No, no el césped. El vendedor alzó los ojos: dos muchachitos allá en la cima del terraplén, tirados sobre el césped. Iguales en tamaño y en figura, los niños tallaban unos silbatos de caña y hablaban de los tiempos pasados y de los tiempos futuros, contentos de haber dejado huellas digitales en todos los objetos móviles de Green Town durante el verano pasado, y huellas de pies en todos los caminos que corrían de allí al lago y del lago al río, desde el comienzo de las clases.
—Hola, muchachos —llamó el hombre, vestido con ropas de color de tormenta—. ¿Está la familia en casa?
Los niños sacudieron la cabeza.
—Y ustedes, ¿tienen dinero?
Los niños sacudieron la cabeza.
—Bueno...
El vendedor caminó un metro, se detuvo y encorvó los hombros. De pronto creyó sentir que las ventanas de las casas o el cielo frío le clavaban los ojos en el cuello. Se volvió lentamente, husmeando el aire. El viento sacudía los árboles desnudos. La luz del sol pasaba a través de una pequeña hendedura en las nubes y acuñaba en oro las últimas hojas de los robles. Pero el sol se desvaneció, las monedas de oro se gastaron, sopló un viento gris. El vendedor ambulante se sacudió, estremeciéndose, y subió lentamente por el césped.
—Muchacho —dijo—, ¿cómo te llamas?
Y el primer niño, de pelo rubio-blanco como un cardo de leche, cerró un ojo, torció la cabeza y miró al vendedor ambulante con el otro ojo, tan transparente, brillante y claro como una gota de lluvia en el estío.
—Will —dijo el niño—, William Halloway.
El hombre de la tormenta se volvió: —¿Y tu?
El segundo niño no se movió, se quedó boca abajo sobre la hierba del otoño, como preguntándose si inventaría o no un nombre. Tenía el pelo alborotado, espeso, y de color lustroso, como de castaña encerada. Los ojos, clavados en algún distante lugar de sí mismo, eran de color verde menta y cristal de roca. Al fin se llevó a la boca indiferente una brizna seca.
—Jim Nightshade —dijo.
El vendedor de tormentas asintió como si ya lo supiera.
—Nightshade. Es todo un nombre.
—Y le va bien de veras —dijo Will Halloway—. Yo nací un minuto antes de medianoche, el treinta de octubre. Jim nació un minuto después de medianoche; treinta y uno de octubre.
—Víspera de Todos los Santos —dijo Jim.
Las voces se encadenaban, como si los niños hubiesen contado muchas veces esa historia de las madres que vivían en casas vecinas, habían corrido juntas al hospital, y habían traído dos hijos al mundo separados por unos pocos instantes; uno claro, uno oscuro. Había una verdadera tradición de celebraciones mutuas detrás. Todos los años Will encendía las velas de una única torta, un minuto antes de medianoche, y Jim las apagaba soplando un minuto después, cuando empezaba el último día de octubre.
Todo esto dijo Will, excitado. Todo esto mereció la aprobación de Jim en silencio. Todo lo escuchó el vendedor, que venía corriendo delante de la tormenta, y se había detenido allí, titubeando, escuchando, mirándoles las caras.
—Halloway. Nightshade. ¿Así que no hay dinero?
El hombre, como deplorando tener tan buena conciencia, rebuscó en la valija y sacó un artefacto de hierro.
—Tomad, ¡gratis! ¿Por qué? Una de estas casas será golpeada por el rayo. Sin esta vara, ¡bum! Fuego y cenizas, carne chamuscada y brasas. ¡Ahí va!
El hombre soltó la vara. Jim no se movió. Pero Will alcanzó el hierro, y ahogó un grito.
—Caramba, ¡qué pesado! Y raro. Nunca vi un pararrayos parecido. ¡Mira, Jim! Y Jim, al fin, se estiró como un gato, y volvió la cabeza. Abrió los ojos verdes, y los entornó.
El pararrayos parecía a la vez una media luna y una media cruz. En la vara principal había pequeñas espirales, ondas y charnelas, y palabras en idiomas extraños, nombres que trababan la lengua y rompían las mandíbulas, numerales que daban sumas incomprensibles, pictogramas de insectos de púas y garras erizadas.
—Esto es egipcio. —Jim apuntó con la nariz a un bicho soldado al hierro.— Un escarabajo.
—¡Así es, muchachos!
Jim bizqueó: —Y eso de ahí: patas de moscas fenicias.
—¡Exacto!
—¿Por qué? —preguntó Jim.
—¿Por qué? —dijo el hombre—. ¿Por qué egipcio, árabe, abisinio, choctaw? Bueno, ¿qué idioma habla el viento? ¿Qué nacionalidad tiene la tormenta? ¿De qué país vienen las lluvias? ¿De qué color es el rayo? ¿A dónde va el trueno cuando muere? Muchachos, hay que estar listos en todos los dialectos de cualquier forma y sustancia, listos para conjurar los fuegos de San Telmo, las bolas de luz azul que rondan la tierra y acechan como gatos, siseando, entre dientes. Yo tengo los únicos pararrayos del mundo que oyen, sienten, conocen y detienen cualquier tormenta, no importa el idioma, la voz, el signo. ¡No hay trueno forastero por más estentóreo que sea que no enmudezca en contacto con esta vara!
Pero Will miraba ahora más allá del hombre.
—¿En qué casa? —dijo—. ¿En qué casa va a caer?
—¿En qué casa? Un momento, un momento. —El vendedor ambulante miró atentamente las caras de los niños.— Hay gentes que atraen el rayo. Lo aspiran, como esos gatos que aspiran el aliento de los bebés. Algunos tienen polaridades negativas, y otros polaridades positivas. Algunos brillan en la oscuridad. Otros apagan todo alrededor.En fin... los dos... yo...
—¿Cómo sabe que el rayo caerá por aquí? —dijo Jim de pronto, con los ojos brillantes.
El vendedor titubeó apenas: —Bueno, tengo nariz, ojos, oídos. Las dos casas, las
maderas... ¡Escuchad!
Los niños escucharon. ¿Las casas se inclinaban de algún modo al viento frío de la tarde? Quizá sí. Quizá no.
—El trueno necesita cauces, como los ríos. Uno de estos altillos es un cauce seco, que languidece y espera al rayo. ¡Esta noche!
Jim se incorporó de un salto, feliz. —¿Esta noche?
—¡No una tormenta cualquiera! —dijo el vendedor—. Lo asegura Tom Fury. Fury, ¿no es un buen nombre para un vendedor de pararrayos? ¿Y acaso lo elegí yo? ¡No! ¿El nombre me arrojó a este oficio? ¡Sí! Ya mayor, vi oscuros fuegos, que saltaban por el mundo, y perseguían a hombres aterrorizados, y pensé: trazaré mapas de tormentas y huracanes, y luego iré corriendo delante de ellos, llevando en los puños mis bastones de hierro, ¡mis armas milagrosas! He defendido, he protegido un millar de casas, sí, un millar de casas temerosas de Dios. De modo que cuando os digo, muchachos, estáis en grave peligro, oídme bien. ¡Trepad a ese techo, atornillad la vara, alta y firme, y bajad un cable ala buena tierra antes que sea de noche!
—¡Pero en qué casa! —preguntó Will.
El vendedor de pararrayos retrocedió, se sonó la nariz en una pañoleta, y caminó lentamente por el césped como si se acercara a una silenciosa y enorme bomba de
tiempo que estaba encendida allí cerca.
Tocó la baranda del porche en la casa de Will, pasó la mano por una viga y una tabla del piso, y cerró los ojos y se apoyó en una pared oyendo cómo le hablaban los huesos de la casa.
Luego, inquieto, vacilando, fue hasta la casa de al lado.
Jim se enderezó para ver mejor.
El vendedor estiró una mano tocando, acariciando, dejando que los dedos le temblaran sobre la vieja pintura.
—Esta es la casa —dijo al fin.
Jim pareció muy orgulloso.
—Jim Nightshade, ¿es ésta tu casa? —preguntó el hombre sin volver la cabeza.
—Sí, es mi casa —dijo Jim.
—Tenía que haberlo sabido —dijo el hombre.
—Eh, ¿y yo? —dijo Will.
El vendedor de pararrayos husmeó de nuevo la casa de Will.
—No, no. Oh, algunas chispas en los desagües. La verdadera función será al lado, en casa de los Nightshade.
El hombre cruzó rápidamente el prado y tomó la valija de cuero.
—Bueno, me voy. Llega la tormenta. No te demores, Jim, porque si no... ¡buuummm! Te encontrarán con todas tus monedas, todos los cobres y los níqueles fundidos y galvanizados. Abe Lincoln pegado a Miss Columbia, águilas desplumadas sobre plata, todo azogue en tus pantalones. ¡Más todavía! Le alzas el párpado a un chico tocado por el rayo, ¡y ahí está la última escena, en el globo del ojo, hermosa y perfecta, como un padrenuestro escrito en una cabeza de alfiler! Una foto de cámara de cajón:¡el fuego del cielo que cae y te golpea, y te saca el alma succionándola escaleras arriba!¡Rápido, muchacho!¡Clávalo bien alto o morirás antes del alba!
Y haciendo sonar la valija repleta de varas de hierro, el vendedor dio media vuelta y se fue, a paso redoblado, entornando los ojos para mirar el cielo, los techos, los árboles y cerrando al fin los ojos, y apresurándose, husmeando, murmurando: —Sí, sí, cuidado, ahí viene, la siento, lejos por ahora, pero de prisa...
Y el hombre de traje de color de tormenta se perdió en la calle, el sombrero color de nube echado sobre los ojos; y los árboles susurraron y el cielo envejeció de pronto, y Jim y Will se quedaron allí probando el aire, tratando de oler la electricidad, el pararrayos caído entre ellos.
—Jim —dijo Will—. No te quedes ahí. Tu casa, dijo. ¿Pondrás o no el pararrayos?
—No —sonrió Jim—. ¿Por qué arruinarlo todo?
—¡Arruinarlo! ¿Estás loco? ¡Traigo la escalera!¡Tú el martillo, clavos y alambre!
Pero Jim no se movió. Will echó a correr. Volvió con la escalera.
—Jim. Piensa en tu mamá. ¿Quieres que se queme?
Will trepó solo por un costado de la casa, y miró hacia abajo. Lentamente, Jim se acercó a la escalera y empezó a subir.
El trueno sonó allá lejos, en las lomas nubosas.
El aire tenía un olor fresco y acre, sobre el techo de la casa de Jim Nightshade.
Hasta Jim tuvo que admitirlo.

Es evidente que en nuestro país, a excepción de algunos valores aislados, no ha surgido hasta el momento una expresión plástica trascendente, definitoria de nuestra personalidad como pueblo. Los artistas no podemos permanecer indiferentes ante este hecho, y se nos presenta con carácter imperativo la necesidad de llevar adelante un profundo estudio del origen de esta frustración.
Si analizamos la obra de la mayor parte de los pintores argentinos, especialmente de aquellos que la crítica ha llevado a un primer plano, observaremos como característica común el total divorcio con nuestro medio, el plagio sistematizado, la repetición constante de viejas y nuevas fórmulas, que si en su versión original constituyeron auténticos hallazgos artísticos, al ser copiados sin un sentido creativo se convierten en huecos balbuceos de impotentes.
Las causas determinantes de esta situación están en la base misma de nuestra vida económica y política, de la cual la cultura es su resultado y complemento. Una economía enajenada al capital imperialista extranjero no puede originar otra cosa que el coloniaje cultural y artístico que padecemos. La oligarquía, agente y aliada del imperialismo, controla directa o indirectamente los principales resortes de nuestra cultura, y, a través de ellos, enaltece o sume en el olvido a los artistas seleccionando únicamente a aquellos que la sirven. Constituye, además, por ser la clase más pudiente, el principal mercado comprador de obras artísticas. En virtud de los intereses que representa se caracteriza en el plano cultural por una mentalidad extranjerizante, despreciativa de todo lo genuinamente nacional y por lo tanto popular.
El resultado de todo esto es que el artista no tiene otro camino para triunfar que el de la renuncia a la libertad creadora, acomodando su producción a los gustos y exigencias de aquella clase, lo que implica su divorcio de las mayorías populares que constituyen el elemento fundamental de nuestra realidad nacional. Es así como, al dar la espalda a las necesidades y luchas del hombre latinoamericano, vacía de contenido su obra, castrándola de toda significación, pues ya no tiene nada trascendente que decir. Se limita entonces a un mero juego con los elementos plásticos, virtuosismo inexpresivo, en algunos casos de excelente técnica, pero de ninguna manera arte, ya que éste sólo es posible cuando se produce una total identificación del artista con la realidad de su medio.
No se piense que esta última sea una afirmación arbitraria: constituye un problema que hace a la esencia misma del arte. En efecto, un arte nacional es la única posibilidad que existe de hacer arte. A través de las mejores obras de los más grandes artistas de la historia, percibimos ante todo, el espíritu de la sociedad que las engendró. No puede ser de otra manera, ya que el artista es un hombre y todo hombre se conforma fundamentalmente según los elementos sociales que gravitan sobre él: productor de la sociedad, al expresarse artísticamente, si lo hacen en un sentido profundo y con sinceridad, dará expresión, de un modo inevitable, al medio que lo rodea.
El ritmo del crecimiento histórico es variable para cada sociedad y esa variación es el principal elemento incidente en el origen de las nacionalidades. En consecuencia toda obra artística, por el hecho de ser una expresión social, necesariamente ha de ser también una expresión nacional. Generalizando, podría decirse que el arte surge como el resultado de una necesidad de expresión individual, que al concretarse será una expresión nacional, pues el individuo fundamentalmente es producto de la nación, y culminará finalmente, en expresión universal, ya que los problemas trascendentes del hombre son universales.
El problema del surgimiento de un arte nacional en nuestro país, determina el verdadero alcance que debe tener para nosotros el término "nacional". Unidad geográfica, idiomática y racial; historia común, problemas comunes y una solución de esos problemas que sólo será factible mediante una acción conjunta, hacen de Latinoamérica una unidad nacional perfectamente definida. La gran Nación Latinoamericana ya ha tenido en Orozco, Rivera, Tamayo, Guayasamín, Portinari, etc., fieles intérpretes que partiendo de las raíces mismas de su realidad han engendrado un arte de trascendencia universal. Este fenómeno no se ha dado en nuestro país salvo aisladas excepciones.
El arte latinoamericano, considerando las características sociales y políticas de nuestro continente, ha de estar necesariamente imbuido de un contenido revolucionario, que será dado por el libre juego de los elementos plásticos en sí, prescindiendo de la anécdota desarrollada, si es que la hay. La anécdota podrá tener una importancia capital para el artista cuando aborda una temática que siente profundamente y en la cual encuentra inspiración; pero en última instancia no constituye el elemento que justifica y determina la validez intrínseca de la obra de arte, ni es de ella que emana el contenido de su trabajo. De ahí lo absurdo de cierto tipo de pintura pretendidamente revolucionaria que se limita a describir escenas de un revolucionarismo dudoso, utilizando un realismo caduco y superado. No es de extrañar entonces que por su misma inoperancia esta pintura sea tolerada, y hasta en cierto modo favorecida, por aquellos mismos que combaten toda expresión artística auténticamente nacional y revolucionaria.
Es imprescindible dejar de lado todo tipo de dogmatismo en materia estética; cada cual debe crear utilizando los elementos plásticos en la forma más acorde con su temperamento, aprovechando los últimos descubrimientos y los nuevos caminos que se van abriendo en el panorama artístico mundial y que constituyen el resultado de la evolución de la Humanidad, pero eso sí, utilizando estos nuevos elementos con un sentido creativo personal y en función de un contenido trascendente.
Todo intento de creación de un arte nacional, es consecuentemente combatido por ciertos críticos al servicio de la prensa controlada por el capital imperialista. Se ha apelado a todos los recursos, desde el ataque directo, en nombre de una universalidad abstracta, hasta la rumbosa presentación de algo que, como arte nacional, ni siquiera es arte.
Se trata en verdad de refractar en el campo de la creación artística, el sometimiento económico y político de las mayorías, pero simultánea e indisociablemente, sus luchas por emanciparse. Porque en la medida en que el arte llama y despierta el inconsciente colectivo de la humanidad, pone en movimiento las más confusas aspiraciones y deseos, exalta y sublima todas las represiones a que se ve sometido el hombre moderno, es un poderoso e irresistible instrumento de liberación. El arte es el libertador por excelencia y las multitudes se reconocen en él, y su alma colectiva descarga en él sus más profundas tensiones para recobrar por su intermedio las energías y las esperanzas. De ahí que para nosotros el arte sea un insustituible arma de combate, el instrumento precioso por medio del cual el artista se integra con la sociedad y la refleja, no pasiva sino activamente, no como un espejo sino como un modelador.
De las manos de la nueva generación de artistas latinoamericanos habrá de salir el arte de este continente, que aún no ha realizado su unidad; quizá le esté reservado por este arte revolucionario realizarla antes en la esfera creadora como síntoma de la inevitable unificación política. Pues no sería la primera vez en la historia que el arte se anticipa a los hechos económicos o políticos; y tal vez en ello reside su grandeza. Partiendo de la realidad, la prefigura y la renueva.
Estos objetivos se cumplirán mediante una doble acción: el arte, no puede ni debe estar desligado de la acción política y de la difusión militante y educadora de las obras en realización. El arte revolucionario latinoamericano debe surgir, en síntesis, como expresión monumental y pública. El pueblo que lo nutre deberá verlo en su vida cotidiana. De la pintura de caballete, como lujoso vicio solitario hay que pasar resueltamente al arte de masas, es decir, al arte.
GRUPO "ESPARTACO"
Abril de 1961