Mario Benedetti - Ni Corruptos Ni Contentos
El innegable talento demostrado por Mario Vargas Llosa en sus siete novelas, los premios y honores acumulados en más de veinte años, así como
la extraordinaria difusión alcanzada por sus libros, han generado y generan una razonable expectativa ante cada uno de sus comentarios y
opiniones, aun cuando no se limiten al campo específico de la literatura.
En los últimos años, el autor de La casa verde ha mostrado cierta preocupación por explicar sus preferencias y desencantos políticos. Entre
las primeras figura, por ejemplo, el Gobierno de su país, encabezado por Fernando Belaúnde Terry; entre los segundos están la revolución cubana y,
de un tiempo a esta parte, la revolución sandinista. Desde 1960 a la fecha, Vargas Llosa ha efectuado un viraje espectacular en sus predilecciones políticas, y si bien siempre se ha esforzado por demostrar que su desvelo especial es la libertad, lo cierto es que hace quince años era entusiastamente apoyado por las izquierdas latinoamericanas, y hoy en cambio es halagado y arropado por las derechas. Es claro que en aquel
apoyo y en este sostén caben anchas franjas de malentendidos que no corresponden al autor en cuestión, pero de todas maneras son señales a
tener en cuenta. Las izquierdas suelen equivocarse en sus fervores; las derechas, casi nunca.
Me parece absolutamente legítimo que un escritor, y más si es alguien conocido y admirado como Vargas Llosa, se sienta tan presionado por la
realidad como para pronunciarse frecuentemente sobre ella. La circunstancia de que muchos intelectuales latinoamericanos, a pesar de no
practicar la obsecuencia ni la obediencia ciega que suele atribuirnos Vargas Llosa, mantengamos nuestra adhesión a las revoluciones de Cuba y
Nicaragua no nos impide comprender que vanos aspectos de esas realidades hieran, vulneren o incluso descalabren ciertas pautas y arquetipos de
otros intelectuales. De modo que mientras Vargas Llosa se limitó a expresar su visión personal de lo que consideraba un sistema político ideal (modelo que, con los años, se fue desplazando de Cuba a Israel), así como sus implacables juicios ante los arduos procesos revolucionanos, la distancia entre sus posiciones y las de la mayoría de los intelectuales latinoamericanos sigue creciendo, pero el respeto mutuo se mantuvo. Hoy
Vargas Llosa reconoce de manera explícita (véase la entrevista concedida a Valeno Riva en Panorama, Roma, 2 de enero de 1984) que su postura es francamente rninoritana entre los intelectuales de nuestros países.
Esa comprobación no sólo lo sacude y lo irrita, sino que lo lleva a un nivel de agravios que no suele ser moneda corriente en el mundo cultural
latinoamericano, donde siempre han existido y coexistido enfoques diversos y hasta contradictorios.
Frecuentemente leo artículos de Vargas Llosa y entrevistas que concede a los medios de comunicación; sin embargo, en el reportaje de Panorama antes mencionado encuentro por vez primera algunas tajantes afirmaciones que
nunca vi reflejadas en sus colaboraciones latinoamericanas. Pude leer esa nota porque unos amigos me la enviaron desde Italia debido a que yo era allí directamente aludido. Corruptos y contentos titula Valerio Riva a toda página el artículo en cuestión, sintetizando así el diagnóstico de su ilustre interlocutor acerca de sus colegas latinoamericanos. Sólo menciona tres excepciones (aclara que «hay que buscarlas con linterna»); Octavio Paz, Jorge Edwards y Ernesto Sábato, pero tengo mis dudas de que este
último se sienta halagado por integrar la terna. Según declara Vargas Llosa, el llamado caso Padilla le restituyó la soberanía individual, y
desde entonces ya no se siente «una suerte de zombi, de robot, de instrumento», como sugiere que todavía han de sentirse muchos de sus
colegas. Traza una línea divisoria entre los intelectuales de Europa y los de América Latina: «Entre los intelectuales europeos de izquierda ha
tenido lugar un saludable replanteamiento, pero en América Latina la mayoría baila aún obedeciendo a reflejos condicionados, como el perro de Pavlov». Cuando Valerio Riva le pregunta cuántos y quiénes son esos
«intelectuales condicionados», Vargas Llosa responde: «Gabriel García Márquez, Mario Benedetti y Julio Cortázar. Éstos son los más ilustres, pero luego hay un número infinito de intelectuales medianos y menores, todos perfectamente manipulados, subordinados, corruptos. Corruptos por el reflejo condicionado del miedo de afrontar el mecanismo de satanización que posee la extrema izquierda. (...) Intelectuales respetabilísimos tragan las mentiras más infames simplemente para no ser triturados por ese mecanismo de difamación».
Entiendo que el propio Vargas Llosa no es una aceptable prueba de su teoría, ya que desde hace años se viene despachando a gusto sobre algunas
de nuestras más firmes convicciones, y sin embargo no parece haber sido muy triturado: no sólo no recuerdo que nadie lo haya tratado de «corrupto y contento», ni siquiera de «perro de Pavlov», sino que más bien ha sido promocionado, elogiado, editado, premiado y traducido como pocos escritores de este mundo. Tal vez su caso podría ser ejemplo del extraordinario apoyo que puede lograr un escritor cuando, además de
producir excelentes obras, ataca las posiciones y actitudes de izquierda.
Realmente, Vargas Llosa no es demasiado convincente como modelo de intelectual triturado.
Pero no se detiene allí: «En los países del Tercer Mundo y sobre todo en América Latina, el intelectual es un elemento fundamental del
subdesarrollo. No es alguien que lucha contra el subdesarrollo, sino que él mismo es un factor de subdesarrollo, ya que es un gran propagador de
estereotipos y crea reflejos intelectuales condicionados. Al repetir todos los lugares comunes de la propaganda, termina por obstruir cualquier posibilidad de creación de nuevas fórmulas de liberación», Tengo la impresión de que la teoría de los reflejos condicionados ha ido
condicionando a Vargas Llosa. Gracias a Pavlov sabemos ahora que el subdesarrollo no es una consecuencia del desarrollado y subdesarrollante
imperialismo, ni de las intocables transnacionales, ni del extendido analfabetismo, sino del alfabetizado y maligno intelectual. Toda una
revelación, aunque nos sea difícil imaginar (quizá debido a que somos zombis o robots) que Carpentier o Neruda resulten más culpables de
nuestras miserias que la United Fruit o la Anaconda Copper Mining. Es probable que cuando Vargas Llosa menciona el carácter corrupto (y
contento) de la mayoría de los escritores latinoamericanos esté pensando en el oro de Moscú. Lamentamos desilusionarlo. Ni los mejores atornillados robots de entre nosotros hemos tenido acceso a esa cuota áurea. Supongo que no se referirá a los derechos de autor generados en los países socialistas, en primer término porque son harto dificiles de cobrar, y en segundo, porque el propio Vargas Llosa ha sido profusamente publicado por las editoriales comunistas.
A un intelectual del alto rango artístico de Vargas Llosa debe exigírsele una mínima seriedad en los planteos políticos, particularmente cuando éstos ponen en entredicho la probidad de sus colegas. Hablar de «corruptos y contentos» en una rejón del mundo en la que hay tantos intelectuales
perseguidos, prohibidos, exiliados; donde hay por lo menos veintiocho poetas (incluido su compatriota Javier Heraud) que perdieron la vida por causas políticas; un continente que ha conocido el holocausto de Rodolfo Walsh, Haroldo Conti, Paco Urondo; la desaparición de Julio Castro; el
asesinato de Roque Dalton e Ibero Gutiérrez; la prisión de Carlos Quijano y Juan Carlos Onetti; la tortura de Mauricio Rosencof y la muerte heroica
de Leonel Rugania; hablar de «corruptos y contentos» en ese marco de discriminación y de riesgo, de amenazas y de crimen es, por lo menos, una actitud insoportablemente frívola.
Ni corruptos ni contentos. El segundo calificativo es casi tan grave como el primero, y revela el mismo desconocimiento del material humano que hoy sostiene y profundiza la cultura de América Latina. ¿Cómo podremos estar contentos si en cada minuto muere un niño en América Latina debido a hambre o a enfermedad; si cada cinco minutos ocurre un asesinato político en Guatemala; si hay treinta mil desaparecidos en Argentina?
Confieso que, en el fondo, ésta ráfaga de agravios, esta virulenta ofensiva que Vargas Llosa dedica a aquellos intelectuales que no comparten sus ideas, me decepciona bastante. Precisamente por haber disfrutado tanto, como lector, de la obra de Vargas Llosa, me entristece particularmente esta injusta diatriba, esta falta de mínimo respeto a quienes, como él, aunque probablemente no tan bien como él, luchamos a diario con la palabra y tratamos de convertirla en literatura, es decir, en patrimonio de todos. Hace tiempo que nos hemos resignado a que no esté con nosotros, en nuestra trinchera, sino con ellos, en la de enfrente, pero en cambio no podemos resignarnos a que, por diferencias ideológicas o amparado quizá en las dispensas de la fama, recurra al golpe bajo, al juego ilícito, para reforzar sus respetables argumentos.
Afortunadamente, la obra de Vargas Llosa está netamente situada a la izquierda de su autor, y seguirá siendo leída con fruición por los zombis, los robots y los perros de Pavlov.
la extraordinaria difusión alcanzada por sus libros, han generado y generan una razonable expectativa ante cada uno de sus comentarios y
opiniones, aun cuando no se limiten al campo específico de la literatura.
En los últimos años, el autor de La casa verde ha mostrado cierta preocupación por explicar sus preferencias y desencantos políticos. Entre
las primeras figura, por ejemplo, el Gobierno de su país, encabezado por Fernando Belaúnde Terry; entre los segundos están la revolución cubana y,
de un tiempo a esta parte, la revolución sandinista. Desde 1960 a la fecha, Vargas Llosa ha efectuado un viraje espectacular en sus predilecciones políticas, y si bien siempre se ha esforzado por demostrar que su desvelo especial es la libertad, lo cierto es que hace quince años era entusiastamente apoyado por las izquierdas latinoamericanas, y hoy en cambio es halagado y arropado por las derechas. Es claro que en aquel
apoyo y en este sostén caben anchas franjas de malentendidos que no corresponden al autor en cuestión, pero de todas maneras son señales a
tener en cuenta. Las izquierdas suelen equivocarse en sus fervores; las derechas, casi nunca.
Me parece absolutamente legítimo que un escritor, y más si es alguien conocido y admirado como Vargas Llosa, se sienta tan presionado por la
realidad como para pronunciarse frecuentemente sobre ella. La circunstancia de que muchos intelectuales latinoamericanos, a pesar de no
practicar la obsecuencia ni la obediencia ciega que suele atribuirnos Vargas Llosa, mantengamos nuestra adhesión a las revoluciones de Cuba y
Nicaragua no nos impide comprender que vanos aspectos de esas realidades hieran, vulneren o incluso descalabren ciertas pautas y arquetipos de
otros intelectuales. De modo que mientras Vargas Llosa se limitó a expresar su visión personal de lo que consideraba un sistema político ideal (modelo que, con los años, se fue desplazando de Cuba a Israel), así como sus implacables juicios ante los arduos procesos revolucionanos, la distancia entre sus posiciones y las de la mayoría de los intelectuales latinoamericanos sigue creciendo, pero el respeto mutuo se mantuvo. Hoy
Vargas Llosa reconoce de manera explícita (véase la entrevista concedida a Valeno Riva en Panorama, Roma, 2 de enero de 1984) que su postura es francamente rninoritana entre los intelectuales de nuestros países.
Esa comprobación no sólo lo sacude y lo irrita, sino que lo lleva a un nivel de agravios que no suele ser moneda corriente en el mundo cultural
latinoamericano, donde siempre han existido y coexistido enfoques diversos y hasta contradictorios.
Frecuentemente leo artículos de Vargas Llosa y entrevistas que concede a los medios de comunicación; sin embargo, en el reportaje de Panorama antes mencionado encuentro por vez primera algunas tajantes afirmaciones que
nunca vi reflejadas en sus colaboraciones latinoamericanas. Pude leer esa nota porque unos amigos me la enviaron desde Italia debido a que yo era allí directamente aludido. Corruptos y contentos titula Valerio Riva a toda página el artículo en cuestión, sintetizando así el diagnóstico de su ilustre interlocutor acerca de sus colegas latinoamericanos. Sólo menciona tres excepciones (aclara que «hay que buscarlas con linterna»); Octavio Paz, Jorge Edwards y Ernesto Sábato, pero tengo mis dudas de que este
último se sienta halagado por integrar la terna. Según declara Vargas Llosa, el llamado caso Padilla le restituyó la soberanía individual, y
desde entonces ya no se siente «una suerte de zombi, de robot, de instrumento», como sugiere que todavía han de sentirse muchos de sus
colegas. Traza una línea divisoria entre los intelectuales de Europa y los de América Latina: «Entre los intelectuales europeos de izquierda ha
tenido lugar un saludable replanteamiento, pero en América Latina la mayoría baila aún obedeciendo a reflejos condicionados, como el perro de Pavlov». Cuando Valerio Riva le pregunta cuántos y quiénes son esos
«intelectuales condicionados», Vargas Llosa responde: «Gabriel García Márquez, Mario Benedetti y Julio Cortázar. Éstos son los más ilustres, pero luego hay un número infinito de intelectuales medianos y menores, todos perfectamente manipulados, subordinados, corruptos. Corruptos por el reflejo condicionado del miedo de afrontar el mecanismo de satanización que posee la extrema izquierda. (...) Intelectuales respetabilísimos tragan las mentiras más infames simplemente para no ser triturados por ese mecanismo de difamación».
Entiendo que el propio Vargas Llosa no es una aceptable prueba de su teoría, ya que desde hace años se viene despachando a gusto sobre algunas
de nuestras más firmes convicciones, y sin embargo no parece haber sido muy triturado: no sólo no recuerdo que nadie lo haya tratado de «corrupto y contento», ni siquiera de «perro de Pavlov», sino que más bien ha sido promocionado, elogiado, editado, premiado y traducido como pocos escritores de este mundo. Tal vez su caso podría ser ejemplo del extraordinario apoyo que puede lograr un escritor cuando, además de
producir excelentes obras, ataca las posiciones y actitudes de izquierda.
Realmente, Vargas Llosa no es demasiado convincente como modelo de intelectual triturado.
Pero no se detiene allí: «En los países del Tercer Mundo y sobre todo en América Latina, el intelectual es un elemento fundamental del
subdesarrollo. No es alguien que lucha contra el subdesarrollo, sino que él mismo es un factor de subdesarrollo, ya que es un gran propagador de
estereotipos y crea reflejos intelectuales condicionados. Al repetir todos los lugares comunes de la propaganda, termina por obstruir cualquier posibilidad de creación de nuevas fórmulas de liberación», Tengo la impresión de que la teoría de los reflejos condicionados ha ido
condicionando a Vargas Llosa. Gracias a Pavlov sabemos ahora que el subdesarrollo no es una consecuencia del desarrollado y subdesarrollante
imperialismo, ni de las intocables transnacionales, ni del extendido analfabetismo, sino del alfabetizado y maligno intelectual. Toda una
revelación, aunque nos sea difícil imaginar (quizá debido a que somos zombis o robots) que Carpentier o Neruda resulten más culpables de
nuestras miserias que la United Fruit o la Anaconda Copper Mining. Es probable que cuando Vargas Llosa menciona el carácter corrupto (y
contento) de la mayoría de los escritores latinoamericanos esté pensando en el oro de Moscú. Lamentamos desilusionarlo. Ni los mejores atornillados robots de entre nosotros hemos tenido acceso a esa cuota áurea. Supongo que no se referirá a los derechos de autor generados en los países socialistas, en primer término porque son harto dificiles de cobrar, y en segundo, porque el propio Vargas Llosa ha sido profusamente publicado por las editoriales comunistas.
A un intelectual del alto rango artístico de Vargas Llosa debe exigírsele una mínima seriedad en los planteos políticos, particularmente cuando éstos ponen en entredicho la probidad de sus colegas. Hablar de «corruptos y contentos» en una rejón del mundo en la que hay tantos intelectuales
perseguidos, prohibidos, exiliados; donde hay por lo menos veintiocho poetas (incluido su compatriota Javier Heraud) que perdieron la vida por causas políticas; un continente que ha conocido el holocausto de Rodolfo Walsh, Haroldo Conti, Paco Urondo; la desaparición de Julio Castro; el
asesinato de Roque Dalton e Ibero Gutiérrez; la prisión de Carlos Quijano y Juan Carlos Onetti; la tortura de Mauricio Rosencof y la muerte heroica
de Leonel Rugania; hablar de «corruptos y contentos» en ese marco de discriminación y de riesgo, de amenazas y de crimen es, por lo menos, una actitud insoportablemente frívola.
Ni corruptos ni contentos. El segundo calificativo es casi tan grave como el primero, y revela el mismo desconocimiento del material humano que hoy sostiene y profundiza la cultura de América Latina. ¿Cómo podremos estar contentos si en cada minuto muere un niño en América Latina debido a hambre o a enfermedad; si cada cinco minutos ocurre un asesinato político en Guatemala; si hay treinta mil desaparecidos en Argentina?
Confieso que, en el fondo, ésta ráfaga de agravios, esta virulenta ofensiva que Vargas Llosa dedica a aquellos intelectuales que no comparten sus ideas, me decepciona bastante. Precisamente por haber disfrutado tanto, como lector, de la obra de Vargas Llosa, me entristece particularmente esta injusta diatriba, esta falta de mínimo respeto a quienes, como él, aunque probablemente no tan bien como él, luchamos a diario con la palabra y tratamos de convertirla en literatura, es decir, en patrimonio de todos. Hace tiempo que nos hemos resignado a que no esté con nosotros, en nuestra trinchera, sino con ellos, en la de enfrente, pero en cambio no podemos resignarnos a que, por diferencias ideológicas o amparado quizá en las dispensas de la fama, recurra al golpe bajo, al juego ilícito, para reforzar sus respetables argumentos.
Afortunadamente, la obra de Vargas Llosa está netamente situada a la izquierda de su autor, y seguirá siendo leída con fruición por los zombis, los robots y los perros de Pavlov.
Mario Vargas Llosa - Entre Tocayos
Aunque con cierto atraso, quiero comentar, ahora que tengo un respiro, el artículo de mi amigo Mario Benedetti acusándome de frivolidad política y de recurrir ("amparado quizá en las dispensas de la fama") al golpe bajo y al juego ilícito en el debate ideológico, que apareció en EL PAIS (9 de abril de 1984) y que ha sido luego reproducido en medio mundo (de Holanda a Brasil).
Aunque no veo a Benedetti hace una punta de años y aunque nuestras ideas políticas se han distanciado, mi afecto por él buen compañero con quien compartí desvelos políticos y literarios en los sesenta y setenta no ha variado, y menos mi admiración por su buena poesía y sus excelentes narraciones. Soy incluso atento lector de sus artículos, a los que, a pesar de discrepar a menudo con ellos, tengo por un modelo de periodismo bien escrito. Me apena por eso que me haya creído capaz de insultarlo en aquella entrevista aparecida en Italia en la revista Panorama y que Valerio Riva tituló, aparatosamente, "Corruptos y contentos". Una de las cosas que tengo claras es que la única manera de que la controversia intelectual sea posible es excluyendo de ella los insultos, y desafío a que, aun buscando con lupa, alguien los encuentre en un texto firmado por mí. De las entrevistas estoy menos seguro, Benedetti sabe tanto como yo las sutiles o brutales alteraciones de que uno es víctima cuando las concede, sobre todo si ellas rozan el tema político, siempre incandescente tratándose de América Latina.
La entrevista de Panorama es fiel en esencia a lo que dije, no en el énfasis dado a ciertas frases. Algunos asuntos que toqué en ella, es cierto, exigían un desarrollo y una matización más cuidados para no parecer meros ucases. Como ellos son de sobresaliente actualidad, vale la pena retomarlos en esta polémica --cordial-- con mi tocayo.
El primero es: el intelectual, como factor del subdesarrollo político de nuestros países. Subrayo político porque éste es el nudo de la cuestión. Hay una extraordinaria paradoja en que la misma persona que, en la poesía o la novela, ha mostrado audacia y libertad, aptitud para romper con la tradición, las convenciones y renovar raigalmente las formas, los mitos y el lenguaje, sea capaz de un desconcertante conformismo en el dominio ideológico, en el que, con prudencia, timidez, docilidad, no vacila en hacer suyos y respaldar con su prestigio los dogmas más dudosos e incluso las meras consignas de la propaganda.
Examinemos el caso de los dos grandes autores que Benedetti menciona -Neruda y Carpentier- preguntándome burlonamente si ellos son más culpables de nuestras miserias "que la United Fruit o la Anaconda Cooper Mining". Tengo a la poesía de Neruda por la más rica y liberadora que se ha escrito en castellano en este siglo, una poesía tan vasta como es la pintura de Picasso, un firmamento en el que hay misterio, maravilla, simplicidad y complejidad extremas, realismo y surrealismo, lírica y épica intuición y razón y una sabiduría artesanal tan grande como capacidad de invención. ¿Cómo pudo, ser la misma persona que revolucionó de este modo la poesía de la lengua el disciplinado militante que escribió poemas en loor de Stalin y a quien todos los crímenes del estalinismo -lar purgas, los campos, los juicios fraguados, las matanzas, la esclerosis del marxismo- no produjeron la menor turbación ética, ninguno de los conflictos y dilemas en que sumieron a tantos artistas? Toda la dimensión política de la obra de Neruda se resiente del mismo esquematismo conformista de su militancia. No hubo en él duplicidad moral: su visión del mundo, como político y como escritor (cuando escribía de política) era maniquea y dogmática. Gracias a Neruda, incontables latinoamericanos descubrimos la poesía; gracias a él -su influencia fue gigantesca- innumerables jóvenes llegaron a creer que la manera más digna de combatir las iniquidades del imperialismo y de la reacción era oponiéndoles la ortodoxia estalinista.
El caso de Alejo Carpentier no es el de Neruda. Sus elegantes ficciones encierran una concepción profundamente escéptica y pesimista de la historia, son bellas parábolas, de refinada erudición y artificiosa palabra, sobre la futilidad de las empresas humanas. Cuando, en los años finales, este esteta intentó escribir novelas optimistas, más en consonancia con su posición política debió violentar algún centro vital de su fuerza creadora, herir su visión inconsciente, porque su obra se empobreció artísticamente. Pero, ¿qué lección de moral política dio a sus lectores latinoamericanos este gran escritor? La de un respetuoso funcionario de la revolución que, en su cargo diplomático de París, abdicó enteramente de la facultad, no digamos de criticar, sino de pensar políticamente. Pues todo cuanto dijo, hizo o escribió en este campo, desde 1959, no fue opinar lo que significa arriesgarse, inventar, correr el albur del acierto o el error, sino repetir beatamente los dictados del Gobierno al que servía.
Se me reprochará seguramente ser mezquino y obtuso: ¿acaso el aporte literario de un Neruda o un Carpentier no es suficiente para que nos olvidemos de su comportamiento político? ¿Vamos a volvemos unos inquisidores exigiendo de los escritores no sólo que sean rigurosos, honestos y audaces a la hora de inventar, sino también en lo político y en lo moral? Creo que en esto Mario Benedetti y yo estaremos de acuerdo.
En América Latina, un escritor no es sólo un escritor. Debido a la naturaleza terrible de nuestros problemas, a una tradición muy arraigada, al hecho de que contamos con tribunas y modos de hacernos escuchar, es también alguien de quien se espera una contribución activa en la solución de los problemas. Puede ser ingenuo y errado sería más cómodo para nosotros, sin duda, que en América Latina se viera en el escritor alguien cuya función exclusiva es entretener o hechizar con sus libros. Pero Benedetti y yo sabemos que no es así; que también se espera de nosotros -más, se nos exige- pronunciarnos continuamente sobre lo que ocurre y que ayudemos a tomar posición a los demás. Se trata de una tremenda responsabilidad. Desde luego que un escritor puede rehuirla y, pese a ello, escribir obras maestras. Pero quienes no la rehuyen tienen la obligación, en ese campo político donde lo que dicen y escriben reverbera en la manera de actuar y pensar de los demás, de ser tan honestos, rigurosos y cuidadosos como a la hora de soñar.
Ni Neruda ni Carpentier me parecen haber cumplido aquella función cívica como cumplieron la artística. Mi reproche, a ellos y a quienes, como lo hicieron ellos, creen que la responsabilidad de un intelectual de izquierda consiste en ponerse al servicio incondicional de un partido o un régimen de esta etiqueta, no es que fueran comunistas. Es que lo fueran de una manera indigna de un escritor: sin reelaborar por cuenta propia, cotejándolos con los hechos, las ideas, anatemas, estereotipos o consignas que promocionan; que lo fueran sin imaginación y sin espíritu crítico, abdicando del primer deber del intelectual: ser libre. Muchos intelectuales latinoamericanos han renunciado a las ideas y a la originalidad riesgosa, y por eso entre nosotros el debate político suele ser tan pobre: invectiva y clisé. Que haya acaso entre los escritores latinoamericanos una mayoría en esta actitud parece confortar a Mario Benedetti y darle la sensación del triunfo. A mí me angustia, pues ello quiere decir que, a pesar de la riquísima floración artística que nuestro continente ha producido, aún no salimos del oscurantismo ideológico.
Hay, por fortuna, algunas excepciones, dentro de la pobreza intelectual que caracteriza a nuestra literatura política, como los autores que cité en la entrevista: Paz, Edwards, Sábato. No son los únicos, desde luego. En los últimos años, para mencionar sólo el caso de México, escritores como Gabriel Zaid y Enrique Krauze han producido espléndidos ensayos de actualidad política y económica. ¿Pero por qué estas excepciones son tan escasas? Creo que hay dos razones. La primera: los estragos y horrores de las dictaduras militares llevan al escritor ansioso de combatirlas a optar por lo que le parece más eficaz y expeditivo, a evitar toda aquella matización, ambigüedad o duda que pudiera confundirse con debilidad o "dar armas al enemigo". Y la segunda: el terror a ser satelizado si ejercita la crítica contra la propia izquierda, la que, así como ha sido inepta en América Latina para producir un pensamiento original, ha demostrado urja maestría insuperable en el arte de la desfiguración y la calumnia de sus críticos (tengo un baúl de recortes para probarlo).
Benedetti cita a un buen número de poetas y escritores asesinados, encarcelados y torturados por las dictaduras latinoamericanas (es significativo de lo que trato decir que olvida mencionar a un solo cubano, como si no hubieran pasado escritores por las cárceles de la isla y no hubiera decenas de intelectuales de ese país en el exilio. De otro lado, por descuido, coloca a Roque Dalton entre los mártires del imperialismo: en verdad, lo fue del sectarismo, ya que lo asesinaron sus propios camaradas). ¿He puesto en duda alguna vez el carácter sanguinario y estúpido de estas dictaduras? siento por ellas la misma repugnancia que Benedetti. Pero, en todo caso, aquellos asesinatos y abusos muestran la crueldad y ceguera de quienes los cometieron, y no necesariamente la clarividencia política de sus víctimas. Que algunas de ellas la tuvieran, desde luego. Otras carecían de ella. El heroísmo no resulta siempre de la lucidez, muchas veces es hijo del fanatismo. El problema no está en la brutalidad de nuestras dictaduras, sobre lo que Benedetti y yo coincidimos, así como en la necesidad de acabar con ellas cuanto antes. El problema es: ¿con qué las reemplazamos?, ¿con Gobiernos democráticos, como yo quisiera?, ¿o con otras dictaduras, como la cubana, que él defiende?
Defender la opción democrática para América Latina no es excluir ninguna reforma, aun las más radicales, para la solución de nuestros problemas, sino pedir que se hagan a través de Gobiernos nacidos de elecciones y que garanticen un estado de derecho en el que nadie sea discriminado en razón de sus ideas.
Esta opción no excluye, por supuesto, que un partido marxista - leninista suba al poder y, por ejemplo, estatice toda la economía. Yo no lo deseo para mi país, porque creo que si el Estado monopoliza la producción, la libertad tarde o temprano se esfuma y nada prueba que esta fórmula --y su alto precio--- saque a una sociedad (del subdesarrollo. Pero si es éste el modelo por el que votan los peruanos lucharé porque se respete su decisión y porque, dentro del nuevo régimen, la libertad sobreviva. (No se trata de una hipótesis académica: en las últimas elecciones municipales, la extrema izquierda ganó la alcaldía de Lima, además de muchas otras en el resto del país).
Mi oposición al régimen cubano, como al chileno, uruguayo o paraguayo no es por lo que hay en ellos de distinto --que es mucho - sino de común: que las políticas que practican se decidan y se impongan de manera vertical, sin que los pueblos que las sufren o se benefician de ellas puedan aprobarlas, desaprobarlas o enmendarlas. Sobre la índole de estas políticas particulares siempre he preferido pronunciarme de manera no general, sino específica (en contra de la pena de muerte, de cualquier intervención extranjera, a favor de una moderada intervención del Estado en la economía, etcétera), advirtiendo que estas opiniones no estaban exentas a veces de dudas y sujetas, por tanto, a revisión. En lo único que creo haber mantenido una posición firme hace 14 años es en la defensa de unas reglas de juego que permitan la coexistencia de puntos de vista diferentes en el seno de la sociedad, la mejor contra la represión, las censuras y las cuentas civiles que han signado nuestra historia y nos han hundido en el subdesarrollo económico y la barbarie política.
¿A qué viene esta autoconfesión en el diálogo que me opone a Mario Benedetti? A que defender esta tesis en América Latina es extremadamente difícil para un escritor. Quien Ia defiende se ve pronto atrapado en esa maquinaria denigratoria que mencioné a Valerio Riva y que conviene como anillo al dedo a los dos extremos del espectro ideológico, distanciados en todo salvo en promocionar esta falsedad: que la alternativa, para los pueblos latinoamericanos, no es entre la democracia y las dictaduras (marxistas o neofascistas), sino entre la reacción y la revolución, encarnadas ejemplarmente por Pinochet y Fidel Castro.
Que esta alternativa es falsa se encargan de probarlo, cada vez que son consultados, los propios pueblos latinoamericanos. Así lo han hecho, hace poco, en Argentina, Venezuela y Ecuador, votando por Gobiernos que, más a la derecha o más a la 1zquierda, son de índole inequívocamente democrática. Incluso en elecciones menos genuinas --porque hubo fraude o porque no participó la extrema izquierda -, como las de Panamá y El Salvador, el mandato popular, en favor de la moderación y la tolerancia, ha sido clarísimo.
Sin embargo, un gran número de intelectuales latinoamericanos se niegan a ver esta evidencia -la voluntad popular de convivencia y de consenso-- descartan la opción democrática como una mera farsa. De este modo contribuyen a que la democracia lo sea, es decir, a que funcione mal y a menudo colapse. Su abstención u hostilidad ha impedido que esta opción democrática, que es la de nuestros pueblos, se cargue de ideas originales, de sustancia intelectual innovadora, y se adapte a nuestras complejas realidades de una manera eficiente. Nuestros intelectuales revolucionarios han sido un obstáculo considerable, además, para que este tema fuera al menos debatido, ya que, siguiendo la vieja tradición oscurantista de la excomunión, se han limitado a precipitar, a sus colegas que defendíamos aquella opción, al infierno ideológico de los réprobos (la reacción).
Mario Benedetti dice esto de mi: "Hace tiempo que nos hemos resignado a que no esté con nosotros, en nuestras trincheras, sino con ellos, en Ia de enfrente..." ¿Quiénes son ellos? ¿Quienes están conmigo en esta trinchera de enfrente? Benedetti es un exiliado, una víctima de la dictadura militar que agobia a su país, un enemigo de los regímenes más oprobiosos, como el de Stroessner o el de Baby Doc. Si yo estoy entre sus enemigos yo soy, pues, una de estas alimañas. ¿De qué otra manera puede entenderse si no lo que la astuta frase sugiere? En ellos nos confunde, a mí y a aquellas escorias, en esa trinchera que por lo visto compartimos. Hay una guerra y dos enemigos enfrentados. De un lado la reacción y del otro la revolución. ¿Lo demás es literatura?
Eso es lo que he llamado el mecanismo de satanización que a él le provoca hilaridad. ¿No es su propio artículo una prueba de que existe? Es verdad que mis libros se publican en los países comunistas. Pero es verdad también que, a diferencia de él, que puede dedicar sus artículos a explicar lo que es y lo que quiere en política, yo debo dedicar mucho tiempo, tinta y paciencia a aclarar Io que no soy y a rectificar las tergiversaciones y caricaturas que me atribuyen los que se niegan en América Latina a distinguir entre un sistema democrático y una dictadura de derecha.
Hace apenas unas semanas, para no ir muy lejos, tuve que explicar a unos lectores holandeses despistados por el artículo de mi tocayo que - al revés de lo que éste sugiere - yo soy un adversario tan acérrimo como él de los tiranuelos que lo exiliaron y que nuestras diferencias no consisten en que yo defienda la reacción y él el progreso, sino, aparentemente, en que yo critico por igual a todos los regímenes que exilian (o encarcelan o matan) a sus adversarios, en tanto que a él esto le parece menos grave si se hace en nombre del socialismo. ¿Estoy, a mi vez, caricaturizando su posición? Si es así, retiro lo dicho. Pero la verdad es que no recuerdo haber leído nunca una sola palabra suya de admonición o protesta por ningún abuso contra los derechos humanos cometido en algún país socialista. ¿O es que allí no se cometen?
Luchar contra la satanización es largo, aburrido, frustrante, y no debe sorprender que muchos intelectuales latinoamericanos prefieran no dar esa batalla, callando o resignándose a aceptar el chantaje. Si para un escritor de las luces de Benedetti no es posible diferenciar entre un partidario de la democracia y un fascista -a los que amalgama dentro de su rígida geometría ideológica: ellos y nosotros -, ¿qué se puede esperar de quienes, compartiendo sus afinidades políticas, carecen de su cultura, sutileza y sintaxis?
Yo sé lo que se puede esperar: las elucubraciones periodísticas de un Mirko Lauer, por ejemplo (para citar lo peor). Las invectivas son, desde luego, lo de menos. Lo de más es la sensación de hallarse continuamente en una posición absurda, arrastrado a un debate empobrecedor, a un pugilismo intelectual de cloaca. Eso es lo que ocurre cuando uno intenta hablar del problema de la libertad de expresión y le preguntan cuánto gana, por qué escribe en tal periódico y no en el otro y si sabía quién financió el congreso en el que participó. Todos esos son indicios, al parecer, de que uno es halagado y arropado por las derechas. Quienes utilizan estos argumentos en el debate saben muy bien que ellos no lo son, sino chismografías que lo degradan hasta hacerlo imposible. ¿Para qué los emplean, pues? Para evitar el debate, justamente; porque, dentro de esa tradición de absolutismo ideológico que tanto daño nos ha hecho, entienden la política más como un acto de fe que como quehacer racional. Por ello no quieren convencer o refutar al adversario sino descalificarlo moralmente, para que todo lo que salga de su boca -de su pluma-, por venir de un réprobo, sea reprobable, indigno incluso de refutación.
Pese a todo, sin embargo, hay que romper el círculo vicioso y tratar de que el diálogo se establezca y vaya atrayendo a un número cada vez mayor de intelectuales. Sólo así llegará a ser la política, entre nosotros, como lo es ya la literatura, cotejo de ideas, experimentación, pluralidad, innovación, fantasía, creación. A diferencia de lo que él piensa de la mía, yo creo que la posición que defiende Mario Benedetti debe tener derecho de ciudad porque el pensamiento socialista - marxista - leninista o no - tiene mucho que aportar a América Latina. Sólo le pido que admita que ninguna posición tiene la prerrogativa de la infalibilidad y que todas deben, por tanto, entrar, con las adversarias, en un diálogo que nos enriquecerá a todos, modificando
o reforzando nuestras tesis. Lo que nos opone no son tanto los contenidos, como las formas a través de las cuales estos contenidos deben materializarse. Discutamos, pues, sobre las formas políticas.
A muchos mortales les parecerá una pérdida de tiempo. Pero nosotros, escritores, sabemos que la forma determina el contenido de la literatura. Las formas son los medios en el orden político. Discutir civilizadamente sobre los medios es, ya, una manera de civilizarlos y de contribuir al prog:eso de nuestras tierras. Porque los medios políticos requieren en América Latina una. reforma tan profunda como la economía y el orden social para que salgamos de veras del subdesarrollo.
Aunque no veo a Benedetti hace una punta de años y aunque nuestras ideas políticas se han distanciado, mi afecto por él buen compañero con quien compartí desvelos políticos y literarios en los sesenta y setenta no ha variado, y menos mi admiración por su buena poesía y sus excelentes narraciones. Soy incluso atento lector de sus artículos, a los que, a pesar de discrepar a menudo con ellos, tengo por un modelo de periodismo bien escrito. Me apena por eso que me haya creído capaz de insultarlo en aquella entrevista aparecida en Italia en la revista Panorama y que Valerio Riva tituló, aparatosamente, "Corruptos y contentos". Una de las cosas que tengo claras es que la única manera de que la controversia intelectual sea posible es excluyendo de ella los insultos, y desafío a que, aun buscando con lupa, alguien los encuentre en un texto firmado por mí. De las entrevistas estoy menos seguro, Benedetti sabe tanto como yo las sutiles o brutales alteraciones de que uno es víctima cuando las concede, sobre todo si ellas rozan el tema político, siempre incandescente tratándose de América Latina.
La entrevista de Panorama es fiel en esencia a lo que dije, no en el énfasis dado a ciertas frases. Algunos asuntos que toqué en ella, es cierto, exigían un desarrollo y una matización más cuidados para no parecer meros ucases. Como ellos son de sobresaliente actualidad, vale la pena retomarlos en esta polémica --cordial-- con mi tocayo.
El primero es: el intelectual, como factor del subdesarrollo político de nuestros países. Subrayo político porque éste es el nudo de la cuestión. Hay una extraordinaria paradoja en que la misma persona que, en la poesía o la novela, ha mostrado audacia y libertad, aptitud para romper con la tradición, las convenciones y renovar raigalmente las formas, los mitos y el lenguaje, sea capaz de un desconcertante conformismo en el dominio ideológico, en el que, con prudencia, timidez, docilidad, no vacila en hacer suyos y respaldar con su prestigio los dogmas más dudosos e incluso las meras consignas de la propaganda.
Examinemos el caso de los dos grandes autores que Benedetti menciona -Neruda y Carpentier- preguntándome burlonamente si ellos son más culpables de nuestras miserias "que la United Fruit o la Anaconda Cooper Mining". Tengo a la poesía de Neruda por la más rica y liberadora que se ha escrito en castellano en este siglo, una poesía tan vasta como es la pintura de Picasso, un firmamento en el que hay misterio, maravilla, simplicidad y complejidad extremas, realismo y surrealismo, lírica y épica intuición y razón y una sabiduría artesanal tan grande como capacidad de invención. ¿Cómo pudo, ser la misma persona que revolucionó de este modo la poesía de la lengua el disciplinado militante que escribió poemas en loor de Stalin y a quien todos los crímenes del estalinismo -lar purgas, los campos, los juicios fraguados, las matanzas, la esclerosis del marxismo- no produjeron la menor turbación ética, ninguno de los conflictos y dilemas en que sumieron a tantos artistas? Toda la dimensión política de la obra de Neruda se resiente del mismo esquematismo conformista de su militancia. No hubo en él duplicidad moral: su visión del mundo, como político y como escritor (cuando escribía de política) era maniquea y dogmática. Gracias a Neruda, incontables latinoamericanos descubrimos la poesía; gracias a él -su influencia fue gigantesca- innumerables jóvenes llegaron a creer que la manera más digna de combatir las iniquidades del imperialismo y de la reacción era oponiéndoles la ortodoxia estalinista.
El caso de Alejo Carpentier no es el de Neruda. Sus elegantes ficciones encierran una concepción profundamente escéptica y pesimista de la historia, son bellas parábolas, de refinada erudición y artificiosa palabra, sobre la futilidad de las empresas humanas. Cuando, en los años finales, este esteta intentó escribir novelas optimistas, más en consonancia con su posición política debió violentar algún centro vital de su fuerza creadora, herir su visión inconsciente, porque su obra se empobreció artísticamente. Pero, ¿qué lección de moral política dio a sus lectores latinoamericanos este gran escritor? La de un respetuoso funcionario de la revolución que, en su cargo diplomático de París, abdicó enteramente de la facultad, no digamos de criticar, sino de pensar políticamente. Pues todo cuanto dijo, hizo o escribió en este campo, desde 1959, no fue opinar lo que significa arriesgarse, inventar, correr el albur del acierto o el error, sino repetir beatamente los dictados del Gobierno al que servía.
Se me reprochará seguramente ser mezquino y obtuso: ¿acaso el aporte literario de un Neruda o un Carpentier no es suficiente para que nos olvidemos de su comportamiento político? ¿Vamos a volvemos unos inquisidores exigiendo de los escritores no sólo que sean rigurosos, honestos y audaces a la hora de inventar, sino también en lo político y en lo moral? Creo que en esto Mario Benedetti y yo estaremos de acuerdo.
En América Latina, un escritor no es sólo un escritor. Debido a la naturaleza terrible de nuestros problemas, a una tradición muy arraigada, al hecho de que contamos con tribunas y modos de hacernos escuchar, es también alguien de quien se espera una contribución activa en la solución de los problemas. Puede ser ingenuo y errado sería más cómodo para nosotros, sin duda, que en América Latina se viera en el escritor alguien cuya función exclusiva es entretener o hechizar con sus libros. Pero Benedetti y yo sabemos que no es así; que también se espera de nosotros -más, se nos exige- pronunciarnos continuamente sobre lo que ocurre y que ayudemos a tomar posición a los demás. Se trata de una tremenda responsabilidad. Desde luego que un escritor puede rehuirla y, pese a ello, escribir obras maestras. Pero quienes no la rehuyen tienen la obligación, en ese campo político donde lo que dicen y escriben reverbera en la manera de actuar y pensar de los demás, de ser tan honestos, rigurosos y cuidadosos como a la hora de soñar.
Ni Neruda ni Carpentier me parecen haber cumplido aquella función cívica como cumplieron la artística. Mi reproche, a ellos y a quienes, como lo hicieron ellos, creen que la responsabilidad de un intelectual de izquierda consiste en ponerse al servicio incondicional de un partido o un régimen de esta etiqueta, no es que fueran comunistas. Es que lo fueran de una manera indigna de un escritor: sin reelaborar por cuenta propia, cotejándolos con los hechos, las ideas, anatemas, estereotipos o consignas que promocionan; que lo fueran sin imaginación y sin espíritu crítico, abdicando del primer deber del intelectual: ser libre. Muchos intelectuales latinoamericanos han renunciado a las ideas y a la originalidad riesgosa, y por eso entre nosotros el debate político suele ser tan pobre: invectiva y clisé. Que haya acaso entre los escritores latinoamericanos una mayoría en esta actitud parece confortar a Mario Benedetti y darle la sensación del triunfo. A mí me angustia, pues ello quiere decir que, a pesar de la riquísima floración artística que nuestro continente ha producido, aún no salimos del oscurantismo ideológico.
Hay, por fortuna, algunas excepciones, dentro de la pobreza intelectual que caracteriza a nuestra literatura política, como los autores que cité en la entrevista: Paz, Edwards, Sábato. No son los únicos, desde luego. En los últimos años, para mencionar sólo el caso de México, escritores como Gabriel Zaid y Enrique Krauze han producido espléndidos ensayos de actualidad política y económica. ¿Pero por qué estas excepciones son tan escasas? Creo que hay dos razones. La primera: los estragos y horrores de las dictaduras militares llevan al escritor ansioso de combatirlas a optar por lo que le parece más eficaz y expeditivo, a evitar toda aquella matización, ambigüedad o duda que pudiera confundirse con debilidad o "dar armas al enemigo". Y la segunda: el terror a ser satelizado si ejercita la crítica contra la propia izquierda, la que, así como ha sido inepta en América Latina para producir un pensamiento original, ha demostrado urja maestría insuperable en el arte de la desfiguración y la calumnia de sus críticos (tengo un baúl de recortes para probarlo).
Benedetti cita a un buen número de poetas y escritores asesinados, encarcelados y torturados por las dictaduras latinoamericanas (es significativo de lo que trato decir que olvida mencionar a un solo cubano, como si no hubieran pasado escritores por las cárceles de la isla y no hubiera decenas de intelectuales de ese país en el exilio. De otro lado, por descuido, coloca a Roque Dalton entre los mártires del imperialismo: en verdad, lo fue del sectarismo, ya que lo asesinaron sus propios camaradas). ¿He puesto en duda alguna vez el carácter sanguinario y estúpido de estas dictaduras? siento por ellas la misma repugnancia que Benedetti. Pero, en todo caso, aquellos asesinatos y abusos muestran la crueldad y ceguera de quienes los cometieron, y no necesariamente la clarividencia política de sus víctimas. Que algunas de ellas la tuvieran, desde luego. Otras carecían de ella. El heroísmo no resulta siempre de la lucidez, muchas veces es hijo del fanatismo. El problema no está en la brutalidad de nuestras dictaduras, sobre lo que Benedetti y yo coincidimos, así como en la necesidad de acabar con ellas cuanto antes. El problema es: ¿con qué las reemplazamos?, ¿con Gobiernos democráticos, como yo quisiera?, ¿o con otras dictaduras, como la cubana, que él defiende?
Defender la opción democrática para América Latina no es excluir ninguna reforma, aun las más radicales, para la solución de nuestros problemas, sino pedir que se hagan a través de Gobiernos nacidos de elecciones y que garanticen un estado de derecho en el que nadie sea discriminado en razón de sus ideas.
Esta opción no excluye, por supuesto, que un partido marxista - leninista suba al poder y, por ejemplo, estatice toda la economía. Yo no lo deseo para mi país, porque creo que si el Estado monopoliza la producción, la libertad tarde o temprano se esfuma y nada prueba que esta fórmula --y su alto precio--- saque a una sociedad (del subdesarrollo. Pero si es éste el modelo por el que votan los peruanos lucharé porque se respete su decisión y porque, dentro del nuevo régimen, la libertad sobreviva. (No se trata de una hipótesis académica: en las últimas elecciones municipales, la extrema izquierda ganó la alcaldía de Lima, además de muchas otras en el resto del país).
Mi oposición al régimen cubano, como al chileno, uruguayo o paraguayo no es por lo que hay en ellos de distinto --que es mucho - sino de común: que las políticas que practican se decidan y se impongan de manera vertical, sin que los pueblos que las sufren o se benefician de ellas puedan aprobarlas, desaprobarlas o enmendarlas. Sobre la índole de estas políticas particulares siempre he preferido pronunciarme de manera no general, sino específica (en contra de la pena de muerte, de cualquier intervención extranjera, a favor de una moderada intervención del Estado en la economía, etcétera), advirtiendo que estas opiniones no estaban exentas a veces de dudas y sujetas, por tanto, a revisión. En lo único que creo haber mantenido una posición firme hace 14 años es en la defensa de unas reglas de juego que permitan la coexistencia de puntos de vista diferentes en el seno de la sociedad, la mejor contra la represión, las censuras y las cuentas civiles que han signado nuestra historia y nos han hundido en el subdesarrollo económico y la barbarie política.
¿A qué viene esta autoconfesión en el diálogo que me opone a Mario Benedetti? A que defender esta tesis en América Latina es extremadamente difícil para un escritor. Quien Ia defiende se ve pronto atrapado en esa maquinaria denigratoria que mencioné a Valerio Riva y que conviene como anillo al dedo a los dos extremos del espectro ideológico, distanciados en todo salvo en promocionar esta falsedad: que la alternativa, para los pueblos latinoamericanos, no es entre la democracia y las dictaduras (marxistas o neofascistas), sino entre la reacción y la revolución, encarnadas ejemplarmente por Pinochet y Fidel Castro.
Que esta alternativa es falsa se encargan de probarlo, cada vez que son consultados, los propios pueblos latinoamericanos. Así lo han hecho, hace poco, en Argentina, Venezuela y Ecuador, votando por Gobiernos que, más a la derecha o más a la 1zquierda, son de índole inequívocamente democrática. Incluso en elecciones menos genuinas --porque hubo fraude o porque no participó la extrema izquierda -, como las de Panamá y El Salvador, el mandato popular, en favor de la moderación y la tolerancia, ha sido clarísimo.
Sin embargo, un gran número de intelectuales latinoamericanos se niegan a ver esta evidencia -la voluntad popular de convivencia y de consenso-- descartan la opción democrática como una mera farsa. De este modo contribuyen a que la democracia lo sea, es decir, a que funcione mal y a menudo colapse. Su abstención u hostilidad ha impedido que esta opción democrática, que es la de nuestros pueblos, se cargue de ideas originales, de sustancia intelectual innovadora, y se adapte a nuestras complejas realidades de una manera eficiente. Nuestros intelectuales revolucionarios han sido un obstáculo considerable, además, para que este tema fuera al menos debatido, ya que, siguiendo la vieja tradición oscurantista de la excomunión, se han limitado a precipitar, a sus colegas que defendíamos aquella opción, al infierno ideológico de los réprobos (la reacción).
Mario Benedetti dice esto de mi: "Hace tiempo que nos hemos resignado a que no esté con nosotros, en nuestras trincheras, sino con ellos, en Ia de enfrente..." ¿Quiénes son ellos? ¿Quienes están conmigo en esta trinchera de enfrente? Benedetti es un exiliado, una víctima de la dictadura militar que agobia a su país, un enemigo de los regímenes más oprobiosos, como el de Stroessner o el de Baby Doc. Si yo estoy entre sus enemigos yo soy, pues, una de estas alimañas. ¿De qué otra manera puede entenderse si no lo que la astuta frase sugiere? En ellos nos confunde, a mí y a aquellas escorias, en esa trinchera que por lo visto compartimos. Hay una guerra y dos enemigos enfrentados. De un lado la reacción y del otro la revolución. ¿Lo demás es literatura?
Eso es lo que he llamado el mecanismo de satanización que a él le provoca hilaridad. ¿No es su propio artículo una prueba de que existe? Es verdad que mis libros se publican en los países comunistas. Pero es verdad también que, a diferencia de él, que puede dedicar sus artículos a explicar lo que es y lo que quiere en política, yo debo dedicar mucho tiempo, tinta y paciencia a aclarar Io que no soy y a rectificar las tergiversaciones y caricaturas que me atribuyen los que se niegan en América Latina a distinguir entre un sistema democrático y una dictadura de derecha.
Hace apenas unas semanas, para no ir muy lejos, tuve que explicar a unos lectores holandeses despistados por el artículo de mi tocayo que - al revés de lo que éste sugiere - yo soy un adversario tan acérrimo como él de los tiranuelos que lo exiliaron y que nuestras diferencias no consisten en que yo defienda la reacción y él el progreso, sino, aparentemente, en que yo critico por igual a todos los regímenes que exilian (o encarcelan o matan) a sus adversarios, en tanto que a él esto le parece menos grave si se hace en nombre del socialismo. ¿Estoy, a mi vez, caricaturizando su posición? Si es así, retiro lo dicho. Pero la verdad es que no recuerdo haber leído nunca una sola palabra suya de admonición o protesta por ningún abuso contra los derechos humanos cometido en algún país socialista. ¿O es que allí no se cometen?
Luchar contra la satanización es largo, aburrido, frustrante, y no debe sorprender que muchos intelectuales latinoamericanos prefieran no dar esa batalla, callando o resignándose a aceptar el chantaje. Si para un escritor de las luces de Benedetti no es posible diferenciar entre un partidario de la democracia y un fascista -a los que amalgama dentro de su rígida geometría ideológica: ellos y nosotros -, ¿qué se puede esperar de quienes, compartiendo sus afinidades políticas, carecen de su cultura, sutileza y sintaxis?
Yo sé lo que se puede esperar: las elucubraciones periodísticas de un Mirko Lauer, por ejemplo (para citar lo peor). Las invectivas son, desde luego, lo de menos. Lo de más es la sensación de hallarse continuamente en una posición absurda, arrastrado a un debate empobrecedor, a un pugilismo intelectual de cloaca. Eso es lo que ocurre cuando uno intenta hablar del problema de la libertad de expresión y le preguntan cuánto gana, por qué escribe en tal periódico y no en el otro y si sabía quién financió el congreso en el que participó. Todos esos son indicios, al parecer, de que uno es halagado y arropado por las derechas. Quienes utilizan estos argumentos en el debate saben muy bien que ellos no lo son, sino chismografías que lo degradan hasta hacerlo imposible. ¿Para qué los emplean, pues? Para evitar el debate, justamente; porque, dentro de esa tradición de absolutismo ideológico que tanto daño nos ha hecho, entienden la política más como un acto de fe que como quehacer racional. Por ello no quieren convencer o refutar al adversario sino descalificarlo moralmente, para que todo lo que salga de su boca -de su pluma-, por venir de un réprobo, sea reprobable, indigno incluso de refutación.
Pese a todo, sin embargo, hay que romper el círculo vicioso y tratar de que el diálogo se establezca y vaya atrayendo a un número cada vez mayor de intelectuales. Sólo así llegará a ser la política, entre nosotros, como lo es ya la literatura, cotejo de ideas, experimentación, pluralidad, innovación, fantasía, creación. A diferencia de lo que él piensa de la mía, yo creo que la posición que defiende Mario Benedetti debe tener derecho de ciudad porque el pensamiento socialista - marxista - leninista o no - tiene mucho que aportar a América Latina. Sólo le pido que admita que ninguna posición tiene la prerrogativa de la infalibilidad y que todas deben, por tanto, entrar, con las adversarias, en un diálogo que nos enriquecerá a todos, modificando
o reforzando nuestras tesis. Lo que nos opone no son tanto los contenidos, como las formas a través de las cuales estos contenidos deben materializarse. Discutamos, pues, sobre las formas políticas.
A muchos mortales les parecerá una pérdida de tiempo. Pero nosotros, escritores, sabemos que la forma determina el contenido de la literatura. Las formas son los medios en el orden político. Discutir civilizadamente sobre los medios es, ya, una manera de civilizarlos y de contribuir al prog:eso de nuestras tierras. Porque los medios políticos requieren en América Latina una. reforma tan profunda como la economía y el orden social para que salgamos de veras del subdesarrollo.
Mario Benedetti - Ni cínicos ni oportunistas
Parece que, en un reciente viaje a Holanda, Mario Vargas Llosa tuvo que responder a varias preguntas relacionadas con mi artículo «Ni corruptos ni contentos», originalmente aparecido en El País y posteriormente reproducido en el diario holandés Volkskrant. A mí, en cambio, me acosaron (estuve en Amsterdam pocos días después) con preguntas referidas a las declaraciones de mi tocayo. Como no sé holandés, tuve que hacer confianza en mis traductores, y ellos me dijeron que, según Vargas Llosa, lo de «corruptos y contentos» había sido una mala interpretación del periodista italiano Valeno Riva, y dejó constancia de que sólo había querido decir que los escritores latinoamericanos éramos «cínicos y oportunistas». Tengo conmigo un ejemplar del semanario holandés HP, en el que apareció la entrevista, y, efectivamente, allí están, en medio de un piélago de palabras holandesas, algunas que se parecen bastante a las de otras lenguas más accesibles: latjnamerikaanse schrijvers, cynisch y opportunist. Cuando un periodista holandés me pidió un comentario sobre los nuevos calificativos, le respondí que tal vez se trataba de un nuevo malentendido y que probablemente el entrevistado sólo había querido decir que éramos «holgazanes y rateros».
Como bien lo señala Vargas Llosa en sus artículos («Entre tocayos», I y II, El País, 14 y 15 de junio de 1984), en verdad hace muchos años que no nos vemos, y esta polémica ha servido al menos para enteramos de que nos seguimos leyendo mutuamente y con gusto. Con ello ha quedado claro que nuestras diferencias no son específicamente literarias. Este nuevo artículo no es para prolongar la polémica. Creo que ya somos bastante maduros como para alimentar la ilusión de que los argumentos de uno vayan a conmover las convicciones del otro, y viceversa. Simplemente, creo conveniente dejar constancia de algunas observaciones y rectificaciones en un nivel meramente informativo.
Nuestra mayor e irremediable diferencia está en que Vargas Llosa entiende (y no pongo en duda su sinceridad) que cualquier escritor latinoamericano que hoy apoye revoluciones como la cubana o la nicaragüense no lo hace libremente y por convicción, sino por «un desconcertante conformismo en el dominio ideológico», Personalmente, tengo mejor opinión de mis colegas, y sin perjuicio de que pueda existir (¿por qué no?) algún sectario u obsecuente, creo (y espero que mi tocayo tampoco ponga en duda mi sinceridad) que la gran mayoría de escritores latinoamericanos que han apoyado y apoyan esas revoluciones lo hacen por propia decisión y no por corrupción, ni por cinismo, ni por oportunismo. Eso es lo que me conforta, y no, como dice Vargas Llosa, el que los intelectuales hayan renunciado a las ideas y a la originalidad riesgosa. Justamente porque no han renunciado a sus ideas y a sus riesgos es que frecuentemente son víctimas de formas de represión (cárcel, torturas, destierro, negación de visados, amenazas, etcétera.) que él, afortunadamente, no ha sufrido.
Por otra parte, al retornar mi mención de Neruda, Vargas Llosa habla exclusivamente de sus «poemas en loor de Stalin», y no de sus autocríticas a ese respecto, que constan en Memorial de Isla Negra y también en sus memorias. Aunque con rumbos ideológicos contrarios, la evolución de Neruda acerca de Stalin siguió un proceso bastante similar al de Vargas Llosa con respecto a Cuba. Sólo que él juzga su propio cambio como un signo de libertad, y, en cambio, el de Neruda ni siquiera lo menciona.
Vargas Llosa me reprocha que, al citar «a un buen número de poetas y escritores asesinados, encarcelados y torturados por las dictaduras latinoamericanas», olvide mencionar a un solo cubano y, en cambio, por descuido, coloque a Roque Dalton «entre los mártires del imperialismo: en verdad, lo fue del sectarismo, ya que lo asesinaron sus propios camaradas». En realidad, yo hablo de veintiocho poetas «que perdieron la vida por razones políticas» y no incluyo al poeta salvadoreño «entre los mártires del imperialismo». A mayor abundamiento, le recuerdo que en mi antología Poesía trunca (publicada en La Habana y en Madrid), que incluye a esos veintiocho poetas, digo textualmente al hablar de Roque Dalton: «Enrolado en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), organización salvadoreña, regresó clandestinamente a su patria, y el lo de mayo de 1975 fue asesinado en su país por una pequeña fracción ultraizquierdista de esa misma organización». Por otra parte, en esa antología figuran cinco poetas cubanos, todos ellos asesinados por la dictadura de Batista, ya que, como es obvio, el gobierno revolucionario no ha matado a ningún escritor.
Mi tocayo se agravia porque yo hablo de «ellos» y «nosotros», deduciendo que al incluirlo en el primer rubro lo estoy asimilando al clan de «alimañas» y «escorias» como Stroessner o Baby Doc, y juzga que eso es un «mecanismo de satanización», jamás se me ocurrida confundir al autor de La casa Verde con un fascista ni con un sádico como los que menciona. Cuando digo «nosotros» me refiero a quienes defendemos las revoluciones latinoamericanas, y pese a sus carencias y eventuales errores, las consideramos fundamentales y funcionales para la liberación de nuestros pueblos. Cuando digo «ellos» me refiero a quienes indiscriminadamente las acosan, renuncian a comprenderlas y contribuyen a bloquearlas con su desinformación. No sólo los «neofascistas» y las «alimañas» ejercen esa tarea; también los «reaccionarios de izquierda», que no faltan.
Es obvio que a mi tocayo ya no lo seducen las revoluciones; más bien reclama que las reformas, aun las más radicales, «se hagan a través de gobiernos nacidos de elecciones», (La memoria de Salvador Allende y los archivos de la CIA podrían aportar algo a este respecto). Eso, por supuesto, excluye a todas las revoluciones que en el mundo han sido, desde la francesa a la soviética, desde la mexicana a la argelina, desde la cubana a la nicaragüense. Quizá mi tocayo haya olvidado que aun la revolución norteamericana debió esperar trece años desde la declaración de independencia hasta la elección y asunción de su primer presidente constitucional. La exigencia electoral de Vargas Llosa incluye, en cambio, a gobernantes como Somoza, Stroessner y otras «alimañas» que nunca olvidaron ese requisito formal. Y también comprende a El Salvador, en cuyos recientes comicios la exclusión de la izquierda, según Vargas Llosa, «limita pero no invalida el proceso». Este último caso se podría conectar con las anunciadas elecciones en mi país. Por supuesto, aspiro a una salida democrática, pero es evidente que si esas relaciones se realizan (como lo exigen los militares) sin amnistía y con proscripciones, el proceso quedará invalidado. O sea, que hay democracia semántica para todos los gustos.
No es cierto, como afirma Vargas Llosa, que nunca me haya pronunciado negativamente sobre hechos y actitudes del mundo socialista que hayan sido violatorias de los derechos humanos. Digamos que las invasiones nunca me gustaron, y ahí están sendos artículos, con mi opinión contraria y con mi firma, publicados en Marcha, de Montevideo, cuando las invasiones soviéticas de Hungría y Checoslovaquia. (Por cierto que este último fue reproducido en La Habana, pese a que, obviamente, no coincidía con la posición del Gobierno cubano). Sobre la invasión de Afganistán, mi opinión negativa figura en más de un artículo publicado en estas mismas páginas. Reconozco, sin embargo, que éstos no son mis temas prioritarios.
Creo que para el proceso de liberación económica, social y política de América Latina, el enemigo no es exactamente la URSS, sino, definitivamente, Estados Unidos. (En una reciente encuesta europea, el pueblo español opinó en el mismo sentido). Hasta ahora, al menos, todos los bloqueos, invasiones, adiestramientos de torturadores, campañas de esterilización e intereses leoninos, que sufren nuestros países, no provienen de la Unión Soviética, sino de Estados Unidos. De modo que también en las alertas hay prioridades.
Por tales razones, y no por cinismo, los uruguayos no entendemos muy bien, por ejemplo, que Vargas Llosa haya prestigiado con su nombre y su celebridad un congreso de intelectuales organizado, creo que en Colombia, por la secta Moon. Sé que mi tocayo declaró a un periódico montevideano que allí había podido expresarse con absoluta libertad, y no lo dudo, ya que las implacables críticas que él generalmente dedica a los intelectuales de izquierda deben haber sonado como música celestial en los oídos del surcoreano. Sin Myung Moon y/o los adeptos de la Iglesia de la Unificación. Por si no lo sabe, le informo que los moonies han invadido literalmente Uruguay (hotelería, bancos, prensa, editoriales, imprentas, etcétera, figuran entre sus vertiginosas adquisiciones), todo ello con la complicidad de la dictadura. Ya hay quienes dicen que muy pronto la capital uruguaya se Ilamará «Moontevideo». El dictador teniente general Gregorio (Goyo) ÁIvarez (uno de sus más cercanos familiares es el vicepresidente del conglomerado nacional de la Moon) ha dicho: «Es una secta religiosa basada fundamentalmente en su lucha contra el comunismo, que aspira a hacer inversiones en nuestro País en el campo de la construcción y en el área del periodismo», y agregaba: «Con respecto a la lucha contra el comunismo, es obvio decir que pensamos igual», ¿Vale la pena aclarar que mi conflictivo pronombre «ellos» también incluye a los moonies?
Hace ya unos cuantos años que mi tocayo señaló, con una imagen que hizo carrera, que la literatura ha de ser siempre subversiva y que el escritor debe ser una suerte de buitre que esté siempre dando vueltas sobre la carroña. Reconozco que mi vocación de buitre es prácticamente nula, y también que la capacidad subversiva del la literatura es viable y defendible cuando el escritor distingue honestamente algo que subvertir, pero no como obligación eterna y menos como un deporte. Parece claro y elemental que si lucho por una sociedad más justa, cuando ese cambio, así sea primariamente, se produce, tratar de subvertir la situación equivaldría a proclamar una vuelta a la injusticia.
Concuerdo con mi tocayo en que a ambos nos gustan las novelas largas, pero, en cambio, no estoy tan seguro de que nos pongamos de acuerdo sobre las razones y el color de la injusticia. Lo demás es (efectivamente) literatura, aunque sea tan buena como la de Mario Vargas Llosa.
Como bien lo señala Vargas Llosa en sus artículos («Entre tocayos», I y II, El País, 14 y 15 de junio de 1984), en verdad hace muchos años que no nos vemos, y esta polémica ha servido al menos para enteramos de que nos seguimos leyendo mutuamente y con gusto. Con ello ha quedado claro que nuestras diferencias no son específicamente literarias. Este nuevo artículo no es para prolongar la polémica. Creo que ya somos bastante maduros como para alimentar la ilusión de que los argumentos de uno vayan a conmover las convicciones del otro, y viceversa. Simplemente, creo conveniente dejar constancia de algunas observaciones y rectificaciones en un nivel meramente informativo.
Nuestra mayor e irremediable diferencia está en que Vargas Llosa entiende (y no pongo en duda su sinceridad) que cualquier escritor latinoamericano que hoy apoye revoluciones como la cubana o la nicaragüense no lo hace libremente y por convicción, sino por «un desconcertante conformismo en el dominio ideológico», Personalmente, tengo mejor opinión de mis colegas, y sin perjuicio de que pueda existir (¿por qué no?) algún sectario u obsecuente, creo (y espero que mi tocayo tampoco ponga en duda mi sinceridad) que la gran mayoría de escritores latinoamericanos que han apoyado y apoyan esas revoluciones lo hacen por propia decisión y no por corrupción, ni por cinismo, ni por oportunismo. Eso es lo que me conforta, y no, como dice Vargas Llosa, el que los intelectuales hayan renunciado a las ideas y a la originalidad riesgosa. Justamente porque no han renunciado a sus ideas y a sus riesgos es que frecuentemente son víctimas de formas de represión (cárcel, torturas, destierro, negación de visados, amenazas, etcétera.) que él, afortunadamente, no ha sufrido.
Por otra parte, al retornar mi mención de Neruda, Vargas Llosa habla exclusivamente de sus «poemas en loor de Stalin», y no de sus autocríticas a ese respecto, que constan en Memorial de Isla Negra y también en sus memorias. Aunque con rumbos ideológicos contrarios, la evolución de Neruda acerca de Stalin siguió un proceso bastante similar al de Vargas Llosa con respecto a Cuba. Sólo que él juzga su propio cambio como un signo de libertad, y, en cambio, el de Neruda ni siquiera lo menciona.
Vargas Llosa me reprocha que, al citar «a un buen número de poetas y escritores asesinados, encarcelados y torturados por las dictaduras latinoamericanas», olvide mencionar a un solo cubano y, en cambio, por descuido, coloque a Roque Dalton «entre los mártires del imperialismo: en verdad, lo fue del sectarismo, ya que lo asesinaron sus propios camaradas». En realidad, yo hablo de veintiocho poetas «que perdieron la vida por razones políticas» y no incluyo al poeta salvadoreño «entre los mártires del imperialismo». A mayor abundamiento, le recuerdo que en mi antología Poesía trunca (publicada en La Habana y en Madrid), que incluye a esos veintiocho poetas, digo textualmente al hablar de Roque Dalton: «Enrolado en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), organización salvadoreña, regresó clandestinamente a su patria, y el lo de mayo de 1975 fue asesinado en su país por una pequeña fracción ultraizquierdista de esa misma organización». Por otra parte, en esa antología figuran cinco poetas cubanos, todos ellos asesinados por la dictadura de Batista, ya que, como es obvio, el gobierno revolucionario no ha matado a ningún escritor.
Mi tocayo se agravia porque yo hablo de «ellos» y «nosotros», deduciendo que al incluirlo en el primer rubro lo estoy asimilando al clan de «alimañas» y «escorias» como Stroessner o Baby Doc, y juzga que eso es un «mecanismo de satanización», jamás se me ocurrida confundir al autor de La casa Verde con un fascista ni con un sádico como los que menciona. Cuando digo «nosotros» me refiero a quienes defendemos las revoluciones latinoamericanas, y pese a sus carencias y eventuales errores, las consideramos fundamentales y funcionales para la liberación de nuestros pueblos. Cuando digo «ellos» me refiero a quienes indiscriminadamente las acosan, renuncian a comprenderlas y contribuyen a bloquearlas con su desinformación. No sólo los «neofascistas» y las «alimañas» ejercen esa tarea; también los «reaccionarios de izquierda», que no faltan.
Es obvio que a mi tocayo ya no lo seducen las revoluciones; más bien reclama que las reformas, aun las más radicales, «se hagan a través de gobiernos nacidos de elecciones», (La memoria de Salvador Allende y los archivos de la CIA podrían aportar algo a este respecto). Eso, por supuesto, excluye a todas las revoluciones que en el mundo han sido, desde la francesa a la soviética, desde la mexicana a la argelina, desde la cubana a la nicaragüense. Quizá mi tocayo haya olvidado que aun la revolución norteamericana debió esperar trece años desde la declaración de independencia hasta la elección y asunción de su primer presidente constitucional. La exigencia electoral de Vargas Llosa incluye, en cambio, a gobernantes como Somoza, Stroessner y otras «alimañas» que nunca olvidaron ese requisito formal. Y también comprende a El Salvador, en cuyos recientes comicios la exclusión de la izquierda, según Vargas Llosa, «limita pero no invalida el proceso». Este último caso se podría conectar con las anunciadas elecciones en mi país. Por supuesto, aspiro a una salida democrática, pero es evidente que si esas relaciones se realizan (como lo exigen los militares) sin amnistía y con proscripciones, el proceso quedará invalidado. O sea, que hay democracia semántica para todos los gustos.
No es cierto, como afirma Vargas Llosa, que nunca me haya pronunciado negativamente sobre hechos y actitudes del mundo socialista que hayan sido violatorias de los derechos humanos. Digamos que las invasiones nunca me gustaron, y ahí están sendos artículos, con mi opinión contraria y con mi firma, publicados en Marcha, de Montevideo, cuando las invasiones soviéticas de Hungría y Checoslovaquia. (Por cierto que este último fue reproducido en La Habana, pese a que, obviamente, no coincidía con la posición del Gobierno cubano). Sobre la invasión de Afganistán, mi opinión negativa figura en más de un artículo publicado en estas mismas páginas. Reconozco, sin embargo, que éstos no son mis temas prioritarios.
Creo que para el proceso de liberación económica, social y política de América Latina, el enemigo no es exactamente la URSS, sino, definitivamente, Estados Unidos. (En una reciente encuesta europea, el pueblo español opinó en el mismo sentido). Hasta ahora, al menos, todos los bloqueos, invasiones, adiestramientos de torturadores, campañas de esterilización e intereses leoninos, que sufren nuestros países, no provienen de la Unión Soviética, sino de Estados Unidos. De modo que también en las alertas hay prioridades.
Por tales razones, y no por cinismo, los uruguayos no entendemos muy bien, por ejemplo, que Vargas Llosa haya prestigiado con su nombre y su celebridad un congreso de intelectuales organizado, creo que en Colombia, por la secta Moon. Sé que mi tocayo declaró a un periódico montevideano que allí había podido expresarse con absoluta libertad, y no lo dudo, ya que las implacables críticas que él generalmente dedica a los intelectuales de izquierda deben haber sonado como música celestial en los oídos del surcoreano. Sin Myung Moon y/o los adeptos de la Iglesia de la Unificación. Por si no lo sabe, le informo que los moonies han invadido literalmente Uruguay (hotelería, bancos, prensa, editoriales, imprentas, etcétera, figuran entre sus vertiginosas adquisiciones), todo ello con la complicidad de la dictadura. Ya hay quienes dicen que muy pronto la capital uruguaya se Ilamará «Moontevideo». El dictador teniente general Gregorio (Goyo) ÁIvarez (uno de sus más cercanos familiares es el vicepresidente del conglomerado nacional de la Moon) ha dicho: «Es una secta religiosa basada fundamentalmente en su lucha contra el comunismo, que aspira a hacer inversiones en nuestro País en el campo de la construcción y en el área del periodismo», y agregaba: «Con respecto a la lucha contra el comunismo, es obvio decir que pensamos igual», ¿Vale la pena aclarar que mi conflictivo pronombre «ellos» también incluye a los moonies?
Hace ya unos cuantos años que mi tocayo señaló, con una imagen que hizo carrera, que la literatura ha de ser siempre subversiva y que el escritor debe ser una suerte de buitre que esté siempre dando vueltas sobre la carroña. Reconozco que mi vocación de buitre es prácticamente nula, y también que la capacidad subversiva del la literatura es viable y defendible cuando el escritor distingue honestamente algo que subvertir, pero no como obligación eterna y menos como un deporte. Parece claro y elemental que si lucho por una sociedad más justa, cuando ese cambio, así sea primariamente, se produce, tratar de subvertir la situación equivaldría a proclamar una vuelta a la injusticia.
Concuerdo con mi tocayo en que a ambos nos gustan las novelas largas, pero, en cambio, no estoy tan seguro de que nos pongamos de acuerdo sobre las razones y el color de la injusticia. Lo demás es (efectivamente) literatura, aunque sea tan buena como la de Mario Vargas Llosa.
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