La Tierra De Los Muertos
Hugo Aqueveque
Estar solo siempre fue una opción para mí, fui y soy un solitario, me acostumbré mejor que cualquier otro, si es que hay alguien más. Llevo diecisiete años en la más completa soledad, diecisiete años conversando con mi consciencia, comiendo y durmiendo conmigo mismo, y me gusta. Tuve la suerte que no tuvieron los demás de ser un individuo aislado, muchos otros debieron ocupar sus fuerzas y tiempo en proteger a sus familias y amigos, y en eso se les fue la vida, yo sólo velé por mí mismo y pude salvarme.
Escapé a cientos de kilómetros de la civilización, y lo meritorio es que lo hice a pie y con lo puesto. Mi residencia está internada en el desierto más árido del mundo ¿quién se atrevería a buscarme aquí? Construí mi pequeña guarida aprovechando los desechos de dos casetas de madera abandonadas por la guardia militar fronteriza. En ella me protejo de los cuarenta grados de calor del día y del frío congelante de las noches. Es un cuadrado de tres por tres metros, donde instalé una pequeña despensa y una cama desplegable que habilito sólo cuando descanso. Tengo además una silla, una especie de mesita, algunos libros que he leído treinta veces, un revólver que jamás he usado y, lo más importante, lápices y mucho papel porque la mayor parte del día la paso escribiendo. No necesito nada más.
Mi jornada comienza muy temprano, con la luz del sol, y termina cuando éste se esconde tras el horizonte. Me alimento de carne de lagartos que seco al sol sobre mi casa. Cada mañana después de comer y descansar un rato, debo procurarme alimento para los siguientes días. Los lagartos caen en mis trampas de día y de noche, y no debo alejarme demasiado para colocar las cajas-jaulas. Retiro unos nueve o diez lagartos cada día, a veces más. Es una dieta atrozmente monótona, pero ya estoy acostumbrado y me provee de las vitaminas necesarias para subsistir.
El resto del día lo dedico a escribir y leer en la frescura de mi hogar, y cuando cae la noche, preparo los recipientes para atrapar agua de la niebla y del rocío nocturno, que cada mañana retiro y guardo en dos bidones que cuido como tesoro. También obtengo agua de la lluvia, que cae de vez en cuando… cosa extraña, durante diez años no cayó una sola gota de agua, ahora llueve por lo menos una vez al mes.
Vivo como un monje del siglo XV, pero para mí es como vivir en el paraíso. Sólo mi reloj me conecta con esta época. Aquí saber la hora es completamente irrelevante, pero sin ese aparato no sabría qué edad tengo ni cuánto tiempo llevo en este lugar.
Cada mes me aventuro en una travesía a pie que dura tres días hacia una usina salitrera abandonada quizá hace un siglo. Allí consigo la madera y las herramientas necesarias para subsistir, incluso libros y algunas mantas y ropas tejidas hace más de cien años. Y en el camino también me proveo de sal natural. Para todo eso me construí un trineo que acarreo por la arena tirándolo de un cordel atado a mi cintura. En ese pueblo hay calles, una plaza con árboles muertos (tres empiezan a dar brotes) y casas habitables inmensamente más grandes y acogedoras que la que construí. Todo podría ser mío, pero vivir ahí no sería seguro.
Estos son mis días, los de un ermitaño, y así fui un ser completamente feliz hasta esta noche. He llegado a casa después de tres extenuantes jornadas de viaje; la luna hace de la noche día, lo alumbra absolutamente todo con su plata reluciente, y allí los descubrí. Bajo las estrellas, que flotan en el cielo como arena en el mar, se ve mi pequeño hogar, una diminuta silueta cuadrada y oscura perdida en un mar de formas luminosas, y a su alrededor dos tenebrosas figuras en movimiento. De ellos huí hace diecisiete años, de esa nueva raza endemoniada que todo lo destruye, una casta de seres horribles y violentos; voraces bestias antropófagas.
Esos dos, como cientos de millones de otros, son producto de una guerra estúpida y mortal: un nuevo virus experimental convirtió a personas normales en seres primitivos y violentos, sin ninguna inteligencia, sólo instinto; verdaderos animales salvajes y predadores con una gula insaciable. La bacteria, altamente contagiosa, como una epidemia de gripe se propagó por el mundo entero, fue una reacción en cadena, y en un año no había lugar seguro. Los enfermos crecían en progresión aritméticamente, cada día, consumiendo todos los alimentos disponibles en todos los rincones del planeta, después matando a animales y aves domésticas, y cuando se hubo acabado la comida devoraban vivos a las personas sanas y hasta se comían entre sí, en orgías de sangre ni siquiera concebidas en el mismo infierno. Y lo más irónico es que la guerra continuó como si nada hubiera sucedido, espantosa y total, y la radiación de las miles de detonaciones nucleares, como ese infausto virus, infectó todos los mares y lagos, todo el aire y la tierra, y se expandió por la superficie del mundo, aniquilando hasta al último ser viviente que se encontraba a su paso, a excepción de esas siniestras criaturas que pudieron sobrevivir por su metabolismo alterado.
Dudo que hayan sobrevivientes como yo, no obstante tenía la secreta esperanza de que después de tanto tiempo ya no existieran esos monstruos, que se hubieran matado entre sí y que el resto hubiera muerto de hambre y de sed. He vivido dos décadas con el miedo a encontrarme con alguno de ellos. Mi vida no ha sido tranquila, durante muchos años no pude dormir por las noches imaginándome que en cualquier momento echaban abajo mi puerta y se arrojaban sobre mi cama, es la razón por la que huí tan lejos. Yo los vi matando, los vi comiendo, y por eso sufrí de sueños espeluznantes. Había logrado con mucho esfuerzo superar ese terror, pero el temido día de mis antiguas pesadillas se ha hecho realidad.
Después de una hora de observación, tirado en la arena a unos treinta metros de ellos, estoy seguro que son de esos animales, cualquier hombre medianamente inteligente ya hubiera descubierto la pitilla oculta con la que se abre la puerta desde afuera. Estoy muy cansado, pero debo enfrentarlos, no tengo otra salida, si me duermo esos animales me encontrarán. Mi revólver no lo tengo conmigo, así como fueron esas cosas inoportunas en llegar, fui inoportuno yo olvidando el arma dentro de la casa. Sólo tengo un delgado fierro para defenderme, y creo que si los tomo de sorpresa con un buen golpe podría eliminar a uno al instante, y así sólo enfrentar al otro… Pero tiene que ser ahora.
Después de controlar relativamente el tintineo de mis dientes y el temblor en mis rodillas, me arrastro como una serpiente por la fría arena, muy despacio, con cuidado rodeándolos buscando sus espaldas. Ahora más cerca puedo ver que los desgraciados rasguñan la madera como perros hambrientos, se gritan con sonidos guturales, se empujan y golpean. No logro ver sus caras, pero es preferible así. Sus escasas vestimentas son sucias, con manchas oscuras por todas partes —de sangre con seguridad—, ropas demasiado rasgadas y delgadas, están prácticamente desnudos, y hace mucho frío, pero si resistieron la radiación el frío debe ser una nimiedad para sus cuerpos.
Estoy lo bastante cerca y la luz de la luna es muy clara, si alguno diera la vuelta me descubriría al instante. El miedo tiende a paralizarme, pero el instinto de supervivencia es más fuerte. Después de veinte años de lucha no me puedo dejar vencer tan fácilmente, no me lo merezco. Los miro y elijo a quien atacar primero, hay uno más alto y fuerte.
Me sigo acercando, y en cualquier momento me descubren, los nervios no me sueltan, las piernas las siento flotar detrás de mí, y sin poderme contener me orino encima, lenta y cálidamente, es relajante y necesario. Preciso acercarme más aún, me falta poco, y no sé si quiero llegar a eso, los bramidos que dan son tenebrosamente roncos y me erizan los pelos de la piel, pero estoy en un punto sin retorno, ya no hay vuelta atrás. En mi vida sólo he matado lagartos, desconozco si tendré la decisión para golpear hasta asesinar a algo parecido a un hombre.
Ha llegado el momento, me levanto con sigilo y lentitud a sus espaldas, y ya erguido camino despacio, sin hacer ruido, con el corazón en la garganta y la vara de metal en alto. Voy hacia el grande, puedo ver el rabillo de su ojo turbio cuando mira a la otra bestia, no me ve de soslayo, no capta mi casi imperceptible movimiento, el hedor que expele es repugnante, así como el color y la textura de su piel quemada y llena de erupciones amarillentas.
A dos metros salto al ataque, sin atreverme a gritar, y le doy por detrás, en la cabeza, con un golpe tremendo que me queda vibrando en las manos, como también su sordo eco queda resonando en la noche solitaria y alucinante. El animal se va de bruces dando un lastimero alarido. De inmediato levanto mi arma y le pego en la cara al otro tirándolo de espaldas al suelo, creo que el criminal impacto le quebró la quijada como si ésta fuera de porcelana. Alternativamente los golpeo con el fierro en la cabeza, con toda la fuerza que puedo tener, con desesperación, las bestias gritan y se cubren con las manos, pero ni siquiera logro la inconsciencia en ellos.
La sangre salta por doquier, calculo que ya les he fracturado el cráneo y los brazos en varias partes, pero no mueren, se aferran a la vida de una manera sobrenatural que me sobrecoge los sentidos, sus gritos me provocan asco y un intenso horror. Recuerdo el revólver, y sin dudarlo dejo a los repugnantes seres tirados para salir raudo en su búsqueda.
En la negrura de mi hogar no lo encuentro, el nerviosismo traiciona mis movimientos, pierdo la noción del tiempo, no sé cuánto ha transcurrido, sólo siento que es demasiado, segundos interminables que me desesperan, el terror es insoportable y una urticaria del demonio invade todo mi cuerpo. Las lágrimas no dejan de correr por mis mejillas nublando lo poco que puedo ver en esa tenebrosa oscuridad. Me hallo en el infierno, sintiendo a uno de esos demonios que en cualquier momento muerde mi hombro, no me atrevo a voltear, baso todas mis esperanzas en ese malnacido revólver.
Lo descubro con mi tacto, el frío metal que me cuesta un mundo establecer su forma para tomarlo en el momento preciso en que siento pasos a mis espaldas. Me vuelvo de reflejo y como por inercia apunto a la redondeada sombra bajo la puerta que cubre la gran luz de la luna llena. Disparo dos veces y un tibio líquido me llega a la cara, haciéndome probar en la boca una sustancia blanda que me provoca un vómito instantáneo. Descargo todo lo que puedo botar de mi estómago, incluso el aire polvoriento de los pulmones, y los sonidos de mi garganta se hacen tan infrahumanos como los de las bestias. El mutante cae fulminado, siento a ojos cerrados el seco golpe en el piso de madera.
Un impulso incontenible me hace salir corriendo de ahí, tropiezo con el bulto en el umbral de la puerta y caigo de bruces sobre el otro ser que agoniza. Aún con el arma en la mano me levanto maldiciendo a gritos y disparo en su cuerpo todas las balas que me restan.
Los estruendos de las detonaciones quedan repercutiendo en la estrellada bóveda celeste, resonancias interminables que temo atraigan más bestias a este lugar. Y las arcadas me dominan de nuevo, pero nada vomito por mucho que la sensación de asco me convulsiona los músculos del estómago y la garganta. Caigo de rodillas, todavía con los espasmos en mi interior, provocándome una presión asfixiante en el pecho, vomito sólo saliva, pero me da la sensación que la sangre del cerebro se me va por la boca. A gatas huyo del lugar, desesperado y aterrorizado como nunca antes en mi vida, pero sólo son unos metros, me siento exhausto casi de inmediato, tiembla todo mi cuerpo, y tengo la necesidad imperiosa de descansar, y aunque no quiero volver a mi casa sé que no puedo dormir afuera por el temor a la existencia de más bestias en las cercanías.
Al rato, todavía asqueado, pero más sereno y resignado, me acerco al lugar de los lamentables hechos, trato de actuar de la manera más rápida posible. Tengo que deshacerme de los cadáveres y asegurarme de que están muertos. Comienzo con el del exterior, jadeante lo arrastro de los pies varias decenas de metros. Con una pala cavo un profundo hoyo en la arena, y con la misma herramienta, antes de arrojarlo dentro, le parto el cráneo hasta la altura de los ojos al espeluznante ser. Con el segundo cuerpo, el que está en la casa, no es necesario "asegurarlo", al pobre desgraciado le volé casi una cuarta parte de la cabeza con los dos precisos tiros que le di a quemarropa. Calculo que aunque estuvieran vivos sería imposible que pudieran liberarse de la pesada tumba de arena.
Al regresar a mi casa enciendo la lámpara a gas que reservo para grandes ocasiones, sospechaba el estado en que estaba el interior, pero lo que descubrí sobrepasaba cualquier expectativa; la habitación estaba completamente recubierta de sangre, de trozos de sesos y vómito, un espectáculo inconcebible, repugnante, que me quitó el sueño en un tris. Un olor a vísceras lo impregnaba todo, no había lugar libre de los despojos orgánicos de la bestia que asesiné, la cama, la silla, la comida, las paredes, el piso, todo tenía trozos o manchas de esa abominación, también mi cuerpo y mis ropas.
Resignado a la inmundicia busqué un rincón y lo limpié como pude, no sin antes volver a cargar el arma, y me senté en el piso a dormir con el acero entre mis manos. Lo hice a ratos, las pesadillas y el fuerte viento que comenzaba a reinar afuera me despertaban cada pocos minutos, y el amanecer no llegaba. Necesitaba el sol para buscar su calor y recostarme en la arena bajo su luz reparadora y así recomenzar mi vida, pero el amanecer no llegaba nunca, esa noche fue interminable, y para mí jamás terminó.
Desperté por un ruido en la puerta, eran rasguños, como los que hacen los gatos o los perros cuando quieren entrar a sus hogares, no era un sueño, tampoco el fuerte viento, esto era real. El ruido lo sentí como una campanada de muerte, con hedor a tierra húmeda, de sepultura. Estaba solo, solo en el mundo y un ser de las tinieblas golpeaba mi puerta. Por segunda vez en la misma noche me oriné encima, sentado en el piso, sin control, como un niño aterrorizado. El ruido persistía sin cesar, y cada tañido lo sentía con una clavada gélida en el corazón, que a esas alturas me latía como una máquina descontrolada. No podía, no había forma, estaba aterrado, con una fobia espantosa a esas criaturas. Me vi incapacitado de enfrentarlos nuevamente, sin siquiera el coraje necesario para ponerme de pie y prender la lámpara. No podía abrir la puerta, así como no podía dejar de llorar no podía abrir esa maldita puerta y enfrentar mi pesadilla de nuevo. Las piernas no me dejaban de tiritar, todo mi cuerpo era un temblor enfermo, y el sudor que corría por mi piel me hacía sentir tan sucio como esos engendros del infierno. Me sentí huérfano en el mundo en esa absoluta oscuridad, con una soledad abrumadora, quemante, que me aplastaba. No podía luchar otra vez solo… simplemente no había forma de hacerlo.
El arma en mi mano como una luz se hizo sentir entre mis dedos, con otra utilidad, con otro propósito, como si un conocimiento repentino me hubiera hecho saber algo que jamás me hubiera imaginado. Sí, ese revólver era mi salvación, mi liberación. Y no lo pensé como una posibilidad, sencillamente era un hecho. Y no miento, fui feliz en esos instantes, fui feliz porque no tendría que enfrentar nada, porque en una milésima de segundo se acabaría todo, en una pequeñísima fracción de tiempo, como despertando de un mal sueño, se terminaría mi pesadilla para siempre.
Levanté el revólver, sin miedo y sin vacilar, e introduje el helado cañón en mi boca. El sabor de la pólvora quemada me supo como un antídoto al sabor de la sangre que me había hecho probar esa infernal criatura. Era cuestión de apretar el gatillo y todo se acabaría. Era un hecho…
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Un enorme vehículo se aproximaba por el desierto, navegando como un barco a la deriva en una feroz tormenta de arena. La comparación no era arbitraria teniendo en cuenta que sus dimensiones lo asemejaban mucho a una embarcación; tan largo y alto como ningún transporte terrestre. Un símbolo bélico impreso en cada una de las dieciséis inmensas llantas dejaba entrever que se trataba de un vehículo militar.
La máquina constaba de dos partes; una cabina y un gran espacio posterior para almacenaje y dormitorio. En la cabina viajaban cinco tripulantes, dos sentados a los mandos y los restantes controlando otros instrumentos de medición. Y uno de estos últimos exclamó excitado.
—¡Comandante!, detecto una señal de vida adelante, a unos dos kilómetros en línea recta.
El comandante, hombre sexagenario y de mirada triste, replicó.
—¿Puedes determinar de qué se trata?
El suboficial contestó diligente:—Imposible, el radar está deshecho con la tormenta, apenas intermitentemente alcanzo a ver la señal. Podría tratarse de una de esas criaturas, pero también podría ser un animal mediano o un niño, aunque como usted sabe, no hemos visto un solo animal en dos años y menos a una persona, pero no puedo descartarlos porque además le tengo que informar que hay una construcción pequeña…, una casa o un bunker encajan.
—Ésa es noticia, Hakamoto —dijo el comandante, y tomando unos binoculares para otear el horizonte agregó—. Imposible, la tormenta de arena no deja ver nada. Kevorkian, acércate mil quinientos metros más y detente. —Y dirigiéndose a los otros tripulantes, ordenó. —Muchachos, prepárense para reconocimiento de terreno. Carguen armas, quizá tengan que exterminar un nuevo objetivo, el veinticinco en las estadísticas.
Al rato, ya posado el vehículo en medio de un amarillo mar enfurecido, los tripulantes Hakamoto, Wahlberg y Shyamalan pisaron tierra. Vestían gruesas y aislantes ropas que los cubrían hasta la cabeza, también botas, guantes y cascos con grandes lentes ahumados. Iban premunidos con armas largas y negras, y acompañados de un pequeño vehículo-robot que transportaba equipo auxiliar.
Comandante —dijo Shyamalan por su intercomunicador—, la visibilidad es nula, pero estamos listos. Iniciaremos el reconocimiento.
—Entendido, sargento. Cerremos la comunicación para mayor seguridad, reinícienla sólo cuando finalicen o en caso de necesitar apoyo logístico. Sean precavidos, a pesar de que a priori no vimos mayor actividad los detectores y los controles pueden fallar en estas condiciones climáticas, de hecho el radar dejó de funcionar definitivamente hace unos momentos. Suerte entonces, cambio y fuera.
—Entendido, señor, cambio y fuera —y con Shyamalan a la cabeza, el compacto grupo se encaminó con dirección al sur, hacia la señal de vida encontrada en medio del desolado paraje.
A bordo, Kevorkian dejó los mandos de control para servirse algo similar a un café; era un básico extracto de raíces del que obtenían una infusión para calentar el cuerpo. Caminó hacia la máquina-expensa y se detuvo para preguntar: —Señor, ¿quiere uno?
Sanders asintió apenas con la cabeza, y al siguiente minuto el otro militar estaba sentado a su lado con dos tazas.
—Comandante —dijo, soplando con cuidado el caliente líquido del recipiente entre sus manos—, quiero hacerle una pregunta.
Sanders permanecía en su butaca absorto en lo que hacía, estaba alerta y ansioso, manipulaba el zoom de las cámaras del vehículo, intentando descubrir algo en el objetivo que supuestamente tenían adelante. Si fuera por él lo volaría con un proyectil —pensaba—, así de simple, pero debían estar seguros antes de tomar cualquier decisión. Kevorkian no se molestó con su indiferencia, conocía de sobra la personalidad retraída de su superior, así como también su buena disposición y cordialidad: —Yo apenas era un niño de cinco años cuando comenzó todo esto— insistió—, por eso quiero preguntarle: Sinceramente ¿cree que vale la pena esta búsqueda?
Sanders dejó los controles al escucharlo, como si lo hubieran despertado de un sueño triste. Cogió la taza con el líquido oscuro, y le dio un sorbo que se le antojó muy amargo. Y posando el recipiente sobre el tablero, respondió.
—No lo sé, Jan, pero quiero pensar que sí. Apenas llevamos un par de años de búsqueda, pero el esfuerzo por sobrevivir ha sido tan grande que quiero pensar que sí… Pero… como bien sabemos el derretimiento de los polos inundó el 97% de la tierra del planeta, y la que queda no es fértil, sólo montañas y desierto. De los veinte billones de habitantes que existían el 2.025, sólo hace 25 años, quedamos apenas dos mil viviendo hacinados en un túnel ocultos de la lluvia ácida, alimentándonos en base a una miserable dieta de frutas, gatos, ratones y extracto de cucarachas y raíces. No hay vida en el mar porque está completamente contaminado, la mitad de nosotros estamos enfermos por la radiación y por la paupérrima dieta que llevamos. Kevorkian, el planeta se está muriendo y nosotros con él. Decirte que esta búsqueda vale la pena sería engañarte, pero en mi personal opinión quiero pensar que sí, por lo menos eso me ayuda a seguir adelante.
Su interlocutor se quedó pensativo un instante, reflexionando sobre lo que decía Sanders. Lo miró a sus pequeños ojos grises, y el rostro grave y sabio que le daba esa rala barba blanca le dijo más que mil palabras.
—Entiendo perfectamente lo que quiere decir, señor. Pienso lo mismo —y confesó—, pero desde que llegamos a esta zona que tengo un presentimiento que no sé explicar, una cosa que me dice que sucederá algo grande, realmente relevante, pero no sé qué es… como si tuviera la certeza de que hoy estamos haciendo historia…
Sanders sonriente apoyó su mano en el hombro de Kevorkian con actitud paternal y acotó.
—Creo que es un poco simplista basarlo todo en un presentimiento, pero puede que tengas razón. No es malo ser optimista, y tal vez estemos viviendo el primer día de una nueva era, pero todo lo que tenga que ver con el destino prefiero dejárselo a Dios. Mientras tanto cumplamos con nuestro deber, y hagamos lo posible para sobrevivir, es nuestra prioridad ahora.
El piloto captó la sutileza y le devolvió la sonrisa de buena gana. Continuaron conversando del tema y de la situación, desde otros puntos de vista. Kevorkian a sus veinticinco años tenía muchas dudas y preguntas sobre el mundo antiguo que nunca había logrado despejar, además, ese presentimiento que tenía lo empujaba a prepararse de la mejor forma para enfrentar el futuro. Si era cierta su corazonada, ése sería el primer año en un nuevo mundo, y él quería ser un actor de esa historia por escribirse.
Después de tres horas de amigable y vigilante charla, la luz verde del intercomunicador parpadeando anunció que se reiniciaba el contacto con los tres soldados en tierra.
—Comandante —dijo la voz interferida por el fuerte ruido del viento—, reabrimos comunicación, ¿me copia?
—Adelante, sargento —contestó Sanders con un leve sesgo de ansiedad en su semblante—, le escucho perfectamente ¿cuál es su reporte?
—Le tenemos excelentes noticias, señor —y se escucharon unos entusiastas vítores de fondo—. La zona está asegurada. Encontramos tres cuerpos sin vida, pero por el momento el viento nos dificulta el procedimiento de limpieza.
Kevorkian al escuchar a Shyamalan dibujó una sonrisa nerviosa en su rostro. El comandante tampoco pudo disimular su incertidumbre, y replicó: —¿Tres cuerpos? Confirme el mensaje, soldado.
—La situación es algo complicada para explicarla así, pero trataré de aclararle todos los puntos —y después de una breve pausa continuó—. Encontramos dos cuerpos sepultados en la arena, a unos veinte metros de la casa (porque es una casa de madera lo que detectó el radar; pequeña, muy básica y rudimentaria, pero habitable). Los cuerpos sepultados tienen una data de muerte de catorce horas, aproximadamente. Les hicimos las pruebas bacteorológicas correspondientes a ambos cadáveres, y dieron positivo. Eran dos mutantes, está confirmado.
El comandante y el piloto no cabían del asombro. Ambos se pusieron de pie, ansiosos, cuestionándose "¿quién?". Pero no tuvieron que hacerle la pregunta a Shyamalan porque su voz reapareció en la cabina.
—Hemos armado más o menos el puzzle de lo que sucedió aquí, de todas maneras tenga en cuenta que son sólo suposiciones. Todo debió ocurrir anoche; aquí vivía un hombre de unos cincuenta años, que no tenemos la más mínima idea de cómo sobrevivió todo este tiempo. Él mató y sepultó a los objetivos, lamentablemente está muerto también. Y tenemos casi la certeza de que se suicidó. Le hemos hecho el examen viral y no estaba contagiado.
Dentro de la cabina Sanders y Kevorkian no dejaban de observarse con miradas cómplices, y sus sentimientos se debatían entre una sobria alegría y una curiosidad creciente. El piloto tomó unos binoculares e infructuosamente trataba de mirar a través de la nube de polvo y repetía susurrándose a sí mismo "estaba vivo…, estaba vivo". En el altoparlante la voz del sargento continuó su relato.
—El hombre vivía solo, según unas inscripciones en las paredes su nombre era Mario Rodríguez, y anoche fue visitado por estas dos criaturas, que terminaron muertas y con sus cabezas destrozadas, inferimos que a golpes de fierro y balazos. Por las evidencias pensamos que fue una pelea feroz. A uno lo mató dentro de la casa y al segundo fuera, a un metro de la puerta. Después este hombre, Rodríguez, los sepultó, y posteriormente en el interior de su casa se dio un tiro en la boca; su data de muerte es de unas ocho horas (por nada lo encontramos vivo…). No sabemos por qué se suicidó, tal vez pensó que habían más criaturas y se vio perdido, es imposible asegurar algo. Dentro de su vivienda dejó un testimonio de todos estos años escrito en unas… calculo dos o tres mil hojas, que llevaremos a bordo para investigación, creemos que pueden ser muy didácticas, por lo menos con esta información sabremos si estas dos criaturas son una excepción o es común encontrarlos en esta zona…
El comandante expectante lo interrumpió para preguntar casi con impetuosidad: — Shyamalan, si ese hombre sobrevivió todos estos años aquí, ¿qué pasa con el nivel radiactivo? ¿Tomaron muestras de agua?
—Sí, Sanders. Esperaba esa pregunta y se la respondo encantado —replicó el sargento —. Hallamos dos bidones con agua fresca y el nivel radiactivo es mínimo, 23.75 Roentgen, prácticamente normal. Además por algunas costras en el terreno conjeturamos que aquí ha llovido y que de ahí procede esta agua, por lo que es lógico concluir que la lluvia en este lugar… gracias a Dios… está exenta de radioactividad.
En el transporte el júbilo de Kevorkian se hizo patente y a saltos y aullidos celebró la noticia: "¡Lo sabía! ¡Lo sabía!" gritaba eufórico. Sanders cerró los ojos y el puño de su mano con fuerza, como conteniendo una inmensa emoción. Después controlando su respiración y tratando de no mirar a los ojos a su acompañante, dijo al micrófono.
—Es la mejor noticia que he escuchado en más de veinte años, sargento. Iremos por ustedes, preparen las muestras para almacenamiento, el cadáver de Rodríguez también.
—Entendido señor. Háganlo con calma que la visibilidad es nula y estamos muy cerca. Necesitaremos también dos jaulas de cristal, una pequeña y una de mediano tamaño, prepárenlas para utilizarlas de inmediato.
Los dos ocupantes de la máquina militar se extrañaron sobremanera, y el oficial mayor preguntó pasmado: —¿Jaulas?, ¿para qué, Shyamalan?
—Comprendo que la excitación le hizo pasar un dato muy importante por alto: El radar. Pues, la señal de vida que vio Hakamoto en el radar fue de un coyote, un hermoso y tierno coyote que estaba refugiado del viento junto a la puerta de la casa. Cuando lo descubrimos no huyó y fue muy fácil capturarlo. Y no sólo eso Sanders, este hombre se alimentaba de lagartos, alrededor de su vivienda encontramos varias trampas con lagartos vivos. Se da cuenta comandante ¿todos los coyotes y lagartos que el viejo Antinori podrá clonar desde estos? Sabores nuevos, amigo, ¿se puede imaginar la inmensa alegría que le daremos a nuestra gente cuando regresemos con estos animales y la noticia de que al fin hallamos un lugar habitable en la superficie? Nos recibirán como héroes…
Desde la nave con solemnidad replicó el comandante: —Sí Shyamalan, me doy perfectamente cuenta, y veo que son demasiadas emociones para un solo día, y no merece que lo conversemos por radio ni que saquemos conclusiones apresuradas. En este momento nos dirigimos hacia allá, en unos minutos estableceremos contacto. Buen trabajo muchachos. Gracias… Cambio y fuera.
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Cuando el vehículo llegó a destino, sin darse tiempo para disfrutar el descubrimiento, los soldados con rapidez se dispusieron a cargar las muestras antes de que oscureciera; fueron almacenados los animales, los manuscritos, los bidones de agua, y el cadáver. Los cuerpos infectados los depositaron dentro de la casa para su incineración una vez acabado el ventarrón. Posteriormente continuaron con las indagaciones en los alrededores, pero aparte de dos lagartos más no encontraron muestras de interés, aunque dedujeron que debía haber algún poblado cercano donde Rodríguez conseguía materiales para su supervivencia y decidieron esperar el paso de la tormenta para ir en la búsqueda de ese lugar. Al llegar el ocaso y ya a bordo todos, Sanders intentó infructuosamente tomar contacto con la nave madre que se encontraba a más de mil kilómetros de distancia aguardando a las seis unidades terrestres repartidas por esa gran isla, su intención era darles las coordenadas del lugar para que volaran a su encuentro y así acelerar el regreso a casa, pero la borrasca no lo permitió.
A la espera y después de dos horas de alegre y sustancial charla entre los cinco militares, la tempestad amainó y un regalo del cielo cayó sobre el frío metal; llovió como nunca habían visto en veinte años. Y a pesar de que existía un protocolo marcial que obligaba a los soldados a permanecer siempre en el vehículo cuando estuvieran en vigilia o descanso, Sanders, dada, las circunstancias y las insistencias, hizo una excepción y no sólo les permitió a sus hombres bajar a terreno sino que los licenció por unas horas (previa comprobación radiactiva del agua). A pesar del cansancio descendieron e instalaron luces y un calefactor eléctrico en tierra, y comenzaron a bailar y a gritar como niños bajo la lluvia.
El comandante permaneció en la cabina del gigantesco vehículo tratando de comunicarse con la nave nodriza, pero tampoco tuvo éxito esta vez. Después de varios intentos y una hora de tedio se puso de pie para servirse una taza de extracto de raíces. Al observar por una ventana lateral descubrió, cuatro metros más abajo, a sus hombres aún jugando y riendo alrededor del calefactor, empapados, y él no pudo evitar dibujar una sonrisa al ver a esos rudos y disciplinados soldados actuar como adolescentes desbandados. En un efímero instante una sensación lo hizo recordar sus excursiones de niño por los bosques del norte y los cantos al calor de una fogata, pero prefirió evitar ese tipo de recuerdos dolorosos y volvió a sentarse en su puesto. No obstante, al probar la tibia infusión de la taza que tenía entre manos tuvo la feliz impresión de que ese asqueroso líquido oscuro le sabía a café, y se alegró de que sí conservara ese recuerdo.
Se quedó analizando el próspero futuro que tenían por delante. Después de todo el presentimiento de Kevorkian era cierto —pensó—, y ahora la situación de la humanidad era muy distinta. Poco a poco el cansancio lo fue atrapando, sumergiéndolo en un agradable letargo que finalmente lo venció.
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Era un bosque precioso, y él se veía mucho más joven, había un gran lago de aguas cristalinas y diversos animales; aves, conejos, ardillas y hasta un alce. El canto de los pájaros era celestial y con el aroma de las flores abarcaban por entero ese edén. Todo era verde y azul, un impresionante vergel de ensueño… Un ruido a sus espaldas lo despertó, como de un golpe de metal. Unos arrastrados pasos se acercaban y aún sin reaccionar escuchó también las risas lejanas que lo volvieron a la realidad, eran sus hombres bajo la lluvia; repentinamente pensó que no debió licenciar a la tripulación. Pestañando con dificultad dejó la taza con el frío líquido sobre el tablero y giró el asiento para ver quién llegaba…
No era de su dotación, no; éste era un hombre muy pálido, tan pálido como un muerto, de pelo tieso y ojos saltones, turbiamente blancos, casi podridos, hundidos en cuencas oscuras y profundas; el aspecto de esa persona era satánico. Tenía una herida en la boca, en cuyo entorno habían negras costras de sangre y algunas manchas blancas, como de materia en descomposición, pero los dientes y la mandíbula se veían intactos. Comprendió Sanders que había cometido un grave error al subestimar al virus, debió someter el cuerpo de Rodríguez a cuarentena, aunque pensó también, ¿alguien se hubieran imaginado que una bacteria veinte años olvidada y sin alteraciones biológicas pudiera mutarse en un solo día hasta hacerse inmune incluso a la muerte?
El muerto-viviente, que fuera Rodríguez en vida, abriendo sus repugnantes fauces se abalanzó ansioso y ávido de carne sobre el comandante. Sanders no se defendió, no pudo enfrentar su eterna pesadilla, ni tampoco su fracasada ilusión, y renunció a seguir luchando, tal como el mismo Rodríguez hiciera un día antes. Simplemente se dejó matar, pero morirse ya no sería tan sencillo en el nuevo mundo creado por los hombres…
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Jan Kevorkian, sentado sobre la arena mojada, escuchaba entusiasmado a sus tres camaradas que de pie discutían y bromeaban sobre los acontecimientos de ese especial día. La hazaña de Mario Rodríguez la catalogaban como un acto heroico, digno de consignarse con letras mayúsculas en los —en adelante— renovados anales históricos. La noche estaba muy oscura, pero la temperatura agradable. La lluvia se había marchado hacía unos instantes dejando sólo el susurro siniestro del viento. Kevorkian vio moverse algo detrás de quienes hablaban, pero las luces lo encandilaron. "Quizás es el cansancio", pensó, y no dijo nada a sus compañeros, no obstante intentó afinar la vista. Fue en ese momento en que se congeló la noche con un desgarrador alarido que provino del interior del enorme transporte; pero ya era demasiado tarde. Desde la tenebrosa penumbra aparecieron dos sombras difusas que se transformaron en sendos seres putrefactos, que se abalanzaron con sus ojos de muertos y sus garras en alto a las espaldas de Wahlberg y Shyamalan. Lo siguiente que se vino fueron sólo alaridos de terror, y la noche se convirtió en infierno y la esperanza en muerte…