El sueño…
el sueño es el hermano de la muerte.
Así que túmbate bajo este esqueleto en la frialdad de la tumba.
Permite que el abrazo de sus muertos brazos
te mantenga totalmente a salvo y dormido.
Enterrado en un sueño…
silenciosamente….
Para siempre bajo tierra




El Cristianismo y el Sexo - Bertrand Russell





El cristianismo y el sexo
Bertrand Russell

La actitud de la religión cristiana ante el sexo es tan morbosa y antinatural que sólo puede comprenderse si la relacionamos con la enfermedad que atacó el mundo civilizado cuando decayó el Imperio Romano. A veces se oye comentar que el cristianismo ha mejorado la condición de las mujeres; está es una de las tergiversaciones de la historia más groseras que puedan hacerse. En una sociedad que considera de la máxima importancia que las mujeres sigan a rajatabla un código moral muy estricto, es muy difícil que puedan disfrutar de una posición tolerable. Los sacerdotes han considerado siempre a la mujer como la tentadora, la inspiradora de deseos impuros.

La enseñanza tradicional de la Iglesia ha sido y sigue siendo que la castidad es lo mejor, aunque para quienes esto les resulte imposible dejan la posibilidad del matrimonio, porque "más vale casarse que abrasarse", como brutalmente afirma San Pablo. Haciendo indisoluble el matrimonio e imposibilitando todo conocimiento del Ars Amandi, la Iglesia logró que la única forma de sexualidad permitida fuera dolorosa, en vez de placentera. La oposición al control de la natalidad parece obedecer al mismo motivo: si una mujer tiene un hijo por año hasta que muere agotada, no es esperable que vaya a encontrar mucho placer en el matrimonio.

El concepto de pecado, tal como lo presenta la ética cristiana, provoca un enorme daño: ofrece a la gente una vía de escape para su sadismo considerada legítima e incluso noble. Pongamos como ejemplo el asunto de la prevención de la sífilis. Se sabe que si se toman algunas precauciones el peligro de contraer la enfermedad es mínimo; sin embargo, los cristianos se oponen a la difusión de estos conocimientos médicos porque sostienen que los pecadores deben ser castigados. Mantienen su actitud hasta tal punto que están dispuestos a que el castigo se extienda a las esposas y a los hijos de los pecadores. Actualmente hay en el mundo muchos miles de niños con sífilis congénita que nunca deberían haber nacido, de no haber sido por ese deseo de los cristianos de ver castigados a los pecadores. No comprendo como este tipo de doctrinas promotoras de la más diabólica crueldad pueden ser consideradas moralmente beneficiosas.

La actitud de los cristianos respecto al conocimiento de los temas sexuales es sumamente peligrosa para el bienestar humano. Toda persona que considere esta cuestión sin prejuicios sabe que la ignorancia artificial impuesta por los cristianos ortodoxos a los jóvenes es extremadamente dañina para su salud física y mental; además, la mayoría de los niños, cuya única posibilidad es informarse mediante conversaciones indecentes, acaba considerando la sexualidad como algo malo y ridículo. No se puede defender que ningún tipo de conocimiento sea indeseable; por eso, yo no pondría ninguna barrera a la libre adquisición de información sexual. Es probable que una persona actúe con menos prudencia cuando se mantiene en la ignorancia que cuando está instruida, por lo cual es absurdo despertar en los jóvenes una sensación de pecado cuando muestran su curiosidad natural acerca de un asunto tan importante.

A todos los jóvenes, por ejemplo, les interesan los trenes. Vamos a suponer que se les dice que ese interés por los trenes es malo; imaginemos que se les venda los ojos cada vez que se encuentran en un tren o en una estación de ferrocarril; supongamos que se impide que se mencione la palabra "tren" en su presencia, y se crea un misterio impenetrable en torno a los medios de transporte. El resultado no sería hacer que disminuyera su interés por ellos, sino muy por el contrario, los trenes les atraerían más aún, pero con la morbosa sensación del pecado y de lo indecente. Todo muchacho de inteligencia despierta podría llegar a convertirse de ese modo en un neurasténico. Esto es lo que ocurre con la sexualidad, pero como el sexo es mucho más interesante que los trenes el resultado es aún peor. Casi todos los adultos que pertenecen a una comunidad cristiana tienen alguna enfermedad nerviosa que es el resultado del tabú que imperaba en torno al sexo cuando eran niños o adolescentes. Este sentimiento de pecado que les fue implantado artificialmente es una de las causas de la crueldad, la timidez y la estupidez que muestran en etapas posteriores de la vida. No existe ningún motivo racional para impedir a ningún niño que se informe de los asuntos que le interesan, sean sexuales o de cualquier otro tipo. No tendremos jamás una población sana hasta que esto no se lleve a la práctica, lo cual es imposible mientras las Iglesias dominen la política educativa.

Es evidente que las doctrinas fundamentales del cristianismo exigen un elevado grado de perversión ética antes de poder ser aceptadas. El mundo, según nos dicen, fue creado por un Dios que es a la vez bueno y omnipotente. Un Dios que antes de crear el mundo previó todo el dolor y la miseria que iba a contener y que, por tanto, es responsable de ello. Es inútil pensar que el dolor del mundo se debe al pecado; esto simplemente no es cierto, ya que el pecado no produce ni las inundaciones ni las erupciones volcánicas, y aún cuando fuera verdad no serviría de nada. Si yo fuera a engendrar a un hijo sabiendo que iba a ser un maniaco violento, yo sería el responsable de sus crímenes. Si Dios sabía de antemano los crímenes que iban a cometer los seres humanos, y a pesar de todo decidió crearlos, Él es el responsable de las consecuencias negativas que han traído los pecados humanos. Lo que dicen habitualmente los cristianos es que el sufrimiento es un medio para purificarse del pecado, y que por tanto el sufrimiento es bueno. Esto es, evidentemente, una racionalización del sadismo, y en todo caso es un argumento muy pobre. Yo invitaría a cualquier cristiano a la sala para niños de algún hospital para que presenciara los sufrimientos que padecen allí, y luego le pediría que insistiera en su idea de que esos niños merecen sufrir. Para poder afirmar algo así, un hombre tiene que destruir todo sentimiento de piedad y de compasión, haciéndose, en suma, tan cruel como el Dios en el que cree. Nadie que piense que los sufrimientos de este mundo son por nuestro bien puede tener intactos sus valores éticos, porque siempre está tratando de hallar excusas para el dolor y la miseria.

Por qué no soy cristiano (1927)

Pesadillas de personas eminentes y otras historias - Bertrand Russell


Pesadillas de personas eminentes y otras historias
Bertrand Russell


(Lamentablemente no conseguí su portada)


Introducción
Las siguientes «Pesadillas» pueden ser llamadas «Postes indicadores de la cordura». Toda pasión aislada es insana en su aislamiento; la cordura debe definirse como síntesis de enajenaciones. Toda pasión dominante engendra un temor, el temor de su no realización. Todo miedo dominante origina una pesadilla, a veces en forma de fanatismo consciente y explícito, a veces en forma de timidez paralizadora, otras veces, aun, canalizándose en terror inconsciente o subconsciente, cuya única expresión es el sueño.
Todo hombre que desee preservar su equilibrio mental en un mundo peligroso, debería convocar en su propia mente un Parlamento de temores en el que cada uno de éstos, en turno sucesivo, sería declarado absurdo por todos los demás. Los sujetos de las siguientes pesadillas no adoptaron esta técnica. Es de esperar que el lector se comportará con más sabiduría.
Bertrand Russell





La Pesadilla del Matemático - Bertrand Russell





La Pesadilla del Matemático
Bertrand Russell

La visión del profesor Squarepunt

EXPLICACIÓN PRELIMINAR
Mi recordado amigo el profesor Squarepunt, el eminente matemático, fue durante toda su vida amigo y admirador de sir Arthur Eddington. Sin embargo, existía un punto en las teorías de sir Arthur que siempre turbaba al profesor Squarepunt, y era aquel el poder místico, cósmico, que sir Arthur confería al número 137. Si las propiedades que a dicho número se le suponían hubieran sido meramente aritméticas, no habría surgido dificultad alguna. Pero era, sobre todo en física, donde el 137 mostraba toda su virtualidad, la cual no era desemejante a la atribuida al número 666. Resulta evidente que las conversaciones con sir Arthur influyeron en la pesadilla del profesor Squarepunt.


El matemático, agotado por un día completo de estudio de las teorías de Pitágoras, se durmió finalmente en un sillón, donde un singular drama visitó sus dormidos pensamientos. Los números, en este drama, no eran las inermes categorías que él había considerado previamente, sino seres vivos, con aliento, dotados de todas las pasiones que estaba acostumbrado a comprobar en sus colegas, los matemáticos. En su sueño, se hallaba él en pie en el centro de una infinidad de círculos concéntricos. El primer círculo contenía los números del 1 al 10; el segundo, del 11 al 100; el tercero, del 101 al 1.000, y así sucesivamente, sin límite alguno, sobre la superficie infinita de una llanura sin confines. Los números impares eran varones, los pares hembras. Junto a él, en el centro, se hallaba Pi, el maestro de ceremonias. El rostro de Pi estaba enmascarado, pues era sabido que nadie podía mirarlo y sobrevivir; pero ojos penetrantes miraban a través del antifaz, inexorables, fríos y enigmáticos. Cada número tenía su nombre claramente señalado sobre su uniforme. Las diferentes clases de números tenían diferentes uniformes y diferentes formas: los cuadrados eran tejas, los cubos eran dados, los números redondos eran bolas, los primos indivisibles cilindros, y los números perfectos llevaban corona. Además de la diferencia de formas, los números eran también diferentes en cuanto a color. Los siete primeros círculos concéntricos poseían los siete colores del arco iris, excepto los formados por el 10, 100, 1.000, y así sucesivamente, que eran blancos, mientras el 13 y el 666 eran negros. Cuando un número pertenecía a dos de estas categorías —por ejemplo si, como el 1.000, era a la vez número redondo y cubo— llevaba un uniforme más honroso, y los más honorables eran los más escasos entre el primer millón de números.
Los números bailaban alrededor del profesor Squarepunt y de Pi un vasto y complicado ballet. Los cuadrados, los cubos, los primos, los números piramidales, los números perfectos y los redondos, se agitaban, entretejiendo cadenas, en una danza infinita y abrumadora; y mientras bailaban entonaban una oda a su propia grandeza:

Somos los números finitos.
Somos la materia del mundo.
Cualquier confusión que aflija a la Tierra
por nosotros es resuelta.
Reverenciamos a nuestro maestro Pitágoras
y profundamente despreciamos a las brujas y a los asnos.
Ni la bruja de Endor, ni al monte de Balaam
reconocemos como fuentes de sabiduría.
Mas, circularmente, en inacabable ballet
nos movemos, como cometas vistos por Halley.
Y honrados por el inmortal Platón
no creemos en la grandeza posterior de ningún mortal
Seguimos las leyes
sin una pausa,
pues somos los números finitos.

A una señal de Pi cesó el ballet, y, uno por uno, los números fueron presentados al profesor Squarepunt. Cada uno hizo un breve discurso, explicando sus méritos peculiares.
1: Soy el padre de todos, el padre de infinita progenie. Ninguno existiría sin mí.
2: No te estires tanto. Sabes que se necesitan dos para hacer más.
3: Soy el número de los triunviros, de los sabios orientales, de las estrellas del cinturón de Orión, de los Hados y de las Gracias.
4: Pero sin mí nada tendría cuatro esquinas; en el mundo no habría honestidad. Soy el guardián de la Ley Moral.
5: Soy el número de los dedos de una mano. Hago pentágonos y pentagramas. Sin mí, el dodecaedro no podría existir, y, como sabe todo el mundo, el universo es un dodecaedro. Así, sin mí, no habría universo.
6: Soy el número perfecto. Sé que tengo rivales advenedizos: el veintiocho y el cuatrocientos noventa y seis pretenden a veces ser iguales a mí. Pero están situados demasiado abajo en la escala jerárquica para contar contra mí.
7: Soy el número sagrado: el número de los días de la semana, el número de las Pléyades, el número de los candelabros de siete brazos, el número de las iglesias de Asia y el número de los planetas, pues no reconozco a ese blasfemo de Galileo.
8: Soy el primero de los cubos, exceptuado el pobre viejo Uno, que hoy día ya no se usa.
9: Soy el número de las musas. Todos los encantos y refinamientos de la vida dependen de mí.
10: Bien está, miserables unidades, que alardeéis; pero soy el dios-padre de las infinitas mesnadas que me siguen. Toda unidad me debe su nombre, y sin mí reinaría el desorden en vez de una estricta jerarquía.
En este momento el matemático, aburrido, se volvió hacia Pi y le dijo:
—¿No cree usted que el resto de las presentaciones deberían darse como efectuadas?
Ante esto, se elevó un griterío general:
11: Sí, yo he sido el número de los apóstoles, después de la defección de Judas.
12, que exclamó:
—Fui el dios-padre de los números en tiempo de los babilonios, y fui un dios-padre superior a ese miserable Diez, que debe su posición a un accidente biológico antes que a excelencia aritmética.
13: Soy el señor de la adversidad. Si se muestra grosero conmigo, le pesará.
Se elevó tal alboroto que el matemático se tapó los oídos con las manos y dirigió una implorante mirada en dirección a Pi. Éste agitó su vara de mando y gritó con voz de trueno:
—¡Silencio!, u os trocaréis en números inconmensurables.
Todos se pusieron lívidos y se sometieron.
Mientras duró el ballet, el profesor había estado observando un número, entre los primos, el 137, que parecía indómito y remiso a aceptar su sitio dentro de la serie. Repetidamente, intentó colocarse delante del 1, del 2 y del 3, haciendo gala de una agresividad que amenazaba destruir la armonía del ballet. Lo que pasmó al profesor Squarepunt aún más que esta desordenada conducta fue la aparición del confuso espectro de un caballero de Arturo, el cual insistía murmurando al oído del 137:
—¡Vamos, ve! ¡Ponte a la cabeza!
Si bien los nebulosos rasgos del espectro hacían difícil la identificación, el profesor reconoció al fin la oscura figura de su amigo sir Arthur. Esto le hizo simpatizar con el 137, pese a la hostilidad de Pi, que trataba de reducir al rebelde número primo.
Por fin, el 137 exclamó:
—Es una maldición el exceso de burocracia que hay aquí. Lo que yo deseo es la libertad para el individuo.
La máscara de Pi contrajo el entrecejo, pero el profesor intercedió diciendo:
—No sea demasiado severo con él. ¿No ha observado que está regido por un Familiar? Conocí en vida a este Familiar y, por lo que veo, puedo garantizar que es él quien inspira los sentimientos antigubernamentales del Ciento Treinta y Siete. En cuanto a mí, me gustaría oír lo que el Ciento Treinta y Siete tenga que decir.
Un tanto recelosamente, Pi dio su consentimiento. El profesor Squarepunt dijo:
—Dime, Ciento Treinta y Siete: ¿cuál es el motivo de tu rebelión? ¿Es una protesta contra la desigualdad lo que te inspira o simplemente que tu ego se ha desbordado por las alabanzas de sir Arthur? ¿O se trata, como intuyo a medias, de una profunda repulsa ideológica de la metafísica que tus colegas han absorbido de Platón? No temas decirme la verdad. Haré de intermediario con Pi, acerca de quien sé tanto, por lo menos, como él de sí mismo.
Ante éstas, el 137 prorrumpió en vehemente discurso:
—¡Tiene usted razón! Es su metafísica lo que no puedo soportar. Pretenden aún ser eternos cuando su propia conducta muestra que no creen en tal cosa. Todos nosotros encontrábamos triste el cielo de Platón y decidimos que gobernar el mundo sensible sería mucho más interesante. Desde que bajamos del Empíreo hemos sentido emociones semejantes a las vuestras: Cada número impar ama a su correspondiente número par, y cada uno de éstos se comporta con afecto hacia los impares, pese a encontrarlos muy extraños.1
Nuestro imperio, ahora, es de este mundo, cuya suerte será también nuestra suerte.
El profesor se halló de completo acuerdo con el 137, pero todos los demás, incluyendo a Pi, le consideraron un blasfemo, y se abalanzaron sobre ambos, número y profesor. La infinita hueste, que se extendía en todas direcciones más allá de lo que la vista podía alcanzar, se precipitó también sobre el profesor, con un furioso zumbido. Por un momento se sintió aterrorizado, pero después se recobró, y reuniendo súbitamente su reanimada sabiduría, gritó con voces estentóreas:
—¡Atrás! ¡No sois más que convivencias simbólicas!
Con un lamento de premonición y muerte, el conjunto de la vasta hueste se disipó en la niebla. Al despertarse, el profesor se oyó a sí mismo las siguientes palabras:
—¡Y otro tanto digo de Platón!

Pesadillas de Personas Eminentes


La Pesadilla del Existencialista - Bertrand Russell





La Pesadilla del Existencialista
Bertrand Russell


La realización de la existencia

Porfirio Eglantine, el gran filósofo-poeta, es ampliamente conocido por sus muchos, sutiles y profundos trabajos, pero sobre todo por su inmortal Chant du Néant:

Dans un immense désert
un étendu infini de sable,
je cherche,
je cherche le chemin perdu,
le chemin queje ne trouve pas.
Mon âme plane par ci, par là,
dans toutes directions,
cherchant, et ne recontre rien, parmi
ce vide immense
ce vide sans cesse,
ce sable,
ce sable éblouissant et étouffant,
ce sable monotone et morne,
s'étendant sans fins jusqu’à l'ultime horizon.
J'entends enfin
une voix,
une voix en même temps foudroyante et douce.
Cette voix me dit
«Tu penses que tu es une âme perdue.
Tu penses que tu es un âme.
Tu te trompes. Tu n'es pas une âme.
Tu n'es pas perdu,
tu n 'es rien.
Tu n'existes pas».

Aunque este poema es bien conocido, pocos son los que conocen las circunstancias que lo hicieron posible, ni los hechos que de él derivaron. Por penoso que sea, mi deber consiste en volver a narrar estas circunstancias y estos hechos:



Porfirio era sensitivo y sufridor desde su temprana juventud. Estaba obsesionado por el temor de que quizá no existiese. Cada vez que se miraba a un espejo se sentía lleno de la aprensión de ver desaparecer su imagen. Inventó una filosofía que —así lo esperaba— disiparía este terror.
Pero de cuando en cuando, esta filosofía se hallaba lejos de satisfacerle. En general, era capaz de enterrar sus dudas, pero el Chant du Néant, que expresa una súbita y desgarradora visión, muestra claramente su fracaso. Tomó la resolución de existir a toda costa, de manera tan indudable, que la espectral voz quedase reducida al silencio.
La introspección y la observación combinadas le persuadieron de que no hay nada más real que el dolor, y que únicamente por medio del sufrimiento podría realizar su propia existencia. Buscó el sufrimiento a través de todo el mundo en una peregrinación aflictiva. Pasó un solitario invierno en el Ártico, mientras la noche interminable le inspiraba visiones de un futuro sombrío.En la Alemania nazi se expuso a las torturas, haciéndose pasar por judío. Precisamente en el momento en que aquéllas empezaban a hacerse insoportables —hop, hop, hop— penetró en el campo de concentración el cuervo de Poe, y hablando con voz de Mallarmé, graznó el temible refrán: «Tu no sufres. No eres nadie. No existes.»
Después fue a la Rusia soviética, donde pretendió hacerse pasar por un espía de Wall Street, y pasó un largo invierno junto al mar Blanco, cortando árboles. El hambre, la fatiga y el frío penetraban cada día de manera más profunda en su ser más recóndito. «Seguro —se decía— que si esto sigue así, existiré.» Pero no. En el último día de invierno, mientras la nieve empezaba a fundirse, apareció una vez más el espantoso pájaro, y profirió de nuevo las desmoralizadoras palabras.
«Acaso los sufrimientos que he estado buscando son demasiado elementales —pensó—. Si he de sentirme verdaderamente miserable, tengo que mezclar a mis aflicciones un elemento de vergüenza.»
En persecución de este programa se trasladó a China, y se enamoró apasionadamente de una exquisita muchacha china, que se hallaba situada en elevados organismos del partido comunista. Falsificando documentos consiguió que la muchacha fuera condenada como un agente del gobierno británico. En su presencia, la muchacha fue horrorosamente torturada.
Cuando, finalmente, a la agonía sucedió la muerte, pensó: «Ahora he sufrido en realidad, pues la he amado apasionadamente hasta el último momento, y, sin embargo, he labrado su ruina con mi cobarde traición. Esto deberá bastar para hacerme sufrir hasta los límites de la capacidad humana.» Pero no. Con frío terror, que le incapacitó hasta para el más leve movimiento, asistió a la aparición del pájaro del Destino, el cual habló una vez más con la voz del poeta inmortal, que había dado a conocer el pájaro al público literario parisiense.
Con un inmenso esfuerzo logró manifestar su desesperación, mientras el pájaro aún estaba allí.
—¡Oh Cuervo! —dijo—. ¿Hay algo en este ancho mundo, algo que pueda inducirte a admitir que existo?
El cuervo profirió esta palabra:
—Busca —y desapareció.
No debe suponerse que las energías de Porfirio se habían agotado en su infructuosa pesquisa.
Continuaba siendo en todas partes el filósofo-poeta universalmente admirado, pero, sobre todo, en los círculos más esotéricos. A su regreso de China fue invitado a participar en París en un congreso de filosofía, cuyo principal móvil era el homenajearle. Todos los asistentes estaban ya reunidos, excepto el presidente. Mientras Porfirio consideraba cuándo vendría el presidente, llegó el cuervo y ocupó la presidencia. Volviéndose hacia Porfirio, modificó la fórmula, y en vibrantes tonos, que todo el congreso oyó, dijo:
— Ta philosophie n'existe pas. Elle n'est rien.
A estas palabras, una enorme angustia, incomparable a ninguna previa experiencia, irrumpió en todo su ser, y se desmayó. Cuando recobró el conocimiento oyó que el pájaro pronunciaba las palabras por las que tanto había suspirado.
—Enfin, tu souffres. Enfin, tu existes.
Se despertó y, ¡ay!, había sido un sueño.
Pero nunca más volvió a hablar o escribir sobre filosofía.

Bertrand Russell - Pesadillas de Personas Eminentes


La Pesadilla del Metafísico - Bertrand Rusell




La Pesadilla del Metafísico

Retro me Satanás

Mi pobre amigo Andrei Bumblowski, antiguo profesor de filosofía en una universidad de la Europa central, ahora desaparecida, me parecía estar aquejado de un cierto tipo de inocua locura. Yo mismo soy una persona de robusto sentido común. Mantengo que el intelecto no debe considerarse como guía de la vida, sino sólo como medio de aportar agradables juegos dialécticos y modos de mortificar a antagonistas menos ágiles. Bumblowski, sin embargo, no participaba de este punto de vista. Dejaba que su intelecto le condujera donde fuere, y los resultados eran singulares. Rara vez argüía, e incluso para sus amigos el fondo de sus opiniones permanecía oscuro. Lo que se sabía es que él evitaba consecuentemente la palabra «no», y todos sus sinónimos. No solía decir: «Este huevo no está fresco», sino: «Cambios químicos han acaecido en este huevo desde que fue puesto.» Él no diría: «No puedo encontrar ese libro», sino: «Los libros que he encontrado son diferentes de aquel libro.» Tampoco diría: «No matarás», sino: «Amarás la vida.» Su vida no era práctica, pero era inocente, y yo sentía considerable afecto por el. Indudablemente fue este afecto el que, al fin, pudo más que su retraimiento y le indujo a hacerme el relato de esta notabilísima experiencia, que transcribo con sus propias palabras:
En una ocasión tuve una fiebre maligna de la que estuve a punto de morir. En medio de mi fiebre sufrí un largo y persistente delirio. Soñé que estaba en el infierno, y que el infierno es un lugar repleto de esos acontecimientos que son improbables, pero no imposibles. Los efectos de esto son curiosos. Algunos de los condenados, cuando llegan abajo por primera vez, imaginan poder engañar al tedio de la eternidad por medio de juegos de cartas, mas luego descubren la imposibilidad porque, siempre que las cartas son barajadas, salen en perfecto orden, empezando con el as de espadas y terminando con el rey de corazones. Hay un departamento especial del infierno para los estudiantes de probabilidades. En este departamento hay muchas máquinas de escribir y muchos monos. Cada vez que un mono se encarama sobre una máquina de escribir graba, como por azar, uno de los sonetos de Shakespeare. Hay otro lugar de tormento para los estudiantes de física. Aquí hay calderas y fuego, pero, cuando las calderas son puestas en el fuego, el agua que contienen se hiela. También existen habitaciones herméticas, pero la experiencia ha enseñado a los estudiantes de física a no abrir nunca una ventana, porque si lo hacen el aire se precipita al exterior y deja el vacío en la habitación. Hay otro sector para golosos. A estos individuos se les provee de las más exquisitas viandas y de los más expertos cocineros, pero cuando les es servido un solomillo y toman confiadamente un bocado le encuentran el sabor de un huevo podrido, mientras que cuando intentan comer un huevo, éste les sabe a patata echada a perder.
Hay una cámara, especialmente penosa, destinada a los filósofos que han refutado a Hume. Estos filósofos, si bien son huéspedes del infierno, no han aprendido la sabiduría. Continúan gobernados por su propensión animal hacia la inducción, mas cada vez que han hecho una inducción, la próxima se encarga de falsificarla. Sin embargo, esto no ocurre sino durante los cien primeros años de su condenación, porque después aprenden a esperar que una inducción será falseada, y por esta razón no resulta falsa hasta que otro siglo de tormento lógico ha alterado su espera. Lo imprevisto continúa a través de toda la eternidad, pero cada vez a un más alto nivel lógico.
Después existe el infierno de los oradores, acostumbrados mientras vivieron a conmover grandes multitudes por su elocuencia. La elocuencia de estos oradores conserva todo su poder, y las multitudes no les faltan, pero extraños vientos dispersan los sonidos, de manera que los percibidos por las multitudes, en vez de ser los emitidos por los oradores, se truecan en tristes y pesadas vulgaridades.
En el centro mismo del reino infernal está Satán, a cuya presencia solamente los más distinguidos de entre los condenados son admitidos. Las improbabilidades crecen a medida que Satán es abordado. Pues Él Mismo es la más completa improbabilidad imaginable. Es pura Nada, total no-existencia, y, sin embargo, cambio permanente.
Yo, a causa de mi relieve filosófico, obtuve pronto audiencia del Príncipe de las Tinieblas. Yo había leído de Satán cosas en que se le presentaba como der Geist der stets verneint, el Espíritu de la Negación. Pero al ser introducido ante la Presencia comprobé con sorpresa que Satán tenía a la vez un cuerpo y una mente negativos. De hecho, el cuerpo de Satán es un puro y completo vacío, desprovisto no sólo de partículas de materia, sino también de partículas de luz. Su prolongada vacuidad está asegurada por una gradación de improbabilidades: siempre que una partícula se aproxima a su más extensa superficie, acaece como por azar una colisión con otra partícula que la frena, evitando su penetración en la región vacía. Esta región, debido a que ninguna luz la penetra jamás, es totalmente negra, no más o menos negra como las cosas a que adjudicamos este color, sino entera, completa e infinitamente negra. Tiene una forma, la que acostumbramos conferir a Satán: cuernos, pezuñas, y rabo y todo. El resto del infierno se halla lleno de llamas sombrías, y apoyado en este fondo destaca Satán con aterradora majestad. No está inmóvil. Por el contrario, la vacuidad de que está constituido se halla en perpetuo movimiento. En ocasión en que algo le importa, agita el horror de su rugosa cola, como un gato enfurecido. A veces inicia salidas para conquistar nuevos reinos. Antes de marchar se viste a sí mismo de blanca y brillante armadura, que oculta totalmente la vacuidad interior. Solamente sus ojos permanecen abiertos, y de éstos salen proyectados al espacio penetrantes rayos de nada, buscando lo que deben conquistar. Dondequiera encuentran negación o prohibición, doquiera hallan culto a la pasividad, los rayos penetran hasta la más íntima sustancia de quienes están preparados para recibir al Conquistador. Toda negación emana de Él y vuelve con cosecha de capturadas frustraciones. Estas se convierten en parte de Él y acrecen su volumen hasta que amenaza ocupar todo el espacio. Todos los moralistas cuya moral está compuesta de «no hagáis», todos los timoratos de «si yo me atreviese a no esperar sobre lo que es mi deseo», todos los tiranos que obligan a sus súbditos a vivir en el temor, se convierten con el tiempo en una parte de Satán.
Satán está rodeado de un coro de filósofos sicofantes que han sustituido el panteísmo por el pandiabolismo. Esos hombres mantienen que la existencia es sólo aparente; la no-existencia es la única realidad verdadera. Esperan con el tiempo hacer aparecer la no-existencia de la apariencia, y en ese momento, lo que ahora consideramos como existencia será considerado, en realidad, meramente como una porción exterior de la esencia diabólica. Aunque estos metafísicos demostraban gran sutileza, discrepé de ellos. Mientras estuve en la Tierra se había afianzado en mí el hábito de resistir a toda autoridad tiránica, y este hábito lo conservé en el infierno. Empecé a argüir contra los filósofos sicofantes:
—Lo que ustedes dicen es absurdo —exclamé—. Ustedes proclaman que la no-existencia es la única realidad. Ustedes pretenden que exista este negro hoyo que adoran. Tratan de persuadirme de que la no-existencia existe, pero aquí hay una contradicción, y por muy ardientes que se hagan las llamas del infierno, jamás degradaré mi existencia lógica hasta el extremo de aceptar una contradicción.
Al llegar aquí, el presidente de los sicofantes se hizo fuerte en el siguiente argumento:
—Usted se precipita, amigo mío. ¿Niega usted que la no-existencia existe? Si el no-existente es nada, cualquier afirmación acerca del mismo ha de carecer de sentido. Y eso ocurre a su afirmación de que no existe. Temo que haya usted prestado demasiada poca atención al análisis lógico de las oraciones, que debió serle enseñado en la niñez. ¿No sabe usted que cada oración tiene un sujeto, y que si el sujeto fuera nada, la frase carecería de sentido? De manera que cuando usted proclama con virtuoso ardor que Satán, que es el no-existente, no existe, se está usted contradiciendo abiertamente.
Yo repliqué:
—Usted, sin duda, lleva aquí cierto tiempo y continúa abrazando doctrinas anticuadas. Usted charla acerca de frases con sujeto, pero toda esta suerte de cháchara está pasada de moda. Cuando digo que Satán, que es el no-existente, no existe, no menciono a Satán ni al no-existente, sino solamente las palabras «Satán» y «no-existente». Sus falacias me han revelado una gran verdad. La verdad es que la palabra «no» es superflua. De aquí en adelante no volveré a usar la palabra «no».
Ante esta afirmación, todos los metafísicos reunidos rompieron a reír ruidosamente.
—Escuchad cómo el hombre se contradice a sí mismo —dijeron cuando el paroxismo del júbilo se calmó—. Reparad en su gran precepto, que consiste en evitar la negación. ¡Verdaderamente, él no usará la palabra «no»!
Aunque estaba irritado, conseguí dominarme. Tenía yo un diccionario en el bolsillo. Lo expurgué de toda palabra de expresión negadora y dije:
—Mi discurso estará totalmente compuesto por las palabras que quedan en este diccionario. Con ayuda de estas palabras que subsisten conseguiré describir cualquier cosa del universo. Mis descripciones serán de cosas diferentes a Satán. Satán ha reinado demasiado tiempo en este reino infernal. Su refulgente armadura era real e inspiraba terror, pero bajo la armadura no había sino un hábito lingüístico viciado. Eliminad la palabra «no», y su imperio ha terminado.
Satán, mientras la argumentación se desarrollaba, hizo restallar su cola con furia cada vez creciente, y salvajes rayos de oscuridad brotaron de sus ojos cavernosos, pero al fin, cuando le denuncié como una mala costumbre lingüística, hubo una enorme explosión, el aire se agitó en todas direcciones y la horrible forma se desvaneció. El aire sombrío del Infierno, que lo era debido a la concentración de los rayos de la nada, se aclaró como por ensalmo. Lo que daba la impresión de ser monos ante máquinas de escribir apareció súbitamente como críticos literarios. Las calderas empezaron a hervir, las cartas se mezclaron, una fresca brisa penetró por las ventanas y los solomillos volvieron a tener el sabor de solomillos. Me desperté con una sensación exquisita de liberación. Constaté que en mi sueño había habido sabiduría, aunque estuviese envuelto en la apariencia del delirio. A partir de este momento la fiebre decreció, pero el delirio —como puede usted pensar— ha continuado.

BERTRAND RUSSELL
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