El sueño…
el sueño es el hermano de la muerte.
Así que túmbate bajo este esqueleto en la frialdad de la tumba.
Permite que el abrazo de sus muertos brazos
te mantenga totalmente a salvo y dormido.
Enterrado en un sueño…
silenciosamente….
Para siempre bajo tierra




Chávez peor que Bush



Chávez peor que Bush
Koldo Campos Sagaseta

El Latinobarómetro 2007, suerte de medidor de afectos y desafectos entre ciudadanos españoles y líderes políticos, que organiza, a falta de mejores oficios, el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), ha dado sus resultados para el presente año. Chávez es el político peor valorado. Hasta George Bush ha quedado mejor.Mostrar/Ocultar

No dudo en absoluto de la fiabilidad de la encuesta. Y tampoco me sorprende el escrutinio. Hace ya muchos años y consultas que en el Estado español se ha perdido algo más que la cabeza.

La duda que me queda es para qué se hace la encuesta. Y no lo digo sólo porque, en general, las encuestas sólo sirven para confirmar lo que todo el mundo sabe o para revelar lo que a nadie le importa. Lo digo porque los verdaderos resultados de la encuesta no son los ofrecidos. Lo que esta encuesta prueba no es la mayor o menor aceptación que entre la ciudadanía hispana tienen algunos líderes políticos, sino la formidable eficacia de los grandes medios de comunicación a la hora de conformar un pensamiento único y, lo que es peor, cretino.

El País, por ejemplo, es uno de los grandes triunfadores de la encuesta. Pocos medios, como el que se afirma independiente, han observado y mantienen una campaña de descrédito tan infame y constante hacia la figura del presidente Chávez y su gobierno. No se han quedado atrás El Mundo, ABC y otros periódicos a la hora de calumniar la revolución bolivariana. Y en el amplio y clonado frente común de canales y emisoras, Chávez ha sido también el más arteramente denostado, especialmente, desde que fuera interrumpido en una cumbre de presidentes por una grosera impertinencia real.

Si en lugar de malgastar esos recursos en encuestas por todo el Estado, el CIS se hubiera limitado a recoger el parecer de los ejecutivos de los grandes medios de comunicación, el resultado hubiera sido el mismo.

Las opiniones, los criterios, no surgen de la nada, no se constituyen por divina inspiración o soplo repentino. Se conforman a partir de las informaciones que se reciben, tanto como de las que se ocultan, y en función, también, de la frecuencia con que se reitere la dosis. El Latinobarómetro, en consecuencia, no mide la opinión de los españoles sino el grado de manipulación de que pueden ser objeto.

Y a juzgar por los resultados, el grado es tan amplio como tristes las consecuencias.

No importa qué manual de conducta, qué código moral o de justicia, qué mandamientos de qué iglesia tomáramos como referencia para valorar las figuras de Chávez y George Bush, no hay lugar ni para la discusión. Y ni siquiera hace falta ser eso que llaman… “objetivo”.

Hasta la fecha, el presidente venezolano se ha impuesto en todas las contiendas electorales en las que ha participado, procesos irreprochables, y cada vez con un mayor respaldo popular. George Bush es hoy presidente de los Estados Unidos gracias a un peculiar sistema electoral que convierte en ganador al segundo, gracias también a su hermano Jeb, gobernador de la Florida, y gracias, especialmente, al fraude.

Chávez no tiene sus ejércitos asolando los “oscuros rincones del mundo” que diría Bush, ni cárceles de exterminio en distintos países, ni bases militares en los cinco continentes, ni flotas en todos los mares, ni promueve guerras preventivas o bombardeos de rutina, ni campos de tortura. El presidente venezolano no es un criminal de guerra. Tampoco un alcohólico, un cocainómano al frente de los destinos del mundo, un ignorante patán sin escrúpulos, un contumaz mentiroso, psicópata impuesto a redimir el mundo exterminándolo.

Las razones de que en el Estado español se haya vuelto a aclamar a Barrabás tienen su explicación en el papel que juegan los medios nutriendo la opinión de la ciudadanía y el aborregamiento de una masa inculta y arrogante que hace tiempo que ya sólo interpreta el mundo a través de su cartera.

Eso, nada más, es lo que la encuesta revela. La eficacia con que los grandes medios de comunicación siembran y multiplican sus patrañas, y la credulidad de tanto idiota y tanto cómplice.

fuente:

El Hijo - Horacio Quiroga




El Hijo
Horacio Quiroga
Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.
Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la
naturaleza.
—Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.
—Si, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los
bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.
—Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre.
—Sí, papá —repite el chico.
Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte.
Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la
alegría de su pequeño.
Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución
del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su
edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil.
No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la
marcha de su hijo.
Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de
espartillo.
Para cazar en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que su
cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores.
Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos
criaturas. Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá —menos aún— y regresan
triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.
Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su
hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe...
No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de
su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de
ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.
Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan
fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!
El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.
De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no
sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista
débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.
Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.
Horrible caso... Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo
parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo, y seguro del porvenir.
En ese instante, no muy lejos suena un estampido.
—La Saint-Étienne... —piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de
menos en el monte...
Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en
su tarea.
El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire —piedras,tierra, árboles—, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.
El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte.
Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro —el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años—, no se engañan jamás.
Cuando su hijo responde: "Sí, papá", hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir.
Y no ha vuelto.
El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea.
¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil..?
El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la
mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de
parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.
¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación
de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve
alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.
Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido,
no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia...
La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el
monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.
Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de
caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.
Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría terrible y consumada:
ha muerto su hijo al cruzar un...
¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte!
¡Oh, muy sucio ! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano...
El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y
vuelve a otro lado, y a otro y a otro...
Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún
no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama por él a gritos, su boca continúa muda.
Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la
confesión de su muerte.
—¡Chiquito! —se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz
de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.
Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años,
va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.
—¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! —clama en un diminutivo que se alza del fondo de
sus entrañas.
Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando
con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del
bosque ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su...
—¡Chiquito..! ¡Mi hijo!
Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la mas atroz pesadilla
tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve
bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.
A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre
sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.
—Chiquito... —murmura el hombre. Y, exhausto se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo.
La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le
acaricia despacio la cabeza:
—Pobre papá...
En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres..
Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.
—¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora..? —murmura aún el primero.
—Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí...
—¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!
—Piapiá... —murmura también el chico.
Después de un largo silencio:
—Y las garzas, ¿las mataste? —pregunta el padre.
—No.
Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre devuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.
* * *
Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo.
A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un
poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.



Por un Poco de Amor

Por un Poco de Amor

Alcánzame la copa de tu pena,
que no quiero mirar su fondo oscuro,
no la bebas de golpe te lo pido,
saboréala despacio y sin apuro.
Si te embriagas de rabia o de amargura,
y te pesan los párpados de dudas
allá mismo en el fondo de tu pena,
hallarás mi comprensión desnuda,
y en la mano caliente que te brindo
no estará la recíproca esperando,
pero sí mi corazón abierto,
junto al tuyo con ansia palpitando.
No desmayes y alcánzame tu copa,
a esa pena le faltan muchas cosas,
la madura respuesta que da el tiempo
y la fuerza de lucha bondadosa.
Con un poco de amor ¡serás muy fuerte!
y si ese amor suplanta lo imposible
vencerás con el tiempo toda suerte
y serás en la lucha lo invencible.
No mendigues jamás calor ni abrigo,
que la lástima no llegue hasta tu puerta,
que el afecto prestado es el castigo
que la vida por fácil siempre oferta.
Así ha de ser desde que el mundo es mundo
desde que Dios te regaló existencia;
no la aproveches para ahogarte en ella
ni la derroches buscando experiencia.
Y recuerda que con un poco de amor
¡serás muy fuerte!
Y si ese amor suplanta lo imposible
vencerás con el tiempo toda suerte
y serás en la lucha.....¡lo invencible!

JOSE LARRALDE ( Uruguay )

Emilie Autumn - A Bit O' This & That


Emilie Autumn - A Bit O' This & That (2007)

01 . Chambermaid (Space Mix)
02 . What If (Celtic Mix)
03 . Hollow Like My Soul
04 . By the Sword
05 . I Don't Care Much
06 . I Know It's Over (Live)
07 . Find Me A Man
08 . O Mistress Mine
09 . The Star Spangled Banner
10 . All My Loving
11 . Sonata in D Minor for Violin and Continuo (Live)
12 . Ancient Grounds (Live)
13 . Always Look On The Bright Side of Life
14 . With Every Passing Day
15 . Miss Lucy Had Some Leeches (Live)


Diferencias en América Latina


Diferencias

Por J. M. Pasquini Durán

América latina está considerada en el mundo como la región más injusta, debido a la tremenda desigualdad en la distribución de las riquezas entre sus pobladores. Para encontrar las raíces de semejante diferencia habría que cavar hondo en su historia, pero lo cierto es que tanto la política como la cultura florecieron contenidas en la misma certeza.Mostrar/Ocultar

Y fue la organización económico-social del campo el nicho preferido de las mayores inequidades, pese a las enormes luchas de sus hombres y mujeres desde la Revolución Mexicana hasta el Grito de Alcorta, con remanentes semifeudales tanto en la propiedad de la tierra como en el conchabo del peón rural, sobre los que se montaron, en tiempos recientes, los emprendimientos capitalistas que hoy dominan posiciones preferentes en las cadenas de producción y comercialización. A raíz del auge de la cotización de los alimentos y el desarrollo de los biocombustibles en el mundo, fantásticas rentabilidades atrajeron al capital internacional como la mosca a la miel y, otra vez, el modelo agroexportador levantó cabeza con viejos aires oligárquicos, aunque los apellidos que sobresalen ya no sean nacidos en tiempos de la conquista española. En toda la región las luchas por los recursos naturales, la tierra y el agua entre los primeros, aparecen en las crónicas diarias como la cuna de enormes dificultades, hasta con intentos secesionistas en países como Bolivia, que atraviesan los caminos transitados por gobiernos nacidos de las urnas, por primera vez en más de un siglo contemporáneos de legítimo origen y propósitos fundacionales, cuya intención última, aunque por caminos diferentes, intenta superar aquella distinción de injusticia que señala a la América latina como la peor de todas las regiones del mundo.

La Argentina no escapó a esa actualidad. Por el contrario, desde hace 80 días la mayoría de su población asiste a un debate polarizado entre el Gobierno y cuatro entidades agropecuarias que comenzó con un pleito tributario (retenciones a la exportación de granos y oleaginosas) y derivó en una confrontación política de fondo, cuyos posibles desenlaces provocan incertidumbre y desazón en buena parte de la sociedad. Cuando se observa el conjunto del despliegue macroeconómico, la formidable demanda mundial de alimentos y la capacidad nacional para producirlos, comparadas con las múltiples necesidades de la población, aun para la mera subsistencia, el conflicto adquiere tales características irracionales que para el ciudadano común resulta inexplicable. Por lo pronto, quedó en claro que para las autoridades en general y para la sociedad, “el campo” era una presencia constante pero desconocida. Son muy pocas las voces que pueden hablar, con equidistancia y real conocimiento, de los complejos intereses que cruzan al labriego con el “pool” de siembra en una variedad complejísima de propiedad y arrendamiento de la tierra. Es inútil, por lo tanto, tratar de descifrar los aspectos técnicos de la puja tributaria inicial, puesto que cada parte exhibe una aritmética propia y las acusaciones cruzadas forman cataratas de argumentos cuya validez dura minutos, con el vértigo adicional de los tiempos televisivos.

Entre tanta polvareda y humo todavía se pueden distinguir algunos contornos esenciales del problema en cuestión. El Gobierno metió mano en la renta extraordinaria de las exportaciones de materias primas con un argumento válido: la redistribución de las riquezas a través de la gestión del Estado. En el intento cometió errores y estableció asimetrías injustificables, pero como todo gobierno, a éste también le cuesta volver sobre sus pasos para deshacer los entuertos. En nombre de esas equivocaciones, “el campo” quiso sacar provecho de la situación, exigiendo no sólo la corrección circunstanciada, sino una revisión global de las políticas públicas para el sector. Errores y aciertos de ambos lados fueron dejando poco espacio para la neutralidad o la razón. El carácter opositor del partido agrario, aunque no haya figurado en los movimientos iniciales de muchos productores, hoy es una realidad, mucho más sombría porque a su amparo renacieron los sectores de la derecha política que estaban en retiro desde el fracaso del programa neoliberal de fines del siglo pasado. La demanda de devolverle al mercado la capacidad de decisión que recuperó la política en los últimos cinco años es la “solución final” que aceptan los caciques rurales. Todo lo demás les resulta insuficiente.

Como lo han señalado diversos analistas, desde el punto de vista del progresismo democrático la liberalización de las exportaciones como quieren los ruralistas, instigados por los ideólogos del establishment, provocaría la suba del precio de los alimentos, con el consiguiente efecto sobre los salarios reales de los trabajadores, la capacidad de consumo de las clases medias y, en definitiva, sobre las condiciones de vida y de trabajo de las clases populares. Los sobresaltos inflacionarios de los últimos ochenta días, disparados a partir del lockout desabastecedor, son una muestra de lo que podría suceder si el mercado vuelve a apoderarse de las políticas públicas. La política tiene muchos defectos y sus practicantes dejan mucho que desear, pero aún así es el mejor método para vivir en democracia. La experiencia de los años ’90 demostró una ecuación terrible: mercado sin Estado es igual a mafia, aquí y donde suceda. El desenlace de esta puja, por lo tanto, no puede ser indiferente para nadie. A medida que ampliaban el repertorio de exigencias y “politizaban” su protesta, los ruralistas fueron modificando también sus métodos. Del corte de ruta prepotente del primer mes, ahora pretenden sumar a su causa a intendentes, gobernadores y legisladores. Han llamado a un paro general en el interior para el lunes y pretenden acampar frente a las gobernaciones en cada capital de provincia. Ayer, se registraron los primeros incidentes en una ruta bonaerense con un puñado de manifestantes y la gendarmería. Es hora de extremas prudencias, porque más de uno, con malicia o sin ella, puede ser protagonista de provocaciones, tan útiles como la chispa en la pradera.

A propósito del camping rural, Ctera dio a conocer una declaración puntualizando: “Los docentes argentinos escuchamos con estupor al señor Hugo Biolcatti, vicepresidente de la Sociedad Rural, representante de lo más rancio de la derecha política y económica de nuestro país, anunciar la instalación de campamentos ‘como la Carpa blanca de los docentes’. {...} Durante 1003 días, en una lucha profundamente pacífica y sin ejercer ningún tipo de extorsión, los docentes de todo el país, rodeados de la solidaridad popular de la que la Sociedad Rural no fue parte, exigimos que el Estado Nacional se responsabilizara en el sostenimiento de la educación pública, lo que significó claramente el reclamo de una justa distribución de la riqueza y de la mayor intervención estatal a favor de los sectores populares. {...} La Carpa Blanca significó un compromiso con la memoria y el ejemplo de vida de Isauro Arancibia, María Vilte, Eduardo Requena, Susana Pertierra y los 600 docentes desaparecidos y asesinados por la dictadura militar de la que la Sociedad Rural, no hay que olvidarlo, fue socia y sostén”. Los maestros, por supuesto, no adhieren al paro del lunes.

El Gobierno, por su parte, también fue haciendo correcciones de forma y de fondo a su propia responsabilidad en el conflicto. Por lo pronto, anunció la morigeración de las retenciones móviles y una batería de facilidades para los pequeños productores de todo el país, incluso para los monotributistas. Los que se quedan afuera son los que evaden obligaciones impositivas o mantienen al personal “en negro” (más del cincuenta por ciento de los trabajadores rurales está en esa condición). El presidente del PJ, Néstor Kirchner, replegado sobre sus obligaciones partidarias, abandonó la metodología de la determinación individual y convocó primero a vicepresidentes y secretarios del partido y luego a diputados y senadores del oficialismo, si bien todavía no abrió la discusión interna para mejorar la participación colectiva. Más aún: debería reunir al Consejo Nacional Agropecuario, como propuso el gobernador Hermes Binner, y facilitar el debate de políticas a futuro en el Congreso Nacional, para ampliar la base democrática del consenso nacional. No importa si alguien puede entender esas aperturas como síntomas de debilidad –en todo caso, revelarían su condición humana–, sino impedir que en la confusión torrencial más de uno equivoque los bandos en pugna. Así le pasó al obispo de Santa Fe que salió a pedir que la presidenta Cristina se ocupe en persona de los ruralistas porque “eso sería una gesto de estadista”. Nada les pide, en cambio, a la Sociedad Rural y sus tres aliadas. ¿Es que los dirigentes sociales y los ciudadanos tienen sólo derechos, sin obligaciones? Estos no son momentos para la demagogia, aunque sea tan espiritual como puede esperarse de un dignatario de la Iglesia Católica.
Fuente:

Post – Mortem


Guayasamin

Post – Mortem
Mariano Bertello
I
El hombre enfundado en el guardapolvo blanco levantó suavemente la funda plástica que cubría el cuerpo inerte del muchacho. Lo miró fijamente, con un poco de lástima, y corrió un mechón de cabello negro de su frente con suma delicadeza. Observó las cuencas oculares, donde la sangre comenzaba su proceso de coagulación. Donde una vez habían reinado dos ojos azules llenos de vida ahora no había nada, solo oscuridad.
Alguien los había quitado.
Un escalofrío recorrió su espalda como un río helado. A pesar de que hacía más de veinte años que era médico forense, la vacuidad de las órbitas lo hacían sentir incómodo. Decidió bajar su mirada lentamente hacia la herida sangrante ubicada en el tronco del chico, era un tajo largo y profundo, en forma de Y invertida que abarcaba todo el pecho y el abdomen.
Con un leve temblor de manos recogió un par de pinzas que descansaban sobre una pequeña bandeja de acero resplandeciente. Con ellas tomó cada uno de los colgajos de piel y los retiró hacia los costados, dejando al descubierto la parrilla costal y los órganos internos del cuerpo.
Hizo un leve recorrido superficial con la mirada y confirmó sus sospechas.
El esternón había sido abierto con una sierra y separado para tener un mejor acceso al corazón, el cual ya no estaba en su lugar. Lo mismo había ocurrido con ambos riñones, los cuales habían sido seccionados con precisión quirúrgica. Al cabo de unos segundos retomó las pinzas y volvió a dejar todo como lo había encontrado.
Dirigió la vista una vez más a la cara del muchacho y suspiró. Le abrió la boca con un movimiento rápido pero carente de violencia alguna, y acercó su nariz a la misma.
Reconoció el aroma al instante:
- Cloroformo- musitó entre dientes.
Se acercó a la bandeja metálica y retiró un extraño aparato, mezcla de lupa y linterna, y una pinza semejante a una de depilación. Introdujo el aparato en la boca e investigó durante unos segundos. Acto seguido introdujo la pinza, y con ella retiro un delgadísimo hilo blanco, el cual fue a parar directo a una bolsa de polietileno rotulada “EVIDENCIA”.
Acabado esto, cerró la boca y ésta emitió un chasquido desagradable. Luego meneó un poco la cabeza y decidió dar por concluida la autopsia. Cubrió nuevamente el cuerpo con la mortaja plástica e hizo una pausa para respirar (si es que eso aún era posible) y aclarar su mente.
Sabía lo que debía hacer, sin embargo había muchas cosas que no entendía, y que seguramente nadie entendería tampoco. ¿Por qué había muerto el niño y no él?. Espero unos breves instantes, pero no hubo respuesta. Su mente le aventuró la posibilidad de que Dios o “alguien” le había dado algo así como una oportunidad única para corregir las cosas, una última chance para hacer justicia, y aunque ésta era una teoría un poco descabellada, se abrazó a ella, al no surgir otra opción.
Decidió que ya no podía perder más tiempo, y se encaminó con pasos lentos hacia el armario que reposaba tranquilamente contra la pared. Abrió uno de sus chirriantes cajones y retiró unas hojas de papel que tenían el membrete del hospital.
Se dirigió al pequeño escritorio y apoyó las hojas sobre el mismo. Tuvo que desechar la primera porque al parecer había rozado su guardapolvo y ahora lucía un extraño garabato de sangre.
Retiró un bolígrafo azul del portalápices y comenzó a escribir.
Con el correr de los minutos notó cómo su escritura se iba deformando, las letras se alargaban y estiraban ante sus ojos. Era claro que sus tendones se estaban endureciendo y sus manos adoptaban la forma de una garra animal.
- Me queda poco tiempo- pensó para sí mismo.
Al cabo de un rato logró terminar su cometido. Tomó el papel con las palmas de ambas manos y lo depositó lentamente sobre el cuerpo del chico. Giró torpemente sobre sus talones y avanzó trastabillando en su intento de llegar a la otra mesada de mármol disponible en la morgue. A ese punto ya no lograba pensar con claridad. Se sentía mareado y confundido, perdido en un mar de incógnitas que ya no serían respondidas.
Se tomó un pequeño descanso para recuperar el aire, pero su pecho ya no se inflaba como de costumbre. Sus músculos estaban cada vez más rígidos.
Lastimosamente consiguió sentarse sobre la mesada, se agachó con extrema dificultad y pudo escuchar cómo las vértebras de su espalda crujían como ramas secas.
Tomó el cartón identificatorio y volvió a colgarlo en el dedo gordo de su pie derecho. Luego se recostó en la mesada. No sintió el frío abrazo del mármol, pero eso no le extrañó, los nervios estaban muriendo, y con ellos la percepción de las cosas.
Con el único ojo que le quedaba (el otro y la parte izquierda de su cara habían desaparecido luego de que la bala impactara su rostro), pudo ver como se acercaba el Dr. Santos, el otro patólogo forense encargado de las autopsias, caminando enérgicamente por el pasillo.
- Bien... él sabrá qué hacer.- pensó.
Cubrió su cuerpo con una funda similar a la del muchacho, tuvo tiempo para una última sonrisa y luego todo fue oscuridad...
II
El Dr. Santos entró como una tromba a la sala de autopsias, tal era su costumbre, pero inmediatamente amainó su paso al encontrar la hoja de papel sobre el cuerpo tieso del joven Andrés Valencia. Eran las 2:30 de la madrugada, y en teoría sólo dos personas tenían acceso a la morgue después de las doce de la noche. Una de ellas era él, y la otra yacía muerta en la mesada contigua desde hacía ya más de cuatro horas.
Según los informes policiales, Valencia, el muchacho asesinado, había sido atacado mientras se recuperaba de una deshidratación en una sala intermedia en el ala Este. De acuerdo a los primeros peritajes, el asesino fue sorprendido en el momento del crimen por David Azconzábal, médico forense encargado de la morgue del hospital y compañero de Santos, quien al tratar de detener al asesino fue baleado con consecuencias nefastas, muriendo en el acto. Tres disparos, uno al corazón, uno al cuello y el último al rostro. Tres disparos, cada uno de ellos mortífero por sí solo.
Con ojos vidriosos y al borde de las lágrimas, Santos contempló desde lejos los restos de su colega con inmensa amargura.
Su mirada volvió a posarse sobre el chico, más exactamente sobre la nota que descansaba sobre su pecho. Estiró su brazo izquierdo y la recogió, leyó sus líneas en silencio y muy cuidadosamente. Cuando terminó, se tomó un breve segundo para releerla y observar el cuerpo sin vida de su colega en la mesa de autopsias. Estaba confundido.
Se llevó la mano izquierda a la boca y comprimió su labio inferior con un gesto pensativo.
“Esto no puede ser”- dijo para sus adentros, y sintió como se le aflojaban las rodillas. Miró nuevamente el cuerpo del Dr. Azconzábal, implorando por una
explicación que no llegaría nunca.
A continuación cruzó la habitación primero con pasos vacilantes y luego casi corriendo para abalanzarse sobre el teléfono. El número que marcaba era el 911.
III
Nota encontrada sobre el cadáver de Andrés Valencia por el Dr. Claudio Santos:
A quien corresponda:
Realmente no sé cómo comenzar, ni cuánto tiempo me queda, así que iré directo al grano.
Mientras realizaba un último recorrido por el ala Este antes de marcharme a casa, escuché unos sonidos extraños que salían de la habitación 217, algo así como ruidos de pelea. El sector estaba en completo silencio y no había un alma. Lo primero que pensé es que el paciente de ese cuarto se había caído de su cama o que alguien necesitaba atención urgente. Entré rápidamente en la habitación, y lo que observé me dejó sin aliento.
El Dr. Julio Minelli estaba cabalgado sobre el cuerpo de un paciente (un muchacho joven y delgado), con un bisturí ensangrentado en su mano derecha y un pañuelo en la otra. Al notar mi intromisión se sobresaltó, me miró con ojos enloquecidos y velozmente extrajo un revólver calibre .45 de su cinturón.
Mi último recuerdo consciente es la detonación del arma.
Después de eso y por un breve período de tiempo no hubo nada, absolutamente nada.
Luego llegó el dolor, un dolor terrible y lacerante, como si alguien arrancara toda la piel de mi cuerpo de un solo tirón, como si me estuviera quemando vivo, el dolor de volver a nacer.
No sabía dónde estaba, ni en qué posición me encontraba, hasta que giré la cabeza y vi a mi lado el cuerpo del joven paciente de la 217.
Una voz desconocida tronó en mi cabeza:
- “Tienes poco tiempo, así que ponte a trabajar rápido, haz lo tuyo.”
Sin detenerme a pensarlo dos veces comencé con la autopsia del chico. El examen post mortem revela la extirpación de corazón, riñones y globos oculares, el nivel de las secciones vasculares es compatible con el protocolo de transplantes, por lo que no sería extraño que la intención de Minelli sea el comercio de los mismos en el mercado negro.
En su boca hay restos de paño con esencia de cloroformo (ver evidencia).
Minelli guarda un arma en la cajonera de su oficina, la investigación determinará que se trata del mismo calibre que las balas que se alojan en mi cuerpo.
Esos son los hallazgos más significativos, los cuales pueden conducir a la policía a la detención del criminal. Por favor, vea los medios necesarios para que esto ocurra lo más pronto posible. La justicia debe ser servida, y ahora queda en sus manos.
Es todo, el tiempo se agota rápidamente. Cuiden a mi familia y envíenle todo mi amor.
“La vida encierra muchos misterios, y la muerte es quizá el más grande de todos ellos.”
D. Azconzábal
Médico Forense.
Hospital Santa Helena.



Depeche Mode - Love Will Leave


Depeche Mode - Love Will Leave (2008) remixes

01- Love Will Leave (Electric Zoom Mix) (4:55)
02- Set Me Free (Remotivate Me Release Mix Hj Edit) (4:34)
03- Strangelove (Guitars On @Cid Remix) (7:00)
04- Love Will Leave (Electric Zoom Dub) (7:09)
05- Love In Itself (Realisation Dub) (2:38)
06- Loverman (Bola Remix Data Edit) (3:15)
07- Love Will Leave (Electric Zoom Extended Edit) (9:49)
08- Personal Jesus (Alien Implant Abduction Mix) (5:49)
09- Stalker (The Last Seduction) (9:23)


En el subsuelo del infierno

En el subsuelo del infierno

Espectros infernales me acompañan,
buscando anidar en mí su enojo,
será que ni en el fondo de éste hoyo,
encontrará mi alma el reposo que yo añoro.
En el subsuelo de un infierno inhóspito y gris,
donde siluetas macabras se dejan sentir,
allí.. Con alaridos estremecientes,
escucho sollozar a mucha gente.
caballos de doce patas.. escorpiones con muelas fluorescentes...
golpean las figuras que se arrastran...
...tratando de escapar de un fuego eminente.
Aullidos espeluznantes... gritos escalofriantes,
gemidos de seres infernales..
..que me buscan para diluirme hasta el alma.
Voces feroces llenos de murmullos iracundos,
que salen los gritos a el otro mundo.
Jajajajajajajaja carcajadas llenas de espantos,
gimo, lloro, exclamo!!
Me está quemando...me está quemando!!
Al subsuelo del infierno estoy bajando!!
Quiero escapar pero no puedo,
mis culpas me llegan a pesar...así me condeno!!!
Ayyyyyyyyyyyyyyyy espeluznantes de ahogos en la garganta,
zombies que me cautivan en cadenas brasas!!
Busco los escalones que me llevan al mismo infierno...
..pero no puedo,
porque me estoy batiendo en el subsuelo infernal..
...donde figuras macabras ..sólo me llegan...a besar!!
y lavas incandescentes mis píes logran su magma pisar!!
Ohhhhhhhh de lamentos y de llantos...
...el mismo cuadro que en tierra viví...
..ahora, en éste subsuelo ..me ha tocado a mí!!

Autor: Incola

Tiamat - Amanethes


Gothic
Tiamat - Amanethes (2008)

1. The Temple Of The Crescent Moon
2. Equinox Of The Gods
3. Until The Hellhounds Sleep Again
4. Will They Come?
5. Lucienne
6. Summertime Is Gone
7. Katarraktis Apo Aima
8. Raining Dead Angels
9. Misantropolis
10. Amanitis
11. Meliae
12. Via Dolorosa
13. Circles
14. Amanes


La intrusa - Pedro Orgambide


La intrusa
Pedro Orgambide


Ella tuvo la culpa, señor juez. Hasta entonces, el día que llegó, nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias manos el papel carbónico. En cuanto a esa, me pareció sospechosa desde el primer momento.
Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además, ¡que exageración!, recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían de elogios. Alguno, deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, señor juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que me colman la medida. La intrusa, poco a poco me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y
soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. “González –me dijo el gerente–, lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios”. Veinte años, señor juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor juez, y que le pegué, con todas mis fuerzas. Fui yo quien le pegó con el fierro. Le gritaba y le gritaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como quien dice.

Inkubus Sukkubus - Scien and Nature


Gothic Metal
Inkubus Sukkubus - Scien and Nature (2007)

1. Science And Nature (Pump It Up)
2. Messalina
3. Nightwing
4. Sanctuary
5. Lie With Me
6. Catholic Taste
7. Inner Demon
8. Aryan Adrian
9. Three Women And The Sea
10. Fool
11. The Fallen
12. Sympathy For The Devil


El Cordobazo 29 mayo 1969


El Cordobazo

El 29 de mayo de 1969, Córdoba fue el escenario de una movilización popular que sacudiría a la dictadura de entonces. Tres jornadas de violentos enfrentamientos callejeros se generaron por la cruel represión de la policía y el ejército contra el pueblo. El dictador Onganía había colocado como interventor en Córdoba a Carlos Caballero, un hombre de su confianza, caracterizado por su gorilismo y su ineptitud. En Córdoba, la resistencia a la mal llamada "Revolución Argentina" fue muy importante desde su misma instalación, el 28 de junio de 1966, debido a la comunión entre obreros y estudiantes, siendo uno de los hechos más trágicos la muerte de Santiago Papillon el 7 de septiembre de 1966. La Delegación de la CGT de los Argentinos encabezaba la lucha contra la entrega del capital nacional a los monopolios extranjeros y la opresión al pueblo, la supresión de las conquistas laborales y las garantías y libertades individuales y públicas. Se destacaban los combativos Agustín J. Tosco, Secretario General del Sindicato de Luz y Fuerza y Atilio H. López, un veterano luchador peronista, miembro de la Unión Tranviarios Automotor. A ellos se sumaba la fuerza de los obreros mecánicos. El 14 de mayo de 1969 se reprime una asamblea de obreros de la industria automotriz contra la eliminación del sábado inglés. El 16 la UTA paraliza la ciudad, acompañada por Luz y Fuerza. Mientras tanto en Corrientes matan al estudiante Juan José Cabral y en Rosario a Adolfo Mario Bello.

El 26 las dos centrales obreras cordobesas adheridas a la CGT de los Argentinos y a la conducción de Azopardo proclaman un paro activo para el 29. El acatamiento fue muy impotante y la concentración fue reprimida violentamente, muriendo un obrero de Ika Renault. Luego matan a otro trabajador, lo que produce indignación. El pueblo comienza a formar barricadas y avanza sobre la policía, que se repliega. Ochenta y cinco mil obreros, treinta y cinco mil estudiantes universitarios y quince mil secundarios, junto con amas de casa, comerciantes y profesionales, escribían la historia, dando treinta mártires a la jornada.

Comenzaba el final de un dictador, pero faltaba mucho para derrocar a la dictadura. Las detenciones y persecuciones que se produjeron no sirvieron para aplacar el ansía de justicia y libertad del pueblo. Estos hechos se reproducirían luego en Catamarca, Rosario, Cipolletti, etc., ahogando el deseo de los dictadores de mantenerse en el poder.
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El Clérigo Malvado - H.P.Lovecraft




EL CLÉRIGO MALVADO
H. P. LOVECRAFT

Un hombre grave que parecía inteligente con ropa discreta y barba gris, me hizo pasar a la habitación del ático, y me habló en estos términos:
—Sí, aquí vivió él..., pero le aconsejo que no toque nada. Su curiosidad le vuelve irresponsable. Nosotros jamás subimos aquí de noche; y si lo conservamos todo tal como está, es sólo por su testamento. Ya sabe lo que hizo. Esa abominable sociedad se hizo cargo de todo al final, y no sabemos dónde está enterrado. Ni la ley ni nada lograron llegar hasta esa sociedad.
»——Espero que no se quede aquí hasta el anochecer. Le ruego que no toque lo que hay en la mesa, eso que parece una caja de fósforos. No sabernos qué es, pero sospechamos que tiene que ver con lo que hizo. Incluso evitamos mirarlo demasiado fijamente.
Poco después, el hombre me dejó solo en la habitación del ático. Estaba muy sucia, polvorienta y primitivamente amueblada, pero tenía una elegancia que indicaba que no era el tugurio de un plebeyo. Había estantes repletos de libros clásicos y de teología, y otra librería con tratados de magia: de Paracelso, Alberto Magno, Tritemius, Ilermes Trismegisto, Boreilus y demás, en extraños caracteres cuyos títulos no fui capaz de descifrar. Los muebles eran muy sencillos. Había unapuerta, pero daba acceso tan sólo a un armario empotrado. La única salida era la abertura del suelo, hasta la que llegaba la escalera tosca y empinada. Las ventanas eran de ojo de buey, y las vigas de negro roble revelaban una increíble antigüedad. Evidentemente, esta casa pertenecía a la vieja Europa. Me parecía saber dónde me encontraba, aunque no puedo recordar lo queentonces sabía.
Desde luego, la ciudad no era Londres. Mi impresión es que se trataba de un pequeño puerto de mar.
El objeto de la mesa me fascinó totalmente. Creo que sabia manejarlo, porque saqué una linterna eléctrica —o algo que parecía una linterna— del bolsillo, y comprobé nervioso sus destellos. La luz no era blanca, sino violeta, y el haz que proyectaba era menos un rayo de luz que una especie de bombardeo radiactivo. Recuerdo que yo no la consideraba una linterna corriente: en efecto, llevaba una normal en otro bolsillo.
Estaba oscureciendo, y los antiguos tejados y chimeneas, afuera, parecían muy extraños tras los cristales de las ventanas de ojo de buey. Finalmente, haciendo acopio de valor, apoyé en mi hbro el pequeño objeto de la mesa y enfoqué hacia él los rayos de la peculiar luz violeta. La luz pareció asemejarse aún más a una lluvia o granizo de minúsculas partículas violeta que a un haz continuo de luz.
Al chocar dichas partículas con la vítrea superficie del extraño objeto parecieron producir una crepitación, como el chisporroteo de un tubo vacío al ser atravesado por una lluvia de chispas. La oscura superficie adquirió una incandescencia rojiza, y una forma vaga y blancuzca pareció tomar forma en su centro. Entonces me di cuenta de que no estaba solo en la habitación.., y me guardé el proyector de rayos en el bolsillo.
Pero el recién llegado no habló, ni oí ningún ruido durante los momentos que siguieron. Todo era una vaga pantomima como vista desde inmensa distancia a través de una neblina... Aunque, por otra parte, el recién llegado y todos los que fueron viniendo a continuación aparecían grandes y próximos, como si estuviesen a la vez lejos y cerca,obedeciendo a alguna geometría anormal.
El recién llegado era un hombre flaco y moreno, de estatura media, vestido con el traje clerical de la Iglesia anglicana.
Aparentaba unos treinta años y tenía la tez cetrina, olivácea, y un rostro agradable, pero su frente era anormalmente alta.
Su cabello negro estaba bien cortado y pulcramente peinado y su cara afeitada, si bien le azuleaba el mentón debido al pelo crecido. Usaba gafas sin montura, con aros de acero. Su figura, y las facciones de la mitad inferior de la cara, eran como las de los clérigos que yo había visto, pero su frente era asombrosamente alta, y tenía una expresión más hosca e inteligente, a la vez que más sutil y secretamente perversa.
En ese momento - acababa de encender una débil lámpara de aceite—-. parecía nervioso; y antes de que yo me diese cuenta había empezado a arrojar los libros de magia a una chimenea que había junto a una ventana de la habitación (donde la pared se inclinaba pronunciadamente), en la que no había reparado yo hasta entonces. Las llamas consumían
los volúmenes con avidez, saltando en extraños colores y despidiendo un olor indeciblemente nauseabundo mientras las páginas de misteriosos jeroglíficos y las carcomidas encuadernaciones eran devoradas por el elemento devastador.
De repente, observé que había otras personas en la estancia:
hombres con aspecto grave, vestidos de clérigo, entre los que había uno que llevaba corbatín y calzones de obispo. Aunque no conseguía oír nada, me di cuenta de que estaban comunicando una decisión de enorme trascendencia al primero de los llegados. Parecía que le odiaban y le temían al mismo tiempo, y que tales sentimientos eran recíprocos. Su rostro mantenía una expresión severa; pero observé que, al tratar de agarrar el respaldo de una silla, le temblaba la mano derecha. El obispo le señaló la estantería vacía y la chimenea (donde las flamas se habían apagado en medio de un montón de residuos carbonizados e informes), preso al parecer de especial disgusto. El primero de los recién llegados esbozó entonces una sonrisa forzada, y extendió la mano izquierda hacia el pequeño objeto de la mesa. Todos parecieron sobresaltarse. El cortejo de clérigos comenzó a desfilar por la empinada escalera, a través de la trampa del suelo, al tiempo que se volvían y hacían gestos amenazadores al desaparecer.
El obispo fue el último en abandonar la habitación.
El que había llegado primero fue a un armario del fondo y sacó un rollo de cuerda. Subió a una silla, ató un extremo a un gancho que colgaba de la gran viga central de negro roble y empezó a hacer un nudo corredizo en el otro extremo.
Comprendiendo que se iba a ahorcar, corrí con idea de disuadirle o salvarle. Entonces me vio, suspendió los preparativos y miró con una especie de triunfo que me desconcertó y me llenó de inquietud. Descendió lentamente de la silla y empezó a avanzar hacia mí con una sonrisa claramente lobuna en su rostro oscuro de delgados labios.
Sentí que me encontraba en un peligro mortal y saqué el extraño proyector de rayos como arma de defensa. No sé por qué, pensaba que me sería de ayuda. Se lo enfoqué de lleno a la cara y vi inflamarse sus facciones cetrinas, con una luz violeta primero y luego rosada. Su expresión de exultación lobuna empezó a dejar paso a otra de profundo temor, aunque no llegó a borrársele enteramente. Se detuvo en seco; y agitando los brazos violentamente en el aire, empezó a retroceder tambaleante. Vi que se acercaba a la abertura del suelo y grité para prevenirle; pero no me oyó. Un instante después. trastabilló hacia atrás. cayó por la abertura y desapareció de mi vista.
Me costó avanzar hasta la trampilla de la escalera. pero al llegar descubrí que no había ningún cuerpo aplastado en el piso de abajo. En vez de eso. me llegó el rumor de gentes que subían con linternas; se había roto el momento de silencio fantasmal y otra vez oía ruidos y veía figuras normalmente tridimensionales. Era evidente que algo había atraído a la multitud a este lugar. ¿Se había producido algún ruido que yo no había oído? A continuación, los dos hombres (simples vecinos del pueblo, al parecer) que iban a la cabeza me vieron de lejos, y se quedaron paralizados. Uno de ellos gritó de forma atronadora:
—¡Ahhh!... ¿Conque eres tú? ¿Otra vez?
Entonces dieron media vuelta y huyeron frenéticamente.
Todos menos uno. Cuando la multitud hubo desaparecido vi al hombre grave de barba gris que me había traído a este lugar, de pie, solo, con una linterna. Me miraba boquiabierto, fascinado, pero no con temor. Luego empezó a subir la escalera, y se reunió conmigo en el ático. Dijo:
¡Así que no ha dejado eso en paz! Lo siento. Sé lo que ha pasado. Ya ocurrió en otra ocasión, pero el hombre se asusto y se pegó un tiro. No debía haberle hecho volver. Usted sabe qué es lo que él quiere. Pero no debe asustarse como se asustó el otro. Le ha sucedido algo muy extraño y terrible,aunque no hasta el extremo de dañarle la mente y la personalidad. Si conserva la sangre fría, y acepta la necesidad de efectuar ciertos reajustes radicales en su vida, podrá seguir gozando de la existencia y de los frutos de su saber. Pero no puede vivir aquí, y no creo que desee regresar a Londres. Mi consejo es que se vaya a América.
No debe volver a tocar ese... objeto. Ahora, ya nada puede ser como antes. El hacer —o invocar— cualquier cosa no serviría sino para empeorar la situación. No ha salido usted tan mal parado como habría podido ocurrir..., pero tiene que marcharse de aquí inmediatamente, y establecerse en otra parte. Puede dar gracias al cielo de que no haya sido más grave.
»—-Se lo explicaré con la mayor franqueza posible. Se ha operado cierto cambio en... su aspecto personal. Es algo que él siempre provoca. Pero en un país nuevo, usted puede acostumbrarse a ese cambio. Allí, en el otro extremo de la habitación, hay un espejo; se lo traeré. Va a sufrir una fuerte impresión.. aunque no será nada repulsivo.
Me eché a temblar, dominado por un miedo mortal; el hombre barbado casi tuvo que sostenerme mientras me acompañaba hasta el espejo, con la débil lámpara (es decir, la que antes estaba sobre la mesa, no el farol, más débil aún,que él había traído) en la mano. Y lo que ví en el espejo fue esto:
Un hombre flaco y moreno, de estatura media, y vestido con el traje clerical de la Iglesia anglicana, de unos treinta años, y con unos lentes sin montura y aros de acero, cuyos cristales brillaban bajo su frente cetrina, olivácea, normalmente alta.
Era el individuo silencioso que había llegado el primero y había quemado los libros.
¡Durante el resto de mi vida, físicamente, yo iba a ser ese hombre!



Héroes y Villanos - Angela Carter


Héroes y Villanos - Angela Carter

Marianne tenía ojos penetrantes, fríos, y mal genio, pero su padre la amaba. El padre era Profesor de Historia; en el comedor familiar, sobre el aparador en que guardaban la heredada vajilla de acero inoxidable, tenía un reloj al que daba cuerda todas las mañanas. Marianne pensaba que el reloj era la mascota de su padre, como lo fuera el conejito para ella, pero el conejito murió pronto y se lo entregaron al Profesor de Biología para que lo destripara, mientras que el reloj continuó con su inescrutable tic-tac. Marianne concluyó, pues, que el reloj era inmortal, pero esto no la impresionó. Mientras comía, sentada a la mesa, observaba con indiferencia el movimiento de las manecillas, pero nunca sentía que el tiempo pasase, pues estaba congelado alrededor de ella en ese apartado lugar, donde una quietud pastoral se adueñaba de todo y el infatigable reloj tallaba las horas en esculturas de hielo.
(Así empieza Héroes y villanos...)


Within Temptation - The rare, the best


Within Temptation - The rare, the best (2007)

01- Towards the end
02- Destroyed (demo)
03- The Howling
04- Deep Within
05- Deceiver of fools
06- Ice queen
07- Gatekeeper
08- Jane Doe
09- What Have you Done (rock mix)
10- Enter
11- Running up that Hill
12- Grace
13- Overcome
14- Candles
15- The Other half of me
16- What have you Done (single version)



Bocas del Tiempo (cuentos cortos) - Eduardo Galeano




Bocas del tiempo
Eduardo Galeano

El viaje
Oriol Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo.
Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien.
Otros médicos, que se ocupan de los ya vividos, dicen que los viejos, al fin de sus días, mueren queriendo alzar los brazos.
Y así es la cosa, por muchas vueltas que le demos al asunto, y por muchas palabras que le pongamos. A eso, así de simple, se reduce todo: entre dos aleteos, sin más explicación, transcurre el viaje.

Huellas
Una pareja venía caminando por la sabana, en el oriente del África, mientras nacía la estación de las lluvias. Aquella mujer y aquel hombre todavía se parecían bastante a los monos, la verdad sea dicha, aunque ya andaban erguidos y no ten ían rabo.
Un volcán cercano, ahora llamado Sadiman, estaba echando cenizas por la boca. El cenizal guardó los pasos de la pareja, desde aquel tiempo, a través de todos los tiempos. Bajo el manto gris han quedado, intactas, las huellas. Y esos pies nos dicen, ahora, que aquella Eva y aquel Adán venían caminando juntos, cuando a cierta altura ella se detuvo, se desvió y caminó unos pasos por su cuenta. Después, volvió al camino compartido.
Las huellas humanas más antiguas han dejado la marca de una duda.
Algunos añitos han pasado. La duda sigue.

El nacimiento
El hospital público, ubicado en el barrio más copetudo de Río de Janeiro, atendía a mil pacientes por día. Eran, casi todos, pobres o pobrísimos.
Un médico de guardia contó a Juan Bedoian: -La semana pasada, tuve que elegir entre dos nenas recién nacidas. Aquí hay un solo respirador artificial. Ellas llegaron al mismo tiempo, ya moribundas, y yo tuve que decidir cuál iba a vivir.
Yo no soy quién, pensó el médico: que decida Dios.
Pero Dios no dijo nada.
Eligiera a quien eligiera, el médico iba a cometer un crimen. Si no hacía nada, cometía dos.
No había tiempo para la duda. Las nenas estaban en las últimas, ya yéndose de este mundo.
El médico cerró los ojos. Una fue condenada a morir, y la otra fue condenada a vivir.

Primeras letras
De los topos, aprendimos a hacer túneles.
De los castores, aprendimos a hacer diques.
De los pájaros, aprendimos a hacer casas.
De las arañas, aprendimo s a tejer.
Del tronco que rodaba cuesta abajo, aprendimos la rueda.
Del tronco que flotaba a la deriva, aprendimos la nave.
Del viento, aprendimos la vela.
¿Quién nos habrá enseñado las malas mañas? ¿De quién
aprendimos a atormentar al prójim o y a humillar al mundo?


Instrucciones para triunfar en el oficio
Hace mil años, dijo el sultán de Persia:
-Qué rica.
Él nunca había probado la berenjena, y la estaba comiendo en rodajas aderezadas con jengibre y hierbas del Nilo.
Entonces el poeta de la corte exaltó a la berenjena, que da placer a la boca y en el lecho hace milagros, porque para las proezas del amor es más poderosa que el polvo de diente de tigre o el cuerno rallado de rinoceronte.
Un par de bocados después, el sultán dijo:
-Qué porquería.
Y entonces el poeta de la corte maldijo a la engañosa berenjena, que castiga la digestión, llena la cabeza de malos pensamientos y empuja a los hombres virtuosos al abismo del delirio y la locura.
-Recién llevaste a la berenjena al Paraíso, y ahora la estás echando al infierno –comentó un insidioso.
Y el poeta, que era un profeta de los medios masivos de comunicación, puso las cosas en su lugar:
-Yo soy cortesano del sultán. No soy cortesano de l a berenjena.

La historia que pudo ser
Cristóbal Colón no consiguió descubrir América, porque no tenía visa y ni siquiera tenía pasaporte.
A Pedro Alvares Cabral le prohibieron desembarcar en Brasil, porque podía contagi ar la viruela, el sarampión, la gripe y otras pestes desconocidas en el país.
Hernán Cortés y Francisco Pizarro se quedaron con las ganas de conquistar México y Perú, porque carecían de permiso de trabajo.
Pedro de Alvarado rebotó en Guatemala y Pedro de Valdivia no pudo entrar en Chile, porque no llevaban certificados policiales de buena conducta.
Los peregrinos del Mayflower fueron devueltos a la mar, porque en las costas de Massachusetts no había cuotas abiertas de inmigración.

El paso del tiempo
Seis siglos después de su fundación, Roma decidió que el año empezaría el primer día de enero.
Hasta entonces, cada año nacía el 15 de marzo.
No hubo más remedio que cambiar la fecha, por razón de guerra.
España ardía. La rebelión, que desafiaba el poderío imperial y devoraba miles y más miles de legionarios, obligó a Roma a cambiar la cuenta de sus días y los ciclos de sus asuntos de estado.
Largos años duró el alzamiento, hasta que por fin la ciudad de Numancia, la capital de los rebeldes hispanos, fue sitiada, incendiada y arrasada.
En una colina rodeada de campos de trigo, a orillas del río Duero, yacen sus restos. Casi nada ha quedado de esta ciudad
que cambió, para siempre, el calendario universal.
Pero a la medianoche de cada 31 de diciembre, cuando alzamos las copas, brindamos por ella, aunque no lo sepamos, para que sigan naciendo los libres y los años.

El puerto
La abuela Raquel estaba ciega cuando murió. Pero tiempo después, en el sueño de Helena, la abuela veía.
En el sueño, la abuela no tenía un montón de años, ni era un puñado de cansados huesitos: ella era nueva, era una niña de cuatro años que estaba culminando la travesía de la mar desde la remota Besarabia, una emigrante entre muchos emigrantes. En la cubierta del barco, la abuela pedía a Helena que la alzara, porque el barco estaba llegando y ella quería ver el puerto de Buenos Aires.
Y así, en el sueño, alzada en brazos de su nieta, la abuela ciega veía el puerto del país desconocido donde iba a vivir toda su vida.

El vuelo de los años
Cuando llega el otoño, millones y millones de mariposas inician su largo viaje hacia el sur, desde las tierras frías de la América del Norte.
Un río fluye, entonces, a lo largo del cielo: el suave oleaje, olas de alas, va dejando, a su paso, un esplendor de color naranja en las alturas. Las mariposas vuelan sobre montañas y praderas y playas y ciudades y desiertos.
Pesan poco más que el aire. Durante los cuatro mil quilómetros de travesía, unas cuantas caen volteadas por el cansancio, los vientos o las lluvias; pero las muchas que resisten aterrizan, por fin, en los bosques del centro de México.
Allí descubren ese reino jamás visto, que desde lejos las llamaba.
Para volar han nacido: para volar este vuelo. Después, regresan a casa. Y allá en el norte, mueren.
Al año siguiente, cuando llega el otoño, millones y millones de mariposas inician su largo viaje…

Los emigrantes, ahora
Desde siempre, las mariposas y las golondrinas y los flamencos vuelan huyendo del frío, año tras año, y nadan las ballenas en busca de otra mar y los salmones y las truchas en busca de sus ríos. Ellos viajan miles de leguas, por los libres caminos del aire y del agua.
No son libres, en cambio, los caminos del éxodo humano.
En inmensas caravanas, marchan los fugitivos de la vida imposible.
Viajan desde el sur hacia el norte y desde el sol naciente hacia el poniente.
Les han robado su lugar en el mundo. Han sido despojados de sus trabajos y sus tierras. Muchos huyen de las guerras, pero muchos más huyen de los salarios exterminados y de los suelos arrasados.
Los náufragos de la globalización peregrinan inventando caminos, queriendo casa, golpeando puertas: las puertas que se abren, mágicamente, al paso del dinero, se cierran en sus narices. Algunos consiguen colarse. Otros son cadáveres que la mar entrega a las orillas prohibidas, o cuerpos sin nombre que yacen bajo tierra en el otro mundo adonde querían llegar.
Sebastião Salgado los ha fotografiado, en cuarenta países, durante varios años. De su largo trabajo, quedan trescientas imágenes. Y las trescientas imágenes de esta inmensa desventura humana caben, todas, en un segundo. Suma solamente un segundo toda la luz que ha entrado en la cámara, a lo largo de tantas fotografías: apenas una guiñada en los ojos del sol, no más que un instantito en la memoria del tiempo.

La trama del tiempo
Tenía cinco años cuando se fue.
Creció en otro país, habló otra lengua.
Cuando regresó, ya había vivido mucha vida.
Felisa Ortega llegó a la ciudad de Bilbao, subió a lo alto del monte Artxanda y anduvo el camino, que no había olvidado, hacia la casa que había sido su casa.
Todo le parecía pequeño, encogido por los años; y le daba vergüenza que los vecinos escucharan los golpes de tambor que le sacudían el pecho.
No encontró su triciclo, ni los sillones de mimbre de colores, ni la mesa de la cocina donde su madre, que le leía cuentos, había cortado de un tijeretazo al lobo que la hacía llorar. Tampoco encontró el balcón, desde donde había visto los aviones alemanes que iban a bombardear Guernica.
Al rato, los vecinos se animaron a decírselo: no, esta casa no era su casa. Su casa había sido aniquilada. Ésta que ella estaba viendo se había construido sobre las ruinas.
Entonces, alguien apareció, desde el fondo del tiempo. Alguien que dijo:
-Soy Elena.
Se gastaron abrazándose.
Mucho habían corrido, juntas, en aquellas arboledas de la infancia.
Y dijo Elena:
-Tengo algo para ti.
Y le trajo una fuente de porcelana blanca, con dibujos azules.
Felisa la reconoció. Su madre ofrecía, en esa fuente, las galletitas de avellanas que hacía para todos.
Elena la había encontrado, intacta, entre los escombros, y se la había guardado durante cincuenta y ocho años.

La ruta de los salmones
A poco de nacer, los salmones abandonan sus ríos y se marchan a la mar.
En aguas lejanas pasan la vida, hasta que emprenden el largo viaje de regreso.
Desde la mar, remontan los ríos. Guiados por alguna brújula secreta, nadan a contracorriente, sin detenerse nunca, saltando a través de las cascadas y de los pedregales. Al cabo de muchas leguas, llegan al lugar donde nacieron.
Vuelven para parir y morir.
En las aguas saladas, han crecido mucho y han cambiado de color. Llegan convertidos en peces enormes, que del rosa pálido han pasado al naranja rojizo, o al azul de plata, o al verdinegro.
El tiempo ha transcurrido, y los salmones ya no son los que eran. Tampoco su lugar es el que era. Las aguas transparentes de su reino de origen y destino están cada vez menos transparentes, y cada vez se ve menos el fondo de grava y rocas. Los salmones han cambiado y su lugar también ha cambiado. Pero ellos llevan millones de años creyendo que el regreso existe, y que no mienten los pasajes de ida y vuelta.

El paso del tiempo
Seis siglos después de su fundación, Roma decidió que el año empezaría el primer día de enero.
Hasta entonces, cada año nacía el 15 de marzo.
No hubo más remedio que cambiar la fecha, por razón de guerra.
España ardía. La rebelión, que desafiaba el poderío imperial y devoraba miles y más miles de legionarios, obligó a Roma a cambiar la cuenta de sus días y los ciclos de sus asuntos de Estado.
Largos años duró el alzamiento, hasta que por fin la ciudad de Numancia, la capital de los rebeldes hispanos, fue sitiada, incendiada y arrasada.
En una colina rodeada de campos de trigo, a orillas del río Duero, yacen sus restos. Casi nada ha quedado de esta ciudad que cambió, para siempre, el calendario universal.
Pero a la medianoche de cada 31 de diciembre, cuando alzamos las copas, brindamos por ella, aunque no lo sepamos, para que sigan naciendo los libres y los años.


Si fuera posible, Comandante

Si Fuera Posible Comandante

Ah, si fuera posible sanarte
colocarte toda la carne , y toda la piel
y encauzar los ríos de tu sangre
y devolverte el alma y sacarte las balas
para devolverte el hombre .

Ah si fuera posible
reintregrarte tu uniforme
Comandante, temblarían los opresores
con solo pensarte.

Ah¡ si fuera posible
traerte tus soldados,
a la Tania a Camilo a Raúl,
otorgarles la posibilidad de rescatarnos.

Si fuera posible
lamer tu sudor y empaparnos
de tu hombría.
Vestirte de nuevo
con botas de plomo
y corazón de ángel.

Ah si fuera posible encontrar
tu fusil y tus palabras y tu sangre
bebida por la tierra y tu llanto
mordido por los dientes
temblarían los imperios
con solo nombrarte.

Diana Olmedo
Fuente

Gothic Melancholy Vol. 9


Gothic Melancholy Vol. 9


01-Autumn - Gallery Of Reality
02- Blutengel - Any Chance
03- Chiasm - Delay
04- Collide - Tempted
05- Demora - When Lights Go Out
06- Entwine - Refill My Soul
07- Epica - Run For A Fall (Acoustic)
08- Flowing Tears - Serpentine
09- HIM - Wicked Game
10- Project Pitchfork - Existence
11- Sirenia - Save Me From Myself
12- The Crüxshadows - Satellite
13- The Gathering - Confusion
14- Theatre Of Tragedy - Venus
15- ToDieFor - In The Heat Of The Night
16- Within Temptation - The Swan Song


Las Babas del Diablo - Julio Cortázar


Dibujo de Ricardo Carpani

Las Babas del Diablo
Julio Cortázar

Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos

Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina siguiera sola (porque escribo a máquina), sería la perfección. Y no es un modo de decir. La perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contar es también una máquina (de otra especie, una Contax 1. 1.2) y a lo mejor puede ser que una máquina sepa más de otra máquina que yo, tú, ella-la mujer rubia-y las nubes. Pero de tonto sólo tengo la suerte, y sé que si me voy, esta Remington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de doblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven. Entonces tengo que escribir. Uno de todos nosotros tiene que escribir, si es que todo esto va a ser contado. Mejor que sea yo que estoy muerto, que estoy menos comprometido que el resto; yo que no veo más que las nubes y puedo pensar sin distraerme, escribir sin distraerme (ahí pasa otra, con un borde gris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy muerto (y vivo, no se trata de engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el momento, porque de alguna manera tengo que arrancar y he empezado por esta punta, la de atrás, la del comienzo, que al fin y al cabo es la mejor de las puntas cuando se quiere contar algo).

De repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara a preguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente por qué acepta una invitación a cenar (ahora pasa una paloma, y me parece que un gorrión) o por qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento, en seguida empieza como una cosquilla en el estómago y no se está tranquilo hasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el cuento; recién entonces uno está bien, está contento y puede volverse a su trabajo. Que yo sepa nadie ha explicado esto, de manera que lo mejor es dejarse de pudores y contar, porque al fin y al cabo nadie se averguenza de respirar o de ponerse los zapatos; son cosas, que se hacen, y cuando pasa algo raro, cuando dentro del zapato encontramos una araña o al respirar se siente como un vidrio roto, entonces hay que contar lo que pasa, contarlo a los muchachos de la oficina o al médico. Ay, doctor, cada vez que respiro... Siempre contarlo, siempre quitarse esa cosquilla molesta del estómago.

Y ya que vamos a contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la escalera de esta casa hasta el domingo 7 de noviembre, justo un mes atrás. Uno baja cinco pisos y ya está en el domingo, con un sol insospechado para noviembre en París, con muchísimas ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacar fotos (porque éramos fotógrafos, soy fotógrafo). Ya sé que lo más difícil va a ser encontrar la manera de contarlo, y no tengo miedo de repetirme. Va a ser difícil porque nadie sabe bien quién es el que verdaderamente está contando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y a veces una paloma) o si sencillamente cuento una verdad que es solamente mi verdad, y entonces no es la verdad salvo para mi estómago, para estas ganas de salir corriendo y acabar de alguna manera con esto, sea lo que fuere.

Vamos a contarlo despacio, ya se irá viendo qué ocurre a medida que lo escribo. Si me sustituyen, si ya no sé qué decir, si se acaban las nubes y empieza alguna otra cosa (porque no puede ser que esto sea estar viendo continuamente nubes que pasan, y a veces una paloma), si algo de todo eso... Y después del «si», ¿qué voy a poner, cómo voy a clausurar correctamente la oración? Pero si empiezo a hacer preguntas no contaré nada; mejor contar, quizá contar sea como una respuesta, por lo menos para alguno que lo lea.

Roberto Michel, franco-chileno, traductor y fotógrafo aficionado a sus horas, salió del número 11 de la rue Monsieur LePrince el domingo 7 de noviembre del año en curso (ahora pasan dos más pequeñas, con los bordes plateados). Llevaba tres semanas trabajando en la versión al francés del tratado sobre recusaciones y recursos de José Norberto Allende, profesor en la Universidad de Santiago. Es raro que haya viento en París, y mucho menos un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando las viejas persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señoras comentaban de diversas maneras la inestabilidad del tiempo en estos últimos años. Pero el sol estaba también ahí, cabalgando el viento y amigo de los gatos, por lo cual nada me impediría dar una vuelta por los muelles del Sena y sacar unas fotos de la Conserjería y la Sainte-Chapelle. Eran apenas las diez, y calculé que hacia las once tendría buena luz, la mejor posible en otoño; para perder tiempo derivé hasta la isla Saint & endash; Louis y me puse a andar por el Quai d'Anjou, miré un rato el hotel de Lauzun, me recité unos fragmentos de Apollinaire que siempre me vienen a la cabeza cuando paso delante del hotel de Lauzun (y eso que debería acordarme de otro poeta, pero Michel es un porfiado), y cuando de golpe cesó el viento y el sol se puso por lo menos dos veces más grande (quiero decir más tibio, pero en realidad es lo mismo), me senté en el parapeto y me sentí terriblemente feliz en la mañana del domingo.

Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños, pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros. No se trata de estar acechando la mentira como cualquier reporter, y atrapar la estúpida silueta del personajón que sale del número 10 de Downing Street, pero de todas maneras cuando se anda con la cámara hay como el deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en una vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con un pan o una botella de leche. Michel sabía que el fotógrafo opera siempre como una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa (ahora pasa una gran nube casi negra), pero no desconfiaba, sabedor de que le bastaba salir sin la Contax para recuperar el tono distraído, la visión sin encuadre, la luz sin diafragma ni 1/25O. Ahora mismo (qué palabra, ahora, qué estúpida mentira) podía quedarme sentado en el pretil sobre el río, mirando pasar las pinazas negras y rojas, sin que se me ocurriera pensar fotográficamente las escenas, nada más que dejándome ir en el dejarse ir de las cosas, corriendo inmóvil con el tiempo. Y ya no soplaba viento.

Después seguí por el Quai de Bourbon hasta llegar a la punta de la isla, donde la íntima placita (íntima por pequeña y no por recatada, pues da todo el pecho al río y al cielo) me gusta y me regusta. No había más que una pareja y, claro, palomas; quizá alguna de las que ahora pasan por lo que estoy viendo. De un salto me instalé en el parapeto y me dejé envolver y atar por el sol, dándole la cara, las orejas, las dos manos (guardé los guantes en el bolsillo). No tenía ganas de sacar fotos, y encendí un cigarrillo por hacer algo; creo que en el momento en que acercaba el fósforo al tabaco vi por primera vez al muchachito.

Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con su madre, aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con su madre, de que era una pareja en el sentido que damos siempre a las parejas cuando las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas en los bancos de las plazas. Como no tenía nada que hacer me sobraba tiempo para preguntarme por qué el muchachito estaba tan nervioso, tan como un potrillo o una liebre, metiendo las manos en los bolsillos, sacando en seguida una y después la otra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todo por qué tenía miedo, pues eso se lo adivinaba en cada gesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un impulso de echarse atrás que se advertía como si su cuerpo es tuviera al borde de la huida, con teniéndose en un último y lastimoso decoro.

Tan claro era todo eso, ahí a cinco metros-y estábamos solos contra el parapeto, en la punta de la isla-, que al principio el miedo del chico no me dejó ver bien a la mujer rubia. Ahora, pensándolo, la veo mucho mejor en ese primer momento en que le leí la cara (de golpe había girado como una veleta de cobre, y los ojos, los ojos estaban ahí), cuando comprendí vagamente lo que podía estar ocurriéndole al chico y me dije que valía la pena quedarse y mirar (el viento se llevaba las palabras, los apenas murmullos). Creo que sé mirar, si es que algo sé, y que todo mirar rezuma falsedad, porque es lo que nos arroja más afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía, en tanto que oler, o (pero Michel se bifurca fácilmente , no hay que dejarlo que declame a gusto). De todas maneras, si de antemano se prevé la probable falsedad, mirar se vuelve posible; basta quizá elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena. Y. claro, todo esto es más bien difícil.

Del chico recuerdo la imagen antes que el verdadero cuerpo (esto se entenderá después), mientras que ahora estoy seguro que de la mujer recuerdo mucho mejor su cuerpo que su imagen. Era delgada y esbelta, dos palabras injustas para decir lo que era, y vestía un abrigo de piel casi negro, casi largo, casi hermoso. Todo el viento de esa mañana (ahora soplaba apenas, y no hacía frío) le había pasado por el pelo rubio que recortaba su cara blanca y sombría-dos palabras injustas-y dejaba al mundo de pie y horriblemente solo delante de sus ojos negros, sus ojos que caían sobre las cosas como dos águilas, dos saltos al vacío, dos ráfagas de fango verde. No describo nada, trato más bien de entender. Y he dicho dos ráfagas de fango verde.

Seamos justos, el chico estaba bastante bien vestido y llevaba unos guantes amarillos que yo hubiera jurado que eran de su hermano mayor, estudiante de derecho o ciencias sociales; era gracioso ver los dedos de los guantes saliendo del bolsillo de la chaqueta. Largo rato no le vi la cara, apenas un perfil nada tonto- pájaro azorado, ángel de Fra Filippo, arroz con leche y una espalda de adolescente que quiere hacer judo y que se ha peleado un par de veces por una idea o una hermana. Al filo de los catorce, quizá de los quince, se le adivinaba vestido y alimentado por sus padres, pero sin un centavo en el bolsillo, teniendo que deliberar con los camaradas antes de decidirse por un café, un coñac, un atado de cigarrillos. Andaría por las calles pensando en las condiscípulas, en lo bueno que sería ir al cine y ver la última película, o comprar novelas o corbatas o botellas de licor con etiquetas verdes y blancas. En su casa (su casa sería respetable, sería almuerzo a las doce y paisajes románticos en las paredes, con un oscuro recibimiento y un paragüero de caoba al lado de la puerta) llovería despacio el tiempo de estudiar, de ser la esperanza de mamá, de parecerse a papá, de escribir a la tía de Avignon. Por eso tanta calle, todo el río para él (pero sin un centavo) y la ciudad misteriosa de los quince años, con sus signos en las puertas, sus gatos estremecedores, el cartucho de papas fritas a treinta francos, la revista pornográfica doblada en cuatro, la soledad como un vacío en los bolsillos, los encuentros felices, el fervor por tanta cosa incomprendida pero iluminada por un amor total, por la disponibilidad parecida al viento y a las calles.

Esta biografía era la del chico y la de cualquier chico, pero a éste lo veía ahora aislado, vuelto único por la presencia de la mujer rubia que seguía hablándole. (Me cansa insistir, pero acaban de pasar dos largas nubes desflecadas. Pienso que aquella mañana no miré ni una sola vez el cielo, porque tan pronto presentí lo que pasaba con el chico y la mujer no pude más que mirarlos y esperar, mirarlos y...). Resumiendo, el chico estaba inquieto y se podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocos minutos antes, a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta la punta de la isla, vio a la mujer y la encontró admirable. La mujer esperaba eso porque estaba ahí para esperar eso, o quizá el chico llegó antes y ella lo vio desde un balcón o desde un auto, y salió a su encuentro, provocando el diálogo con cualquier cosa, segura desde el comienzo de que él iba a tenerle miedo y a querer escaparse, y que naturalmente se quedaría, engallado y hosco, fingiendo la veteranía y el placer de la aventura. El resto era fácil porque estaba ocurriendo a cinco metros de mí y cualquiera hubiese podido medir las etapas del juego, la esgrima irrisoria; su mayor encanto no era su presente, sino la previsión del desenlace. El muchacho acabaría por pretextar una cita, una obligación cualquiera, y se alejaría tropezando y confundido, queriendo caminar con desenvoltura, desnudo bajo la mirada burlona que lo seguiría hasta el final. o bien se quedaría, fascinado o simplemente incapaz de tomar la iniciativa, y la mujer empezaría a acariciarle la cara, a despeinarlo, hablándole ya sin voz, y de pronto lo tomaría del brazo para llevárselo, a menos que él, con una desazón que quizá empezara a teñir el deseo, el riesgo de la aventura, se animase a pasarle el brazo por la cintura y a besarla. Todo esto podía ocurrir, pero aún no ocurría, y perversamente Michel esperaba, sentado en el pretil, aprontando casi sin darse cuenta la cámara para sacar una foto pintoresca en un rincón de la isla con una pareja nada común hablando y mirándose.

Curioso que la escena (la nada, casi: dos que están ahí, desigualmente jóvenes) tuviera como un aura inquietante. Pensé que eso lo ponía yo, y que mi foto, si la sacaba, restituiría las cosas a su tonta verdad. Me hubiera gustado saber qué pensaba el hombre del sombrero gris sentado al volante del auto detenido en el muelle que lleva a la pasarela, y que leía el diario o dormía. Acababa de descubrirlo porque la gente dentro de un auto detenido casi desaparece , se pierde en esa mísera jaula privada de la belleza que le dan el movimiento y el peligro. Y sin embargo el auto había estado ahí todo el tiempo, formando parte (o deformando esa parte) de la isla. Un auto: como decir un farol de alumbrado, un banco de plaza. Nunca el viento, la luz del sol, esas materias siempre nuevas para la piel y los ojos, y también el chico y la mujer, únicos, puestos ahí para alterar la isla, para mostrármela de otra manera. En fin, bien podía suceder que también el hombre del diario estuviera atento a lo que pasaba y sintiera como yo ese regusto maligno de toda expectativa. Ahora la mujer había girado suavemente hasta poner al muchachito entre ella y el parapeto, los veía casi de perfil y él era más alto, pero no mucho más alto, y sin embargo ella lo sobraba, parecía como cernida sobre él (su risa, de repente, un látigo de plumas), aplastándolo con sólo estar ahí, sonreír, pasear una mano por el aire. ¿Por qué esperar más? Con un diafragma dieciséis, con un encuadre donde no entrara el horrible auto negro, pero sí ese árbol, necesario para quebrar un espacio demasiado gris...

Levanté la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me quedé al acecho, seguro de que atraparía por fin el gesto revelador, la expresión que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen rígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible fracción esencial. No tuve que esperar mucho. La mujer avanzaba en su tarea de maniatar suavemente al chico, de quitarle fibra a fibra sus últimos restos de libertad, en una lentísima tortura deliciosa. Imaginé los finales posibles (ahora asoma una pequeña nube espumosa, casi sola en el cielo), preví la llegada a la casa (un piso bajo probablemente, que ella saturaría de almohadones y de gatos) y sospeché el azoramiento del chico y su decisión desesperada de disimularlo y de dejarse llevar fingiendo que nada le era nuevo. Cerrando los ojos, si es que los cerré, puse en orden la escena, los besos burlones, la mujer rechazando con dulzura las manos que pretenderían desnudarla como en las novelas, en una cama que tendría un edredón lila, y obligándolo en cambio a dejarse quitar la ropa, verdaderamente madre e hijo bajo una luz amarilla de opalinas, y todo acabaría como siempre, quizá, pero quizá todo fuera de otro modo, y la iniciación del adolescente no pasara, no la dejaran pasar, de un largo proemio donde las torpezas, las caricias exasperantes, la carrera de las manos se resolviera quién sabe en qué, en un placer por separado y solitario, en una petulante negativa mezclada con el arte de fatigar y desconcertar tanta inocencia lastimada. Podía ser así, podía muy bien ser así; aquella mujer no buscaba un amante en el chico, y a la vez se lo adueñaba para un fin imposible de entender si no lo imaginaba como un juego cruel, deseo de desear sin satisfacción, de excitarse para algún otro, alguien que de ninguna manera podía ser ese chico.

Michel es culpable de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes. Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá las claves suficientes para acertar con la verdad. Antes de que se fuera, y ahora que llenaría mi recuerdo durante muchos días, porque soy propenso a la rumia, decidí no perder un momento más. Metí todo en el visor (con el árbol, el pretil, el sol de las once) y tomé la foto. A tiempo para comprender que los dos se habían dado cuenta y que me estaban mirando, el chico sorprendido y como interrogante, pero ella irritada, resueltamente hostiles su cuerpo y su cara que se sabían robados, ignominiosamente presos en una pequeña imagen química.

Lo podría contar con mucho detalle, pero no vale la pena. La mujer habló de que nadie tenía derecho a tomar una foto sin permiso, y exigió que le entregara el rollo de película. Todo esto con una voz seca y clara, de buen acento de París, que iba subiendo de color y de tono a cada frase. Por mi parte se me importaba muy poco darle o no el rollo de película, pero cualquiera que me conozca sabe que las cosas hay que pedírmelas por las buenas. El resultado es que me limité a formular la opinión de que la fotografía no sólo no está prohibida en los lugares públicos, sino que cuenta con el más decidido favor oficial y privado. Y mientras se lo decía gozaba socarronamente de cómo el chico se replegaba, se iba quedando atrás-con sólo no moverse-y de golpe (parecía casi increíble) se volvía y echaba a correr, creyendo el pobre que caminaba y en realidad huyendo a la carrera, pasando al lado del auto, perdiéndose como un hilo de la Virgen en el aire de la mañana.

Pero los hilos de la Virgen se llaman también babas del diablo, y Michel tuvo que aguantar minuciosas imprecaciones, oírse llamar entrometido e imbécil, mientras se esmeraba deliberadamente en sonreír y declinar, con simples movimientos de cabeza, tanto envío barato. Cuando empezaba a cansarme, oí golpear la portezuela de un auto. El hombre del sombrero gris estaba ahí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en la comedia.

Empezó a caminar hacia nosotros, llevando en la mano el diario que había pretendido leer. De lo que mejor me acuerdo es de la mueca que le ladeaba la boca, le cubría la cara de arrugas, algo cambiaba de lugar y forma porque la boca le temblaba y la mueca iba de un lado a otro de los labios como una cosa independiente y viva, ajena a la voluntad. Pero todo el resto era fijo, payaso enharinado u hombre sin sangre, con la piel apagada y seca, los ojos metidos en lo hondo y los agujeros de la nariz negros y visibles, más negros que las cejas o el pelo o la corbata negra. Caminaba cautelosamente, como si el pavimento le lastimara los pies; le vi zapatos de charol, de suela tan delgada que debía acusar cada aspereza de la calle. No sé por qué me había bajado del pretil, no sé bien por qué decidí no darles la foto, negarme a esa exigencia en la que adivinaba miedo y cobardía. El payaso y la mujer se consultaban en silencio: hacíamos un perfecto triángulo insoportable, algo que tenía que romperse con un chasquido. Me les reí en la cara y eché a andar, supongo que un poco más despacio que el chico. A la altura de las primeras casas, del lado de la pasarela de hierro, me volví a mirarlos. No se movían, pero el hombre había dejado caer el diario; me pareció que la mujer, de espaldas al parapeto, paseaba las manos por la piedra, con el clásico y absurdo gesto del acosado que busca la salida.

Lo que sigue ocurrió aquí, casi ahora mismo, en una habitación de un quinto piso. Pasaron varios días antes de que Michel revelara las fotos del domingo; sus tomas de la Conserjería y de la Sainte&endash;Chapelle eran lo que debían ser. Encontró dos o tres enfoques de prueba ya olvidados, una mala tentativa de atrapar un gato sombrosamente encaramado en el techo de un mingitorio callejero, y también la foto de la mujer rubia y el adolescente. El negativo era tan bueno que preparó una ampliación; la ampliación era tan buena que hizo otra mucho más grande, casi como un afiche. No se le ocurrió (ahora se lo pregunta y se lo pregunta) que sólo las fotos de la Conserjería merecían tanto trabajo. De toda la serie, la instantánea en la punta de la isla era la única que le interesaba; fijó la ampliación en una pared del cuarto, y el primer día estuvo un rato mirándola y acordándose, en esa operación comparativa y melancólica del recuerdo frente a la perdida realidad; recuerdo petrificado, como toda foto, donde nada faltaba, ni siquiera y sobre todo la nada, verdadera fijadora de la escena. Estaba la mujer, estaba el chico, rígido el árbol sobre sus cabezas, el cielo tan fijo como las piedras del parapeto, nubes y piedras confundidas en una sola materia inseparable (ahora pasa una con bordes afilados, corre como en una cabeza de tormenta). Los dos primeros días acepté lo que había hecho, desde la foto en sí hasta la ampliación en la pared, y no me pregunté siquiera por qué interrumpía a cada rato la traducción del tratado de José Norberto Allende para reencontrar la cara de la mujer, las manchas oscuras en el pretil. La primera sorpresa fue estúpida; nunca se me había ocurrido pensar que cuando miramos una foto de frente, los ojos repiten exactamente la posición y la visión del objetivo; son esas cosas que se dan por sentadas y que a nadie se le ocurre considerar. Desde mi silla, con la máquina de escribir por delante, miraba la foto ahí a tres metros, y entonces se me ocurrió que me había instalado exactamente. en el punto de mira del objetivo. Estaba muy bien así; sin duda era la manera más perfecta de apreciar una foto, aunque la visión en diagonal pudiera tener sus encantos y aun sus descubrimientos. Cada tantos minutos, por ejemplo cuando no encontraba la manera de decir en buen francés lo que José Alberto Allende decía en tan buen español, alzaba los ojos y miraba la foto; a veces me atraía la mujer, a veces el chico, a veces el pavimento donde una hoja seca se había situado dmirablemente para valorizar un sector lateral. Entonces descansaba un rato de mi trabajo, y me incluía otra vez con gusto en aquella mañana que empapaba la foto, recordaba irónicamente la imagen colérica de la mujer reclamándome la fotografía, la fuga ridícula y patética del chico, la entrada en escena del hombre de la cara blanca. En el fondo estaba satisfecho de mí mismo; mi partida no había sido demasiado brillante, pues si a los franceses les ha sido dado el don de la pronta respuesta, no veía bien por qué había optado por irme sin una acabada demostración de privilegios, prerrogativas y derechos ciudadanos. Lo importante, lo verdaderamente importante era haber ayudado al chico a escapar a tiempo (esto en caso de que mis teorías fueran exactas, lo que no estaba suficientemente probado, pero la fuga en sí parecía demostrarlo). De puro entrometido le había dado oportunidad de aprovechar al fin su miedo para algo útil; ahora estaría arrepentido, menoscabado, sintiéndose poco hombre. Mejor era eso que la compañía de una mujer capaz de mirar como lo miraban en la isla; Michel es puritano a ratos, cree que no se debe corromper por la fuerza. En el fondo, aquella foto había sido una buena acción.

No por buena acción la miraba entre párrafo y párrafo de mi trabajo. En ese momento no sabía por qué la miraba, por qué había fijado la ampliación en la pared; quizá ocurra así con todos los actos fatales, y sea ésa la condición de su cumplimiento. Creo que el temblor casi furtivo de las hojas del árbol no me alarmó, que seguí una frase empezada y la terminé redonda. Las costumbres son como grandes herbarios, al fin y al cabo una ampliación de ochenta por sesenta se parece a una pantalla donde proyectan cine, donde en la punta de una isla una mujer habla con un chico y un árbol agita unas hojas secas sobre sus cabezas.

Pero las manos ya eran demasiado. Acababa de escribir: Donc, la seconde clé réside dans la nature intrinsèque des difficultés que les sociétés-y vi la mano de la mujer que empezaba a cerrarse despacio, dedo por dedo. De mí no quedó nada, una frase en francés que jamás habrá de terminarse, una máquina de escribir que cae al suelo, una silla que chirría y tiembla, una niebla. El chico había agachado la cabeza, como los boxeadores cuando no pueden más y esperan el golpe de desgracia; se había alzado el cuello del sobretodo, parecía más que nunca un prisionero, la perfecta víctima que ayuda a la catástrofe. Ahora la mujer le hablaba al oído, y la mano se abría otra vez para posarse en su mejilla, acariciarla y acariciarla, quemándola sin prisa. El chico estaba menos azorado que receloso, una o dos veces atisbó por sobre el hombro de la mujer y ella seguía hablando, explicando algo que lo hacía mirar a cada momento hacia la zona donde Michel sabía muy bien que estaba el auto con el hombre del sombrero gris, cuidadosamente descartado en la fotografía pero reflejándose en los ojos del chico y (cómo dudarlo ahora) en las palabras de la mujer, en las manos de la mujer, en la presencia vicaria de la mujer. Cuando vi venir al hombre, detenerse cerca de ellos y mirarlos, las manos en los bolsillos y un aire entre hastiado y exigente, patrón que va a silbar a su perro después de los retozos en la plaza, comprendí, si eso era comprender, lo que tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, lo que hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esa gente, ahí donde yo había llegado a trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que no había pasado pero que ahora iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo que entonces había imaginado era mucho menos horrible que la realidad, esa mujer que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni proponía ni alentaba para su placer, para llevarse al ángel despeinado y jugar con su terror y su gracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo petulante, seguro ya de la obra; no era el primero que mandaba a una mujer a la vanguardia, a traerle los prisioneros maniatados con flores. El resto sería tan simple, el auto, una casa cualquiera, las bebidas, las láminas excitantes, las lágrimas demasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no podía hacer nada, esta vez no podía hacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una fotografía, ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándome sin disimulo lo que iba a suceder. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estábamos tan lejos unos de otros, la corrupción seguramente consumada, las lágrimas vertidas, y el resto conjetura y tristeza. De pronto el orden se invertía, ellos estaban vivos, moviéndose, decidían y eran decididos, iban a su futuro; y yo desde este lado, prisionero de otro tiempo, de una habitación en un quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer y ese hombre y ese niño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz de intervención. Me tiraban a la cara la burla más horrible, la de decidir frente a mi impotencia, la de que el chico mirara otra vez al payaso enharinado y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta contenía dinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o simplemente facilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casi humilde intervención que desbaratara el andamiaje de baba y de perfume. Todo iba a resolverse allí mismo, en ese instante; había como un inmenso silencio que no tenía nada que ver con el silencio físico. Aquello se tendía, se armaba. Creo que grité, que grité terriblemente, y que en ese mismo segundo supe que empezaba a acercarme, diez centímetros, un paso, otro paso, el árbol giraba cadenciosamente sus ramas en primer plano, una mancha del pretil salía del cuadro, la cara de la mujer, vuelta hacia mí como sorprendida, iba creciendo, y entonces giré un poco, quiero decir que la cámara giró un poco, y sin perder de vista a la mujer empezó a acercarse al hombre que me miraba con los agujeros negros que tenía en el sitio de los ojos, entre sorprendido y rabioso miraba queriendo lavarme en el aire, y en ese instante alcancé a ver como un gran pájaro fuera de foco que pasaba de un solo vuelo delante de la imagen, y me apoyé en la pared de mi cuarto y fui feliz porque el chico acababa de escaparse, lo veía corriendo, otra vez en foco, huyendo con todo el pelo al viento, aprendiendo por fin a volar sobre la isla, a llegar a la pasarela, a volverse a la ciudad. Por segunda vez se les iba, por segunda vez yo lo ayudaba a escaparse, lo devolvía a su paraíso precario. Jadeando me quedé frente a ellos; no había necesidad de avanzar más, el juego estaba jugado. De la mujer se veía apenas un hombro y algo de pelo, brutalmente cortado por el cuadro de la imagen; pero de frente estaba el hombre, entreabierta la boca donde veía temblar una lengua negra, y levantaba lentamente las manos, acercándolas al primer plano, un instante aún en perfecto foco, y después todo él un bulto que borraba la isla, el árbol, y yo cerré los ojos y no quise mirar más, y me tapé la cara y rompí a llorar como un idiota.

Ahora pasa una gran nube blanca, como todos estos días, todo este tiempo incontable. Lo que queda por decir es siempre una nube, dos nubes, o largas horas de cielo perfectamente limpio, rectángulo purísimo clavado con alfileres en la pared de mi cuarto. Fue lo que vi al abrir los ojos y secármelos con los dedos: el cielo limpio, y después una nube que entraba por la izquierda, paseaba lentamente su gracia y se perdía por la derecha. Y luego otra, y a veces en cambio todo se pone gris, todo es una enorme nube, y de pronto restallan las salpicaduras de la lluvia, largo rato se ve llover sobre la imagen, como un llanto al revés, y poco a poco el cuadro se aclara, quizá sale el sol, y otra vez entran las nubes, de a dos, de a tres. Y las palomas, a veces, y uno que otro gorrión.



 
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