El sueño…
el sueño es el hermano de la muerte.
Así que túmbate bajo este esqueleto en la frialdad de la tumba.
Permite que el abrazo de sus muertos brazos
te mantenga totalmente a salvo y dormido.
Enterrado en un sueño…
silenciosamente….
Para siempre bajo tierra




Vampiros - Voltaire


Vampiros
Voltaire (Diccionario Filosófico)




¿Es posible creer en la existencia de vampiros en pleno siglo XVIII, después del reinado de Locke, Saftesbury, Trenchard, Collins y sus sucesores Alembert, Diderot, Saint Labert y Duclos? Por increíble que parezca, el reverendo benedictino dom Agustín Calmet imprimió y reimprimió la historia de los vampiros con aprobación de la Sorbona.

Los vampiros eran muertos que salían del cementerio, por la noche, para chupar la sangre a los vivos, en la garganta o en el vientre, y que después volvían al camposanto y se encerraban en sus fosas. Los vivos a quienes los vampiros chupaban la sangre enflaquecían y se iban consumiendo, mientras que los muertos que la habían chupado engordaban, les salían los colores y estaban la mar de rozagantes. Polonia, Hungría, Silesia, Moravia, Austria y Lorena, eran los países donde los muertos se entregaban a este festival de sangre. Nadie oía hablar de vampiros en Londres, ni en París. Confieso que en esas dos urbes hubo agiotistas, comerciantes y hombres de negocios que chuparon a la luz del día la sangre del pueblo, pero no estaban muertos, sino corrompidos. Esos verdaderos chupópteros no vivían en los cementerios, sino en magníficos palacios.

¿Quién es capaz de creer que la superstición de los vampiros la heredamos de Grecia? No de la Grecia de Alejandro, Aristóteles, Platón, Epicuro y Demóstenes, sino de la Grecia cristiana y por desgracia cismática.

Hace mucho tiempo que los cristianos de la Iglesia griega creían que los cuerpos de los cristianos de la Iglesia latina, que se enterraban en Grecia, no se pudrían porque estaban excomulgados. Creían lo contrario que nosotros los católicos, que los cuerpos incorruptos son claro testimonio de la bienaventuranza eterna y en cuanto se pagan en Roma cien mil escudos por la canonización de un santo le tributamos la más piadosa adoración.

Los griegos están convencidos de que sus muertos son hechiceros y les dan el nombre de broucolacas. Los muertos griegos van a las casas a chupar la sangre de los niños, a comerse la cena de los progenitores, a beberse el vino y a romper los muebles. Sólo se les puede destruir quemándolos cuando se atrapan, pero teniendo la precaución de no ponerlos en el fuego hasta después de haberles arrancado el corazón, que debe quemarse aparte.

Después de la calumnia, nada se propaga con tanta rapidez como la superstición, el fanatismo, el sortilegio y los cuentos de aparecidos. Pronto hubo broucolacas en Valaquia, Moldavia y Polonia, pese a que esta nación pertenece al rito romano y no le faltaba más que esta superstición, que se transmitió a toda la parte oriental de Alemania. De 1730 a 1735 se ocuparon continuamente de los vampiros, los espiaron, les arrancaron el corazón y los quemaron, pero al igual que los antiguos mártires cuantos más quemaban más aparecían.

Como hemos dicho, Calmet fue su historiógrafo y se ocupó de los vampiros como antes se había ocupado del Antiguo y del Nuevo Testamento, refiriendo fielmente todo lo que sobre esta materia escribieron otros.

Encontramos historias de vampiros hasta en las Cartas judías de Argens, a quien los jesuitas acusaron de incrédulo y luego aceptaron gozosamente cuando refirió la historia del vampiro de Hungría dando gracias a Dios y a la Virgen por la conversión de Argens. He aquí lo que dijeron del citado autor: «El famoso incrédulo que dudó de la aparición del arcángel a la Virgen, de la estrella que vieron los Reyes Mayos, de que se curaran los poseídos, de que se ahogaran dos mil cerdos en un lago del eclipse de sol en luna llena y de los muertos que se paseaban por Jerusalén, tocado por la divina gracia se iluminó su espíritu y cree en la existencia de los vampiros».

La gran cuestión que se suscitó entonces fue averiguar si aquellos vampiros resucitaron por propia virtud, por el poder de Dios o por el poder del diablo. Los grandes teólogos de Lorena, Moravia y Hungría hicieron públicas sus opiniones y su ciencia. Recordaron todo cuanto antes san Agustín, san Ambrosio y otros santos dijeron de más ininteligible respecto a los vivos y los muertos, adujeron todos los milagros de san Esteban incluidos en el séptimo libro de las obras de san Agustín y citaron las historias que refiere Sulpicio Severo en la vida de san Martín.

Discutieron también sobre si se comía el alma o el cuerpo del muerto y quedó decidido que comían la una y el otro. Los alimentos más delicados, como los merengues y la crema, se los comía el alma, y las chuletas y el rosbif se los comía el cuerpo.

Decían que los reyes de Prusia fueron los primeros que después de muertos se hacían servir alimentos y que los imitaban casi todos los monarcas de entonces, pero eran los frailes quienes se comían el almuerzo y la cena y bebían el vino; de manera que, hablando con propiedad, los reyes no eran vampiros, los verdaderos vampiros son los frailes que comen a expensas de los reyes y los pueblos.

Todavía se discute la grave cuestión de si puede absolverse al vampiro que murió excomulgado. No soy teólogo bastante profundo para decidirlo pero yo lo absolvería porque cuando debe decidirse entre dos partidos dudosos, debe uno inclinarse por el más benigno.

En resumen, una gran parte de Europa estuvo infestada de vampiros durante cinco o seis años y hoy ya no existen; hubo convulsionarios en Francia durante más de veinte años y ya no los hay; resucitaron muertos durante siglos y hoy ya no los resucitan; tuvimos jesuitas en España, Portugal, Francia y las Dos Sicilias y hoy ya no los tenemos.

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Voltaire - Diccionario Filosófico - Alquimistas


Voltaire - Diccionario Filosófico



Alquimista

Con este nombre se designa al hombre que antiguamente se dedicó a la descabellada tarea de hacer oro, pues hubo una época en que pareció factible. Todavía existen en Alemania espíritus tenaces que pasan la vida buscando la piedra filosofal, como se buscó en China el agua de la inmortalidad y en Europa la fuente de la juventud. En Francia hubo también hombres que se arruinaron por emprender búsquedas tan ilusorias.
Muchos fueron los que creyeron en semejantes transmutaciones, pero el número de pícaros estuvo en consonancia con el de los crédulos. Conocido fue en París un tal Dammi, marqués de Conventiglio, que sacó a varios ricachos centenares de luises con la promesa de fabricarles dos o tres escudos de oro.
El timo más notable por medio de la alquimia fue el que dio un bribón en el año 1620 al duque de Bouillon, de la casa de Turena y príncipe soberano de Sedán: «No disponéis de una soberanía proporcionada a vuestro valor porque vuestra soberanía es insignificante — le dijo el alquimista—, pero yo os haré más rico que el emperador. Sólo puedo permanecer dos días en vuestros estados porque tengo que asistir en Venecia al gran congreso de mis hermanos, y os suplico que guardéis el secreto. Que traigan protóxido de plomo fundido de la botica del mejor boticario de la ciudad, poned en él un solo grano de este polvo rojo que os doy, colocadlo todo en un crisol y en menos de un cuarto de hora lo veréis convertido en oro».
El príncipe hizo la operación repitiéndola tres veces delante del alquimista. Este había hecho comprar todo el protóxido de plomo fundido que tenían los boticarios de Sedán, y mezclando en él unas onzas de oro lo volvió a vender. Al salir de allí, el alquimista regaló al duque de Bouillon toda la cantidad de polvos mágicos que poseía.
El príncipe creyó que habiendo hecho con tres granos tres onzas de oro haría trescientas mil onzas con trescientos mil granos, y de esta manera en una semana podría fabricar treinta y siete mil quinientos marcos de oro e igual cantidad en las semanas siguientes. El alquimista, que ardía en deseos de partir, necesitaba dinero para asistir en Venecia al congreso que celebraban los filósofos, discípulos de Hermes. Era hombre de pocas necesidades y poco gasto y sólo le pidió al duque veinte mil escudos para el viaje. Cuando el duque agotó todo el protóxido de plomo que había en Sedán ya no pudo hacer oro, ni volvió a ver al filósofo alquimista, que escapó de sus dominios con veinte mil escudos.
Todas las supuestas transmutaciones de los alquimistas se hicieron siempre del mismo modo. Cambiar un producto de la naturaleza en otro es una operación harto difícil, como por ejemplo convertir el hierro en plata, porque esta operación exige dos cosas que no están en nuestro poder: reducir a la nada el hierro y crear la plata.
Pero hay filósofos que creen en las transmutaciones por haber visto que el agua se convierte en piedra, pero es porque no han reflexionado que cuando el agua se evapora deja el depósito de arena de que estaba cargada y esa arena, juntando sus partes, se convierte en piedra desmenuzable, formada precisamente por la arena que contenía el agua.
Debemos desconfiar hasta de la experiencia y recordar siempre la máxima española que dice: De las cosas más seguras, la más segura es dudar. No debemos, sin embargo, rechazar a los hombres que poseen algún secreto, ni despreciar los inventos nuevos. Sucede en esto como en las obras dramáticas: entre mil, se encuentra una buena.


Alma VII - Voltaire, diccionario Filosófico




Alma -VII
Diccionario Filosófico - Voltaire

Debo confesar que siempre que examino al infatigable Aristóteles, al doctor Angélico y al divino Platón, tomo por motes estos epítetos que se les aplican. Me parecen todos los filósofos que se han ocupado del alma humana, ciegos, charlatanes y temerarios, que hacen esfuerzos para persuadirnos de que tienen vista de águila, y veo que hay otros amantes de la filosofía, curiosos y locos, que los creen bajo su palabra, imaginándose que de ese modo ven algo.

No vacilo en colocar en la categoría de maestros de errores a Descartes y a Malebranche. Descartes nos asegura que el alma del hombre es una substancia, cuya esencia es pensar que piensa siempre, y que se ocupa desde el vientre de la madre de ideas metafísicas y de acciones generales que olvida en seguida. Malebranche está convencido de que todo lo vemos en Dios. Si encontró partidarios, es porque las fábulas más atrevidas son las que mejor recibe la débil imaginación del hombre.

Muchos filósofos han escrito la novela del alma; pero un sabio es el único que ha escrito modestamente su historia. Compendiaré esa historia según yo la concibo. Comprendo que todo el mundo no estará acorde con las ideas de Locke: pudiera ser que Locke tenga razón contra Descartes y Malebranche, y que se equivoque para la Sorbona; pero yo hablo desde el punto de vista de la filosofía, no desde el punto de las revelaciones de la fe.

Sólo me corresponde pensar humanamente. Los teólogos que decidan respecto a lo divino: la razón y la fe son de naturaleza contraria. En una palabra, voy a insertar un extracto de Locke, a quien yo censuraría si fuese teólogo, pero a quien patrocino como una hipótesis, como conjetura filosófica humanamente hablando. Se trata de saber lo que es el alma.

1º La palabra alma es una de esas palabras que pronunciamos sin entenderlas, sólo entendemos las cosas cuando tenemos idea de ellas, no tenemos idea del alma, luego no la comprendemos.

2º Se nos ha ocurrido llamar alma a la facultad de sentir y de pensar, así como llamamos vida a la facultad de vivir y voluntad a la facultad de querer.

Algunos razonadores dijeron en seguida a esto: –El hombre es un compuesto de materia y de espíritu; la materia es extensa y divisible, el espíritu ni es una cosa ni otra, luego es de naturaleza distinta. Es una reunión de dos seres que no han sido creados el uno para el otro y que Dios unió a pesar de su naturaleza. Apenas vemos el cuerpo, y absolutamente no vemos el alma. Esta no tiene partes; luego es eterna: tiene ideas puras y espirituales, luego no las recibe de la materia: tampoco las recibe de sí misma; luego Dios se las da, luego ella aporta al nacer la idea de Dios y del infinito, y todas las ideas generales.

Humanamente hablando, contesto a dichos razonadores, diciéndoles que son muy sabios. Empiezan por concedernos que existe el alma, y luego nos explican lo que debe ser: pronuncian la palabra materia, y deciden de plano lo que la materia es. Pero yo les replico: No conocéis ni el espíritu ni la materia. En cuanto al espíritu, sólo le concedéis la facultad de pensar; y en cuanto a la materia, comprendéis que ésta no es más que una reunión de cualidades, de colores, de extensiones y de solideces; a esa reunión llamáis materia, y marcáis los límites de ésta y los del alma antes de estar seguros de la existencia de una y de otra.

Enseñáis gravemente que las propiedades de la materia son la extensión y la solidez; y yo os repito modestamente que la materia tiene otras mil propiedades, que ni vosotros ni yo conocemos. Aseguráis que el alma es indivisible y eterna, dando por seguro lo que es cuestionable. Obráis casi lo mismo que el director de un colegio que, no habiendo visto un reloj toda su vida, le pusieran en las manos de repente un reloj de repetición inglés. Ese director, como buen peripatético, queda sorprendido viendo la precisión con que las saetas dividen y marcan el tiempo, y se asombra de que el botón oprimido por el dedo, haga tocar la hora que la saeta marca. El filósofo no duda un momento de que dicha máquina tenga un alma que la dirige y que se manifiesta por medio de los resortes. Demuestra científicamente su opinión, y compara esa máquina con los ángeles, que imprimen movimiento a las esferas celestes, sosteniendo en clase una agradable tesis sobre el alma de los relojes, uno de sus discípulos abre el reloj, en el que no ve más que las ruedas y los muelles, y sin embargo, sigue sosteniendo siempre el sistema del alma de los relojes, creyéndole demostrado. Yo soy el estudiante que abre el reloj, que se llama hombre, y que en vez de definir con atrevimiento lo que no comprendemos, trata de examinar por grados lo que deseamos conocer.

Tomemos un niño desde el momento en que nace, y sigamos paso a paso el progreso de su entendimiento. Me habéis enseñado que Dios se tomó el trabajo de crear un alma para que se alojara en el cuerpo de dicho niño cuando éste tuviera cerca de seis semanas, y que cuando se introduce en su cuerpo está provista de ideas metafísicas, conoce el espíritu, las ideas abstractas y el infinito; en una palabra, es sabia. Pero desgraciadamente sale del útero con una completa ignorancia; pasa dieciocho meses sin conocer más que la teta de la nodriza, y cuando llega a la edad de veinte años, y se pretende que esa alma recuerde las ideas científicas que tuvo cuando se unió a su cuerpo, es muchas veces tan obtusa, que ni siquiera puede concebir ninguna de aquellas ideas. El mismo día que la madre pare al citado niño con su alma, nacen en la casa un perro, un gato y un canario. Al cabo de dieciocho meses, el perro es excelente cazador, al año el canario canta muy bien, y el gato al cabo de seis semanas posee todos los atractivos que ha de poseer el niño, al cumplir cuatro años, no sabe nada. Supongo que yo sea un hombre grosero, que he presenciado tan prodigiosa diferencia y que no he visto nunca ningún niño; pues desde luego creo que el gato, el perro y el canario, son criaturas muy inteligentes, y que el niño es un autómata. Pero poco a poco voy apercibiéndome de que el niño tiene ideas, memoria y las mismas pasiones que esos animales, y entonces comprendo que es una criatura razonable como ellos. Me comunica diferentes ideas por medio de las palabras que aprendió, como el perro por sus distintos gritos me hace conocer sus diversas necesidades. Me apercibo de que a los siete u ocho años el niño combina en su cerebro casi tantas ideas como el perro de caza en el suyo, y que por fin, pasando los años consigue adquirir gran numero de conocimientos ¿Entonces qué debo pensar de él? Que es de una naturaleza completamente diferente. No puedo creerlo porque vosotros veis un imbécil al lado de Newton, y sostenéis que uno y otro son de la misma naturaleza, con la única diferencia del más al menos. Para asegurarme de la verosimilitud de mi opinión probable, estudio al perro y al niño cuando están despiertos y cuando duermen. Hago que los sangren a uno y a otro, y sus ideas parece que salgan de ellos con la sangre. Puestos en ese estado, los llamo y no me contestan, y si me esfuerzo en hablar con ellos, no lo consigo. Luego los examino durante su sueño me doy cuenta de que el perro, después de comer muy bien, sueña y grita como si estuviera cazando y el niño sueña que habla con su novia y la enamora. Si uno y otro comen frugalmente, ni uno ni otro sueña, en una palabra, veo en ellos que la facultad de sentir, de apercibirse, de expresar las ideas se desarrolla poco a poco y se debilita también por grados. Encuentro entre el niño y el perro muchos más puntos de contacto que encuentro entre el hombre de talento y el hombre absolutamente imbécil ¿Qué opinión tendré, pues, de esa naturaleza? La que todos los pueblos tuvieron antes que la ciencia egipcia ideara la espiritualidad, la inmortalidad del alma

Hasta sospecharé, con apariencias de verdad, que Arquimedes y un topo son de la misma especie, aunque de género diferente; que la encina y el grano de mostaza están formados por los mismos principios, aunque aquélla sea un árbol grande y ésta una planta pequeña. Creeré que Dios concedió porciones de inteligencia a las porciones de materia organizada para pensar, que la materia está dotada de sensaciones proporcionadas a la finura de sus sentidos, que éstos las proporcionan según la medida de nuestras ideas. Creeré que la ostra tiene menos sensaciones y menos sentido, porque teniendo el alma dentro de la concha, los cinco sentidos son inútiles para ella. Hay muchos animales que sólo están dotados de dos sentidos; nosotros tenemos cinco, y por cierto que son muy pocos. Es de creer que en otros mundos existan otros animales que estén dotados de veinte o de treinta sentidos y otras especies mucho más perfectas que tengan muchos más.

Esta parece la manera más lógica de razonar, quiero decir, de sospechar y de adivinar. Indudablemente pasó mucho tiempo antes que los hombres fueran bastante ingeniosos para inventar un ser desconocido que está en nosotros, que nos hace obrar, que no es completamente nosotros, y que vive después que nosotros morimos. De ese modo se llegó por grados a concebir idea tan atrevida. Al principio, la palabra alma significó vida, y era común para nosotros y para los demás animales; luego nuestro orgullo nos hizo sospechar que el alma sólo correspondía al hombre, y entonces inventamos una forma substancial para las demás criaturas: el orgullo humano pregunta en qué consiste la facultad de apercebirse y de sentir que se llama alma en el hombre e instinto en el bruto. Dilucidaré esa cuestión cuando los físicos me enseñen lo que es la luz, el sonido, el espacio, el cuerpo y el tiempo. Repetiré con el sabio Locke: La filosofía consiste en detenerse cuando la antorcha de la física no nos alumbra

Observo los efectos de la naturaleza; pero confieso que, como vosotros, tampoco conozco los primeros principios. Todo se reduce a que no debo atribuir a muchas causas, y mucho menos a causas desconocidas, lo que puedo atribuir a una causa conocida: puedo atribuir a mi cuerpo la facultad de pensar y de sentir, luego no debo buscar la facultad de sentir y de pensar en lo que se llama alma o espíritu, del que no tengo la menor idea. Os subleváis contra esta proposición, y creéis que es irreligiosidad atreverse a decir que el cuerpo pueda pensar ¿Pero qué contestaríais –respondería Locke,– si os dijera que vosotros sois también culpables de irreligión, porque os atrevéis a limitar el poder de Dios? ¿Quién, sin ser impío, puede asegurar que es imposible para Dios dotar a la materia de la facultad de sentir y de pensar? Sois al mismo tiempo débiles y atrevidos, aseguráis que la materia no piensa, únicamente porque no concebís que la materia pueda pensar.

Grandes filósofos, que decidís sobre el poder de Dios, y al mismo tiempo concedéis que puede Dios convertir una piedra en un ángel {(1) San Mateo, cap III, vers. 9.}, ¿no comprendéis que según vuestras mismas teorías y en el citado caso, Dios concedería a la piedra la facultad de pensar? Si la materia de la piedra desapareciera, no sería piedra ya, sería ángel. Por cualquier parte que cuestionéis, os veréis obligados a confesar dos cosas, vuestra ignorancia y el poder inmenso del Creador: vuestra ignorancia niega que la materia pueda pensar, y la omnipotencia del Creador nos demuestra que le es posible conseguir que la materia piense.

Conociendo que la materia no perece, no debéis negar a Dios el poder de conservar en esa misma materia la mejor de las cualidades de que la dotó. La extensión subsiste sin cuerpo por sí misma, ya que hay filósofos que creen en el vacío; los accidentes subsisten independientes de la substancia para los cristianos que creen en la substanciación. Decís que Dios no puede hacer nada que implique contradicción, pero para encontrar ésta se necesita saber muchísimo más de lo que sabemos; y en esta materia sólo sabemos que tenemos cuerpo y que pensamos. Algunos que aprendieron en la escuela a no dudar, y que toman por oráculos los silogismos que en ellas les enseñaron y las supersticiones que aprendieron por religión, tienen a Locke por impío peligroso. Debemos hacerles comprender el error en que incurren y enseñarles que las opiniones de los filósofos jamás perjudicaron a la religión. Está probado que la luz proviene del sol, y que los planetas giran alrededor de ese astro: por esto no se lee con menos fe en la Biblia que la luz se formó antes que el sol, y que el sol se paró ante la aldea de Gabaón. Está demostrado que el arco iris lo forma la lluvia y por eso no deja de respetarse el texto sagrado, que dice que Dios puso el arco iris en las nubes, después del diluvio, como signo de que ya no habría más inundaciones.

Los misterios de la Trinidad y de la Eucaristía, que contradicen las demostraciones de la razón, no por eso dejan de reverenciarlos los filósofos católicos, que saben que la razón y la fe son de diferente naturaleza. La idea de los antípodas fue condenada por los papas y los concilios; y luego otros papas reconocieron los antípodas, a donde llevaron la religión cristiana, cuya destrucción creyeron segura en el caso de poder encontrar un hombre, que, como se decía entonces, tuviera la cabeza abajo y los pies arriba, con relación a nosotros, y que, como dice San Agustín, hubiera caído del cielo.



Vampiros, Diccionario Filosófico - Voltaire




Vampiros - Diccionario Filosófico
Voltaire

¿Es posible que haya vampiros en el siglo XVIII, después del reinado de Locke, de Saftersbury, de Trenchard y de Collins? ¿Y en el reinado de d'Alembert, de Diderot, de Saint Lambert y de Duclós se cree en la existencia de los vampiros, y el reverendo benedictino dom Agustín Calmet imprimió y reimprimió la historia de los vampiros con la aprobación de la Sorbona?

Los vampiros eran muertos que salían por la noche del cementerio para chupar la sangre a los vivos, ya en la garganta, ya en el vientre, y que después de chuparla se volvían al cementerio y se encerraban en sus fosas. Los vivos a quienes los vampiros chupaban la sangre, se quedaban pálidos y se iban consumiendo; y los muertos que la habían chupado engordaban, les salían los colores y estaban completamente apetitosos. En Polonia, en Hungría, en Silesia, en Moravia, en Austria y en Lorena, eran los países donde los muertos practicaban esa operación. Nadie oía hablar de vampiros en Londres ni en París. Confieso que en esas dos ciudades hubo agiotistas, mercaderes, gentes de negocios que chuparon a la luz del día la sangre del pueblo; pero no estaban muertos, sino corrompidos. Esos verdaderos chupones no vivían en los cementerios, sino en magníficos palacios.

¿Quién es capaz de creer que la moda de los vampiros la adquirimos de Grecia? No de la Grecia de Alejandro, de Aristóteles, de Platón, de Epicuro y de Démostenes, sino de la Grecia cristiana y por desventura cismática.

Hace mucho tiempo que los cristianos del rito griego creían que los cuerpos de los cristianos del rito latino, que se enterraban en Grecia, no se pudrían, porque estaban excomulgados. Creían precisamente lo contrario que nosotros los cristianos del rito latino, que creemos que los cuerpos que no se corrompen son los que tienen impreso el sello de la bienaventuranza eterna, y en cuanto se pagan a Roma cien mil escudos por la canonización de cada santo, tributamos a éste la adoración de dulía.

Los griegos están convencidos de que sus muertos son hechiceros, y les dan el nombre de broucolacas. Los muertos griegos van a las casas a chupar la sangre de los niños, a comerse la cena de los padres y de las madres, a beberse el vino y a romper todos los muebles. Sólo puede hacérseles entrar en razón quemándolos cuando los atrapan; pero se necesita tener la precaución de no ponerlos en el fuego hasta después de haberles arrancado el corazón, que debe quemarse aparte.

El célebre Tournefort, emisario que mandó a Levante Luis XIV, lo mismo que otros aficionados, fue testigo de algunas jugarretas atribuidas a uno de los broucolacas y de la citada ceremonia.

Después de la maledicencia nada se comunica tan rápidamente como la superstición, el fanatismo, el sortilegio y los cuentos de aparecidos. Pronto hubo broucolacas en Valaquia, en Moldavia y en Polonia, aunque esta nación pertenece al rito romano y no le faltaba más que esta superstición, que se transmitió a toda la parte oriental de Alemania. Continuamente estuvieron ocupándose de los vampiros desde 1730 hasta 1735; los espiaron, les arrancaron el corazón y los quemaron; pero semejantes a los antiguos mártires, cuantos más quemaban más aparecían.

Calmet fue su historiógrafo, y se ocupó de los vampiros, como antes se había ocupado del Antiguo y del Nuevo Testamento, refiriendo fielmente todo lo que sobre esta materia habían dicho antes que él.

Debe ser una cosa curiosísima examinar los procesos verbales jurídicamente entablados a los muertos que salieron de sus fosas para chupar la sangre a los niños y a las niñas de la vecindad. Calmet refiere que en Hungría dos empleados que para este objeto nombró el emperador Carlos VI, con el bailío y el verdugo, fueron a formar causa a un vampiro, muerto seis semanas antes, que chupaba la sangre de los niños de la vecindad, y le encontraron cerrado en el ataúd, fresco, robusto, con los ojos abiertos y pidiendo de comer. El bailío dictó la sentencia; el verdugo arrancó el corazón al vampiro, y después de esta operación ya no chupó la sangre a nadie. Después de este caso nadie debe atreverse a dudar de los muertos resucitados que llenan las antiguas leyendas, ni de ninguno de los milagros que refieren Bollandus y el sincero y reverendo Ruinard.

Encontramos historias de vampiros hasta en las Cartas judías de Argens, a quien los jesuitas acusaron de incrédulo y que luego saborearon su triunfo, cuando el citado autor refirió la historia del vampiro de Hungría, y dieron gracias a Dios y a la Virgen por la conversión de Argena. He aquí lo que dijeron del referido autor: «El famoso incrédulo que dudó de la aparición del ángel a la Virgen, de la estrella que vieron los Reyes Magos, de que se curaran los poseídos, de que se ahogaran dos mil cerdos en un lago, del eclipse que hubo de sol en luna llena, de los muertos que se paseaban por Jerusalén; tocado por la divina gracia, se iluminó su espíritu, y cree en la existencia de los vampiros».

La gran cuestión que hubo entonces fue averiguar si aquellos muertos resucitaron por su propia virtud, por el poder de Dios o por el poder del diablo. Los grandes teólogos de Lorena, de Moravia y de Hungría hicieron públicas sus opiniones y su ciencia. Recordaron todo cuanto antes San Agustín, San Ambrosio y otros santos dijeron más ininteligible respecto a los vivos y a los muertos. Trajeron a colación todos los milagros de San Esteban que están incluidos en el séptimo libro de las obras de San Agustín, y he aquí uno de los más curiosos. Quedó aplastado un joven en África en la ciudad de Aubzal bajo las ruinas de una muralla, y la viuda fue inmediatamente a invocar a San Esteban, de quien ella era devota, y San Esteban resucitó al aplastado, al que le preguntaron qué es lo que había visto en el otro mundo: «Señores, contestó a los que le preguntaban: cuando mi alma salió de mi cuerpo, encontró infinidad de almas que le hicieron la misma pregunta respecto al mundo. Yo iba no sé a donde cuando encontré a San Esteban, que me dijo: «Devolved lo que habéis recibido». Yo le repliqué: «¿Qué queréis que os devuelva si nunca me disteis nada?» Me repitió tres veces: «Devolved lo que habéis recibido». Entonces comprendí que quería hablar del Credo. Recé el Credo, y en seguida me resucitó.

Citaron además los referidos teólogos las historias que refiere Sulpicio Severo en la vida de San Martín, y probaron que entre los muertos que resucitó San Martín devolvió la vida a un condenado; pero todas esas historias, aunque sean verdaderas, no tenían nada que ver con los vampiros que chupaban la sangre de los niños y luego volvían a meterse en sus ataúdes. Buscaron también en el Antiguo Testamento y en la mitología algún vampiro que pudieran presentar como caso antiguo; no encontraron ninguno, pero probaron, sin embargo, que los muertos comían y bebían, fundándose en que algunos pueblos antiguos les metían alimentos en las fosas.

Cuestionaron también si comía el alma o el cuerpo del muerto, y quedó decidido que comían la una y el otro. Los platos más delicados y de poca substancia, como los merengues y la crema, se los comía el alma, y el rost-bif y el bifs-teak se los comía el cuerpo.

Decían que los reyes de Prusia fueron los primeros que después de muertos se hacían servir alimentos, y que los imitaban casi todos los reyes de entonces, pero fueron los frailes los que se les comían la comida y la cena y los que se les bebían el vino; de modo que, hablando con propiedad, los reyes no eran vampiros; los verdaderos vampiros son los frailes, que comen a expensas de los reyes y de los pueblos.

Verdad es que San Estanislao, que había comprado gran extensión de terreno a un gentilhombre polaco y no se lo había pagado, perseguido por los herederos ante el rey Boleslao, resucitó a dicho gentilhombre; pero fue únicamente para pagarle la deuda, y no se dice que diera ni un solo vaso de vino al vendedor, que se volvió al otro mundo sin comer ni beber.

Se agita con frecuencia la grave cuestión de si puede absolverse al vampiro que murió excomulgado; no soy teólogo bastante profundo para decidirlo; pero por mi parte yo lo absolvería porque cuando hay que escoger entre dos partidos dudosos, debe elegirse el más benigno.

El resultado de todo es que una gran parte de Europa estuvo infestada de vampiros durante cinco o seis años, y que hoy ya no existen; que hubo convulsionarios en Francia durante más de veinte años, y que hoy ya no los hay; que resucitaron muertos durante algunos siglos, y que hoy ya no los resucitan; que tuvimos jesuitas en España, en Portugal, en Francia y en las Dos Sicilias, y que hoy ya no los tenemos.



Resurrección - Voltaire




Resurrección - Voltaire

Se dice que los egipcios construyeron las pirámides y mastabas para que sirvieran de sepulcros y los cuerpos de los muertos embalsamados, esperaran que sus almas fueran a reanimarlos al cabo de mil años. Pero si los cuerpos debían resucitar, ¿por qué la primera operación que hacían los embalsamadores consistía en horadarles el cráneo y con un gancho sacar los sesos? La idea de resucitar sin sesos parece que hace sospechar que los egipcios vivos no tenían. Debemos, sin embargo, tener presente que la mayor parte de los antiguos creían que el alma estaba en el pecho. ¿Por qué el alma ha de estar en el pecho y no en otra parte? Es indudable que cuando experimentamos sensaciones violentas sentimos en la región del corazón una dilatación o contracción que nos hacen creer que aquí se aloja el alma. El alma era algo aéreo, un ser sutil que deambulaba por donde podía hasta encontrar su cuerpo.

La creencia en la resurrección es más antigua que los tiempos históricos. Atalido, hijo de Mercurio, podía morir y resucitar según su voluntad Esculapio resucitó a Hipólita, Hércules a Alcestes, Pélope, despedazado por su padre, fue resucitado por los dioses y Platón dice que Heres resucitó por quince días.

En Judea, los fariseos adoptaron el dogma de la resurrección mucho tiempo después que Platón.

En los Hechos de los Apóstoles se refiere un hecho singular. Santiago y muchos de sus compañeros aconsejaron a san Pablo que fuese al templo de Jerusalén a practicar las ceremonias de la ley antigua, a pesar de ser cristiano, «para que todos se enteren de que es falso lo que de vos cuentan y sepan que continuáis observando la ley de Moisés». Lo que equivale a decir: Id a mentir al templo y a perjurar, id a renegar públicamente de la religión que enseñáis.

San Pablo fue, pues, al templo durante siete días y al séptimo le reconocieron y le acusaron de llevar extranjeros al templo, de haberlo profanado. He aquí cómo salió del apuro:

«Sabiendo Pablo que algunos de los que estaban allí eran saduceos y otros fariseos, exclamó ante la asamblea: Hermanos míos, soy fariseo e hijo de fariseos, y porque abrigo la esperanza de la vida futura y la resurrección de los muertos, desean condenarme» (Hech. Apóst. 23,6). En todo este asunto no se trató de la resurrección de los muertos y Pablo sacó a relucir esto sólo para enfrentar a los fariseos y saduceos.

«Hablando Pablo de esta manera suscitó una discusión entre los fariseos y saduceos y la asamblea se dividió en dos bandos. Los saduceos sostenían que no existía la resurrección ni el espíritu, y los fariseos reconocían ambas cosas».

Aseguran algunos que Job, que es muy antiguo, conocía ya el dogma de la resurrección, y para demostrarlo citan estas palabras: «Sé que mi redentor está vivo y un día me llegará su redención; entonces me levantaré del polvo, la piel me renacerá y veré todavía a Dios en mi carne» (Job, cap. 19, 26).

Varios comentaristas interpretan estas palabras diciendo que Job abrigaba la esperanza de curar de su enfermedad y no permanecer siempre acostado en el suelo, como estaba. Los versículos siguientes demuestran que ésta es la verdadera explicación, cuando momentos después dice a sus falsos amigos: «¿Por qué, pues, decís persigámosle»; o estas otras palabras: «Porque vosotros diréis, ¿por qué le hemos perseguido?» Evidentemente, quiere decir que se arrepentirían de haberle ofendido cuando le vieran otra vez en su primer estado de salud y opulencia. El enfermo que dice me levantaré, no dice resucitaré. Tergiversar el sentido de los pasajes claros es el medio más seguro de no entenderse nunca.

San Jerónimo sitúa la formación de la comunidad de los fariseos poco antes de venir Jesucristo al mundo. El rabino Hillel parece ser el fundador de la secta de los fariseos y fue coetáneo de Gamaliel, maestro de san Pablo. Muchos fariseos creían que sólo habían de resucitar los judíos, pero no los demás hombres, y otros estaban convencidos que la resurrección tendría lugar en Palestina y los cuerpos enterrados en otras partes serían llevados secretamente a Jerusalén para unirse allí a sus almas. Pero san Pablo, en su Primera Epístola a los tesalonicenses, cap. IV, dice que «el segundo advenimiento de Jesucristo sería para ellos y para él. Tan pronto como el arcángel dé la señal y suene la trompeta de Dios el Señor descenderá del cielo y los que hayan muerto en Jesucristo resucitarán los primeros. Nosotros, que estaremos vivos hasta entonces, nos veremos arrebatados con ellos hasta las nubes para ir por los aires hasta la presencia del Señor y vivir eternamente con El».

Este importante pasaje prueba que los primeros cristianos creían ver el fin del mundo, como predijo san Lucas.

San Agustín mantenía que los niños, incluso los que nacen muertos, resucitarían en edad madura. Orígenes, Jerónimo, Atanasio y Basilio no creían que las mujeres debían resucitar con su sexo. En pocas palabras, siempre se ha discutido sobre lo que fuimos, somos y seremos.

De la resurrección de los antiguos. En opinión de algunos, el dogma de la resurrección era creencia general en Egipto y hasta yo mismo opinaba antes de ese modo. Unos creían que se resucitaba al cabo de dos mil años y otros a los tres mil, diferencia de opiniones teológicas que parece probar que no estaban seguros del hecho. Por otra parte, no sabemos de nadie que resucitara en la historia de Egipto, pero sí que hubo resucitados en Grecia. Veamos, pues, si encontramos en los griegos la invención de resucitar.

Los griegos solían incinerar los cadáveres, mientras que los egipcios los embalsamaban para que el alma, cuando regresara a su antigua morada, la encontrara dispuesta para recibirla. Esto se comprendería si el alma volviera a encontrar los órganos de su cuerpo, pero el embalsamador, como hemos dicho, empezaba por quitarle el cerebro y vaciarle las entrañas. ¿Cómo es posible que los hombres resuciten sin intestinos y sin la parte noble que es la que piensa? ¿Cómo ha de adquirir su sangre, su linfa y demás humores?

Se me contestará que todavía es más difícil resucitar en Grecia, cuando sólo queda de cada cuerpo una libra escasa de cenizas. Esta objeción es contundente y me obliga a considerar la resurrección como algo muy extraordinario, aunque esto no impidió que resucitaran los personajes griegos de que antes hemos hablado.

Algunos socialistas severos encuentran la resurrección y el Purgatorio en Virgilio. En el libro VI de la Eneida se lee, respecto al Purgatorio: «Los corazones más perfectos, las almas más puras, ven los ojos de los dioses llenos de manchas que es necesario borrar. Como ninguno fue inocente deben castigarnos a todos. Cada alma tiene su demonio, cada vicio su castigo, y diez siglos apenas son suficientes para conseguir que nuestro corazón sea digno de los dioses».

He aquí mil años de Purgatorio expresados taxativamente, sin que los familiares pudieran conseguir de los sacerdotes indulgentes que acortaran el plazo, previo pago en dinero contante. Los antiguos eran más severos y menos simoníacos que nosotros a pesar de atribuir a sus dioses muchas tonterías. Pero esto era inevitable, porque su teología estaba llena de contradicciones, como los incrédulos dicen que está la nuestra.

Cumplida la pena del Purgatorio las almas iban a beber el agua del Leteo, tras lo cual pedían penetrar en otros cuerpos y volver a ver la luz del día. Pero esto no era una verdadera resurrección. Entrar en un cuerpo nuevo no es volver a recuperar el suyo; eso era una metempsicosis que nada tiene que ver con la resurrección.

Confieso que las almas antiguas hacían un mal negocio volviendo por segunda vez al mundo, porque debió ser muy triste reaparecer en la tierra, pasar en ella unos setenta años y sufrir todo lo sufrible en la vida para volver a pasar mil años de Purgatorio. No debía haber alma que no se cansara de los avatares de una vida tan corta y una penitencia tan larga.

De la resurrección de los modernos. Nuestra resurrección es muy diferente Cada hombre recuperará el cuerpo que tuvo y todos los cuerpos arderán eternamente, salvo uno por cada cien mil. Lo que es peor que un Purgatorio de diez siglos para revivir en el mundo unos años.

¿Cuándo llegará el día de la resurrección general? Como no se sabe positivamente, los doctos son de encontrados pareceres; ni siquiera saben cómo cada quisque puede encontrar sus miembros porque tropiezan con muchas dificultades para averiguarlo. He aquí algunas:

1) Nuestro cuerpo experimenta durante su vida un cambio continuo; nada queda a los cincuenta años del cuerpo que pudo alojar nuestra alma a los veinte.

2) Un soldado bretón enviado al Canadá se ve en la mayor penuria y la necesidad le obliga a comerse a un iroqués que mató el día anterior. Este iroqués estuvo comiendo jesuitas durante dos o tres meses v gran parte de su cuerpo se había convertido en jesuita. He aquí, pues, el cuerpo de ese soldado compuesto de iroqués, de jesuita y de lo que comió antes. ¿Cómo cada uno puede recuperar lo que legítimamente le pertenece?

3) Un niño muere en el vientre de su madre en el momento que acaba de recibir el alma. ¿Resucitará feto, niño u hombre?

4) Un alma llega a otro feto antes de saberse si será varón o hembra. ¿Resucitará niña, niño o feto?

5) Para resucitar y ser la persona que érais es indispensable tener la memoria alertada, ya que ésta de la identidad. Y si habéis perdido la memoria, ¿cómo podéis ser el mismo hombre?

6) Sólo cierto número de parcelas terrestres pueden constituir al animal. La arena, la piedra, el mineral y el metal, no sirven. Tampoco es adecuada toda la tierra; sólo los terrenos favorables para la vegetación lo son para el género animal. Cuando después de transcurrir muchos siglos resucite todo el mundo, ¿dónde se ha de encontrar tierra idónea para tantos cuerpos?

7) Supongamos una isla cuya parte vegetal sólo pueda nutrir a mil hombres y a cinco o seis mil animales que al cabo de cien mil generaciones tenga que acoger mil millones de hombres. ¿Habrá materia suficiente para ellos?

8) Después de demostrar, o de creer que hemos demostrado, que es necesario un prodigio tan grande como el diluvio universal o el de las plagas de Egipto para efectuar la resurrección del linaje humano en el valle de Josafat, nos atreveremos a preguntar qué han hecho las almas de todos esos cuerpos que estaban esperando el momento de meterse en los mismos.

Podrían hacerse muchas más objeciones, pero los teólogos pulverizan éstas y todas las que podamos presentarles.

Diccionario Filosófico



Voltaire - Diccionario Filosófico - Alma




Voltaire - Diccionario Filosófico - Alma

Es un término vago, indeterminado, que expresa un principio desconocido, de efectos sin embargo conocidos que sentimos en nosotros mismos. La palabra alma corresponde a la voz anima de los latinos, y es un vocablo que usan todas las naciones para expresar lo que no comprendemos más que nosotros.

En el sentido propio y literal del latín y de las lenguas derivadas, significa lo que anima. Por eso se dice: el alma de los hombres de los animales y de las plantas, para significar su principio de vegetación y de vida.

Al pronunciarla, esta palabra sólo nos da una idea confusa, como cuando se dice en el Génesis: «Dios insufló en el rostro del hombre un soplo de vida y se convirtió en alma viviente. El alma de los animales está en la sangre; no matéis, pues, su alma».

Así, pues, el alma —en sentido general— se toma por el origen y causa de la vida, por la vida misma. Por esto, durante muchísimo tiempo las naciones antiguas creyeron que todo moría al morir el cuerpo. Aunque es difícil desentrañar la verdad en el maremagnum de las historias remotas, tiene ciertos visos de probabilidad que los egipcios fueran los primeros que distinguieron la inteligencia y el alma, y los griegos aprendieron de ellos esta doctrina. Los latinos, siguiendo el ejemplo de los griegos, hicieron distinción entre ánimus y anima, y nosotros separamos también alma e inteligencia. Pero, ¿lo que constituye el principio de nuestra vida es también el principio de nuestros pensamientos? ¿Lo que nos hace digerir, lo que nos produce sensaciones y nos da memoria, se parece a lo que es causa en los animales de la digestión, de las sensaciones y de la memoria?

He aquí el eterno quid de las discusiones de los hombres. Digo eterno quid porque careciendo de la noción primitiva que nos guíe en este examen tendremos que permanecer siempre encerrados en un laberinto de dudas y conjeturas.

No tenemos un solo escalón en el que afirmar el pie para llegar siquiera a un vago conocimiento de lo que nos hace vivir y pensar. Para poseerlo sería preciso ver cómo la vida y el pensamiento entran en un cuerpo ¿Sabe un padre cómo produce a su hijo? ¿Sabe la madre cómo lo concibe? ¿Puede alguien adivinar cómo se agita, cómo se despierta y cómo duerme? ¿Sabe alguno cómo los miembros obedecen a su voluntad? ¿Puede alguien conjeturar por qué medio las ideas se forman en su cerebro y salen de él cuando lo desea? Débiles autómatas, colocados por la mano invisible que nos gobierna en el teatro del mundo, ¿quién de nosotros ha podido ver el hilo, principio y causa de nuestros movimientos?

No nos atrevemos a terciar en la discusión si el alma inteligente es espíritu o materia, si fue creada antes que nosotros, si sale de la nada cuando nacemos, y si después de habernos animado durante un día en el mundo, vive, cuando morimos, en la eternidad. Estas cuestiones que parecen sublimes, es como un ciego que pregunta a otro ciego sobre la luz.

Cuando tratamos de conocer los elementos que contiene un pedazo de metal lo sometemos al fuego en un crisol. ¿Poseemos un crisol para someter a prueba el alma? Unos dicen que es espíritu; pero, ¿qué es espíritu? Nadie lo sabe. Es una palabra tan vacía de sentido que nos vemos obligados a decir que el espíritu no se ve porque no sabemos decir lo que es. El alma es materia, dicen otros. Pero, ¿qué es materia? Sólo conocemos algunas de sus apariencias y algunas de sus propiedades, y ni éstas ni aquéllas parecen tener la menor relación con el pensamiento.

Y no faltan quienes opinan que el alma está formada de algo distinto de la materia. Y aunque no tenemos pruebas de ello, tal opinión se funda en que la materia es divisible y puede tomar diferentes formas, y el pensamiento no. Ahora bien, ¿quién os ha dicho que los primeros principios de la materia sean divisibles y figurables? Es muy verosímil que no lo sean; escuelas enteras de filósofos propugnan que los elementos de la materia no tienen figura ni extensión. Creéis apabullarnos replicando: «El pensamiento no es madera, ni piedra, ni metal; luego, el pensamiento no puede ser materia». Pero eso son débiles y azarosos razonamientos. La gravitación no es metal, ni arena, ni piedra, ni madera; el movimiento, la vegetación y la vida no son ninguna de esas cosas, y sin embargo, la vida, la vegetación, el movimiento y la gravitación son cualidades de la materia. Decir que Dios no puede conseguir que la materia piense es afirmar el absurdo más insolente que se haya proferido nunca en la escuela de la demencia. No estamos seguros que Dios haya obrado así, pero tenemos la seguridad de que puede obrar de tal forma. ¿Qué importa todo cuanto se ha dicho y se dirá del alma? ¿Qué importa que la hayan llamado entelequia, quinta esencia, llama o éter, que la hayan creído universal, increada, transmigrante, etc.? En cuestiones inaccesibles a la razón, ¿qué importan esas ficciones creadas por nuestras inciertas imaginaciones? ¿Qué importa que los padres de la Iglesia de los cuatro primeros siglos creyeran que el alma era corporal? ¿Qué importa que Tertuliano, contradiciéndose, dijera que el alma es corporal, figurada y simple al mismo tiempo? Tenemos un sinfín de testimonios de nuestra ignorancia, pero ni uno solo ofrece visos de verdad.

¿Cómo nos atrevemos a afirmar lo que es el alma? Sabemos con certeza que existimos, que sentimos y que pensamos. Deseamos ir más allá y caemos en un abismo de tinieblas. Inmersos en ese abismo, todavía nos acomete la loca temeridad de discutir si el alma, de la que no tenemos la menor idea, se creó antes que nosotros o al mismo tiempo que nosotros, y si es perecedera o inmortal.

La noción de alma y todas las especulaciones metafísicas deben empezar sometiéndose sinceramente a los dogmas de la Iglesia, porque, a no dudar, la revelación vale más que toda la filosofía. Los sistemas ejercitan el espíritu, pero la fe lo ilumina y lo guía.

Con frecuencia pronunciamos palabras que confusamente conocemos, y algunas veces ignoramos su significado. ¿No cabe decir esto de la palabra alma? Cuando la lengüeta o la válvula de un fuelle se halla descompuesta y el aire que entra en el vientre del fuelle sale por alguna de las fisuras que tiene la válvula, y éste no está comprimido por las dos paletas, ni sale con la fuerza necesaria para encender el fuego, las mujeres dicen: «Está descompuesta el alma del fuelle». No saben más, pero esa ignorancia no turba su tranquilidad. El jardinero habla del alma de las plantas y las cultiva con mimo, sin saber lo que significa esa palabra. En muchas de nuestras manufacturas los operarios denominan alma a sus máquinas, y nunca discuten sobre el significado de dicha palabra, pero no ocurre lo mismo a los filósofos.

Entre nosotros, el significado general de la palabra alma sirve para denotar lo que anima. Nuestros antepasados los celtas dieron al alma el nombre de seel, del que los ingleses formaron la palabra soul y los alemanes la palabra seel; probablemente, los antiguos bretones y teutones no discutirían sobre esa palabra.

Los griegos distinguían tres clases de alma: el alma sensible o alma de los sentidos (he aquí por qué el Amor, hijo de Afrodita, sintió tan vehemente pasión por Psique, y por qué Psique le amó tiernamente); el soplo que da vida y movimiento a toda máquina y que nosotros traducimos por espíritu, y la tercera, que como nosotros, llamaron inteligencia. Por tanto, poseemos tres almas sin tener la más ligera noción de ninguna de ellas. Santo Tomás de Aquino admite estas tres almas, como buen peripatético, y sitúa cada una en tres partes, una en el pecho, otra en todo el cuerpo y la tercera en la cabeza. En nuestras escuelas no se conoció otra filosofía hasta el siglo XVIII... ¡Y desgraciado el hombre que hubiera tomado una de esas tres almas por otra!

Hay, sin embargo, motivo para esta confusión de ideas. Los hombres conocieron que cuando les excitaban las pasiones del amor, de la ira o del miedo, sentían ciertos movimientos en las entrañas. El hígado y el corazón fueron asignados como asiento de las pasiones. Cuando se medita profundamente, sentimos cierta opresión en la cabeza; luego, el alma inteligente está en el cerebro. Sin respirar no es posible la vegetación y la vida; luego, el alma vegetativa está en el pecho, que recibe el soplo del aire.

Cuando los hombres vieron en sueños a sus padres o a sus amigos muertos se dedicaron a estudiar qué se les había aparecido. No era el cuerpo porque lo había consumido una hoguera o lo había tragado el mar y servido de pasto a los peces. Esto no basta para que sostuvieran que algo se les había aparecido, puesto que lo habían visto; el muerto les había hablado y el que estaba soñando le dirigía preguntas. ¿Con quién habían conversado durmiendo? Se imaginaron que era un fantasma, una figura aérea, una sombra, los manes, una pequeña alma de aire y fuego extremadamente delicada que vagaba por no sé dónde.

Con el transcurso de los años, cuando quisieron profundizar en este estudio, convinieron en que dicha alma era corporal, y esta es la idea que de ella tuvo la Antigüedad. Más tarde, Platón sutilizó esa alma de tal forma que se llegó a pensar que la habían separado casi completamente de la materia, pero ese problema no se resolvió hasta que la fe vino a iluminarnos.

En vano los materialistas aducen que algunos padres de la Iglesia no se expresaron con exactitud. San Ireneo asegura que el alma es el soplo de la vida, que sólo es incorporal si se compara con el cuerpo de los mortales, pero que conserva la figura de hombre con el fin de que se la reconozca.

Tertuliano se expresa así, gratuitamente: «La corporalidad del alma resalta en el Evangelio, porque si el alma no tuviera cuerpo la imagen del alma no tendría imagen corpórea». Inútilmente, ese mismo apologista refiere la visión de una mujer santa que vio un alma muy brillante y del color del aire.

En vano aducen que san Hilario dijo en tiempos posteriores: «No hay nada de lo creado que no sea corporal, ni en el cielo ni en la tierra, ni en lo visible ni lo invisible; todo está formado de elementos, y las almas ya habiten en un cuerpo, ya salgan de él, siempre tienen una sustancia corporal».

Asimismo, san Ambrosio, en el siglo VI, decía: «No conocemos nada que no sea material, a excepción de la Santísima Trinidad».

La Iglesia ha decidido por unanimidad que el alma es inmaterial. Los referidos santos incurrieron en un error que entonces era universal eran hombres. Pero no se equivocaron respecto a la inmortalidad porque los Evangelios la anuncian con claridad.

Es preciso, pues, conformarnos con la decisión de la Iglesia porque carecemos de la noción exacta de lo llamado espíritu puro y de lo que se llama materia. Espíritu puro es una expresión que no nos proporciona ninguna idea, y sólo conocemos la materia por alguno de sus fenómenos. La conocemos tan poco, que la llamamos sustancia y esta palabra significa lo que está debajo, pero este debajo está oculto eternamente para nosotros; es el secreto del Creador en todas partes. No sabemos cómo recibimos la vida, ni cómo la damos, ni cómo crecemos, ni cómo digerimos, ni cómo dormimos, ni cómo pensamos, ni cómo sentimos. Es una insoslayable dificultad conocer cómo el ser humano concibe sus pensamientos.



Voltaire - Antigüedad del dogma de la inmortalidad del alma




Voltaire - Antigüedad del dogma de la inmortalidad del alma (Diccionario filosófico)

El dogma de la inmortalidad del alma es la idea más consoladora y al mismo tiempo más represiva que el espíritu humano ha podido concebir. Esta consoladora doctrina era tan antigua en Egipto como sus pirámides, y antes que los egipcios la conocieron los persas. He referido ya en alguna parte la alegoría del primer Zoroastro, citada en el Sadder, en la que Dios enseña a Zoroastro el lugar para recibir el castigo que se llamaba Dardarot en Egipto, Hades y Tártaro en Grecia, y nosotros hemos traducido imperfectamente en nuestras lenguas modernas por la palabra infierno. Dios mostró a Zoroastro, en el sitio destinado a los castigos, a todos los malos reyes, a uno de los cuales le faltaba un pie, y Zoroastro preguntó por qué razón. Dios le contestó que ese rey había hecho una buena acción en toda su vida, cuya acción consistía en haber acercado con el pie la ceba da que no estaba al alcance de un pobre asno que se moría de hambre. Dios llevó al cielo el pie del rey malvado y dejó en el infierno el resto de su cuerpo.

Esta fábula, que nunca se repetirá bastante, demuestra la remota antigüedad de la doctrina sobre la segunda vida. Los hindúes también poseían esta doctrina y lo prueba su metempsicosis. Los chinos rendían culto a las almas de sus antepasados. Y esos pueblos fundaron poderosos imperios mucho antes que los egipcios.

Aunque el imperio de Egipto es muy antiguo, no lo es tanto como los imperios de Asia; en aquél y en éstos, el alma subsistía tras la muerte del cuerpo. Cierto es que todos esos pueblos, sin excepción, supusieron que el alma tenía forma etérea, sutil, y era imagen del cuerpo. La palabra soplo la inventaron después los griegos, pero no hay duda que creyeron que era inmortal una parte de nosotros mismos. Los castigos y recompensas en la otra vida echaron los cimientos de la antigua teología.

Ferecides fue el primer griego que creyó que las almas vivían una eternidad, pero no fue el primero que dijo que las almas sobrevivían a los cuerpos. Ulises, que vivió mucho tiempo antes que Ferecides, había ya visto las almas de los héroes en los infiernos, pero que las almas fueran tan antiguas como el mundo fue una doctrina que nació en Oriente y Ferecides difundió por Occidente. No creo que exista una sola doctrina moderna que no se encuentre en los pueblos antiguos. Los edificios actuales los hemos construido con los escombros de la Antigüedad.

Sería un magnífico espectáculo ver el alma. La máxima «Conócete a ti mismo» es un excelente precepto que sólo Dios puede practicar; porque, ¿qué mortal puede comprender su propia esencia?

Denominamos alma a lo que anima, pero no podemos saber más de ella porque nuestra inteligencia es limitada. Las tres cuartas partes del género humano no se ocupan de esto, y la cuarta busca, inquiere, pero ni ha encontrado ni encontrará.

El hombre ve una planta que vegeta y dice que tiene alma vegetativa, observa que los cuerpos tienen y dan movimiento y a esto llama fuerza ve que su perro de caza aprende el oficio y supone que tiene alma sensitiva, instinto; tiene ideas combinadas y a esta combinación llama espíritu. Pero, ¿qué entiendes tú en esas palabras? Indudablemente, la flor vegeta, pero, ¿existe realmente un ser que se llame vegetación? Un cuerpo rechaza a otro, pero, ¿posee dentro de sí un ser distinto que se llama fuerza? El perro te trae una perdiz, pero, ¿vive en él un ser que se llama instinto? ¿No te burlarías de un polemista que te dijera: «todos los animales viven; luego encierran dentro de ellos un ser, una forma sustancial, que es la vida»? Si un tulipán pudiera hablar y te dijera: «Mi vegetación y yo somos dos seres que formamos un conjunto», ¿no te burlarías del tulipán?

Vamos a ver qué sabes y de lo que estás seguro: sabes que andas con los pies, que digieres con el estómago, que sientes en todo el cuerpo y que piensas con la cabeza. Veamos si la única ayuda de la razón ha podido aportarte suficientes datos para deducir, sin auxilio sobrenatural, que tienes alma.

Los primeros filósofos, igual caldeos que egipcios, dijeron que es indispensable que haya dentro de nosotros algo que produzca los pensamientos; ese algo debe ser muy sutil, debe ser un soplo, debe ser un éter una quintaesencia, una entelequia, un nombre, una armonía... Según el divino Platón, es un compuesto del mismo y del otro. «Lo constituyen dos átomos que piensan en nosotros», dijo Epicuro después de Demócrito. Pero, ¿cómo un átomo pudo pensar? Confesad que no lo sabéis.

La opinión más aceptable es, indudablemente, que el alma es un ser inmaterial. Pero, ¿conciben los sabios lo que es un ser inmaterial? «No —contestan éstos—, pero sabemos que por naturaleza piensa». «¿Y por dónde lo sabéis?» «Lo sabemos porque piensa». «Me parece que sois tan ignorantes como Epicuro. Es natural que una piedra caiga porque cae; pero, yo os pregunto, ¿quién la hace caer?» «Sabemos que la piedra no tiene alma, sabemos que una negación y una afirmación no son divisibles porque no son partes de la materia». «Soy de vuestra opinión, pero la materia posee cualidades que no son materiales, ni divisibles, como la gravitación; la gravitación no tiene partes, no es, pues, divisible. La fuerza motriz de los cuerpos tampoco es un ser compuesto de partes. La vegetación de los cuerpos orgánicos, su vida, su instinto, no constituyen seres a partes, seres divisibles; no podéis dividir en dos la vegetación de una rosa, la vida de un caballo, el instinto de un perro, así como no podéis dividir en dos una sensación, una negación o una afirmación. El argumento que sacáis de la indivisibilidad del pensamiento no prueba nada».

¿Qué idea tenéis del alma? Sin revelación, sólo podéis saber que existe en vuestro interior un poder desconocido que os hace pensar y sentir.Pero, ¿ese poder de sentir y de pensar es el mismo que os hace digerir y andar? Tenéis que confesarme que no, porque aunque el entendimiento diga al estómago digiere, el estómago no digerirá si está enfermo, y si el ser inmaterial manda a los pies que anden, éstos no andarán si padecen de gota. Los griegos comprendieron que el pensamiento no tiene relación muchas veces con la función de los órganos; atribuyeron a los órganos alma animal y al pensamiento un alma más fina. Pero el alma del pensamiento, en muchas ocasiones, depende del alma animal. El alma pensante ordena a las manos que tomen y toman, pero no dice al corazón que lata, ni a la sangre que circule, ni a los jugos gástricos que se formen, y todos esos actos se realizan sin su intervención. He aquí dos almas que son muy poco dueñas de su casa.

De esto debe colegirse que el alma animal no existe, o que consiste en el movimiento de los órganos, amén de que al hombre su débil razón no le aporta ninguna prueba de que la otra alma exista.

En cuanto a las varias opiniones filosóficas que se han establecido respecto al alma, una de ellas sostiene que el alma del hombre es parte de la sustancia del mismo Dios; otra, que es parte del Gran Todo; otra asegura que el alma está creada para toda la eternidad; otra sostiene que el alma fue hecha y no creada. Varios filósofos aseguran que Dios forma las almas a medida que las necesita y llegan en el momento de la copulación; otros añaden que se alojan en el cuerpo con los animáculos seminales, etc. Filósofo hubo que dijo que se equivocaban todos los que le habían precedido, asegurando que el alma espera seis semanas para que esté formado el feto y entonces toma posesión de la glándula pineal. Pero si encuentra algún germen falso, sale del cuerpo y espera mejor ocasión. La última opinión consiste en dar al alma por morada el cuerpo calloso; éste es el sitio que le asigna Le Peyronie.

Santo Tomás, en su cuestión 75 y siguientes, dice «que el alma es una forma que subsiste per se, que está toda en todo, que su esencia difiere de su poder, que existen tres almas vegetativas: la nutritiva, la aumentativa y la generativa, que la memoria de las cosas espirituales es espiritual y la memoria de las corporales, corporal, que el alma raciocinadora es una forma inmaterial en lo tocante a las operaciones y material en cuanto al ser». ¿Has entendido algo? Pues santo Tomás escribió dos mil páginas tan claras como ésta. Por esto, sin duda, le llaman el Doctor Angélico. No se han inventado menos sistemas para el cuerpo, para explicar cómo oirá sin tener oídos, cómo olerá sin tener nariz y cómo tocará sin tener manos; en qué cuerpo se alojará en seguida, de qué forma el yo, la identidad de la misma persona, ha de subsistir; cómo el alma del hombre que se tornó imbécil a la edad de quince años, y murió imbécil a los setenta, volverá a reemprender el hilo de las ideas que tuvo en la pubertad y por qué medio un alma, a cuyo cuerpo se le amputó una pierna en Europa y perdió un brazo en América, podrá encontrar la pierna y el brazo, que quizá se habrán transformado en legumbres y habrán pasado a formar parte integrante de la sangre de cualquier otro animal. No terminaría nunca si detallara todas las extravagancias que acerca del alma humana se ha publicado.

Es sorprendente que las leyes del pueblo escogido de Dios no digan una sola palabra acerca de la espiritualidad y la inmortalidad del alma, ni hablen tampoco de esto el Deuteronomio, ni el Decálogo, ni el Levítico. En ninguna parte propone Moisés a los judíos recompensas y castigos en otra vida. No les habla nunca de la inmortalidad de sus almas, ni les hace saber que esperen ir al cielo, ni les amenaza con el infierno. En la ley de Moisés todo es temporal. En el Deuteronomio habla a los judíos en los siguientes términos:

«Si tras haber tenido hijos y nietos prevaricáis, seréis exterminados del país y reducidos a ínfimo número en las naciones.

»Yo soy un Dios celoso que castiga la iniquidad de los padres hasta la tercera y la cuarta generaciones.

»Honrad padre y madre a fin de que viváis mucho tiempo.

»Tendréis de qué comer sin que nunca os falte.

»Guardáos de dioses extranjeros, seréis aniquilados...

»Si obedecierais yo os daré la lluvia en vuestra tierra y en su tiempo, la temprana y la tardía, y cogerás tu aceite, tu grano y tu vino. Daré también hierba en tu campo para tus bestias, y comerás y te hartarás.

»Pondréis estas mis palabras en vuestro corazón y en vuestra alma, y las ataréis por señal en vuestra mano... y las escribiréis en los postes de tu casa y en tus portadas, para que sean acrecentados vuestros días....

»Cuando se levantare en medio de ti profeta y te diere señal de prodigio, y acaeciere la señal o prodigio que él te dijo, diciendo: Vamos en pos de dioses ajenos... el tal profeta ha de ser muerto, tu mano caerá primero sobre él para matarle y después la mano de todo el pueblo.

»Empero de las ciudades de estos pueblos que Jehová tu Dios te da por heredad, ninguna persona dejarás con vida; luego que Jehová tu Dios la entregare en tu mano, herirás a todo varón suyo a filo de espada.

»No comeréis aves impuras: el águila, el azor, el esmejerón, etc.

»No comeréis animales que rumian o tienen uña hendida: camello, liebre y conejo, ni puerco, etc.

»Si, empero, escucharas fielmente la voz de Jehová, tu Dios, para guardar y cumplir todos estos mandamientos... bendito serás tú en la ciudad, bendito tú en el campo... Bendito el fruto de tu vientre, y el fruto de tu bestia, la cría de tus vacas...

»Y si no oyeres la voz de Jehová, tu Dios, para cuidar de poner por obra todos sus mandamientos... maldito serás tú en la ciudad y maldito en el campo; maldito tu canastillo, y tus sobras... Jehová te herirá de tisis, y de fiebre, y de ardor, y de calor, y de cuchillo, y de almorranas, y de sarna...

»El extranjero te prestará a ti y tú no prestarás a él... por cuanto no habrás atendido la voz de Jehová, tu Dios, para guardar sus mandamientos.

»Y comerás el fruto de tu vientre, la carne de tus hijos y de tus hijas, etc.»

En todas estas promesas y amenazas es evidente que se trata de lo temporal y no se encuentra una sola palabra sobre la inmortalidad del alma, ni sobre la vida futura. Algunos comentaristas ilustres creen que Moisés conocía perfectamente esos dos grandes dogmas y prueban su opinión apoyándose en lo que dijo Jacob, quien creyendo que su hijo José había sido devorado por bestias feroces decía en su dolor: «Descenderé con mi hijo al infernum»; esto es, moriré, ya que mi hijo ha muerto. Prueban también su creencia citando pasajes de Isaías y Ezequiel, pero los hebreos a quienes habló Moisés no pudieron haber leído a los citados profetas porque escribieron muchos siglos después.

Es ocioso discutir sobre lo que secretamente opinaba Moisés, puesto que es irrefutable que en sus leyes no habló nunca de la vida futura, y que limita los castigos y las recompensas al tiempo presente. Si conoció la vida futura, ¿por qué no proclamó este dogma? Y si no lo conocía ¿cuál era el objeto de su misión? A esta cuestión contestan varios comentaristas diciendo que el Señor de Moisés y de todos los hombres se reservó el derecho de explicar a su debido tiempo a los judíos una doctrina que no eran capaces de comprender cuando vivían en el desierto.

Si Moisés hubiera anunciado la inmortalidad del alma le habría combatido una importante escuela de los judíos, la de los saduceos, autorizada por el Estado, que les permitía desempeñar los primeros cargos de la nación y nombrar pontífices máximos a sus sectarios.

Hasta después de la fundación de Alejandría no se dividieron los hebreos en tres sectas: fariseos, saduceos y esenios. El historiador Flavio Josefo, que era fariseo, nos refiere en el libro XIII de sus Antigüedades que los fariseos creían en la metempsicosis, los saduceos opinaban que el alma perecía con el cuerpo, y los esenios que el alma era inmortal. Según éstos, las almas, en forma aérea, descendían de la más alta región de los aires para introducirse en los cuerpos por la violenta atracción que ejercían sobre ellas, y cuando morían los cuerpos, las almas que habían pertenecido a los buenos iban a morar más allá del Océano, en un país donde no se sentía calor ni frío, ni hacía viento ni llovía. Las almas de los malos iban a morar en un clima hostil. Esta era la teología de los judíos.

El que debía enseñar a todos los hombres condenó estas tres sectas. Sin su enseñanza no hubiéramos llegado nunca a comprender nuestra alma, y Moisés, único legislador del mundo antiguo, que habló con Dios frente a frente, dejó a la humanidad sumida en la más profunda ignorancia respecto a este punto tan capital. Sólo al cabo de mil setecientos años tenemos la certidumbre de la existencia e inmortalidad del alma.

Cicerón tenía sus dudas. Su nieto y nieta le sacaron de ellas revelándole la verdad de los primeros galileos que fueron a Roma. Pero antes de esa época, y después de ella, en todo el resto del mundo donde los apóstoles no penetraron, cada cual debía preguntar a su alma: ¿Qué eres?, ¿de dónde vienes?, ¿qué haces?, ¿dónde vas? Eres un no sé qué, que piensas y sientes, pero aunque pensaras y sintieras más de cien mil millones de años no conseguirás saber más sin el auxilio de Dios, que te concedió el entendimiento para que te sirviera de guía, pero no para penetrar en la esencia de lo que creó. Así pensó Locke, y antes que Locke, Gassendi, y antes que Gassendi, multitud de sabios, pero hoy los bachilleres saben lo que esos grandes hombres ignoraban.

Enemigos encarnizados de la razón se han atrevido a oponerse a esas verdades reconocidas por los sabios, llevando su mala fe y su imprudencia hasta el punto de imputar al autor de esta obra la opinión de que cada alma es materia. Perseguidores de la inocencia, bien sabéis que hemos dicho lo contrario, y que dirigiéndonos a Epicuro, a Demócrito y a Lucrecio, les preguntamos: «¿Cómo podéis creer que un átomo piense? Confesad que no sabéis nada». Luego sois unos calumniadores los que me perseguís.

Nadie sabe lo que es el ser que llamamos espíritu, al que vosotros mismos dais un nombre material haciéndole sinónimo de aire. Los primeros padres de la Iglesia creían que el alma era corporal. Es imposible que nosotros, que somos seres limitados, sepamos si nuestra inteligencia es sustancia o facultad; no podemos conocer a fondo el ser extenso ni el ser pensante, esto es, el mecanismo del pensamiento. Apoyados en la opinión de Gassendi y de Locke, afirmamos que por nosotros mismos no podemos conocer los secretos del Creador. ¿Sois dioses que lo sabéis todo? Os repetimos que sólo podemos conocer por la revelación la naturaleza y el destino del alma, y esa revelación no os basta. Debéis ser enemigos de la revelación, porque perseguís a los que la creen y de ella lo esperan todo.

Nos referimos a la palabra de Dios y vosotros, que fingiendo religiosidad sois enemigos de Dios y de la razón, blasfemáis unos de otros, tratáis la humilde sumisión del filósofo como el lobo trata al cordero en las fábulas de Esopo, y le decís: «Murmuraste de mí el año pasado; debo beberme tu sangre». Pero la filosofía no se venga, más bien se ríe de esos vagos esfuerzos y enseña tranquilamente a los hombres que queréis embrutecer para que sea iguales a vosotros.



 
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