La Feria de las Tinieblas
Ray Bradbury
Ray Bradbury
La feria de las Tinieblas es la historia de dos muchachos, James Nightshade y William Halloway, y del mal que empieza a invadir su pequeña ciudad del Medio Oeste con la llegada una medianoche de otoño de una feria ominosa. Los dos chicos descubren que con unas pocas vueltas en el carrusel pueden apresurar el tiempo y transformarse en adultos, o ir hacia atrás y volver a los balbuceos de la primera infancia. ¿Cómo podrán salvar sus almas y su pueblo de la maldad que les ronda? ¿Qué haríamos si nuestros más oscuros deseos pudieran hacerse realidad? Bradbury revela la parte más oscura del alma humana al explorar el delicioso placer de un otoño perfectamente terrorífico e inolvidable.
La feria de las tinieblas, capitulo primero
I - Llegadas
1
El vendedor de pararrayos llegó poco antes de la tormenta. Vino por una calle de Green Town, Illinois, en ese nublado día de fines de octubre, echando miradas furtivas por encima del hombro. En alguna parte, no muy lejos, unos vastos relámpagos golpeaban la tierra. En alguna parte la tormenta era ya evidente: una bestia enorme de dientes horribles.
El vendedor caminó arrastrando la pesada valija de cuero, donde resonaban y se sacudían unos complicados rompecabezas de quincalla que la lengua conjuraba de puerta en puerta, hasta que al fin llegó a un rectángulo de césped que parecía mal cortado.
No, no el césped. El vendedor alzó los ojos: dos muchachitos allá en la cima del terraplén, tirados sobre el césped. Iguales en tamaño y en figura, los niños tallaban unos silbatos de caña y hablaban de los tiempos pasados y de los tiempos futuros, contentos de haber dejado huellas digitales en todos los objetos móviles de Green Town durante el verano pasado, y huellas de pies en todos los caminos que corrían de allí al lago y del lago al río, desde el comienzo de las clases.
—Hola, muchachos —llamó el hombre, vestido con ropas de color de tormenta—. ¿Está la familia en casa?
Los niños sacudieron la cabeza.
—Y ustedes, ¿tienen dinero?
Los niños sacudieron la cabeza.
—Bueno...
El vendedor caminó un metro, se detuvo y encorvó los hombros. De pronto creyó sentir que las ventanas de las casas o el cielo frío le clavaban los ojos en el cuello. Se volvió lentamente, husmeando el aire. El viento sacudía los árboles desnudos. La luz del sol pasaba a través de una pequeña hendedura en las nubes y acuñaba en oro las últimas hojas de los robles. Pero el sol se desvaneció, las monedas de oro se gastaron, sopló un viento gris. El vendedor ambulante se sacudió, estremeciéndose, y subió lentamente por el césped.
—Muchacho —dijo—, ¿cómo te llamas?
Y el primer niño, de pelo rubio-blanco como un cardo de leche, cerró un ojo, torció la cabeza y miró al vendedor ambulante con el otro ojo, tan transparente, brillante y claro como una gota de lluvia en el estío.
—Will —dijo el niño—, William Halloway.
El hombre de la tormenta se volvió: —¿Y tu?
El segundo niño no se movió, se quedó boca abajo sobre la hierba del otoño, como preguntándose si inventaría o no un nombre. Tenía el pelo alborotado, espeso, y de color lustroso, como de castaña encerada. Los ojos, clavados en algún distante lugar de sí mismo, eran de color verde menta y cristal de roca. Al fin se llevó a la boca indiferente una brizna seca.
—Jim Nightshade —dijo.
El vendedor de tormentas asintió como si ya lo supiera.
—Nightshade. Es todo un nombre.
—Y le va bien de veras —dijo Will Halloway—. Yo nací un minuto antes de medianoche, el treinta de octubre. Jim nació un minuto después de medianoche; treinta y uno de octubre.
—Víspera de Todos los Santos —dijo Jim.
Las voces se encadenaban, como si los niños hubiesen contado muchas veces esa historia de las madres que vivían en casas vecinas, habían corrido juntas al hospital, y habían traído dos hijos al mundo separados por unos pocos instantes; uno claro, uno oscuro. Había una verdadera tradición de celebraciones mutuas detrás. Todos los años Will encendía las velas de una única torta, un minuto antes de medianoche, y Jim las apagaba soplando un minuto después, cuando empezaba el último día de octubre.
Todo esto dijo Will, excitado. Todo esto mereció la aprobación de Jim en silencio. Todo lo escuchó el vendedor, que venía corriendo delante de la tormenta, y se había detenido allí, titubeando, escuchando, mirándoles las caras.
—Halloway. Nightshade. ¿Así que no hay dinero?
El hombre, como deplorando tener tan buena conciencia, rebuscó en la valija y sacó un artefacto de hierro.
—Tomad, ¡gratis! ¿Por qué? Una de estas casas será golpeada por el rayo. Sin esta vara, ¡bum! Fuego y cenizas, carne chamuscada y brasas. ¡Ahí va!
El hombre soltó la vara. Jim no se movió. Pero Will alcanzó el hierro, y ahogó un grito.
—Caramba, ¡qué pesado! Y raro. Nunca vi un pararrayos parecido. ¡Mira, Jim! Y Jim, al fin, se estiró como un gato, y volvió la cabeza. Abrió los ojos verdes, y los entornó.
El pararrayos parecía a la vez una media luna y una media cruz. En la vara principal había pequeñas espirales, ondas y charnelas, y palabras en idiomas extraños, nombres que trababan la lengua y rompían las mandíbulas, numerales que daban sumas incomprensibles, pictogramas de insectos de púas y garras erizadas.
—Esto es egipcio. —Jim apuntó con la nariz a un bicho soldado al hierro.— Un escarabajo.
—¡Así es, muchachos!
Jim bizqueó: —Y eso de ahí: patas de moscas fenicias.
—¡Exacto!
—¿Por qué? —preguntó Jim.
—¿Por qué? —dijo el hombre—. ¿Por qué egipcio, árabe, abisinio, choctaw? Bueno, ¿qué idioma habla el viento? ¿Qué nacionalidad tiene la tormenta? ¿De qué país vienen las lluvias? ¿De qué color es el rayo? ¿A dónde va el trueno cuando muere? Muchachos, hay que estar listos en todos los dialectos de cualquier forma y sustancia, listos para conjurar los fuegos de San Telmo, las bolas de luz azul que rondan la tierra y acechan como gatos, siseando, entre dientes. Yo tengo los únicos pararrayos del mundo que oyen, sienten, conocen y detienen cualquier tormenta, no importa el idioma, la voz, el signo. ¡No hay trueno forastero por más estentóreo que sea que no enmudezca en contacto con esta vara!
Pero Will miraba ahora más allá del hombre.
—¿En qué casa? —dijo—. ¿En qué casa va a caer?
—¿En qué casa? Un momento, un momento. —El vendedor ambulante miró atentamente las caras de los niños.— Hay gentes que atraen el rayo. Lo aspiran, como esos gatos que aspiran el aliento de los bebés. Algunos tienen polaridades negativas, y otros polaridades positivas. Algunos brillan en la oscuridad. Otros apagan todo alrededor.En fin... los dos... yo...
—¿Cómo sabe que el rayo caerá por aquí? —dijo Jim de pronto, con los ojos brillantes.
El vendedor titubeó apenas: —Bueno, tengo nariz, ojos, oídos. Las dos casas, las
maderas... ¡Escuchad!
Los niños escucharon. ¿Las casas se inclinaban de algún modo al viento frío de la tarde? Quizá sí. Quizá no.
—El trueno necesita cauces, como los ríos. Uno de estos altillos es un cauce seco, que languidece y espera al rayo. ¡Esta noche!
Jim se incorporó de un salto, feliz. —¿Esta noche?
—¡No una tormenta cualquiera! —dijo el vendedor—. Lo asegura Tom Fury. Fury, ¿no es un buen nombre para un vendedor de pararrayos? ¿Y acaso lo elegí yo? ¡No! ¿El nombre me arrojó a este oficio? ¡Sí! Ya mayor, vi oscuros fuegos, que saltaban por el mundo, y perseguían a hombres aterrorizados, y pensé: trazaré mapas de tormentas y huracanes, y luego iré corriendo delante de ellos, llevando en los puños mis bastones de hierro, ¡mis armas milagrosas! He defendido, he protegido un millar de casas, sí, un millar de casas temerosas de Dios. De modo que cuando os digo, muchachos, estáis en grave peligro, oídme bien. ¡Trepad a ese techo, atornillad la vara, alta y firme, y bajad un cable ala buena tierra antes que sea de noche!
—¡Pero en qué casa! —preguntó Will.
El vendedor de pararrayos retrocedió, se sonó la nariz en una pañoleta, y caminó lentamente por el césped como si se acercara a una silenciosa y enorme bomba de
tiempo que estaba encendida allí cerca.
Tocó la baranda del porche en la casa de Will, pasó la mano por una viga y una tabla del piso, y cerró los ojos y se apoyó en una pared oyendo cómo le hablaban los huesos de la casa.
Luego, inquieto, vacilando, fue hasta la casa de al lado.
Jim se enderezó para ver mejor.
El vendedor estiró una mano tocando, acariciando, dejando que los dedos le temblaran sobre la vieja pintura.
—Esta es la casa —dijo al fin.
Jim pareció muy orgulloso.
—Jim Nightshade, ¿es ésta tu casa? —preguntó el hombre sin volver la cabeza.
—Sí, es mi casa —dijo Jim.
—Tenía que haberlo sabido —dijo el hombre.
—Eh, ¿y yo? —dijo Will.
El vendedor de pararrayos husmeó de nuevo la casa de Will.
—No, no. Oh, algunas chispas en los desagües. La verdadera función será al lado, en casa de los Nightshade.
El hombre cruzó rápidamente el prado y tomó la valija de cuero.
—Bueno, me voy. Llega la tormenta. No te demores, Jim, porque si no... ¡buuummm! Te encontrarán con todas tus monedas, todos los cobres y los níqueles fundidos y galvanizados. Abe Lincoln pegado a Miss Columbia, águilas desplumadas sobre plata, todo azogue en tus pantalones. ¡Más todavía! Le alzas el párpado a un chico tocado por el rayo, ¡y ahí está la última escena, en el globo del ojo, hermosa y perfecta, como un padrenuestro escrito en una cabeza de alfiler! Una foto de cámara de cajón:¡el fuego del cielo que cae y te golpea, y te saca el alma succionándola escaleras arriba!¡Rápido, muchacho!¡Clávalo bien alto o morirás antes del alba!
Y haciendo sonar la valija repleta de varas de hierro, el vendedor dio media vuelta y se fue, a paso redoblado, entornando los ojos para mirar el cielo, los techos, los árboles y cerrando al fin los ojos, y apresurándose, husmeando, murmurando: —Sí, sí, cuidado, ahí viene, la siento, lejos por ahora, pero de prisa...
Y el hombre de traje de color de tormenta se perdió en la calle, el sombrero color de nube echado sobre los ojos; y los árboles susurraron y el cielo envejeció de pronto, y Jim y Will se quedaron allí probando el aire, tratando de oler la electricidad, el pararrayos caído entre ellos.
—Jim —dijo Will—. No te quedes ahí. Tu casa, dijo. ¿Pondrás o no el pararrayos?
—No —sonrió Jim—. ¿Por qué arruinarlo todo?
—¡Arruinarlo! ¿Estás loco? ¡Traigo la escalera!¡Tú el martillo, clavos y alambre!
Pero Jim no se movió. Will echó a correr. Volvió con la escalera.
—Jim. Piensa en tu mamá. ¿Quieres que se queme?
Will trepó solo por un costado de la casa, y miró hacia abajo. Lentamente, Jim se acercó a la escalera y empezó a subir.
El trueno sonó allá lejos, en las lomas nubosas.
El aire tenía un olor fresco y acre, sobre el techo de la casa de Jim Nightshade.
Hasta Jim tuvo que admitirlo.
La tragedia de Haití ha desatado un formidable movimiento internacional de solidaridad. Pero, el terremoto también ha provocado otras réplicas. Son, explica, temblores de hipocresía, racismo y amnesia que ningún sismógrafo es capaz de registrar
Pat Robertson, teleevangelista de amplia audiencia, explicó claramente este asunto del terremoto. El pastor de almas cantó la justa: las placas tectónicas no tienen nada que ver. El terremoto es una consecuencia del pacto que los negros haitianos habían hecho con el diablo hace dos siglos. Satán los liberó de Francia, pero Haití se convirtió en un país maldito.
El bueno de Pat no está solo. Son muchos los que creen, o al menos sospechan, que la libertad fue el pecado que condenó al país a perpetua desgracia. Haití no sería un país maldito si hubiera aceptado su destino colonial.
Pero ¿maldito por quién? Los negros haitianos habían humillado al Ejército de Napoleón Bonaparte, que en esa guerra perdió dieciocho oficiales, y Francia cobró cara la expiación. Durante más de un siglo, Haití pagó a Francia una indemnización, equivalente hoy día a casi veintidós mil millones de dólares, por haber cometido semejante sacrilegio.
El nuevo país nació endeudado y arruinado, arrasado por la guerra de independencia, que a tantos mató o mutiló, y también arrasado por la explotación despiadada de sus suelos y de sus gentes extenuadas en el trabajo esclavo. La prosperidad de Francia había sido la ruina de Haití. Todo el país se había reducido a una inmensa plantación de azúcar, que aniquiló los bosques y secó la tierra. Los negros libres heredaron un reino sin sombra y sin agua.
En estos días, la prensa ha difundido reseñas históricas. Se supone que ayudan a entender lo que ocurre. En casi todos los casos, nos cuentan que Haití fue el segundo país libre de las Américas, porque había seguido el ejemplo de la independencia de Estados Unidos. La verdad es que no fue el segundo. Fue el primero, el primer país de veras libre, libre de la opresión colonial, sí, pero también libre de la esclavitud. Y fue el primero, precisamente, porque no siguió el ejemplo de Estados Unidos: Haití fue un país sin esclavos sesenta años antes que Estados Unidos, cuya primera Constitución estableció que un negro equivalía a las tres quintas partes de una persona.
Y Haití nació, por eso, condenado a la soledad. Haití difundía, con su solo ejemplo, una peste contagiosa. Ningún otro país reconoció su existencia. Todos le dieron la espalda. Ni siquiera Simón Bolívar, cuando gobernó la Gran Colombia, pudo recordar que a los haitianos debía su gloria, porque ellos le habían dado naves, armas y soldados, cuando él estaba vencido, con la sola condición de que liberara a los esclavos.
Otra réplica del terremoto: son muchos los que creen, y no pocos lo afirman, que toda ayuda será inútil, porque los haitianos son incapaces de gobernarse a sí mismos. Llevan en la frente la marca africana. Están predestinados al caos. Es la maldición negra.
Por el mismo motivo, Estados Unidos no tuvo más remedio que invadir Haití en1915. Robert Lansing, secretario de Estado, explicó entonces que "la raza negra es incapaz de gobernarse a sí misma y tiene una tendencia inherente a la vida salvaje y una incapacidad física de civilización".
El presidente Woodrow Wilson, premio Nobel de la Paz, ferviente admirador del Ku-Klux-Klan, firmó la orden de invasión, para restablecer el orden, evitar el caos y de paso, ya que estaba, cobrar lo que Haití debía a los bancos norteamericanos. Las tropas fueron por un ratito nomás, pero se quedaron diecinueve años. No pudieron restablecer la esclavitud, como habían hecho en Tejas y en Nicaragua, pero al menos impusieron un régimen de trabajo forzado que era bastante parecido, y mientras duró la ocupación militar prohibieron que los negros entraran en los hoteles, restaurantes y clubes reservados a los extranjeros. También prohibieron que el presidente de Haití cobrara su salario, hasta que enmendó su conducta y regaló el Banco de la Nación al City Bank.
Cuando las tropas se retiraron, dejaron un país bastante peor que el que habían encontrado.
Ojalá no se repita la historia, ahora que las tropas norteamericanas han regresado, traídas por el terremoto, y sobre las ruinas ejercen el poder absoluto.
Tierra desollada, gente desesperada: Haití ha malvivido su vida, casi siempre sometido a las dictaduras militares. Dictadura tras dictadura: para que callen los muchos y los pocos manden.
Uno de los dictadores, Baby Doc Duvalier, escapó de la furia popular en enero de 1986. Se fugó, acompañado por millones de dólares, en el avión militar que el presidente Ronald Reagan le envió, en agradecimiento por los servicios prestados.
Tiempo después, cuando el terremoto estalló, Baby Doc anunció, desde el exilio, que iba a donar a Haití una parte del dineral que había robado. Fue conmovedor. Casi tanto como el gesto del Fondo Monetario Internacional, que ha decidido prestar a Haití cien millones de dólares.
La experiencia ha demostrado, en América Latina y en todo el sur del mundo, que los expertos internacionales son tan útiles como los dictadores militares, quizá más, y resultan mucho más presentables, porque matan para ayudar a sus víctimas.
En Haití, como en muchos otros países, han sido el Fondo Monetario y el Banco Mundial quienes pulverizaron el poder público y eliminaron los subsidios y los aranceles que de alguna manera protegían la producción nacional de arroz. Los campesinos que vivían de sus cultivos fueron convertidos en mendigos o balseros, arrojados a la calle o a los tiburones, y Haití pasó a importar el arroz, ése sí subsidiado, ése sí protegido, de Estados Unidos.
Gracias a los buenos servicios de estos filántropos internacionales, el terremoto aniquiló un país aniquilado: sin Estado, sin instituciones, sin hospitales, sin escuelas.
¿Sin nada? ¿Sin nada de nada?
En 1996, el diputado alemán Winfried Wolf, que llevaba unos cuantos días en Haití, consultó las estadísticas internacionales. Había escuchado una y mil veces que Haití es un país superpoblado. Le sorprendió descubrir que Alemania está casi tan superpoblada como Haití. Pero admitió: “Sí, Haití está superpoblado… de artistas”.
Winfried recorría los mercados sin cansarse nunca de tanto admirar las creaciones del arte popular de este país. Las haitianas y los haitianos tienen manos magas, que revuelven la basura y de la basura sacan fierros viejos, cristales rotos, maderas gastadas, cosas que parecen muertas, y esas escultoras y escultores les dan vida y alegría.
Haití es un país arrojado a la basura, tierra despreciada, tierra castigada, que ahora parece, después del terremoto, más muerta que nunca. ¿Le quedarán manos magas, capaces de resucitarla?
Uno de los sobrevivientes, que perdió a su mujer, a sus hijos, su casa, su todo, respondió a la pregunta de un periodista: “¿Y ahora? Ahora lloro. Todas las noches lloro. Aquí, en la plaza donde duermo, lloro. Y después me levanto y camino. No sé adónde. Camino. Sigo. Busco la vida. No me preguntes por qué”.
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