Voltaire - Diccionario Filosófico
Alquimista
Con este nombre se designa al hombre que antiguamente se dedicó a la descabellada tarea de hacer oro, pues hubo una época en que pareció factible. Todavía existen en Alemania espíritus tenaces que pasan la vida buscando la piedra filosofal, como se buscó en China el agua de la inmortalidad y en Europa la fuente de la juventud. En Francia hubo también hombres que se arruinaron por emprender búsquedas tan ilusorias.
Muchos fueron los que creyeron en semejantes transmutaciones, pero el número de pícaros estuvo en consonancia con el de los crédulos. Conocido fue en París un tal Dammi, marqués de Conventiglio, que sacó a varios ricachos centenares de luises con la promesa de fabricarles dos o tres escudos de oro.
El timo más notable por medio de la alquimia fue el que dio un bribón en el año 1620 al duque de Bouillon, de la casa de Turena y príncipe soberano de Sedán: «No disponéis de una soberanía proporcionada a vuestro valor porque vuestra soberanía es insignificante — le dijo el alquimista—, pero yo os haré más rico que el emperador. Sólo puedo permanecer dos días en vuestros estados porque tengo que asistir en Venecia al gran congreso de mis hermanos, y os suplico que guardéis el secreto. Que traigan protóxido de plomo fundido de la botica del mejor boticario de la ciudad, poned en él un solo grano de este polvo rojo que os doy, colocadlo todo en un crisol y en menos de un cuarto de hora lo veréis convertido en oro».
El príncipe hizo la operación repitiéndola tres veces delante del alquimista. Este había hecho comprar todo el protóxido de plomo fundido que tenían los boticarios de Sedán, y mezclando en él unas onzas de oro lo volvió a vender. Al salir de allí, el alquimista regaló al duque de Bouillon toda la cantidad de polvos mágicos que poseía.
El príncipe creyó que habiendo hecho con tres granos tres onzas de oro haría trescientas mil onzas con trescientos mil granos, y de esta manera en una semana podría fabricar treinta y siete mil quinientos marcos de oro e igual cantidad en las semanas siguientes. El alquimista, que ardía en deseos de partir, necesitaba dinero para asistir en Venecia al congreso que celebraban los filósofos, discípulos de Hermes. Era hombre de pocas necesidades y poco gasto y sólo le pidió al duque veinte mil escudos para el viaje. Cuando el duque agotó todo el protóxido de plomo que había en Sedán ya no pudo hacer oro, ni volvió a ver al filósofo alquimista, que escapó de sus dominios con veinte mil escudos.
Todas las supuestas transmutaciones de los alquimistas se hicieron siempre del mismo modo. Cambiar un producto de la naturaleza en otro es una operación harto difícil, como por ejemplo convertir el hierro en plata, porque esta operación exige dos cosas que no están en nuestro poder: reducir a la nada el hierro y crear la plata.
Pero hay filósofos que creen en las transmutaciones por haber visto que el agua se convierte en piedra, pero es porque no han reflexionado que cuando el agua se evapora deja el depósito de arena de que estaba cargada y esa arena, juntando sus partes, se convierte en piedra desmenuzable, formada precisamente por la arena que contenía el agua.
Debemos desconfiar hasta de la experiencia y recordar siempre la máxima española que dice: De las cosas más seguras, la más segura es dudar. No debemos, sin embargo, rechazar a los hombres que poseen algún secreto, ni despreciar los inventos nuevos. Sucede en esto como en las obras dramáticas: entre mil, se encuentra una buena.
Muchos fueron los que creyeron en semejantes transmutaciones, pero el número de pícaros estuvo en consonancia con el de los crédulos. Conocido fue en París un tal Dammi, marqués de Conventiglio, que sacó a varios ricachos centenares de luises con la promesa de fabricarles dos o tres escudos de oro.
El timo más notable por medio de la alquimia fue el que dio un bribón en el año 1620 al duque de Bouillon, de la casa de Turena y príncipe soberano de Sedán: «No disponéis de una soberanía proporcionada a vuestro valor porque vuestra soberanía es insignificante — le dijo el alquimista—, pero yo os haré más rico que el emperador. Sólo puedo permanecer dos días en vuestros estados porque tengo que asistir en Venecia al gran congreso de mis hermanos, y os suplico que guardéis el secreto. Que traigan protóxido de plomo fundido de la botica del mejor boticario de la ciudad, poned en él un solo grano de este polvo rojo que os doy, colocadlo todo en un crisol y en menos de un cuarto de hora lo veréis convertido en oro».
El príncipe hizo la operación repitiéndola tres veces delante del alquimista. Este había hecho comprar todo el protóxido de plomo fundido que tenían los boticarios de Sedán, y mezclando en él unas onzas de oro lo volvió a vender. Al salir de allí, el alquimista regaló al duque de Bouillon toda la cantidad de polvos mágicos que poseía.
El príncipe creyó que habiendo hecho con tres granos tres onzas de oro haría trescientas mil onzas con trescientos mil granos, y de esta manera en una semana podría fabricar treinta y siete mil quinientos marcos de oro e igual cantidad en las semanas siguientes. El alquimista, que ardía en deseos de partir, necesitaba dinero para asistir en Venecia al congreso que celebraban los filósofos, discípulos de Hermes. Era hombre de pocas necesidades y poco gasto y sólo le pidió al duque veinte mil escudos para el viaje. Cuando el duque agotó todo el protóxido de plomo que había en Sedán ya no pudo hacer oro, ni volvió a ver al filósofo alquimista, que escapó de sus dominios con veinte mil escudos.
Todas las supuestas transmutaciones de los alquimistas se hicieron siempre del mismo modo. Cambiar un producto de la naturaleza en otro es una operación harto difícil, como por ejemplo convertir el hierro en plata, porque esta operación exige dos cosas que no están en nuestro poder: reducir a la nada el hierro y crear la plata.
Pero hay filósofos que creen en las transmutaciones por haber visto que el agua se convierte en piedra, pero es porque no han reflexionado que cuando el agua se evapora deja el depósito de arena de que estaba cargada y esa arena, juntando sus partes, se convierte en piedra desmenuzable, formada precisamente por la arena que contenía el agua.
Debemos desconfiar hasta de la experiencia y recordar siempre la máxima española que dice: De las cosas más seguras, la más segura es dudar. No debemos, sin embargo, rechazar a los hombres que poseen algún secreto, ni despreciar los inventos nuevos. Sucede en esto como en las obras dramáticas: entre mil, se encuentra una buena.
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