De Guardia
Dennis Etchison
—Léalo ahora —proclamaba el vendedor de periódicos ciego—, ¡Muchos están muriendo y muchos están muertos!
Wintner redujo la marcha y giró en la esquina, intentando hallar un hueco. Pasó junto a una tienda de fotos, una tintorería y lavandería, una papelería, un aparcamiento a varios niveles que ocupaba la mitad de la manzana y, en la siguiente esquina, la parada de la floristería. Sintió una momentánea desilusión al comprobar que desde su carril no podía ver siquiera un atisbo de la joven que trabajaba allí; la mayor parte de los días la veía en su trayecto de vuelta desde la autopista, su rostro evolucionando entre las flores, y la alegría de la visión, su precisión, parecían acortar la distancia de su camino y hacían su carga algo más fácil de soportar. De todos modos, era sábado, recordó. Debía seguir adelante.
Tendría que dar otra vuelta.
Podía, por supuesto, encontrar fácilmente aparcamiento en la estructura municipal, pero a Laurie nunca le había gustado tener que caminar todo aquel trecho desde la entrada de la clínica.
¿Cuánto tiempo tardaría su esposa esta vez? ¿Diez minutos? Más, pensó. Probablemente veinte, si las cosas iban como siempre. O treinta.
Sólo tengo que saber el resultado de los rayos X, le había dicho. No me llevará mucho tiempo.
Dios, esperaba que no. Sabía lo que pasaba con el tiempo cuando la mente de ella se absorbía en algo.
Dio otra vuelta a la manzana, justo en el momento en que un Mustang negro se metía en un sitio libre frente al edificio de la clínica. Gruñó y rechinó los dientes. Había perdido la cuenta de las veces que había dado la vuelta a la manzana. Giró su muñeca para mirar el reloj, pero no podía recordar cuánto tiempo hacía que la había dejado.
Se acercó a la esquina.
Empezaba a atardecer. Observó cómo los edificios habían empezado a parecerse a cajas oblongas, hilera tras hilera, colocados interminablemente, mientras las sombras llenaban los umbrales de las puertas y descendían de los tejados. Redujo a marcha lenta y observó que el coche estaba avanzando realmente al paso de uno de los peatones, un viejo de hombros encorvados que caminaba laboriosamente por la acera de enfrente de la clínica. Wintner sintió un estremecimiento, sin comprender realmente por qué, y redujo aún más la velocidad.
Había un aparcamiento para taxis junto al semáforo. Puso punto muerto y se acercó al bordillo. Cortó el encendido, ajustó el retrovisor de modo que pudiera verla cuando saliera, y se quedó sentado escuchando los crujidos del motor a medida que se iba enfriando.
Una mujer policía pasó junto a su ventanilla abierta. Agitó su casco y le hizo señas de que se fuera. Asintió. Cuando volvió por segunda vez —cuarenta minutos más tarde—, puso el coche en marcha, rebasó el cruce y condujo hasta que encontró un lugar donde aparcar en la siguiente manzana.
—Lo siento —dijo la enfermera—, pero no puedo encontrar ninguna señora Winter.¿Es ése el nombre? No la encuentro aquí en el registro.
—Sólo vino para saber el resultado de unas radiografías. —Le ofreció una sonrisa, dirigió una intensa mirada a la enfermera y desvió los ojos—. Hará como una hora.
—Bien, espere un momento. Preguntaré a la otra chica.
Chica, se repitió para sí mismo maravillado. Sólo las mujeres muy jóvenes —y las de edad madura como aquélla— se llamaban a sí mismas de esa manera. ¿Cuántos años más serían capaces de continuar con aquello? ¿Hasta que sus rostros se cuartearan y se convirtieran en polvo?
Wintner observó la sala de espera. Lisas y monótonas paredes, un desordenado revistero lleno de revistas con fundas de plástico, una jardinera llena de apagadas flores artificiales. Una interminable dosis de música enlatada surgiendo de un altavoz oculto. Reflexionando, identificó la selección como el tema de la película Doctor Zhivago.
Una segunda enfermera apareció por detrás de la división de cristal opaco.
—¿Señor? —dijo con un tono de voz preciso y controlado.
Como una bibliotecaria, pensó.
—Su esposa seguramente está con uno de los doctores. Es probable que él haya querido estudiar los resultados con ella. ¿Por qué no se sienta y aguarda un poco? Estoy segura de que saldrá dentro de un minuto.
Había una fría autoridad en su voz. Seguramente procedía de su sentido de la territorialidad, pensó Wintner. O quizá había sido bibliotecaria alguna vez, hacía mucho tiempo. Podía presionarla, pero, ¿para qué preocuparse? Indudablemente tenía razón. Además, hacia calor, estaba cansado, y... Lo dejó correr.
Se volvió hacia la sala de espera. No. Agitó la cabeza. No necesitaba codearse con la serie de pobres enfermos que llenaban la habitación, no ahora. Evitó mirarlos. Una lluvia permanente de consultas, chequeos y cosas por el estilo, pensó. Suspiró y se encaminó hacia afuera, pasando junto a una mujer de mejillas sonrosadas y sus dos niños con cara de mono.
Había una cervecería alemana al otro lado de la calle, apenas identificable por un rótulo en letras góticas. Tomó asiento en la barra, en un lugar desde donde podía observar la fachada de la clínica.
Pidió una jarra de Lowenbrau Negra y miró más allá de la cecina de buey y huevos en salmuera hasta que la jarra estuvo vacía.
Todavía ninguna señal de Laurie.
Siguió con otra Lowenbrau y, sorprendentemente, empezó a sentir los efectos. Entonces recordó que aún no había comido nada. Le parecía haber pasado todo el tiempo yendo de un lado para otro, haciendo llamadas, apurando su agenda a fin de poder recoger a Laurie antes de que la clínica cerrara...
Cuando se acercó de nuevo a la recepción, no pudo evitar el darse cuenta de lo sucia que estaba. La pintura aparecía desconchada apenas cruzar la puerta; el estuco empezaba a desprenderse en los bajos, formando montoncitos de polvo finísimo que parecía producto de insectos roedores. Había un aviso de apariencia oficial clavado a la puerta, algo acerca de la Semana Nacional del Suicidio. No se detuvo a leerlo.
Una nueva enfermera, más joven que la anterior, alzó la vista. El apoyó sus manos abiertas sobre el mostrador.
—¿Cómo se encuentra usted hoy? —preguntó ella.
Sus ojos le miraron aleteantes, leyendo sus rasgos mientras alcanzaba un formulario.
—Me encuentro estupendamente —empezó él—. Se trata de mi esposa. Sé que parece una locura, pero...
Le contó lo que había ocurrido. Cuando terminó, ella dijo:
—Iré a ver.
Observó mientras otra figura de blanco se materializaba detrás del cristal opaco. Oyó a la primera enfermera resumiendo su historia.
Su conclusión fue:
—Pienso que tal vez debiera ver al doctor...
No pudo captar el nombre.
La otra enfermera, la cuarta que había visto, le examinó de arriba abajo. Empezaba a sentirse como un hombre atrapado sin documentos en un campo de nudistas.
La mujer agitó secamente su cabeza de lado a lado. Casi pudo oír un clic mental mientras ella llegaba a una decisión.
—No, no lo creo —dijo, y luego a él—: Quizá haya venido de incógnito.
—¿Qué?
—He dicho que quizá ella haya venido de incógnito. ¿N0 lo cree usted así?
—Es lo que yo dije —murmuró la otra enfermera—. Pruebe a ver.
—¿Incógnito? —repitió él.
Parecía como si hubiera perdido algo. Repitió la palabra mentalmente varias veces, hasta que perdió todo su significado.
—Al menos podría usted comprobarlo —dijo la primera enfermera, regresando a su silla, mientras la enfermera mayor desaparecía tras la partición.
Sintió deseos de echarse a reír. Abrió impotente las manos, volviéndose para compartir la broma con cualquiera que hubiera estado escuchando.
Pero nadie prestaba la menor atención. Realmente, pensó, quizá hubiera debido esperar allí desde el principio. Después de todo, quizá no se había dado cuenta de su salida. ¿Quién sabe?
Meneando la cabeza, regresó hacia la salida. Pasó junto a la misma mujer con los dos niños. ¿Qué clase de lugar era aquél? Aquellos chicos no parecían necesitar cuidado alguno. Sus mejillas estaban llenas de color. ¿Qué demonios estaban haciendo en aquel lugar?
Ella no le aguardaba junto al coche.
El cielo estaba oscureciéndose rápidamente. La calle adoptó una hosca y vagamente amenazadora apariencia a medida que las sombras se alargaban sobre el opaco y liso borde de la acera bajo la inquietante asimetría de la arquitectura. Viejas comisas, remates y canalones se proyectaban como dientes rotos cerca de los paneles de cristal, convirtiendo a los edificios en algo extraño, inestable, a punto de desmoronarse; cada paso que daba parecía amenazar con derrumbarlo todo a su alrededor.
Se detuvo junto a la cervecería alemana, intentando recomponer su actitud. Se sentía como alguien esperando un tren, uno del que no sabía siquiera si iba a parar en su estación.
Vio solamente a algunos peatones dispersos por la calle. Incluso el tráfico había disminuido hasta hacerse casi invisible. Pero era consciente de una pared de sonido casi física, procedente de otra parte de la ciudad. Se volvió hacia el ventanal del restaurante y entró. Los rostros agrupados en la barra eran viejos. Todos ellos. Podía tratarse de una ilusión provocada por el espejo sin limpiar, pero no lo creía así.
Un rostro en particular le resultaba extrañamente familiar.
De pronto estuvo seguro. Sí, había visto a aquel hombre en la sala de espera, sentado calmadamente con los demás, leyendo una revista o... No, estaba mirando al suelo... Wintner recordó. La gente en la sala. Todos mirando al suelo. Esperando.
Sólo que no era exactamente el mismo hombre. Wintner parecía recordarlo más joven, más saludable.
Captó su propio reflejo en el sucio espejo y contuvo la respiración. Se sintió sorprendentemente aliviado.
Su propio rostro, al menos, era aproximadamente tal como lo recordaba.
Mientras cruzaba la calle hacia la clínica comprobó las tiendas de ambos lados. Todas eran destartaladas, ruinosas. La mayoría de ellas estaban ya cerradas para la noche. De todos modos, ninguna pertenecía al tipo de las que Laurie acostumbraba a entrar.
Creyó ver una silueta deslizándose fuera de su ángulo de visión. Fue el único movimiento en toda la acera. No pudo dilucidar de qué se trataba. Quizá fuese uno de los propietarios de las tiendas cerrando su negocio y marchándose a casa, pero por un segundo casi reconoció el modo de andar.
El tirador de la puerta casi se le quedó entre las manos.
Una pareja de viejos se cruzó con él camino de la salida, oliendo a lilas y a aldehido fórmico. Pudo ver a dos nuevas enfermeras, ambas más jóvenes que las otras con las que había hablado. Cuando se acercó al mostrador dejaron de hablar. Casi pudo oír lo que estaban diciendo.
—¿Tiene usted concertada alguna cita? —dijo la primera, mirando preocupada al reloj que zumbaba con fuerza en la blanca pared—. Me temo que la mayor parte de los doctores ya se han ido.
—Escuche —dijo él, y le contó la historia. Se lo contó todo. Luego dijo—: Deseo hablar con alguien responsable. Luego deseo que esa persona, o usted, o quien sea, compruebe las salas de consulta, las oficinas, los laboratorios, los lavabos, todo, por el amor de Dios. Quiero saber si mi esposa se encuentra aún en el edificio, y quiero saberlo ahora.
—Un momento, señor.
Los dedos de Wintner tabalearon en el estéril mostrador.
Mientras aguardaba allí, una puerta que daba a una oficina interior se abrió de golpe y salió la mujer con los dos niños. Una enfermera mantuvo la puerta abierta para ellos. Lo necesitaban. La mujer avanzaba tan lentamente que parecía a las puertas de la muerte; los niños estaban pálidos como fantasmas.
Saludó automáticamente con la cabeza cuando pasaron. La vieja mujer alzó sus cansados ojos, observó su rostro y murmuró algo ininteligible.
—Por aquí, por favor.
Al principio no se dio cuenta de que la enfermera le hablaba a él. Luego vio que la puerta blanca seguía abierta como un ala protectora. Para él.
—La ha encontrado —dijo él, sintiendo que sus músculos se relajaban.
La enfermera carraspeó, pero no dijo nada.
La siguió. El pasillo era tan inmaculado como su almidonado uniforme. Podía oír el roce entre sí de sus medias blancas mientras le guiaba hasta una habitación al final del corredor.
—El doctor de guardia le ayudará —dijo ella.
—Espere un mo...
La puerta se cerró tras él.
La oficina estaba confortablemente decorada, con cuero y madera oscura. Había otra puerta en el otro lado. Probó un sillón demasiado mullido, pero de nuevo se levantó para pasear arriba y abajo sobre la moqueta. Había libros por todas partes, y sepultados entre ellos variados artefactos que parecían los despojos disecados de pequeños animales de especies desconocidas.
Se dirigió al escritorio.
Un fajo de notas asomando por el borde de un pisapapeles. Un bloc de notas escrito con una caligrafía indescifrable. Tras el escritorio, enmarcados, un surtido de certificados de fundaciones de todo el país, incluida una de la Clínica Menninger de Topeka.
Así que se trataba de eso. Un médico de la cabeza... Uno de esos doctores hurgacerebros...
¿Es eso lo que creen que necesito?
Dio un paso atrás. Su hombro tocó una de las estanterías. Se volvió.
Una hilera de frascos de cristal sellados con resina, cada uno más grande que el anterior. Contenían extracciones embalsamadas de algunos organismos extrañamente familiares, en diversos estadios de crecimiento, flotando. Sus ojos siguieron la secuencia. Cerca del final, los frascos se convertían en botellas, luego en bocales.
¿Qué era lo que habían hecho con ella?
Sonó un golpe ahogado en la pared del fondo, detrás de la puerta del otro lado. Sin pensarlo, sus dedos se cerraron en tomo a uno de los frascos de especímenes.
La puerta chasqueó y empezó a abrirse con un leve chirrido.
Su cuerpo se sobresaltó mientras sus pies se movían hacia atrás con excesiva rapidez. Buscó a tientas la puerta que conducía al vestíbulo, encontró la manija, salió tambaleándose.
Hubo un movimiento tras él, pero no miró hacia atrás. Oyó las suelas de crepé de los zapatos de las enfermeras chimando al cruzar el suelo de la recepción. Oyó sus nerviosas, experimentadas, demasiado jóvenes voces, vio confusamente sus manos que intentaban sujetarle mientras pasaba corriendo junto a ellas. Vio el vinilo curvando las portadas de las viejas revistas, captó el flotante aroma de muerte conservada en el aire. Olió los productos químicos sobre su piel, sintió el contacto de la fría y pegajosa puerta, y el repentino azote del aire nocturno en su pecho. Notó el sabor de la oscuridad y el coágulo de miedo en su garganta.
Mientras corría, algunas voces intentaron abrirse camino dentro de él.
Las enfermeras. ¿Qué era lo que decían cuando él había entrado? Sonaba como..., como...
Vivimos de la muerte, creía haber oído.
Y el vendedor de periódicos. ¿No había estado gritando algo más el ciego?
Ninguno de los muertos ha sido identificado, pensó que había dicho.
Y la mujer vieja. ¿Qué intentó decirle?
Nosotros somos los muertos, había dicho. Nosotros somos los muertos.
Cambió su carrera a un paso rápido. Casi podía ver al viejo que antes había divisado en la acera, arrastrando los pies, alejándose de la clínica. Un hombre que antes había sido —no hacía demasiado tiempo, quizá en absoluto demasiado tiempo— mucho más joven de lo que ahora era.
Se descubrió a sí mismo en el cruce, cerca de la floristería. Estaba oscura, vacía excepto por el aroma dulzón de las coronas y los ramos de flores que aguardaban en las sombras.
Se estremeció y cruzó la calle rápidamente, mecánicamente, intentando llegar hasta su coche.
Pasó ante la cervecería alemana.
Había rostros en el interior. Estaban agrupados en tomo a la barra de madera oscura. Todos eran viejos, ahora más allá de toda credibilidad, mortalmente enfermos, mirando al espejo, aguardando. Le recordaron los rostros que había visto antes.
Entonces vio a la muchacha de la floristería.
Entró.
Ella permanecía allí de pie. Su voz era casi alegre mientras se movía entre ellos, haciendo preguntas, dando consejos, arreglando las cosas. Por primera vez notó que a ella le faltaba un brazo, y su rosado muñón, redondeado y liso, surgía bajo la abertura de su traje de verano.
¿Cuánto tiempo llevaba así?, se preguntó. ¿O las cosas funcionaban de otro modo también para ella? Alocadamente, pensó: ¿Acaso nació incluso con menos?
Se quedó allí de pie, temblando, observando su animada figura, y el jarrón de marchitas flores en el extremo de la oscura y pulida barra. Al cabo de un minuto, ella se dio cuenta de que la estaban observando.
Lentamente, él tendió su mano hacia ella.
—Le he traído una cosa —se oyó decir a sí mismo, aún inseguro, intentando pensar en las palabras adecuadas mientras le tendía el frasco—. Yo... pensé que debía usted ver esto. Dios la maldiga.
Ella se volvió con un movimiento cuidadosamente estudiado, sus músculos crispándose y relajándose, crispándose y relajándose con cada parte de su movimiento, hasta que finalmente su mirada se detuvo en la de él.
—¿Qué? —dijo.
Hubo una pausa que pareció prolongarse eternamente. Luego, alguien lanzó un sonido que era algo así como una risa y un estertor de muerte, y el negro miedo le invadió.
***
Merlín se ha convertido en el druida modelo legado por la tradición céltica. Es un sabio que conoce el pasado, el presente y el futuro; puede utilizar las fuerzas de la naturaleza, del mundo visible y del mundo oscuro, invisible, el Otro Mundo. Tiene el dominio de la palabra, el poder de la voz: pronuncia las fórmulas sagradas en las principales ceremonias religiosas, recita encantamientos y posee el don de la videncia.
Además, ejerce las funciones políticas propias de los druidas: él es quien proporciona un rey a los celtas utilizando su poder mágico para que Arturo sea concebido; después se ocupará de la educación del muchacho que, bajo su protección, adquirirá la sabiduría y la fuerza. Merlín es el poder en la sombra, el consejero y embajador, el druida que compartirá el poder con Arturo. Pero ¿quién es Merlín realmente?
¿Un druida que ejerció su poder entre los celtas de Britania como Diviciaco entre los feudos, o es un personaje de leyenda, uno más entre los muchos héroes creados por el peculiar sentido celta de la historia? Merlín puede ser ambas cosas.
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Los primeros cronistas de la historia de Britania mencionan dos personajes históricos, Ambrosio y Myrddin, que pueden estar en el origen del personaje legendario de Merlín. En el siglo V los romanos habían abandonado Britania y gobernaba un "rey" llamado Constantino, que tenía como druida al mencionado Ambrosio. Algún tiempo después, en el siglo VI, aparece en las crónicas un caudillo de las tierras del norte de Britania llamado Myrddin que, en una batalla contra los sajones, tuvo la visión de un horrible monstruo en el cielo y, enloquecido, se refugió en lo más profundo de los bosques, donde se dedicó a profetizar y llevó una vida salvaje en la naturaleza. La historia es confusa en lo que se refiere a ambos personajes, Ambrosio y Myrddin, y a veces contradictoria en las fechas.
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Según la tradición oral galesa la historia de Merlín comienza en el siglo VI. En esa época, los reyezuelos celtas de Britania estaban envueltos en luchas tribales, sin que ninguno lograra imponerse y pacificar el país. Uno de estos caudillos, Vortigern, había buscado ayuda en mercenarios sajones, quienes pronto se dieron cuenta de que podían invadir fácilmente la isla y dominarla gracias a las luchas internas que la desgarraban. Vortigern había ordenado construir una fortaleza para defenderse de los ataques enemigos, pero las obras no avanzaban porque cada noche se derrumbaba lo construido durante el día; tras consultar a los druidas de su corte, éstos dictaminaron que era preciso purificar el lugar de la construcción mezclando la sangre de un niño sin padre con los cimientos de la torre. Buscando a ese niño encontraron a una princesa galesa que había tenido un hijo de padre desconocido: incluso para ella, que ni siquiera podía explicarse cómo había quedado embarazada. Este niño de origen mágico era Merlín, y habitaba con su madre en el bosque, pues la princesa se había recluido allí huyendo de la corte. Merlín y su madre fueron conducidos ante Vortigern y sus magos. Cuando iba a producirse el sacrificio, Merlín aseguró al rey que conocía la causa por la que la torre en construcción se derrumbaba cada noche y, ante la sorpresa de los druidas, explicó que bajo la torre había una cueva en al que vivían dos dragones, uno rojo y otro blanco, que cada noche luchaban ferozmente, lo que movía los cimientos de la torre, haciéndola caer.
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Los hombres de Vortigern comprobaron que lo que afirmaba el pequeño Merlín era cierto por medio de unos zapadores y el rey, asombrado, le pidió una interpretación del extraño fenómeno. Merlín demuestra su poder de adivinación e interpretación y pronuncia su primera profecía: el dragón rojo representa a los celtas y el blanco a los sajones. Este último vence cada noche en la lucha y esto es lo que sucederá en el futuro: los sajones vencerán y dominarán la isla.
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Pero el mago Merlín que ha llegado hasta nosotros formando parte de la historia del rey Arturo y sus Caballeros de la Tabla Redonda fue creado por Godfred de Mommouth; este clérigo escribió a principios del siglo XII una historia de Britania en al que, por primera vez, se da a la figura de Merlín cierta importancia; este Merlín es un caudillo bretón que se vuelve loco y se refugia en los bosques, donde se dedica a profetizar. Algún tiempo después Mommouth escribe la vida de Merlín, utilizando para crear al personaje todos los relatos que se habían transmitido durante siglos sobre él. En el Merlín literario se mezclan los rasgos de varios personajes de la tradición oral celta (el rey irlandés Suibhne, el profeta y mago escocés Lailoken y el galés Gwyddyon, héroe mitológico que representa el poder mágico de los druidas), junto con personajes históricos como Ambrosio y le caudillo bretón, a lo que añade además rasgos claramente cristianos.
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En su obra, "Vida de Merlín", Mommouth modifica la historia del nacimiento del mago: el diablo, por medios maléficos, engendró un hijo en una joven virgen. Este hijo tendría el poder y la sabiduría necesarios para dominar y dirigir la vida de los hombres, pero la joven elegida era virtuosa, pura y muy cristiana, por eso, pesa a no imaginar quién podría ser el padre de su hijo, ni cómo había ella llegado a concebirlo, lo bautizó en el mismo momento del nacimiento, arrancándolo así de las garras del diablo. Sin embargo, el niño conservó casi todos los poderes que le habían sido otorgados en el momento de la concepción. Lo demostró cuando aún era un niño muy pequeño. En la época en la que nació Merlín, Vortigern, un jefe militar, usurpó el trono y ordenó asesinar a los dos hijos del rey. Pero uno de ellos, Uther Pendragon, consiguió salvarse y fue educado en el continente por sus partidarios. Desde el momento en que lo supo, Vortigern comenzó a construir una torre para defenderse del previsible ataque del heredero legítimo. Y ya sabemos cómo encontró a Merlín y la interpretación que hizo éste del derrumbamiento de la torre.
Llegados a este punto Mommouth modifica de nuevo la leyenda galesa y cuenta que al liberar a los dragones, que estaban atrapados en dos pequeñas cavidades de los cimientos de la torre, se abalanzaron el uno sobre el otro en una lucha feroz, en la que venció el blanco pese a ser más pequeño que el rojo.
Merlín profetizó que a los tres días Uther Pendragon se enfrentaría a Vortigern y lo vencería. Así sucedió, Pendragon fue rey y Merlín retornó al bosque.
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Durante muchos años la blanca túnica de Merlín se vislumbró en los bosques más oscuros y profundos, adivinaba entre las nieblas mágicas que surgían repentinamente en las batallas, facilitando victorias y derrotas, se vio al mago recitando encantamientos y recogiendo muérdago. Durante muchos años su esbelta figura, ligeramente apoyada en la vara de roble que simbolizaba su poder, recorrió los caminos y visitó los palacios de los jefes. Allí donde llegaba se sentía el poder de la sabiduría y se escuchaba la voz de los dioses. Pero los comienzos de la Edad Media eran tiempos de crueldad y desorden. Uther no lograba imponerse sobre otros caudillos rivales ni terminar con la amenaza sajona y Merlín continuaba buscando al hombre que pudiera unir a los celtas y ser llamado rey por todas las tribus. Cuando Uther Pendragon le pidió ayuda para seducir a Igerne de Tintagel, esposa del duque de Cronualles, Merlín encontró la oportunidad que esperaba. Puso la magia al servicio de los deseos de su rey y, por medio de un poderoso conjuro y ciertas hierbas, consiguió que Uther tuviera la apariencia física de su enemigo el duque. Así, mientras éste se defendía de un ataque sorpresa en medio de la noche, Pendragon entraba sin problemas en el castillo y en el lecho de la bella Igerne, que creía estar recibiendo a su marido. En esa unión fue concebido Arturo. Al mismo tiempo, en el campo de batalla moría el duque de Cornualles. Poco después Uther Pendragon se casó con Igerne. Pero cuando nació el hijo de ambos, Arturo, Merlín se lo llevó para ocuparse de su educación y convertirse en su druida y consejero.
Cada día Merlín explicaba al pequeño Arturo todas las ciencias conocidas y, como era mago, incluso le enseñaba algunas cosas de las ciencias del futuro y ciertas fórmulas mágicas
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Merlín nunca abandonará del todo el lugar al que realmente pertenece, el bosque, por la corte de Camelot.
En el bosque los druidas pasaban gran parte de su tiempo dedicados al estudio y el conocimiento de lo natural y lo sobrenatural. Era un espacio para la soledad, el aprendizaje y la comunicación con el Otro Mundo. Allí se realizaban los ritos y sacrificios, los héroes celtas se adentran en la frondosidad para superar pruebas, recuperarse de las heridas y los fracasos, o buscar el camino al Otro Mundo. Es un
territorio de nadie, un espacio entre los dos mundos, donde todos los prodigios son posibles y donde los locos y los sabios se convierten en profetas.
La corte de Arturo en Camelot, creada para la leyenda por Mommouth, es una corte medieval, caballeresca, en la que siempre está presente el amor y la lucha por conquistar a la dama amada. Así, Merlín se verá envuelto, cuando sea ya anciano, en el juego del amor cortés. El poderoso mago es seducido por la joven Nimue o también llamada Viviana, una de las hadas del lago donde se guardaba Excalibur, según la tradición galesa, o por la bella Morgana, hermanastra del rey Arturo y maga ambiciosa que quiere alcanzar el mismo poder que Merlín, según la tradición artúrica.
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En cualquier caso, su amada no sólo enamora al anciano mago, sino que le convence para que la convierta en su discípula. Merlín, poco a poco, va enseñándole sus conocimientos hasta que un día, en el bosque Broceliande, cede ante los deseos de Nimue y le enseña el más poderoso y peligroso de los conjuros: las palabras mágicas que convierten a un hombre en prisionero de quien las pronuncia. En el momento en que realiza la máxima demostración de su poder, Merlín se está entregando a Nimue: al pronunciar el conjuro el anciano mago acepta quedar prisionero de la voz de su amada. Desde entonces Merlín permanecerá encerrado en su cárcel de amor invisible hasta que otro druida deshaga el hechizo.
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Hay varias versiones sobre la ubicación de la prisión de Merlín: según una de ellas estaría situada en el bosque de Broceliande, en una gruta de cristal cercana a una fuente, en el mismo lugar donde se produjo el conjuro; otra versión la localiza en las profundidades de la tierra, por tanto sería de roca. También hay una leyenda que sostiene que Merlín duerme bajo "La Danza de los Gigantes", es decir, bajo las piedras del círculo mágico de Stonehenge, que él mismo habría transportado desde la lejana Irlanda con el poder de su voz para honrar la sangre derramada por los guerreros bretones en una batalla que tuvo lugar en esa llanura de Salisbury. Todas estas versiones sobre el fin de Merlín ponen de relieve el rechazo que la
mentalidad cristiana siente por la magia. El poder de Merlín no le salva de caer en el pecado del deseo y eso le lleva a dejarse atrapar en su propia magia. Pero en la tradición galesa, todavía próxima a la mentalidad celta, Merlín desaparece de Camelot voluntariamente. Se retira a la isla sagrada de los druidas, Mona, en el noroeste de Gales y allí continúa viviendo, guardando, junto con nueve compañeros, los tesoros de Britania: talismanes y reliquias celtas que deben permanecer escondidos de los nuevos invasores. En cualquier caso, atrapado en su encantamiento, ya no puede actuar, sólo hacer oír su voz.
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Merlín es también una metáfora del mundo céltico. Un mundo que había logrado sobrevivir en Irlanda y Gran Bretaña algunos cientos de años más que en el continente, pero que en el siglo XII ya había sido enterrado por una nueva civilización. Y sin embargo, los celtas, durmiendo su sueño encantado, como Merlín y Arturo, paradójicamente han conseguido hacer oír su voz en nuestros días.
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Las leyendas sobre Merlín nos han proporcionado mucha información sobre las funciones del druida en la sociedad celta, información cuya veracidad se ve confirmada pro lo que sabemos de druidas históricos como Diviciaco. En Merlín, en su relación con Arturo, encontramos la función política y la educadora; sabemos de su poder mágico y de sus conocimientos sobre plantas y animales; su vida se desarrolla en los bosques en mayor medida que en la corte y, además, su final pone de relieve uno de los aspectos menos conocidos de la religión druídica: la importancia de la palabra en los ritos y encantamientos. En los escritos de Julio César, uno de los autores que, a raíz de sus campañas militares para conquistar la Galia, más información nos proporciona sobre los celtas, y también en algunas inscripciones grecorromanas, aparece el término "gutuaer" o "gutuatro". En un principio se creyó que esta palabra era el nombre de un druida, pero no es así. Es un título sacerdotal del que sólo conocemos el significado etimológico, "padre de la voz" o "padre de la palabra", lo que da la idea de su relación con los encantamientos orales. El gutuaer
podría ser el druida que pronunciaba las invocaciones o palabras mágicas en las más importantes ceremonias, por eso Merlín conserva el poder de la voz aun estando prisionero de su propia magia, ya que la palabra es la esencia del conocimiento y el poder druídico.
***
En Irlanda existía una maldición druídica llamada "glan dicinn". Era un encantamiento mágico, una llamada a las hadas que habitaban en los matorrales de espinos para obtener ayuda de los habitantes del Otro Mundo contra los enemigos. Quien sufría esta maldición no podía disimularla, puesto que las consecuencias del encantamiento eran visibles en su cara, que se cubría de forúnculos. Para realizar el encantamiento, siete druidas debían situarse dando la espalda a una mata de espino cuando el viento soplara del norte; mientras sostenían en la mano una piedra de honda y una rama de espino, todos ellos entonaban la maldición; después, depositaban las piedras y las ramas sobre la raíz del matorral. Otra manifestación de la importancia del encantamiento oral en la vida social y religiosa de los celtas es el geis.
Este encantamiento no era de uso exclusivo de los druidas, sino que podía ser utilizado por cualquiera. Se trataba de una prohibición o de una obligación, por ejemplo, no comer determinado alimento o viajar a cierto lugar. Los druidas parecer ser los únicos que no sufrían geasa, plural de geis, pero los reyes y los héroes estaban sujetos a muchos.
***
Llegó un tiempo en que los grandes druidas, como Merlín o Diviciaco, fueron perdiendo su poder. Los bardos ocuparon su lugar, pero éstos se limitaron a cantar y contar las historias de sus antepasados. Con la llegada del cristianismo la cultura celta va perdiendo fuerza. Las antiguas historias que se transmitían de generación en generación, narradas junto al calor de los hogares, comienzan a escribirse y se convierten en novelas caballerescas que entretienen a la nobleza feudal y perderán su significado original para adquirir un sentido diferente, más acorde con los nuevos valores cristianos. En el siglo XIII, otro clérigo, Robert de Boron, modificará definitivamente la leyenda de Merlín para cristianizarla: así es cómo el druida, el mago, que encarnaba la esencia del mundo céltico y la lucha de los bretones por sobrevivir frente a los nuevos tiempos, se convierte en el sabio guardián de los valores cristianos que impulsa y dirige a los caballeros cristianos de la Tabla Redonda en la búsqueda del Santo Grial.