
Al día siguiente tuve que pasar por su puerta y entré a visitarlo; eran cerca de las dos, y me lo encontré leyendo y fumando.
—¿Cómo sigues? —le pregunté.
—Muy bien —me contestó.
— ¿Y tu mano?
—Has tenido que verla al tirar de la campanilla, porque la puse anoche allí, cuando llegué a casa. A propósito: se conoce que algún imbécil quiso jugarme una chuscada, porque a eso de la medianoche empezaron a alborotar a mi puerta; pregunté quién era, pero como nadie me contestó, volví a acostarme y me dormí.
En aquel mismo instante tocaron la campanilla; quien llamaba era el propietario de la casa, individuo grosero y muy impertinente. Entró sin saludar.
—Caballero le dijo a mi amigo—, hágame el favor de quitar en el acto esa carroña que ha colgado usted del cordón de la campanilla, porque de lo contrario me veré obligado a despedirlo.
—Caballero —le contestó Pedro, con gran solemnidad—, ha insultado usted a una mano que no merece ser tratada así, porque perteneció a un hombre muy bien educado.
El propietario dio media vuelta y se marchó como había entrado. Pedro fue tras él, descolgó la mano y luego la ató a la cuerda de la campanilla que tenía en la alcoba.
—Así está mejor —dijo—. Esta mano, lo mismo que el morir habemos de los trapenses, me hará pensar en cosas serias cuando me vaya a dormir.
Permanecí una hora con mi amigo, me despedí de él y regresé a mi casa.
Aquella noche dormí mal, estaba agitado, nervioso; varias veces me desperté sobresaltado y hasta llegué a imaginarme que había entrado en mi habitación un hombre; me levanté a mirar dentro de los armarios y debajo de la cama; finalmente, cuando empezaba a quedarme transpuesto, a eso de las seis de la mañana, salté de la cama al sentir que llamaban violentamente a mi puerta. Era el criado de mi amigo; venía a medio vestir, pálido y tembloroso.
—¡Ay, señor! —exclamó sollozando—. ¡Han asesinado a mi pobre amo!
Me vestí a toda prisa y corrí a casa de Pedro. La encontré llena de gente que discutía muy agitada; estaban como en ebullición, todos peroraban, relatando el suceso y comentándolo cada cual a su manera. Llegué con grandes dificultades hasta el dormitorio de mi amigo, di mi nombre y me permitieron la entrada. Cuatro agentes de policía estaban de pie en el centro de la habitación, con el carnet en la mano; examinaban todo, cuchicheaban entre sí de cuando en cuando y escribían; dos médicos conversaban cerca de la cama en que Pedro yacía sin conocimiento. No estaba muerto, pero su aspecto era horrible. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos; sus pupilas dilatadas parecían mirar fijamente y con espanto indecible una cosa pavorosa y desconocida; sus dedos estaban crispados y tenía el cuerpo tapado con una sábana que le llegaba hasta la barbilla. Levanté la sábana; se veían en su cuello las marcas de cinco dedos que se habían hundido profundamente en su carne; algunas gotas de sangre manchaban la camisa. Algo me llamó de pronto la atención; miré por casualidad a la campanilla de la alcoba: la mano disecada no estaba allí. Sin duda que los médicos la habrían quitado para que no se impresionasen las personas que tenían que entrar en la habitación, porque era una mano verdaderamente horrible. No pregunté qué había sido de ella.
Doy a continuación, recortado de un periódico del día siguiente, el relato del crimen, con todos los detalles que recogió la Policía:
"Ayer ha sido víctima de un atentado horrible el joven Pedro B., estudiante de derecho, que pertenece a una de las mejores familias de Normandía. Este joven se retiró a casa a las diez de la noche, y despidió a su criado, el señor Bonvin, diciéndole que estaba cansado y que iba a acostarse en seguida. A eso de la medianoche; el criado se despertó de pronto oyendo que tiraban violentamente de la campanilla que tiene su amo para llamar. Tuvo miedo, encendió una vela y esperó; la campanilla dejó de oírse por espacio de un minuto, pero luego volvió a sonar con tal violencia que el criado, fuera de sí de espanto, salió corriendo de su habitación y fue a llamar al portero; éste corrió a dar parte a la policía, y los individuos de ésta abrieron a viva fuerza la puerta; había transcurrido un cuarto de hora. Un horrible espectáculo se presentó a sus ojos: los muebles habían sido derribados y todo indicaba que entre la víctima y el malhechor había tenido lugar una lucha terrible. El joven Pedro B. yacía, inmóvil, en medio de la habitación, caído de espaldas, con los miembros rígidos, el rostro lívido y los ojos dilatados de terror; tenía en el cuello las marcas profundas de cinco dedos. El informe del doctor Bordeau, que fue llamado inmediatamente, dice que el agresor debía estar dotado de una fuerza prodigiosa y que su mano era extraordinariamente enjuta y nerviosa, porque los dedos se habían juntado casi al través de las carnes, dejando cinco agujeros como otros tantos balazos. No existe dato alguno que permita sospechar el móvil del crimen, ni quién pueda ser el autor."
Leíase al siguiente día en el mismo periódico:
"Al cabo de dos horas de cuidados asiduos del doctor Bordeau, el joven Pedro B., víctima del horrible atentado que relatábamos ayer, recobró el conocimiento. Su vida está ya fuera de peligro, pero se abrigan temores por su razón. No existe pista alguna del criminal."
En efecto, mi pobre amigo se había vuelto loco; lo visité todos los días en el hospital durante siete meses; pero ya no recobró la luz de la razón. Durante sus delirios pronunciaba frases extrañas y, como todos los locos, tenía una idea fija, creyéndose perseguido constantemente por un espectro. Un día vinieron a buscarme con urgencia, diciéndome que estaba mucho peor. Lo encontré agonizando. Permaneció durante dos horas muy tranquilo; de pronto, saltó de la cama, a pesar de todos nuestros esfuerzos, y gritó, agitando los brazos, presa de un terror espantoso: "¡Agárrala! ¡Agárrala! ¡Socorro, socorro, que me estrangula!" Dio dos vueltas a la habitación vociferando y cayó muerto, de cara al suelo.
Como era huérfano, tuve que encargarme de trasladar sus restos al pueblecito de P., en cuyo cementerio estaban enterrados sus padres. De ese pueblo regresaba precisamente la noche en que nos encontró bebiendo ponche en casa de Luis, y en que nos enseñó la mano disecada. Se encerró el cadáver en un féretro de plomo; cuatro días más tarde me paseaba yo tristemente en el cementerio donde se le iba a dar sepultura; me acompañaba el anciano sacerdote que le había dado las primeras lecciones.
Hacía un tiempo magnífico; el cielo azul resplandecía de luz; los pájaros cantaban en las zarzas del talud donde él y yo habíamos comido moras muchas veces cuando éramos niños. Creía estar viéndolo aún deslizarse a lo largo del seto vivo y meterse por un pequeño hueco que yo conocía muy bien, allá, al final del terreno de enterramiento de pobres; luego regresábamos a casa con las mejillas y los labios embadurnados del jugo de la fruta que habíamos comido; yo no quitaba mi vista de las zarzas, que ahora estaban llenas de moras; alargué instintivamente la mano, arranqué una y me la llevé a la boca; el cura había abierto su breviario y farfullaba en voz baja sus oremus, y hasta mis oídos llegaba desde el extremo de la avenida el ruido de los azadones de los enterradores, que cavaban la fosa. De pronto, éstos se pusieron a llamarnos; el cura cerró su breviario y fuimos a ver qué querían. Habían tropezado con un féretro.
Hicieron saltar la tapa de un golpe de pico, y nos encontramos ante un esqueleto de estatura desmesurada, que yacía de espaldas y parecía estarnos mirando con las cuencas de sus ojos vacías, como desafiándonos. Sin saber por qué, experimenté yo cierto malestar, casi, casi miedo.
—¡Fíjense! —exclamó uno de los enterradores—. A este tunante le dieron un hachazo en la muñeca, y aquí está la mano cortada.
Y recogió junto al cuerpo una mano grande, seca, que nos enseñó. Su compañero dijo, riéndose:
—¡Cuidado! Parece como si estuviera mirando, dispuesto a tirársete al cuello para que le devuelvas la mano.
—Amigos míos —dijo el sacerdote—, dejen a los muertos en paz y vuelvan a tapar ese féretro. Cavaremos en otro lugar la fosa del señor Pedro.
Como ya nada tenía que hacer allí, tomé al día siguiente el camino de regreso a París, no sin antes haber dejado cincuenta francos al anciano sacerdote para que celebrase misas en sufragio del alma de aquel muerto cuya sepultura habíamos turbado.


El Loco - Guy De Maupassant





El Loco
Guy De Maupassant

Cuando murió presidía uno de los más altos tribunales de Justicia de Francia y era conocido en el resto por su trayectoria ejemplar. Se había ganado el profundo respeto de abogados, fiscales y jueces, que se inclinaban ante su elevada figura de rostro grave, pálido y enjuto y mirada penetrante.

Su única preocupación había consistido en perseguir a los criminales y defender a los más débiles. Los asesinos y los estafadores le tenían por su peor enemigo, ya que parecía ser capaz de leer sus pensamientos y adivinar las intenciones que ocultaban en los rincones más oscuros de sus almas.



Su muerte, a la edad de 82 años, había provocado una sucesión de homenajes y el pesar de todo un pueblo. Había sido escoltado hasta su tumba por soldados vestidos con pantalones rojos, e ilustres magistrados habían derramado sobre su ataúd lágrimas que parecían sinceras.

Sin embargo, poco después de su entierro, el notario descubrió un estremecedor documento en el escritorio donde solía guardar los sumarios de sus grandes casos. Su primera hoja estaba encabezada por el título: «¿POR QUÉ?».

* * *

20 de junio de 1851. Acabo de dictar sentencia. ¡He condenado a muerte a Blondel! Me pregunto por qué mató este hombre a sus cinco hijos. ¿Por qué? Uno se encuentra a menudo con personas para quienes el hecho de quitar la vida a otra parece suponer un placer. Sí, debe de ser un placer, quizá el mayor de todos. ¿Acaso matar no es lo que más se asemeja a crear? ¡Hacer y destruir! La historia del mundo, la historia del universo, todo lo que existe... absolutamente todo se resume en estas dos palabras. ¿Por qué es tan embriagador matar?

25 de junio. Un ser vive, anda, corre... ¿Un ser? ¿Qué es un ser? Es una cosa animada que contiene el principio del movimiento y una voluntad que dirige este principio. Pero esa cosa acaba convirtiéndose en nada. Sus pies carecen de raíces que los sujeten al suelo.
Constituye un grano de vida que se mueve separado de la tierra; un grano de vida, procedente de un lugar que desconozco, que puede ser destruido por deseo de cualquiera. Entonces ya no es nada. Nada. Desaparece; se acaba.

26 de junio. ¿Por qué es un crimen matar? ¿Por qué, si es la ley suprema de la Naturaleza? Todos los seres tienen esta misión: matar para vivir y vivir para matar. Nuestra propia condición está sujeta a este hecho. Las bestias matan continuamente, durante todos los instantes de cada uno de los días de su vida. El hombre mata para alimentarse; pero, como también necesita matar por puro placer, ha inventado la caza. El niño mata a los insectos, a los pajaritos... a todos los animalillos que caen en sus manos. Todo ello no basta para calmar la irresistible necesidad que todos sentimos. Matar animales no es suficiente para nosotros; necesitamos también matar personas. Las civilizaciones antiguas satisfacían su ansia con sacrificios humanos. Hoy, vivir en sociedad nos ha obligado a convertir el asesinato en un grave delito y, como no podemos entregarnos libremente a este instinto natural, cada cierto tiempo desencadenamos una guerra para calmarlo. Así, todo un pueblo se dedica a aplastar a otro en un derroche de sangre que hace perder la cabeza a los ejércitos y que embriaga también a la población civil: mujeres y niños, que a la luz de las velas, leen por la noche el exaltado relato de las matanzas.

Sería lógico suponer que se desprecia a los que elegimos para llevar a cabo estas carnicerías. Pues bien, por el contrario, les tributamos homenaje y les cubrimos de honores. Se les engalana con resplandecientes vestiduras de oro y se atavían con sombreros de plumas. Les otorgamos títulos, cruces, recompensas de todo tipo. Son admirados por las mujeres y respetados y aplaudidos por las multitudes... ¡sólo porque su misión consiste en derramar sangre humana! Desfilan por las calles con sus herramientas de muerte mientras el ciudadano común, vestido de oscuro, los contempla con envidia.
Matar es la ley suprema que la Naturaleza ha impreso en el corazón de cada ser. ¡No hay nada tan bello y honorable como matar!

30 de junio. Matar es la gran ley. La Naturaleza ama la juventud eterna y nos empuja a acabar con la vida sin que apenas nos demos cuenta. En cada una de sus manifestaciones parece apremiarnos gritando: «¡Rápido! ¡Rápido!». A medida que destruye se va renovando.

2 de julio. ¿Qué es el ser? Todo y nada. A través del pensamiento es el reflejo de todo. A través de la memoria y de la ciencia es un resumen del mundo, porque guarda en sí la historia de éste. Como espejo de las cosas y reflejo de los hechos, cada ser humano se convierte en un universo dentro del Universo. Pero al viajar y contemplar la diversidad de las etnias el hombre se convierte en nada. ¡Ya no es nada! Desde la cumbre de una montaña no es posible distinguirlo. Cuando el barco se aleja de la orilla, plagada por la muchedumbre, sólo se divisa la costa. El ser es tan pequeño, tan insignificante, que desaparece. Crucen Europa en un tren rápido. Al mirar por la ventanilla verán hombres, hombres, siempre hombres; hombres innumerables y desconocidos que hormiguean por las calles, que hormiguean por los campos, mujeres despreciables cuyo único cometido se limita a parir y dar la comida al macho y estúpidos campesinos que sólo saben destripar terrones.

Viajad a China o a la India. Allí también verán agitarse a miles de millones de seres, que nacen, viven y mueren sin dejar otra huella que la de un insecto aplastado sobre el polvo de un camino. Vayan a las tierras de los negros, alojados en cabañas de barro, y a las de los árabes, cobijados bajo una lona parda que ondea al viento. Comprenderán que el ser aislado, el individuo, no es nada. Nada. A estos pueblos, que son sabios, no les inquieta la muerte. Para ellos el hombre no significa nada. Matan a sus enemigos sin piedad; es la guerra. Hace tiempo nosotros hacíamos lo mismo de provincia en provincia, de mansión en mansión.

Atraviesen el mundo y comprueben cómo hormiguean los humanos, innumerables y desconocidos. ¿Desconocidos? ¡Esta es la clave del problema! Matar constituye un crimen porque los seres están numerados. Cuando nacen se les da un nombre, se les registra, se les bautiza. ¡De eso se trata! La Ley los posee. El ser que no está inscrito no cuenta. Mátenlo en el desierto o en el páramo; mátenlo en la montaña o en la llanura. ¿Qué importa? La Naturaleza ama la muerte. ¡Ella no castiga!

Lo que, sin duda, es sagrado, es el Registro Civil. Él es quien defiende al individuo. El ser se convierte en sagrado cuando es inscrito en el Registro. Respeten al Dios legal. ¡Pónganse de rodillas ante el Registro Civil!

Al Estado le está permitido matar porque tiene derecho a modificar el Registro Civil. Cuando sacrifica a doscientos mil hombres en una guerra, los borra del Registro; sus escribanos, sencillamente, los suprimen. Acaban con ellos. Pero nosotros debemos respetar la vida; no podemos cambiar los libros de los ayuntamientos. ¡Yo te saludo, Registro Civil, divinidad gloriosa que reinas en los templos de los municipios! Eres más poderoso que la Naturaleza. ¡Ja, ja, ja!

3 de julio. Matar debe ser un extraño y maravilloso placer: tener delante de uno a un ser vivo capaz de pensar; hacerle un agujerito, sólo uno; ver como mana por él la sangre roja, que transporta la vida, y ya no tener delante más que un montón de carne inerte y fría, vacía de pensamientos.

5 de agosto. Me he pasado la vida juzgando y condenando, matando con mis palabras y con la guillotina a quienes habían asesinado con un cuchillo. ¡Yo! Si yo hiciera lo mismo que todos los hombres a quienes he castigado, ¿quién lo descubriría?

10 de agosto. Nadie lo sabría jamás. ¿Acaso sospecharían de mí, de mí, si elijo a un ser al que no tengo el menor interés en hacer desaparecer?

15 de agosto. La tentación ha penetrado en mí reptando como un gusano y se pasea por todo mi cuerpo. Se pasea por mi cabeza, que no piensa más que en matar; se pasea por mis ojos, que necesitan contemplar la sangre y ver morir; se pasea por mis oídos, que no dejan de escuchar algo terrible y desgarrador: el último grito de un ser; se pasea por mis piernas, que anhelan dirigirse al lugar donde ocurrirá; se pasea por mis manos, que tiemblan por la necesidad de matar.

¡Cuán extraordinario tiene que ser, tan propio de un hombre libre, dueño de su corazón, que está por encima de los demás y busca sensaciones refinadas!

22 de agosto. Ya no podía esperar más. He matado un animalito para ensayar, sólo para empezar.

Jean, mi criado, tenía un jilguero encerrado en una jaula que estaba colgada en la ventana de la cocina. Lo he mandado a hacer un recado y he aprovechado su ausencia para coger al pájaro. Lo he aprisionado con mi mano; sentía latir su corazón. Estaba caliente. Después he subido a mi cuarto. De vez en cuando apretaba con más fuerza al pajarito; su corazón latía más deprisa. Era tan atroz como delicioso. He estado a punto de ahogarlo, pero no habría visto su sangre.

He cogido unas tijeritas de uñas y, con suavidad, le he cortado el cuello de tres tijeretazos. Abría el pico desesperadamente, tratando de respirar. Intentaba escapar, pero yo lo sujetaba con fuerza. ¡Vaya si lo sujetaba! ¡Habría sido capaz de sujetar a un dogo furioso! Por fin he visto correr la sangre. ¡Qué hermosa es la sangre roja, brillante, viva! La hubiera bebido con gusto. He mojado en ella la punta de mi lengua. Tiene un sabor agradable. ¡Pero el pobre jilguero tenía tan poca! No he tenido tiempo de disfrutar del espectáculo tanto como me hubiera gustado. Tiene que ser soberbio ver desangrarse a un toro.

Para terminar, he hecho lo mismo que los asesinos de verdad: he lavado las tijeras, me he enjuagado las manos y he tirado toda el agua. Después he llevado el cadáver al jardín para ocultarlo. Lo he enterrado debajo de una mata de fresas. Nunca lo encontrarán. Todos los días comeré un fruto de esa planta. ¡Uno puede disfrutar realmente de la vida si sabe cómo hacerlo!

Mi criado ha lamentado la pérdida del pajarito. Cree que se ha escapado. ¿Cómo va a sospechar de mí? ¡Ja, ja, ja!

25 de agosto. ¡Necesito matar a una persona! ¡Tengo que hacerlo!

30 de agosto. Ya lo he hecho. ¡Qué poca cosa!

Había ido a pasear por el bosque de Vernes. Caminaba sin pensar en nada cuando, de repente, ha aparecido en el camino un chiquillo que iba comiéndose una tostada con mantequilla.

Se ha detenido para verme pasar y me ha saludado: «¡Hola, señor Presidente!».

En mi cabeza ha aparecido una idea muy clara: «¿Y si lo mato?».

Le he preguntado:

—¿Estás solo, muchacho?

—Sí, señor.

—¿Completamente solo en el bosque?

—Sí, señor.

Los deseos de matarlo me han embriagado como el vino. Me he acercado a él con sigilo, pensando que iba a tratar de huir. Lo he agarrado por la garganta y he apretado, he apretado con todas mis fuerzas. Me ha mirado aterrorizado con unos ojos espantosos. ¡Qué ojos! Eran muy redondos, profundos... ¡terribles! Jamás había experimentado una sensación tan brutal... pero tan breve. Sus manecitas se aferraban a mis puños mientras su
cuerpo se retorcía. He seguido apretando hasta que ha quedado inmóvil.

Mi corazón latía con tanta fuerza como el del pájaro. He arrojado su cuerpo a la cuneta y lo he cubierto con hierbas.

Al volver a casa he cenado bien. ¡Qué poca cosa! Me sentía alegre, ligero, rejuvenecido. Después he pasado la velada en casa del prefecto. Todos los que allí se encontraban han juzgado mi conversación muy ingeniosa.

¡Pero no he visto la sangre! Aún no estoy tranquilo.

30 de agosto. Han descubierto el cadáver y buscan al asesino. ¡Ja, ja, ja!

1 de septiembre. Han detenido a dos vagabundos; pero no tienen pruebas.

2 de septiembre. Han venido a verme los padres llorando. ¡Ja,ja,ja!

6 de octubre. No se ha descubierto nada. Suponen que algún merodeador habrá cometido el crimen. ¡Ja, ja, ja! Estoy seguro de que estaría más tranquilo si hubiera visto correr la sangre.

18 de octubre. El ansia de matar sigue envenenándome. Es comparable con los delirios de amor que nos torturan a los 20 años.

20 de octubre. Otro más. Caminaba por la orilla del río después de almorzar. Era mediodía. Bajo un sauce dormía un pescador. En un campo cercano, sembrado de patatas, había una azada. Parecía que alguien la había dejado allí expresamente para mí.

La he cogido, me he acercado, la he levantado como si se tratase de una maza y con el filo, de un solo golpe, le he partido la cabeza al pescador. ¡Oh! ¡Este sí que sangraba! Era una sangre muy roja que, mezclada con sus sesos, se deslizaba muy suavemente hacia el agua. Me he marchado sin que nadie me viera y con toda tranquilidad. ¡Yo habría sido un asesino excelente!

25 de octubre. Todo el mundo comenta el caso del pescador. Se acusa a su sobrino, que estaba pescando con él.

26 de octubre. El juez instructor del caso asegura que el sobrino es culpable. En la ciudad todo el mundo lo cree. ¡Ja, ja, ja!

27 de octubre. El sobrino se defiende muy mal. Afirma que había ido al pueblo a comprar pan y queso. Jura que mataron a su tío durante su ausencia. ¿Quién va a creerle?

28 de octubre. Han mareado tanto al sobrino que ha estado a punto de confesarse culpable. ¡Ja, ja, ja! ¡Vaya con la Justicia!

15 de noviembre. Tienen pruebas abrumadoras contra el sobrino. Era el único heredero de su tío. Yo presidiré el tribunal.

25 de enero. ¡A muerte! ¡A muerte! ¡Le he condenado a muerte! ¡Ja, ja, ja! El fiscal habló como un ángel. ¡Ja, ja, ja! Uno más. Asistiré a su ejecución.

18 de marzo. Se acabó. Lo han guillotinado esta mañana. ¡Bien muerto está! Me ocasionó un grato placer. ¡Qué bello es ver cómo le cortan la cabeza a un hombre! La sangre ha brotado como una marea. Si hubiera podido, me habría bañado en ella. ¡Oh, qué maravilla tenderme debajo, dejar que empape mi rostro y mi cabello y levantarme teñido de rojo! ¡Si supieran...!

Pero ahora debo esperar. Puedo hacerlo. Cualquier descuido o imprudencia podría delatarme.

* * *

El manuscrito tenía muchas más páginas; pero ninguna de ellas relataba un nuevo asesinato.

Los psiquiatras que lo han estudiado aseguran que en el mundo existen muchos locos ignorados, tan hábiles y temibles como este monstruoso lunático.


El Miedo - Guy De Maupassant




El Miedo
Guy De Maupassant


Volvimos a subir a cubierta después de la cena. Ante nosotros, el Mediterráneo no tenía el más mínimo temblor sobre toda su superficie, a la que una gran luna tranquila daba reflejos. El ancho barco se deslizaba, echando al cielo, que parecía estar sembrado de estrellas, una gran serpiente de humo negro; detrás de nosotros, el agua blanquísima, agitada por el paso rápido del pesado buque, golpeada por la hélice, espumaba, removía tantas claridades que parecía luz de luna burbujeando.
Ahí estábamos, unos seis u ocho, silenciosos, llenos de admiración, la vista vuelta hacia la lejana África, adonde nos dirigíamos. De pronto el comandante, que fumaba un puro en medio de nosotros, retomó la conversación de la cena.
—Sí, aquel día tuve miedo. Mi navío se quedó seis horas con esa roca en el vientre, golpeado por el mar. Afortunadamente, por la tarde nos recogió un barco carbonero inglés que nos había visto.
Entonces un hombre alto con el rostro quemado, de aspecto serio, uno de esos hombres que uno imagina que han cruzado largos países desconocidos, en medio de peligros incesantes, y cuyos ojos tranquilos parecen conservar, en su profundidad, algo de los países extraños que han visto; uno de esos hombres que uno adivina empapado en el valor, habló por primera vez:
—Usted dice, comandante, que tuvo miedo; no le creo en absoluto. Usted se equivoca en la palabra y en la sensación que experimentó. Un hombre enérgico nunca tiene miedo ante un peligro apremiante. Está emocionado, agitado, ansioso; pero el miedo es otra cosa.
El comandante prosiguió, riéndose:
—¡Caray ! Le vuelvo a decir que yo tuve miedo.
Entonces el hombre de tez morena dijo con una voz lenta :
—¡Permítame explicarme ! El miedo (y hasta los hombres más intrépidos pueden tener miedo) es algo espantoso, una sensación atroz, como una
descomposición del alma, un espasmo horroroso del pensamiento y del corazón, cuyo mero recuerdo provoca estremecimientos de angustia. Pero cuando se es valiente, esto no ocurre ni ante un ataque, ni ante la muerte inevitable, ni ante todas las formas conocidas de peligro: ocurre en ciertas circunstancias anormales, bajo ciertas influencias misteriosas frente a riesgos vagos. El verdadero miedo es como una reminiscencia de los terrores fantásticos de antaño. Un hombre que cree en los fantasmas y se imagina ver un espectro en la noche debe de experimentar el miedo en todo su espantoso horror. Yo adiviné lo que es el miedo en pleno día, hace unos diez años. Lo experimenté, el pasado invierno, una noche de diciembre.
Y, sin embargo, he pasado por muchas vicisitudes, muchas aventuras que parecían mortales. He luchado a menudo. Unos ladrones me dieron por muerto. Fui condenado, como sublevado, a la horca en América y arrojado al mar desde la cubierta de un buque frente a la costa de China. Todas las veces creí estar perdido e inmediatamente me resignaba, sin enternecimiento e incluso sin arrepentimientos. Pero el miedo no es eso.
Lo presentí en África. Y, sin embargo, es hijo del Norte; el sol lo disipa como una niebla. Fíjense en esto, señores. Entre los orientales, la visa no vale nada; se resignan en seguida; las noches están claras y vacías de las sombrías preocupaciones que atormentan los cerebros en los países fríos. En Oriente, donde se puede conocer el pánico, se ignora el miedo. Pues bien, esto es lo que me ocurrió en esa tierra de África:

Atravesaba las grandes dunas al sur de Uargla. Es éste uno de los países más extraños del mundo. Conocerán la arena unida, la arena recta de las interminables playas del Océano. ¡Pues bien! Figúrense al mismísimo Océano convertido en arena en medio de un huracán; imaginen una silenciosa tormenta de inmóviles olas de polvo amarillo. Olas altas como montañas, olas desiguales, diferentes, totalmente levantadas como aluviones desenfrenados, pero más grandes aún, y estriadas como el moaré. Sobre ese mar furioso, mudo y sin movimiento, el sol devorador del sur derrama su llama implacable y directa. Hay que escalar aquellas láminas de ceniza de oro, volver a bajar, escalar de nuevo, escalar sin cesar, sin descanso y sin sombra. Los caballos jadean, se hunden hasta las rodillas y resbalan al bajar la otra vertiente de las sorprendentes colinas.
Íbamos dos amigos seguidos por ocho espahíes y cuatro camellos con sus camelleros. Ya no hablábamos, rendidos por el calor, el cansancio, y resecos de sed como aquel desierto ardiente. De pronto uno de aquellos hombres dio como un grito; todos se detuvieron; permanecimos inmóviles, sorprendidos por un inexplicable fenómeno conocido por los viajeros en aquellas regiones perdidas.
En algún lugar, cerca de nosotros, en una dirección indeterminada, redoblaba un tambor, el misterioso tambor de las dunas; sonaba con claridad, unas veces más vibrante, otras debilitado, deteniéndose, e iniciando de nuevo su redoble fantástico.
Los árabes, espantados, se miraban; uno dijo, en su idioma: "La muerte está sobre nosotros." Y entonces, de pronto, mi compañero, mi amigo, casi mi hermano, se cayó de cabeza del caballo, fulminado por una insolación.
Y durante dos horas, mientras intentaba en vano salvarle, aquel tambor inalcanzable me llenaba el oído con su ruido monótono, intermitente e
incomprensible; y sentía deslizarse por mis huesos el miedo, el verdadero miedo, el odioso miedo, frente al cadáver amado, en ese agujero incendiado por el sol entre cuatro montes de arena, mientras el eco desconocido nos arrojaba, a doscientas leguas de cualquier pueblo francés, el redoble rápido del tambor.
Aquel día entendí lo que era tener miedo; y lo supe aún mejor en otra ocasión...
El comandante interrumpió al narrador:
—Perdone, señor, pero ¿aquel tambor? ¿Qué era?
El viajero contestó:
—No lo sé. Nadie lo sabe. Los oficiales, a menudo sorprendidos por ese ruido singular, lo suelen atribuir al eco aumentado, multiplicado, desmesuradamente inflado por las ondulaciones de las dunas, de una lluvia de granos de arena arrastrados por el viento al chocar con una mata de hierbas secas; ya que siempre se ha comprobado que el fenómeno se produce cerca de pequeñas plantas quemadas por el sol, y duras como el pergamino. Aquel tambor no sería más que una especie de espejismo del sonido. Eso es todo. Pero no lo supe hasta más tarde.
Sigo con mi segunda emoción.
Ocurrió el invierno pasado, en un bosque del noreste de Francia. El cielo estaba tan oscuro que la noche llegó dos horas antes. Tenía como guía a un
campesino que andaba a mi lado, por un pequeñísimo camino, bajo una bóveda de abetos a los que el viento desenfrenado arrancaba aullidos. Entre las copas veía correr nubes desconcertadas, nubes enloquecidas que parecían huir ante un espanto. A veces, bajo una inmensa ráfaga, todo el bosque se inclinaba en el mismo sentido con un gemido de sufrimiento; y me invadía el frío, a pesar de mi paso ligero y mi ropa pesada. Teníamos que cenar y dormir en la casa de un guardabosque, cuya morada ya no quedaba muy lejos. Iba allí para cazar.
A veces mi guía levantaba los ojos y murmuraba: "¡Qué tiempo tan triste!" Luego me habló de la gente a cuya casa llegábamos. El padre había matado a un cazador furtivo dos años antes y, desde entonces, parecía sombrío, como atormentado por un recuerdo. Sus dos hijos, ya casados, vivían con él.
La noche era profunda. No veía nada delante de mí, ni a mi alrededor, y las ramas de los árboles chocaban entre sí llenando la noche de un incesante rumor.
Finalmente vi una luz y en seguida mi compañero llamó a una puerta. Nos contestaron los gritos agudos de unas mujeres. Después una voz de hombre, una voz sofocada, preguntó: "¿Quién es?" Mi guía dio su nombre. Entramos. Fue un cuadro inolvidable.
Un hombre viejo de pelo blanco y mirada loca, con la escopeta cargada en la mano, nos esperaba de pie en mitad de la cocina mientras dos mozarrones, armados con hachas, vigilaban la puerta. Distinguí en los rincones oscuros a dos mujeres arrodilladas, con el rostro escondido contra la pared. Nos presentamos. El viejo volvió a poner su arma contra la pared y mandó que se preparara mi habitación; luego, como las mujeres no se movían, me dijo bruscamente:
—Verá usted, señor; esta noche, hace dos años, maté a un hombre. El año pasado volvió para buscarme. Le espero otra vez esta noche—. Y añadió con un tono que me hizo sonreír: —Por eso no estamos tranquilos.
Le tranquilicé como pude, feliz por haber venido precisamente aquella noche, y asistir al espectáculo de ese terror supersticioso. Conté varias historias y conseguí tranquilizarles a casi todos.
Cerca del fuego, un viejo perro, bigotudo y casi ciego, uno de esos perros que se parecen a gente que conocemos, dormía el morro entre las patas. Fuera, la tormenta encarnizada azotaba la pequeña casa y, a través de un estrecho cristal, una especie de mirilla situada cerca de la puerta, veía de pronto todo un desbarajuste de árboles empujados violentamente por el viento a la luz de grandes relámpagos.
Notaba perfectamente que, a pesar de mis esfuerzos, un terror profundo se había apoderado de aquella gente, y cada vez que dejaba de hablar, todos los oídos escuchaban a lo lejos. Cansado de presenciar aquellos temores estúpidos, iba a pedir acostarme, cuando el viejo guarda de pronto saltó de su silla, cogió de nuevo su escopeta, mientras tartamudeaba con una voz enloquecida:
—¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Le oigo!
Las dos mujeres volvieron a caerse de rodillas en los rincones, escondiendo el rostro; y los hijos volvieron a coger sus hachas. Iba a intentar tranquilizarles otra vez, cuando el perro dormido se despertó de pronto y, levantando la cabeza, tendiendo el cuello, mirando hacia el fuego con sus ojos casi apagados, dio uno de esos lúgubres aullidos que hacen estremecerse a los viajeros, de noche, en el campo. Todos los ojos se volvieron hacia él; ahora permanecía inmóvil, tieso sobre las patas, como atormentado por una visión; se echó de nuevo a aullar hacia algo invisible, desconocido, sin duda horroroso, ya que todo el pelo se le ponía de punta. El guarda, lívido, gritó: —¡Lo huele! ¡Lo huele! Estaba ahí cuando lo maté— y las dos mujeres enloquecidas se echaron a gritar con el perro.
A mi pesar, un gran escalofrío me corrió entre los hombros. El ver al animal en aquel lugar, a aquella hora, en medio de aquella gente enloquecida, resultaba espantoso. Entonces, durante una hora, el perro aulló sin moverse; aulló como preso de angustia en un sueño; y el miedo, el espantoso miedo entró en mí; ¿el miedo a qué? ¿Lo sabré yo? Era el miedo, y punto. Permanecíamos inmóviles, lívidos, en espera de un acontecimiento horroroso, aguzando el oído, el corazón latiendo, descompuestos al menor ruido. Y el perro se puso a dar vueltas alrededor del cuarto, oliendo las paredes y siempre gimiendo. ¡Aquel animal nos volvía locos! Entonces el campesino que me había guiado, se abalanzó sobre él, en una especie de paroxismo de terror furioso, y abriendo una puerta que daba a un pequeño patio, echó al animal afuera. Éste se calló en seguida, y nos quedamos sumidos en un silencio aún más terrorífico. Y de pronto todos a la par tuvimos una especie de sobresalto: un ser se deslizaba contra la pared, en el exterior, hacia el
bosque; luego pasó junto a la puerta, que pareció palpar, con una mano vacilante; no volvimos a oír nada más durante dos minutos que nos convirtieron en insensatos; luego volvió, siempre rozando la pared; y raspó ligeramente, como lo haría un niño con la uña; y de pronto una cabeza apareció contra el cristal de la mirilla, una cabeza blanca con ojos luminosos como los de una fiera. Y un sonido salió de su boca, un sonido indistinto, un murmullo quejumbroso. Entonces un estruendo formidable estalló en la cocina. El viejo guarda había disparado.
Inmediatamente sus hijos se precipitaron, taparon la mirilla levantando la gran mesa que sujetaron con el aparador. Y les juro que al oír el estrépito del disparo que no me esperaba tuve tal angustia en el corazón, el alma y el cuerpo, que me sentí desfallecer y a punto de morir de miedo.
Nos quedamos ahí hasta la aurora, incapaces de movernos, de decir una palabra, crispados en un enloquecimiento inefable. No nos atrevimos a desatrancar la salida hasta no ver, por la hendidura de un sobradillo, un fino rayo de día.
Al pie del muro, junto a la puerta, yacía el viejo perro, con el hocico destrozado por una bala. Había salido del patio escarbando un agujero bajo una
empalizada.
El hombre de rostro moreno se calló; luego añadió:
—Aquella noche no corrí ningún peligro, pero preferiría volver a vivir todas las horas en las que me enfrenté con los peligros más terribles, antes que el minuto único del disparo sobre la cabeza barbuda de la mirilla.

(23 de octubre de 1882)



La Noche - Guy de Maupassant




La noche
Guy de Maupassant, 1887

Amo la noche con pasión. La amo, como uno ama a su país o a su amante, con un amor instintivo, profundo, invencible. La amo con todos mis sentidos, con mis ojos que la ven, con mi olfato que la respira, con mis oídos, que escuchan su silencio, con toda mi carne que las tinieblas acarician. Las alondras cantan al sol, en el aire azul, en el aire caliente, en el aire ligero de la mañana clara. El búho huye en la noche, sombra negra que atraviesa el espacio negro, y alegre, embriagado por la negra inmensidad, lanza su grito vibrante y siniestro.
El día me cansa y me aburre. Es brutal y ruidoso. Me levanto con esfuerzo, me visto con desidia y salgo con pesar, y cada paso, cada movimiento, cada gesto, cada palabra, cada pensamiento me fatiga como si levantara una enorme carga.
Pero cuando el sol desciende, una confusa alegría invade todo mi cuerpo. Me despierto, me animo. A medida que crece la sombra me siento distinto, más joven, más fuerte, más activo, más feliz. La veo espesarse, dulce sombra caída del cielo: ahoga la ciudad como una ola inaprensible e impenetrable, oculta, borra, destruye los colores, las formas; oprime las casas, los seres, los monumentos, con su tacto imperceptible.
Entonces tengo ganas de gritar de placer como las lechuzas, de correr por los tejados como los gatos, y un impetuoso deseo de amar se enciende en mis venas.
Salgo, unas veces camino por los barrios ensombrecidos, y otras por los bosques cercanos a París donde oigo rondar a mis hermanas las fieras y a mis hermanos, los cazadores furtivos.
Aquello que se ama con violencia acaba siempre por matarle a uno.
Pero ¿cómo explicar lo que me ocurre? ¿Cómo hacer comprender el hecho de que pueda contarlo? No sé, ya no lo sé. Sólo sé que es. Helo aquí.
El caso es que ayer –¿fue ayer?–. Sí, sin duda, a no ser que haya sido antes, otro día, otro mes, otro año –no lo sé–. Debió ser ayer; pues el día no ha vuelto a amanecer; pues el Sol no ha vuelto a salir. Pero, ¿desde cuándo dura la noche? ¿desde cuándo...? ¿Quién lo dirá? ¿Quién lo sabrá nunca?
El caso es que ayer salí como todas las noches después de la cena. Hacía bueno, una temperatura agradable, hacía calor. Mientras bajaba hacia los bulevares, miraba sobre mi cabeza el río negro y lleno de estrellas recortado en el cielo por los tejados de la calle, que se curvaba y ondeaba como un auténtico torrente, un caudal rodante de astros.
Todo se veía claro en el aire ligero, desde los planetas hasta las farolas de gas. Brillaban tantas luces allá arriba y en la ciudad que las tinieblas parecían iluminarse. Las noches claras son más alegres que los días de sol espléndido.
En el bulevar resplandecían los cafés; la gente reía, pasaba, o bebía. Entré un momento al teatro; ¿a qué teatro? ya no lo sé. Había tanta claridad que me entristecí y salí con el corazón algo ensombrecido por aquel choque brutal de luz en el oro de los balcones, por el destello ficticio de la enorme araña de cristal, por la barrera de fuego de las candilejas, por la melancolía de esta claridad falsa y cruda.
Me dirigí hacia los Campos Elíseos, donde los cafés concierto parecían hogueras entre el follaje. Los castaños radiantes de luz amarilla parecían pintados, parecían árboles fosforescentes. Y las bombillas eléctricas, semejantes a lunas destelleantes y pálidas, a huevos de luna caídos del cielo, a perlas monstruosas, vivas, hacían palidecer bajo su claridad nacarada, misteriosa y real, los hilos de gas, del feo y sucio gas, y las guirnaldas de cristales coloreados.
Me detuve bajo el Arco de Triunfo para mirar la avenida, la larga y admirable avenida estrellada, que iba hacia París entre dos líneas de fuego, y los astros, los astros allá arriba, los astros desconocidos, arrojados al azar en la inmensidad donde dibujan esas extrañas figuras que tanto hacen soñar e imaginar.
Entré en el Bois de Boulogne y permanecí largo tiempo. Un extraño escalofrío se había apoderado de mí, una emoción imprevista y poderosa, un pensamiento exaltado que rozaba la locura.
Anduve durante mucho, mucho tiempo. Luego volví.
¿Qué hora sería cuando volví a pasar bajo el Arco de Triunfo? No lo sé. La ciudad dormía y nubes, grandes nubes negras, se esparcían lentamente en el cielo.
Por primera vez, sentí que iba a suceder algo extraordinario, algo nuevo. Me pareció que hacía frío, que el aire se espesaba, que la noche, que mi amada noche, se volvía pesada en mi corazón. Ahora la avenida estaba desierta. Solos, dos agentes de policía paseaban cerca de la parada de coches de caballos y, por la calzada iluminada apenas por las farolas de gas que parecían moribundas, una hilera de vehículos cargados con legumbres se dirigía hacia el mercado de Les Halles. Iban lentamente, llenos de zanahorias, nabos y coles. Los conductores dormían, invisibles, y los caballos mantenían un paso uniforme, siguiendo al vehículo que los precedía, sin ruido sobre el pavimento de madera. Frente a cada una de las luces de la acera, las zanahorias se iluminaban de rojo, los nabos se iluminaban de blanco, las coles se iluminaban de verde, y pasaban, uno tras otro, estos coches rojos; de un rojo de fuego, blancos, de un blanco de plata, verdes, de un verde esmeralda.
Los seguí, y luego volví por la calle Royale y aparecí de nuevo en los bulevares. Ya no había nadie, ya no había cafés luminosos, sólo algunos rezagados que se apresuraban. Jamás había visto un París tan muerto, tan desierto.
Una fuerza me empujaba, una necesidad de caminar. Me dirigí, pues, hacia la Bastilla. Allí me di cuenta de que nunca había visto una noche tan sombría, porque ni siquiera distinguía la columna de Julio, cuyo genio de oro se había perdido en la impenetrable oscuridad. Una bóveda de nubes, densa como la inmensidad, había ahogado las estrellas y parecía descender sobre la tierra para aniquilarla.
Volví sobre mis pasos. No había nadie a mi alrededor. En la Place du Château d'Eau, sin embargo, un borracho estuvo a punto de tropezar conmigo, y luego desapareció. Durante algún tiempo seguí oyendo su paso desigual y sonoro. Seguí caminando. A la altura del barrio de Montmartre pasó un coche de caballos que descendía hacia el Sena. Lo llamé. El cochero no respondió. Una mujer rondaba cerca de la calle Drouot: «Escúcheme, señor». Aceleré el paso para evitar su mano tendida hacia mí. Luego nada. Ante el Vaudeville, un trapero rebuscaba en la cuneta. Su farolillo vacilaba a ras del suelo. Le pregunté:
–¿Amigo, qué hora es?
–¡Y yo qué sé! –gruñó–. No tengo reloj.
Entonces me di cuenta de repente de que las farolas de gas estaban apagadas. Sabía que en esta época del año las apagaban pronto, antes del amanecer; por economía; pero aún tardaría tanto en amanecer...
«Iré al mercado de Les Halles –pensé–, allí al menos encontraré vida.»
Me puse en marcha, pero ni siquiera sabía ir. Caminaba lentamente, como se hace en un bosque, reconociendo las calles, contándolas.
Ante el Crédit Lyonnais ladró un perro. Volví por la calle Grammont, perdido; anduve a la deriva, luego reconocí la Bolsa, por la verja que la rodea. Todo París dormía un sueño profundo, espantoso. Sin embargo, a lo lejos rodaba un coche de caballos, uno solo, quizás el mismo que había pasado junto a mí hacía un instante. Intenté alcanzarlo, siguiendo el ruido de sus ruedas a través de las calles solitarias y negras, negras como la muerte.
Una vez más me perdí. ¿Dónde estaba? ¡Qué locura apagar tan pronto el gas! Ningún transeúnte, ningún rezagado, ningún vagabundo, ni siquiera el maullido de un gato en celo. Nada.
«¿Dónde estaban los agentes de policía? –me dije–. Voy a gritar; y vendrán.» Grité, no respondió nadie.
Llamé más fuerte. Mi voz voló, sin eco, débil, ahogada, aplastada por la noche, por esta noche impenetrable.
Grité más fuerte: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!».
Mi desesperada llamada quedó sin respuesta. ¿Qué hora era? Saqué mi reloj, pero no tenía cerillas. Oí el leve tic–tac de la pequeña pieza mecánica con una desconocida y extraña alegría. Parecía estar viva. Me encontraba menos solo. ¡Qué misterio! Caminé de nuevo como un ciego, tocando las paredes con mi bastón, levantando los ojos al cielo, esperando que por fin llegara el día; pero el espacio estaba negro, completamente negro, más profundamente negro que la ciudad.
¿Qué hora podía ser? Me parecía caminar desde hacía un tiempo infinito pues mis piernas desfallecían, mi pecho jadeaba y sentía un hambre horrible.
Me decidí a llamar a la primera cochera. Toqué el timbre de cobre, que sonó en toda la casa; sonó de una forma extraña, como si este ruido vibrante fuera el único del edificio.
Esperé. No contestó nadie. No abrieron la puerta. Llamé de nuevo; esperé... Nada.
Tuve miedo. Corrí a la casa siguiente, e hice sonar veinte veces el timbre en el oscuro pasillo donde debía dormir el portero. Pero no se despertó, y fui más lejos, tirando con todas mis fuerzas de las anillas o apretando los timbres, golpeando con mis pies, con mi bastón o mis manos todas las puertas obstinadamente cerradas.
Y de pronto, vi que había llegado al mercado de Les Halles. Estaba desierto, no se oía un ruido, ni un movimiento, ni un vehículo, ni un hombre, ni un manojo de verduras o flores. Estaba vacío, inmóvil, abandonado, muerto.
Un espantoso terror se apoderó de mí. ¿Que sucedía? ¡Oh Dios mío! ¿Qué sucedía?
Me marché. Pero, ¿y la hora? ¿Y la hora? ¿Quién me diría la hora?
Ningún reloj sonaba en los campanarios o en los monumentos. Pensé: «Voy a abrir el cristal de mi reloj y tocaré la aguja con mis dedos». Saqué el reloj... ya no sonaba... se había parado. Ya no quedaba nada, nada, ni siquiera un estremecimiento en la ciudad, ni un resplandor; ni una vibración de un sonido en el aire. Nada. Nada más. Ni tan siquiera el rodar lejano de un coche, nada.
Me encontraba en los muelles, y un frío glacial subía del río.
¿Corría aún el Sena?
Quise saberlo, encontré la escalera, bajé... No oía la corriente bajo los arcos del puente... Unos escalones más... luego la arena... el fango... y el agua... hundí mi brazo, el agua corría, corría, fría, fría, fría... casi helada... casi detenida... casi muerta.
Y sentí que ya nunca tendría fuerzas para volver a subir... y que iba a morir allí abajo... yo también, de hambre, de cansancio, y de frío.



 
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