Herbert West necesitaba cadáveres frescos porque el trabajo de su vida era la reanimación de los muertos. Este trabajo no era conocido por la distinguida clientela que hizo crecer rápidamente su fama, a su llegada a Boston; en cambio yo lo conocía demasiado bien, ya que era su más íntimo amigo y ayudante desde nuestros tiempos de la Facultad de Medicina, en la Universidad Miskatonic de Arkham. Fue en aquellos tiempos de la universidad cuando inició sus terribles experimentos, primero con pequeños animales y luego con cadáveres humanos conseguidos de manera horrenda. Había obtenido una solución que inyectaba en las venas de los muertos; y si eran bastante frescos, reaccionaban de maneras extrañas. Tuvo muchos problemas para descubrir la fórmula adecuada, pues cada tipo de organismo necesitaba un estímulo especialmente apto para él. El terror lo dominaba, cada vez que pensaba en los fracasos parciales: seres atroces, resultado de soluciones imperfectas o de cuerpos insuficientemente frescos. Cierto número de estos fracasos siguieron con vida —uno de ellos se encontraba en un manicomio, mientras que otros desaparecieron—; y como él pensaba en las eventualidades imaginables, aunque prácticamente imposibles, se estremecía a menudo, debajo de su aparente impasibilidad habitual.
West se dio cuenta muy pronto que el requisito fundamental para que los ejemplares sirviesen era su frescura, así que recurrió al procedimiento espantoso y abominable de robar cadáveres. En la universidad, y cuando empezamos a ejercer en el pueblo industrial de Bolton, mi actitud respecto a él era de fascinada admiración; pero a medida que sus procedimientos se hacían más osados, un solapado terror se fue apoderando de mí. No me gustaba la forma en que miraba a las personas vivas de aspecto saludable; luego, ocurrió aquella escena de pesadilla en el laboratorio del sótano, cuando me enteré que cierto ejemplar aún estaba vivo cuando West se apoderó de él. Fue la primera vez que pudo revivir la función del pensamiento racional en un cadáver; y este éxito, conseguido a costa de semejante abominación, lo endureció por completo.
No me atrevo a hablar de sus métodos durante los cinco años siguientes. Seguí a su lado sólo por miedo, y presencié escenas que la lengua humana no podría repetir. Gradualmente, llegué a darme cuenta que el propio Herbert West era más horrible que todo lo que hacía..., fue entonces cuando comprendí claramente que su celo científico por prolongar la vida en otro tiempo normal degeneró sutilmente en una curiosidad meramente morbosa y macabra y en una secreta complacencia en la visión de los cadáveres. Su interés se convirtió en perversa afición por lo repugnante y lo diabólicamente anormal; se recreaba con tranquilidad en monstruosidades artificiales ante las que cualquier persona en su sano juicio caería desvanecida de repugnancia y de horror; detrás de su pálido intelectualismo, se convirtió en un exigente Baudelaire del experimento físico, en un lánguido Heliogábalo de las tumbas.
Afrontaba imperturbable los peligros y cometía crímenes con impasibilidad. Creo que el momento crítico llegó al comprobar que podía restituir la vida racional, y buscó nuevos ámbitos que conquistar experimentando en la reanimación de partes seccionadas de los cuerpos. Tenía ideas extravagantes y originales sobre las propiedades vitales independientes de las células orgánicas y los tejidos nerviosos separados de sus sistemas psíquicos naturales; y obtuvo ciertos resultados espantosos preliminares en forma de tejidos imperecederos, alimentados artificialmente a partir de huevos semi-incubados de un reptil tropical indescriptible. Había dos cuestiones biológicas que ansiaba terriblemente establecer: primero, si podía darse algún tipo de conciencia o actividad racional sin cerebro, en la médula espinal y en los diversos centros nerviosos; y segundo, si existía alguna clase de relación etérea, intangible, distinta de las células materiales, que uniese las partes quirúrgicamente separadas que previamente constituían un solo organismo vivo. Todo este trabajo científico requería una prodigiosa provisión de carne humana recién muerta... y esa fue la razón por la que Herbert West participó en la Gran Guerra.
El horrendo y abominable suceso ocurrió una medianoche, a finales de marzo de 1915, en un hospital de campaña detrás de las líneas de St. Eloi. Aún ahora me pregunto si no fue meramente la diabólica ficción de un delirio. West se había montado un laboratorio particular en el lado este del edificio que se le asignó provisionalmente, alegando que deseaba poner en práctica nuevos y radicales métodos para el tratamiento de los casos de mutilación hasta ahora desesperados. Allí trabajaba como un carnicero, en medio de su sanguinolenta mercancía. Jamás llegué a acostumbrarme a la ligereza con que él manejaba y clasificaba determinado material. A veces hacia verdaderas maravillas de cirugía en los soldados; pero sus principales satisfacciones eran de carácter menos público y filantrópico, y se vio obligado a dar muchas explicaciones acerca de ruidos extraños aún en medio de aquella babel de condenados, entre los que hubo frecuentes disparos de revólver... cosa corriente en un campo de batalla, aunque completamente inusitada en un hospital. Los ejemplares reanimados por el doctor West no reunían condiciones para recibir una larga existencia ni ser contemplados por un amplio número de espectadores. Además del humano, West utilizaba gran cantidad de tejido embrionario de reptiles que él cultivaba con resultados singulares. Era mejor que el material humano para conservar con vida los fragmentos privados de órganos, y esa era ahora la principal actividad de mi amigo. En un oscuro rincón del laboratorio; sobre un extraño mechero de incubación, tenía una gran cuba tapada, llena de esa sustancia celular de reptiles que se multiplicaba y crecía de forma borboteante y horrenda.
La noche que hablo teníamos un ejemplar nuevo y espléndido: un hombre físicamente fuerte y a la vez de tan elevada inteligencia, que nos garantizaba un sistema nervioso sensible. Resultaba irónico; porque se trataba del oficial que ayudó para que se le concediese a West su destino, y que ahora debió ser nuestro socio. Es más; en el pasado, estudió secretamente la teoría de la reanimación bajo la dirección de West. El comandante sir Eric Moreland Clapman-Lee, D.S.O., era el mejor cirujano de nuestra división, y fue designado precipitadamente al sector de St. Eloi cuando llegaron al cuartel general noticias del recrudecimiento de la lucha. Efectuó el viaje en un avión pilotado por el intrépido teniente Ronald Hill, sólo para ser derribado precisamente en el punto de su destino. La caída fue tremenda y espectacular, Hill quedó irreconocible; en cuanto al gran cirujano, el accidente le seccionó la cabeza casi por completo, aunque el resto del cuerpo estaba intacto. West se apoderó ansiosamente de aquel despojo inerte que fue su amigo y compañero de estudios; me estremecí al verlo terminar de separar la cabeza, colocarla en la diabólica cuba de pulposo tejido de reptiles con objeto de conservarla para futuros experimentos, y seguir manipulando el cuerpo decapitado sobre la mesa de operaciones. Inyectó sangre nueva, unió determinadas venas, arterias y nervios del cuello sin cabeza, y cerró la horrible abertura injertando piel de un ejemplar no identificado que había llevado uniforme de oficial. Yo sabía lo que pretendía: comprobar si este cuerpo sumamente organizado podía dar, sin cabeza, alguna señal de la vida mental que distinguió a sir Eric Moreland Clapman-Lee, estudioso en otro tiempo de la reanimación. Este tronco mudo era ahora requerido espantosamente a servir de ejemplo.
Aún puedo ver a Herbert West bajo la siniestra luz de la lámpara, inyectando la solución reanimadora en el brazo del cuerpo decapitado. No puedo describir la escena, me desmayaría si lo intentara, ya que era enloquecedora aquella habitación repleta de horribles objetos clasificados, con el suelo resbaladizo a causa de la sangre y otros desechos menos humanos que formaban un barro cuyo espesor llegaba casi hasta el tobillo, y aquellas horrendas anormalidades de reptiles salpicando, burbujeando y cociendo sobre el espectro azulado y vacilante de llama, en un rincón de negras sombras.
El ejemplar, como West comentó repetidas veces, poseía un sistema nervioso espléndido. Esperaba mucho de él; y cuando empezó a manifestar leves movimientos de contracción, pude ver el interés febril reflejado en el rostro de West. Creo que estaba preparado para presenciar la prueba de su cada vez más sólida opinión que la conciencia, la razón y la personalidad pueden subsistir independientemente del cerebro... que el hombre no posee un espíritu central conectivo, sino que es meramente una máquina de materia nerviosa en la que cada sección se encuentra más o menos completa en sí misma. En una triunfal demostración, West estaba a punto de relegar el misterio de la vida a la categoría de mito. El cuerpo ahora se contraía más vigorosamente; y bajo nuestros ojos ávidos, empezó a jadear de forma horrible. Agitó los brazos con desasosiego, alzó las piernas, y contrajo varios músculos en una especie de contorsión repulsiva.
Luego, aquel despojo sin cabeza levantó los brazos en un gesto de inequívoca desesperación... de una desesperación inteligente, que bastaba para confirmar todas las teorías de Herbert West. Evidentemente, los nervios recordaban el último acto en vida del hombre: la lucha por librarse del avión que se iba a estrellar.
No sé exactamente, qué fue lo que siguió. Tal vez se trata sólo de una alucinación provocada por la impresión que sufrí en aquel instante al iniciarse el bombardeo alemán que destruyó el edificio... ¿quién sabe, ya que West y yo fuimos los únicos supervivientes? West prefería pensar que fue eso, antes de su reciente desaparición; pero había ocasiones en que no podía, porque era extraño que sufriéramos los dos la misma alucinación. El horrendo incidente fue simple en sí mismo, aunque excepcional por lo que implicaba.
El cuerpo de la mesa se levantó con un movimiento ciego, vacilante terrible; y oímos un sonido gutural. No me atrevo a decir que se trataba de una voz, porque fue demasiado espantoso. Sin embargo, lo más horrible no fue su cavernosidad. Ni tampoco lo que dijo, ya que gritó tan solo: «¡Salta, Ronald, por Dios!. ¡Salta!». Lo espantoso fue su procedencia: porque brotó de la gran cuba tapada de aquel rincón macabro de oscuras sombras.
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