En compañía de lobos
Angela Carter
Angela Carter
Una fiera y sólo una aúlla en las noches del bosque.
El lobo es carnívoro encarnado y es tan ladino como feroz; si ha gustado el sabor de carne humana, ya ninguna otra lo satisfará.
De noche, los ojos de los lobos relucen como llamas de candil, amarillentos, rojizos; pero ello es así porque las pupilas de sus ojos se dilatan en la oscuridad y captan la luz de tu linterna para reflejarla sobre ti... peligro rojo; cuando los ojos de un lobo reflejan tan sólo la luz de la luna, destellan un verde frío, sobrenatural, un color taladrante, mineral. El viajero anochecido que ve de súbito esas lentejuelas luminosas, terribles, engarzadas en los negros matorrales, sabe que debe echar a correr, si es que el terror no lo ha paralizado.
Pero esos ojos son todo cuanto podrás vislumbrar de los asesinos del bosque que se apiñarán, invisibles, en torno de tu olor a carne, si cruzas el bosque a horas imprudentemente tardías. Serán como sombras, como espectros, los grises cofrades de una congregación de pesadilla; ¡escucha!, escucha el largo y ululante aullido..., un aria de terror súbitamente audible.
La melopea de los lobos es el trémolo del desgarro que habrás de sufrir, de suyo una muerte violenta.
Invierno. Invierno y frío. En esta región de bosques y montañas no ha quedado para los lobos nada que comer. Sin cabras ni ovejas, ahora encerradas en los establos, sin los venados que han partido hacia laderas más meridionales en busca de las últimas pasturas, los lobos están enflaquecidos, hambrientos. Tan escasa es su carne que podrías contar, a través del pellejo, las costillas de esas alimañas famélicas, si acaso te dieran tiempo antes de abalanzarse sobre ti. Esas mandíbulas que rezuman baba; la lengua jadeante; la escarcha de saliva en el barbijo canoso. De todos los peligros que acechan en la noche y el bosque —parecidos, trasgos, ogros que asan niños en la parrilla, brujas que ceban cautivos en jaulas para sus festines caníbales—, de todos, el lobo es el peor porque no atiende razones.
En el bosque, donde nadie habita, siempre estás en peligro. Si traspones los portales de los grandes pinos, allí donde las ramas hirsutas se enmarañan para encerrarte, para atrapar en sus redes al viajero incauto, como si la vegetación misma estuviera confabulada con los lobos que allí moran, como si los pérfidos árboles salieran de pesca para sus amigos..., si traspones los soportales del bosque, hazlo con la mayor cautela y con infinitas precauciones, pues si por un instante te desvías de tu senda, los lobos te devorarán. Son grises como la hambruna, despiadados como la peste.
Los niños de ojos graves de las desperdigadas aldehuelas siempre llevan cuchillos cuando salen a pastorear las pequeñas majadas de cabras que proveen a las familias de leche agria y de quesos rancios y agusanados. Sus cuchillos son casi tan grandes como ellos; y las hojas se afilan cada día.
Pero los lobos saben cómo allegarse hasta tu mismo fogón.
Y aunque nosotros no les damos tregua, no siempre conseguimos mantenerlos a raya. No hay noche de invierno en que el leñador no tema ver un hocico afilado, gris, famélico, husmeando por debajo de la puerta; y cierta vez una mujer fue atacada a dentelladas en su propia cocina mientras colaba los macarrones.
Teme al lobo y huye de él; pues lo peor es que el lobo puede ser algo más de lo que aparenta.
Hubo una vez un cazador, cerca de aquí, que atrapó un lobo en un foso. El lobo había diezmado los rebaños de cabras y ovejas; se había comido a un viejo loco que vivía solo en una choza montaña arriba, entonando alabanzas a Jesús el día entero; había atacado a una muchacha que estaba cuidando sus ovejas, pero ella había armado tal alboroto que los hombres acudieron con rifles, lo ahuyentaron y hasta trataron de seguirle el rastro entre la fronda; pero el lobo era astuto y les dio fácilmente el esquinazo. Así que este cazador cavó un foso y puso en él un pato, a modo de señuelo, vivito y coleando; luego cubrió el foso con paja untada de excrementos de lobo. Cuac, cuac, gritaba el pato, y un lobo emergió sigiloso de la espesura; un lobo grande, corpulento, pesado como un hombre adulto: la paja cedió bajo su peso y el lobo cayó en la trampa. El cazador saltó detrás de él, lo degolló y le cortó las zarpas a modo de trofeo; pero de pronto ya no fue un lobo lo que tuve delante, sino el tronco ensangrentado de un hombre, sin cabeza, sin piernas, moribundo, muerto.
En otra ocasión, una bruja del valle transformó en lobos a todos los convidados a una fiesta de bodas, y ello porque el novio había preferido a otra muchacha. Solía ordenarles, por despecho, que la fueran a visitar de noche y entonces los lobos se sentaban alrededor de su cabaña y le aullaban la serenata de su infortunio.
No hace mucho, una joven mujer de nuestra aldea casó con un hombre que desapareció como por encanto la noche de bodas. La cama estaba tendida con sábanas nuevas y sobre ellas se acostó la recién casada; el novio dijo que salía a orinar, insistió en ello, por pudor, y entonces ella se tapó con el edredón hasta su barbilla y así lo esperó. Y esperó, y esperó, y siguió esperando —¿no está tardando demasiado? — hasta que al fin se incorpora de un salto y grita al oír un aullido que el viento trae desde la espesura.
Ese aullido largo, modulado, parecería insinuar, pese a sus escalofriantes resonancias, un trasfondo de tristeza, como si las fieras mismas desearan ser menos feroces mas no supieran cómo logrado y no cesaran nunca de llorar su desdichada condición. Hay en los cánticos de los lobos una vasta melancolía, una melancolía sin fin como la misma floresta, interminable como las largas noches del invierno. Y sin embargo esa horrenda tristeza, ese condolerse de sus propios, irremediables apetitos, jamás podrá conmovernos, ya que ni una sola frase deja entrever en ellos una posible redención; para los lobos, la gracia no ha de venir de su propio desconsuelo sino a través de un mediador; y es por ello que se diría, a veces, que la fiera acoge casi con regocijo el cuchillo que acabará con ella.
Los hermanos de la joven registraron cobertizos y graneros mas no hallaron resto alguno; de modo que la sensata joven secó sus lágrimas y se buscó otro marido menos tímido, que no tuviera empacho en orinar en un cacharro y en pasar las noches bajo techo. Ella le dio un par de rozagantes bebés y todo anduvo como sobre ruedas hasta que cierta noche glacial, la noche del solsticio, el momento del año en que las cosas no engranan tan bien como debieran, la más larga de todas las noches, su primer marido volvió a casa.
Un violento puñetazo en la puerta anunció su regreso cuando ella revolvía la sopa para el padre de sus hijos; lo reconoció en el instante mismo en que levantó la tranca para hacerla pasar, pese a que hacía años que había dejado de llevar luto por él, y que el hombre estuviera ahora vestido de harapos, el pelo pululante de pulgas colgándole a la espalda, sin haber visto un peine en años.
—Aquí me tienes de vuelta, doña —dijo—. Prepárame un plato de coles. Y que sea pronto.
Cuando el segundo marido entró con la leña para el fuego y el primero comprendió que ella había dormido con otro hombre, y lo que es peor, cuando clavó sus ojos enrojecidos en los pequeñuelos que se habían deslizado hasta la cocina para ver a qué se debía tanto alboroto, gritó: ¡Ojalá fuera lobo otra vez para darle una lección a esta puta! Y al punto en lobo se convirtió y arrancó al mayor de los niños el pie izquierdo antes de que con el hacha de cortar la leña le partieran en dos la cabeza. Pero cuando el lobo yacía sangrando, lanzando sus últimos estertores, su pelaje volvió a desaparecer y fue otra vez tal como había sido años atrás cuando huyó del lecho nupcial; y entonces ella se echó a llorar y el segundo marido le propinó una tunda.
Dicen que hay un ungüento que te ofrece el Diablo y que te convierte en lobo en el momento mismo en que te frotas con él. O que había nacido de nalgas y tenía por padre a un lobo [sic], y que su torso es el de un hombre pero sus piernas y sus genitales los de un lobo. Y que también su corazón es de lobo.
Siete años es el lapso de vida natural de un lobizón, pero si quemas sus ropas humanas lo condenas a ser lobo por el resto de su vida; es por eso que las viejas comadres de estos contornos suponen que si le arrojas al lobizón un mandil o un sombrero estarás de algún modo protegido, como si el hábito hiciera al monje. Y aun así, por los ojos, esos ojos fosforescentes, podrás reconocerlo; son los ojos lo único que permanece invariable en sus metamorfosis.
Antes de convertirse en lobo, el licántropo se desnuda por completo. Si por entre los pinos atisbas a un hombre desnudo, deberás huir de él como si te persiguiera el Diablo.
***
Es pleno invierno y el petirrojo, el amigo del hombre, se posa en el mango de la pala del labrador y canta. Es, para los lobos, la peor época del año, pero esa niña empecinada insiste en cruzar el bosque. Está segura de que las fieras salvajes no pueden hacerle ningún daño pero, precavida, pone un cuchillo en la cesta que su madre ha llenado de quesos. Hay una botella de áspero licor de zarzamoras, una horneada de pastelillos de avena cocinados en la solera del fogón; uno o dos potes de mermelada. La niña de cabellos de lino llevará estos deliciosos regalos a su abuela, que vive recluida, tan anciana que el peso de los años la está triturando a muerte. Abuelita vive a dos horas de marcha a través del bosque invernal; la pequeña se envuelve en su grueso pañolón, cubriéndose con él la cabeza a guisa de caperuza. Se calza los recios zuecos; está vestida y pronta, y hoy es la víspera de Navidad. La maligna puerta del solsticio se balancea aún sobre sus goznes, pero ella ha sido siempre una niña demasiado querida como para sentir miedo.
En esta región agreste, la infancia de los niños nunca es larga, aquí no existen juguetes, de modo que desde pequeños trabajan duro y pronto se vuelven cautos; pero ésta, tan bonita, la hija más pequeña y un tanto tardía, ha sido mimada por su madre y por la abuela, que le ha tejido el pañolón rojo que hoy luce, brillante pero ominoso como sangre sobre la nieve. Sus pechos apenas han empezado a redondearse; su pelo, semejante al lino, es tan claro que casi no hace sombra sobre su frente pálida; sus mejillas, de un blanco y un escarlata emblemáticos; y hace poco que ha empezado a sangrar como mujer, ese reloj interior que sonará para ella de ahora en adelante una vez al mes.
Ella existe, existe y se mueve dentro del pentáculo invisible su virginidad. Es un huevo intacto, una vasija sellada; tiene en su interior un espacio mágico cuya puerta está cerrada herméticamente por una membrana; es un sistema cerrado; no conoce el temblor. Lleva su cuchillo y no le teme a nada.
De haber estado su padre en casa, tal vez se lo hubiera prohibido, pero él está en el bosque, cortando leña, y su madre es incapaz de negarle nada.
Como un par de quijadas, el bosque se ha cerrado sobre ella.
Siempre hay algo que ver en la espesura, incluso en la plenitud del invierno: los apiñados montículos de los pájaros que han sucumbido al letargo de la estación, amontonados en las ramas crujientes y demasiado melancólicos para cantar; las brillantes orlas de los hongos de invierno en los leprosos troncos de los árboles; las pisadas cuneiformes de los conejos y venados; las espinosas huellas de las aves; una liebre escuálida como una raja de tocino dejando una estela a través del sendero donde la tenue luz del sol motea las ramas bermejas de los helechos del año que pasó.
Cuando la niña oyó a lo lejos el aullido espeluznante de un lobo, su manita avezada saltó hasta el mango de su cuchillo, mas no vio rastro alguno de lobo ni de hombre desnudo; oyó, sí, un castañeteo entre los matorrales, y uno vestido de pies a cabeza saltó al sendero; muy joven y apuesto, con su casaca verde y el sombrero de ala ancha de cazador, y cargado de carcasas de aves silvestres. Al primer crujido de ramas, ella tuvo ya la mano en la empuñadura del cuchillo, pero él al verla se echó a reír con destello de dientes blanquísimos y la saludó con una cómica pero halagadora reverencia; ella nunca había visto un hombre tan apuesto, no entre los rústicos botarates de su aldea natal, y así, juntos, continuaron camino en la creciente penumbra del atardecer.
Pronto estaban riendo y bromeando como viejos amigos.
Cuando él se ofreció a llevarle la cesta, la niña se la entregó, aunque su cuchillo estaba en ella, porque él le dijo que su rifle los protegería. Anochecía, y de nuevo empezó a nevar; ella empezó a sentir los primeros copos que se posaban en sus pestañas, pero sólo les quedaba media milla de marcha y habría sin duda un fuego encendido, un té caliente y una bienvenida cálida para el intrépido cazador y para ella misma.
El joven llevaba en el bolsillo un objeto curioso. Era una brújula. La niña miró la pequeña esfera de cristal en la palma de su mano y vio oscilar la aguja con una vaga extrañeza. Él le aseguró que esa brújula lo había guiado sano y salvo a través del bosque en su partida de caza, ya que la aguja siempre decía con perfecta exactitud dónde quedaba el norte. Ella no le creyó; sabía que no debía desviarse del camino, pues si lo hacía podría extraviarse en la espesura. Él se rió de ella una vez más; rastros de saliva brillaban adheridos a sus dientes. Dijo que si él se desviaba del sendero y se adentraba en la espesura circundante, podía garantizarle que llegaría a la casa de la abuela un buen cuarto de hora antes que ella, buscando el rumbo a través del boscaje con la ayuda de su brújula, en tanto ella tomaba el camino más largo por el sendero zigzagueante.
No te creo, y además, ¿no tienes miedo de los lobos?
Él golpeó la reluciente culata de su rifle y sonrió.
¿Es una apuesta?, le preguntó; ¿quieres que apostemos algo?
¿Qué me darás si llego a la casa de tu abuela antes que tú?
¿Qué te gustaría?, dijo ella no sin cierta malicia.
Un beso.
Los lugares comunes de una seducción rústica; ella bajó los ojos y se sonrojó.
El cazador se internó en la espesura llevándose la cesta, pero la niña, pese a que la luna ya trepaba por el cielo, se había olvidado de temer a las fieras; y quería demorarse en el camino para estar segura de que el gallardo cazador ganaría su apuesta.
La casa de la abuela se alzaba, solitaria, un poco apartada del poblado. La nieve recién caída burbujeaba en remolinos en la huerta, y el joven se acercó con pasos cautelosos a la puerta, como si no quisiera mojarse los pies, balanceando su morral de caza y la cesta de la niña, mientras tarareaba por lo bajo una canción.
Hay un leve rastro de sangre en su barbilla; ha estado mordisqueando sus presas.
Golpeó a la puerta con los nudillos.
Vieja y frágil, abuelita ha sucumbido ya tres cuartas partes a la mortalidad que el dolor de sus huesos le promete y está casi pronta a sucumbir por completo. Hace una hora, un muchacho ha venido de la aldea para encenderle el fuego de la noche y la cocina crepita con llamas inquietas. Su Biblia la acompaña, es una anciana piadosa. Está recostada contra varias almohadas, en una cama embutida en la pared, a la usanza campesina, envuelta en la manta de retazos que ella misma confeccionó antes de casarse, hace ya más años que los que quisiera recordar. Dos perros cocker de porcelana, con manchas bermejas en el cuerpo y hocicos negros, están sentados a cada lado del hogar. Hay una alfombrilla brillante, tejida con trapos viejos, sobre las tejas acanaladas. El tic tac del gran reloj de pie marca el desgaste de las horas de su vida.
Una vida regalada ahuyenta a los lobos.
Con sus nudillos velludos, ha llamado a la puerta. Tu nietecita, ha entonado, imitando una voz de soprano.
Levanta la aldaba y entra, mi queridita.
Se los reconoce por sus ojos, los ojos de una bestia carnicera, ojos nocturnales, devastadores, rojos como una herida; ya puedes arrojarle tu Biblia y luego tu mandil, abuelita, tú creías que ésta era una profilaxis segura contra esta plaga invernal... Ahora apela a Cristo y a su madre y a todos los ángeles del cielo para que te protejan, pero de nada habrá de servirte.
Su hocico bestial es filoso como un cuchillo; él deja caer sobre la mesa su dorada carga de roídos faisanes, y también la cesta de tu niña queridita. Oh, Dios mío, ¿qué le has hecho a ella? Fuera el disfraz, esa chaqueta de lienzo de los colores del bosque, el sombrero con la pluma ensartada en la cinta; el pelo enmarañado le cae en guedejas sobre la camisa blanca, y ella puede ver el bullir de los piojos. En el hogar los leños se agitan y sisean; con la oscuridad enredada en hirsuta melena, la noche y el bosque han entrado en la cocina.
Él se quita la camisa. Su piel tiene el color y la textura del pergamino, una franja erizada de pelo corre de arriba abajo por su vientre, sus tetillas son maduras y atezadas como frutos ponzoñosos, pero su cuerpo es tan delgado que podrías contarle las costillas bajo la piel si te diera tiempo para ello. Se quita los pantalones y ella ve cuán peludas son sus piernas. Sus genitales, enormes. ¡Ay, enormes!
Lo último que la anciana vio en este mundo fue un hombre joven, los ojos como ascuas, desnudo como una piedra, acercándose a su cama.
El lobo es carnívoro encarnado.
Cuando concluyó con la abuela se relamió la barbilla y pronto volvió a vestirse hasta quedar tal como estaba cuando entró por aquella puerta. Quemó el pelo incomible en el hogar y envolvió los huesos en una servilleta que escondió debajo de la cama, en el mismo arcón de madera en el que halló un par de sábanas limpias. Las tendió cuidadosamente sobre la cama, en reemplazo de las delatoras manchadas de sangre, que amontonó en la cesta de la ropa sucia, esponjó las almohadas y sacudió la manta, levantó la Biblia del suelo, la cerró y la puso sobre la mesa. Todo estaba igual que antes menos la abuelita, que había desaparecido. La leña crepitaba en la parrilla, el reloj hacía tic tac, y el joven esperaba paciente, ladino junto a la cama, con la cofia de dormir de la ancianita.
Tap-tap-tap.
¿Quién anda ahí?, trina en el cascado falsete de abuelita.
Tu nietecita.
Y la niña entró trayendo consigo una ráfaga de nieve que se derritió en lágrimas sobre las baldosas, un poco decepcionada tal vez al ver sólo a su abuela sentada junto al fuego. Pero él de pronto ha arrojado la manta, ha saltado a la puerta y se ha apoyado contra ella de espalda para impedir que la niña vuelva a salir.
La niña echó una mirada en torno y advirtió que no había ni siquiera el hueco que deja una cabeza sobre la tersa mejilla de la almohada y, qué raro, la Biblia, por primera vez, cerrada sobre la mesa. El tic tac del reloj chasqueaba como un látigo. Quiso sacar el cuchillo de la cesta pero no se atrevió a extender el brazo porque los ojos de él estaban clavados en ella: ojos enormes que ahora parecían irradiar una luz única, ojos grandes como cuencas, cuencas de fuego griego, fosforescencia diabólica.
¡Qué ojos tan grandes tienes!
Para mirarte mejor.
Ni rastros de la anciana, excepto un mechón de pelo blanco adherido a la corteza de un trozo de leña sin quemar. Al verlo, la niña supo que corría peligro de muerte.
¿Dónde está mi abuela?
Aquí no hay nadie más que nosotros dos, mi adorada.
De pronto, un inmenso aullido se elevó en torno de ellos, cercano, muy cercano, tan cercano como la huerta; el aullido de una muchedumbre de lobos; ella sabía que los peores lobos son peludos por dentro, y tembló, pese al pañolón escarlata que se ciñó un poco más alrededor del cuerpo como si pudiera protegerla, aunque era tan rojo como la sangre que ella habría de derramar.
¿Quiénes han venido a cantarnos villancicos?, preguntó.
Son las voces de mis hermanos, querida; adoro la compañía de los lobos. Asómate a la ventana y los verás.
La nieve había obstruido la mirilla y ella la abrió para escudriñar el jardín. Era una noche blanca de luna y de nieve; la borrasca se arremolinaba en torno de las fieras grises, esmirriadas, que, sentadas sobre sus ancas en medio de las hileras de coles de invierno, apuntaban sus afilados hocicos a la luna y aullaban como si se les fuera a partir el corazón. Diez lobos; veinte lobos... Tantos lobos que ella no podía contarlos, aullando a coro, como enloquecidos o desesperados. Sus ojos reflejaban la luz de la cocina y centelleaban como centenares de bujías.
Hace mucho frío, pobrecitos, dijo ella; no me extraña que aúllen de ese modo.
Cerró la ventana al lamento de los lobos, se quitó el pañolón escarlata, del color de las amapolas, el color de los sacrificios, el color de sus menstruaciones y, puesto que de nada le servía su miedo, cesó de tener miedo.
¿Qué haré con mi pañolón?
Échalo al fuego, amada mía. Ya no lo necesitarás.
Ella enrolló el pañolón y lo arrojó a las llamas, que al instante lo consumieron. Se sacó la blusa por encima de la cabeza. Sus senos pequeños rutilaron como si la nieve hubiera invadido la habitación.
¿Qué haré con mi blusa?
También al fuego.
La fina muselina salió volando como un pájaro mágico en llamaradas por la chimenea, y ella ahora se quitó la falda, las medias de lana, los zuecos; y también al fuego fueron a parar y desaparecieron para siempre; la luz de las llamas se reflejaba en ella a través de los contornos de su piel; sólo la vestía ahora su intacto tegumento de carne. Así, incandescente, desnuda, se peinó el pelo con los dedos. Su pelo parecía blanco, blanco como la nieve de afuera. De pronto se encaminó hacia el hombre de los ojos color sangre con la desordenada cabellera pululante de piojos; se irguió en puntas de pie y le desabrochó el cuello de la camisa.
Qué brazos tan grandes tienes.
Para abrazarte mejor.
Y cuando por propia voluntad le dio el beso que le debía, todos los lobos del mundo aullaron un himno nupcial del otro lado de la ventana.
Qué dientes tan grandes tienes.
Advirtió que las mandíbulas de él empezaban a salivar, y la estancia se inundó del clamor del Liebestod de la selva, pero la astuta niña ni se arredró siquiera al oír la respuesta.
Para comerte mejor.
La niña rompió a reír. Sabía que ella no era comida para nadie. Se le rió en la cara, le arrancó la camisa de un tirón y la echó al fuego, en la ardiente estela de la ropa que ella misma se quitara. Las llamas danzaron como almas en pena en la noche de Walpurgis y los viejos huesos debajo de la cama empezaron a castañetear, pero ella no les prestó atención.
Carnívoro encarnado, sólo la carne inmaculada lo apacigua.
Ella apoyará sobre su regazo la terrible cabeza, le quitará los piojos del pellejo y se los pondrá, quizá, en la boca y los comerá como él se lo ordene, tal como lo haría en una ceremonia nupcial salvaje.
Cesará la borrasca.
Y la borrasca ha cesado dejando las montañas tan azarosamente cubiertas de nieve como si una ciega hubiese arrojado sobre ellas una sábana; las ramas más altas de los pinos del bosque se han enjalbegado, crujientes, henchidas de nieve.
Luz de nieve, luz de luna, una confusión de huellas de zarpas.
Todo silencio, todo quietud.
Medianoche; y el reloj da la hora. Es el día de Navidad, el natalicio de los licántropos, la puerta del solsticio está abierta de par en par; dejad que todos se hundan.
¡Mirad! Ella duerme, dulce y profundamente, en la cama de abuelita, entre las zarpas del tierno lobo.
Angela Carter. La Cámara Sangrienta y otros cuentos.
El lobo es carnívoro encarnado y es tan ladino como feroz; si ha gustado el sabor de carne humana, ya ninguna otra lo satisfará.
De noche, los ojos de los lobos relucen como llamas de candil, amarillentos, rojizos; pero ello es así porque las pupilas de sus ojos se dilatan en la oscuridad y captan la luz de tu linterna para reflejarla sobre ti... peligro rojo; cuando los ojos de un lobo reflejan tan sólo la luz de la luna, destellan un verde frío, sobrenatural, un color taladrante, mineral. El viajero anochecido que ve de súbito esas lentejuelas luminosas, terribles, engarzadas en los negros matorrales, sabe que debe echar a correr, si es que el terror no lo ha paralizado.
Pero esos ojos son todo cuanto podrás vislumbrar de los asesinos del bosque que se apiñarán, invisibles, en torno de tu olor a carne, si cruzas el bosque a horas imprudentemente tardías. Serán como sombras, como espectros, los grises cofrades de una congregación de pesadilla; ¡escucha!, escucha el largo y ululante aullido..., un aria de terror súbitamente audible.
La melopea de los lobos es el trémolo del desgarro que habrás de sufrir, de suyo una muerte violenta.
Invierno. Invierno y frío. En esta región de bosques y montañas no ha quedado para los lobos nada que comer. Sin cabras ni ovejas, ahora encerradas en los establos, sin los venados que han partido hacia laderas más meridionales en busca de las últimas pasturas, los lobos están enflaquecidos, hambrientos. Tan escasa es su carne que podrías contar, a través del pellejo, las costillas de esas alimañas famélicas, si acaso te dieran tiempo antes de abalanzarse sobre ti. Esas mandíbulas que rezuman baba; la lengua jadeante; la escarcha de saliva en el barbijo canoso. De todos los peligros que acechan en la noche y el bosque —parecidos, trasgos, ogros que asan niños en la parrilla, brujas que ceban cautivos en jaulas para sus festines caníbales—, de todos, el lobo es el peor porque no atiende razones.
En el bosque, donde nadie habita, siempre estás en peligro. Si traspones los portales de los grandes pinos, allí donde las ramas hirsutas se enmarañan para encerrarte, para atrapar en sus redes al viajero incauto, como si la vegetación misma estuviera confabulada con los lobos que allí moran, como si los pérfidos árboles salieran de pesca para sus amigos..., si traspones los soportales del bosque, hazlo con la mayor cautela y con infinitas precauciones, pues si por un instante te desvías de tu senda, los lobos te devorarán. Son grises como la hambruna, despiadados como la peste.
Los niños de ojos graves de las desperdigadas aldehuelas siempre llevan cuchillos cuando salen a pastorear las pequeñas majadas de cabras que proveen a las familias de leche agria y de quesos rancios y agusanados. Sus cuchillos son casi tan grandes como ellos; y las hojas se afilan cada día.
Pero los lobos saben cómo allegarse hasta tu mismo fogón.
Y aunque nosotros no les damos tregua, no siempre conseguimos mantenerlos a raya. No hay noche de invierno en que el leñador no tema ver un hocico afilado, gris, famélico, husmeando por debajo de la puerta; y cierta vez una mujer fue atacada a dentelladas en su propia cocina mientras colaba los macarrones.
Teme al lobo y huye de él; pues lo peor es que el lobo puede ser algo más de lo que aparenta.
Hubo una vez un cazador, cerca de aquí, que atrapó un lobo en un foso. El lobo había diezmado los rebaños de cabras y ovejas; se había comido a un viejo loco que vivía solo en una choza montaña arriba, entonando alabanzas a Jesús el día entero; había atacado a una muchacha que estaba cuidando sus ovejas, pero ella había armado tal alboroto que los hombres acudieron con rifles, lo ahuyentaron y hasta trataron de seguirle el rastro entre la fronda; pero el lobo era astuto y les dio fácilmente el esquinazo. Así que este cazador cavó un foso y puso en él un pato, a modo de señuelo, vivito y coleando; luego cubrió el foso con paja untada de excrementos de lobo. Cuac, cuac, gritaba el pato, y un lobo emergió sigiloso de la espesura; un lobo grande, corpulento, pesado como un hombre adulto: la paja cedió bajo su peso y el lobo cayó en la trampa. El cazador saltó detrás de él, lo degolló y le cortó las zarpas a modo de trofeo; pero de pronto ya no fue un lobo lo que tuve delante, sino el tronco ensangrentado de un hombre, sin cabeza, sin piernas, moribundo, muerto.
En otra ocasión, una bruja del valle transformó en lobos a todos los convidados a una fiesta de bodas, y ello porque el novio había preferido a otra muchacha. Solía ordenarles, por despecho, que la fueran a visitar de noche y entonces los lobos se sentaban alrededor de su cabaña y le aullaban la serenata de su infortunio.
No hace mucho, una joven mujer de nuestra aldea casó con un hombre que desapareció como por encanto la noche de bodas. La cama estaba tendida con sábanas nuevas y sobre ellas se acostó la recién casada; el novio dijo que salía a orinar, insistió en ello, por pudor, y entonces ella se tapó con el edredón hasta su barbilla y así lo esperó. Y esperó, y esperó, y siguió esperando —¿no está tardando demasiado? — hasta que al fin se incorpora de un salto y grita al oír un aullido que el viento trae desde la espesura.
Ese aullido largo, modulado, parecería insinuar, pese a sus escalofriantes resonancias, un trasfondo de tristeza, como si las fieras mismas desearan ser menos feroces mas no supieran cómo logrado y no cesaran nunca de llorar su desdichada condición. Hay en los cánticos de los lobos una vasta melancolía, una melancolía sin fin como la misma floresta, interminable como las largas noches del invierno. Y sin embargo esa horrenda tristeza, ese condolerse de sus propios, irremediables apetitos, jamás podrá conmovernos, ya que ni una sola frase deja entrever en ellos una posible redención; para los lobos, la gracia no ha de venir de su propio desconsuelo sino a través de un mediador; y es por ello que se diría, a veces, que la fiera acoge casi con regocijo el cuchillo que acabará con ella.
Los hermanos de la joven registraron cobertizos y graneros mas no hallaron resto alguno; de modo que la sensata joven secó sus lágrimas y se buscó otro marido menos tímido, que no tuviera empacho en orinar en un cacharro y en pasar las noches bajo techo. Ella le dio un par de rozagantes bebés y todo anduvo como sobre ruedas hasta que cierta noche glacial, la noche del solsticio, el momento del año en que las cosas no engranan tan bien como debieran, la más larga de todas las noches, su primer marido volvió a casa.
Un violento puñetazo en la puerta anunció su regreso cuando ella revolvía la sopa para el padre de sus hijos; lo reconoció en el instante mismo en que levantó la tranca para hacerla pasar, pese a que hacía años que había dejado de llevar luto por él, y que el hombre estuviera ahora vestido de harapos, el pelo pululante de pulgas colgándole a la espalda, sin haber visto un peine en años.
—Aquí me tienes de vuelta, doña —dijo—. Prepárame un plato de coles. Y que sea pronto.
Cuando el segundo marido entró con la leña para el fuego y el primero comprendió que ella había dormido con otro hombre, y lo que es peor, cuando clavó sus ojos enrojecidos en los pequeñuelos que se habían deslizado hasta la cocina para ver a qué se debía tanto alboroto, gritó: ¡Ojalá fuera lobo otra vez para darle una lección a esta puta! Y al punto en lobo se convirtió y arrancó al mayor de los niños el pie izquierdo antes de que con el hacha de cortar la leña le partieran en dos la cabeza. Pero cuando el lobo yacía sangrando, lanzando sus últimos estertores, su pelaje volvió a desaparecer y fue otra vez tal como había sido años atrás cuando huyó del lecho nupcial; y entonces ella se echó a llorar y el segundo marido le propinó una tunda.
Dicen que hay un ungüento que te ofrece el Diablo y que te convierte en lobo en el momento mismo en que te frotas con él. O que había nacido de nalgas y tenía por padre a un lobo [sic], y que su torso es el de un hombre pero sus piernas y sus genitales los de un lobo. Y que también su corazón es de lobo.
Siete años es el lapso de vida natural de un lobizón, pero si quemas sus ropas humanas lo condenas a ser lobo por el resto de su vida; es por eso que las viejas comadres de estos contornos suponen que si le arrojas al lobizón un mandil o un sombrero estarás de algún modo protegido, como si el hábito hiciera al monje. Y aun así, por los ojos, esos ojos fosforescentes, podrás reconocerlo; son los ojos lo único que permanece invariable en sus metamorfosis.
Antes de convertirse en lobo, el licántropo se desnuda por completo. Si por entre los pinos atisbas a un hombre desnudo, deberás huir de él como si te persiguiera el Diablo.
***
Es pleno invierno y el petirrojo, el amigo del hombre, se posa en el mango de la pala del labrador y canta. Es, para los lobos, la peor época del año, pero esa niña empecinada insiste en cruzar el bosque. Está segura de que las fieras salvajes no pueden hacerle ningún daño pero, precavida, pone un cuchillo en la cesta que su madre ha llenado de quesos. Hay una botella de áspero licor de zarzamoras, una horneada de pastelillos de avena cocinados en la solera del fogón; uno o dos potes de mermelada. La niña de cabellos de lino llevará estos deliciosos regalos a su abuela, que vive recluida, tan anciana que el peso de los años la está triturando a muerte. Abuelita vive a dos horas de marcha a través del bosque invernal; la pequeña se envuelve en su grueso pañolón, cubriéndose con él la cabeza a guisa de caperuza. Se calza los recios zuecos; está vestida y pronta, y hoy es la víspera de Navidad. La maligna puerta del solsticio se balancea aún sobre sus goznes, pero ella ha sido siempre una niña demasiado querida como para sentir miedo.
En esta región agreste, la infancia de los niños nunca es larga, aquí no existen juguetes, de modo que desde pequeños trabajan duro y pronto se vuelven cautos; pero ésta, tan bonita, la hija más pequeña y un tanto tardía, ha sido mimada por su madre y por la abuela, que le ha tejido el pañolón rojo que hoy luce, brillante pero ominoso como sangre sobre la nieve. Sus pechos apenas han empezado a redondearse; su pelo, semejante al lino, es tan claro que casi no hace sombra sobre su frente pálida; sus mejillas, de un blanco y un escarlata emblemáticos; y hace poco que ha empezado a sangrar como mujer, ese reloj interior que sonará para ella de ahora en adelante una vez al mes.
Ella existe, existe y se mueve dentro del pentáculo invisible su virginidad. Es un huevo intacto, una vasija sellada; tiene en su interior un espacio mágico cuya puerta está cerrada herméticamente por una membrana; es un sistema cerrado; no conoce el temblor. Lleva su cuchillo y no le teme a nada.
De haber estado su padre en casa, tal vez se lo hubiera prohibido, pero él está en el bosque, cortando leña, y su madre es incapaz de negarle nada.
Como un par de quijadas, el bosque se ha cerrado sobre ella.
Siempre hay algo que ver en la espesura, incluso en la plenitud del invierno: los apiñados montículos de los pájaros que han sucumbido al letargo de la estación, amontonados en las ramas crujientes y demasiado melancólicos para cantar; las brillantes orlas de los hongos de invierno en los leprosos troncos de los árboles; las pisadas cuneiformes de los conejos y venados; las espinosas huellas de las aves; una liebre escuálida como una raja de tocino dejando una estela a través del sendero donde la tenue luz del sol motea las ramas bermejas de los helechos del año que pasó.
Cuando la niña oyó a lo lejos el aullido espeluznante de un lobo, su manita avezada saltó hasta el mango de su cuchillo, mas no vio rastro alguno de lobo ni de hombre desnudo; oyó, sí, un castañeteo entre los matorrales, y uno vestido de pies a cabeza saltó al sendero; muy joven y apuesto, con su casaca verde y el sombrero de ala ancha de cazador, y cargado de carcasas de aves silvestres. Al primer crujido de ramas, ella tuvo ya la mano en la empuñadura del cuchillo, pero él al verla se echó a reír con destello de dientes blanquísimos y la saludó con una cómica pero halagadora reverencia; ella nunca había visto un hombre tan apuesto, no entre los rústicos botarates de su aldea natal, y así, juntos, continuaron camino en la creciente penumbra del atardecer.
Pronto estaban riendo y bromeando como viejos amigos.
Cuando él se ofreció a llevarle la cesta, la niña se la entregó, aunque su cuchillo estaba en ella, porque él le dijo que su rifle los protegería. Anochecía, y de nuevo empezó a nevar; ella empezó a sentir los primeros copos que se posaban en sus pestañas, pero sólo les quedaba media milla de marcha y habría sin duda un fuego encendido, un té caliente y una bienvenida cálida para el intrépido cazador y para ella misma.
El joven llevaba en el bolsillo un objeto curioso. Era una brújula. La niña miró la pequeña esfera de cristal en la palma de su mano y vio oscilar la aguja con una vaga extrañeza. Él le aseguró que esa brújula lo había guiado sano y salvo a través del bosque en su partida de caza, ya que la aguja siempre decía con perfecta exactitud dónde quedaba el norte. Ella no le creyó; sabía que no debía desviarse del camino, pues si lo hacía podría extraviarse en la espesura. Él se rió de ella una vez más; rastros de saliva brillaban adheridos a sus dientes. Dijo que si él se desviaba del sendero y se adentraba en la espesura circundante, podía garantizarle que llegaría a la casa de la abuela un buen cuarto de hora antes que ella, buscando el rumbo a través del boscaje con la ayuda de su brújula, en tanto ella tomaba el camino más largo por el sendero zigzagueante.
No te creo, y además, ¿no tienes miedo de los lobos?
Él golpeó la reluciente culata de su rifle y sonrió.
¿Es una apuesta?, le preguntó; ¿quieres que apostemos algo?
¿Qué me darás si llego a la casa de tu abuela antes que tú?
¿Qué te gustaría?, dijo ella no sin cierta malicia.
Un beso.
Los lugares comunes de una seducción rústica; ella bajó los ojos y se sonrojó.
El cazador se internó en la espesura llevándose la cesta, pero la niña, pese a que la luna ya trepaba por el cielo, se había olvidado de temer a las fieras; y quería demorarse en el camino para estar segura de que el gallardo cazador ganaría su apuesta.
La casa de la abuela se alzaba, solitaria, un poco apartada del poblado. La nieve recién caída burbujeaba en remolinos en la huerta, y el joven se acercó con pasos cautelosos a la puerta, como si no quisiera mojarse los pies, balanceando su morral de caza y la cesta de la niña, mientras tarareaba por lo bajo una canción.
Hay un leve rastro de sangre en su barbilla; ha estado mordisqueando sus presas.
Golpeó a la puerta con los nudillos.
Vieja y frágil, abuelita ha sucumbido ya tres cuartas partes a la mortalidad que el dolor de sus huesos le promete y está casi pronta a sucumbir por completo. Hace una hora, un muchacho ha venido de la aldea para encenderle el fuego de la noche y la cocina crepita con llamas inquietas. Su Biblia la acompaña, es una anciana piadosa. Está recostada contra varias almohadas, en una cama embutida en la pared, a la usanza campesina, envuelta en la manta de retazos que ella misma confeccionó antes de casarse, hace ya más años que los que quisiera recordar. Dos perros cocker de porcelana, con manchas bermejas en el cuerpo y hocicos negros, están sentados a cada lado del hogar. Hay una alfombrilla brillante, tejida con trapos viejos, sobre las tejas acanaladas. El tic tac del gran reloj de pie marca el desgaste de las horas de su vida.
Una vida regalada ahuyenta a los lobos.
Con sus nudillos velludos, ha llamado a la puerta. Tu nietecita, ha entonado, imitando una voz de soprano.
Levanta la aldaba y entra, mi queridita.
Se los reconoce por sus ojos, los ojos de una bestia carnicera, ojos nocturnales, devastadores, rojos como una herida; ya puedes arrojarle tu Biblia y luego tu mandil, abuelita, tú creías que ésta era una profilaxis segura contra esta plaga invernal... Ahora apela a Cristo y a su madre y a todos los ángeles del cielo para que te protejan, pero de nada habrá de servirte.
Su hocico bestial es filoso como un cuchillo; él deja caer sobre la mesa su dorada carga de roídos faisanes, y también la cesta de tu niña queridita. Oh, Dios mío, ¿qué le has hecho a ella? Fuera el disfraz, esa chaqueta de lienzo de los colores del bosque, el sombrero con la pluma ensartada en la cinta; el pelo enmarañado le cae en guedejas sobre la camisa blanca, y ella puede ver el bullir de los piojos. En el hogar los leños se agitan y sisean; con la oscuridad enredada en hirsuta melena, la noche y el bosque han entrado en la cocina.
Él se quita la camisa. Su piel tiene el color y la textura del pergamino, una franja erizada de pelo corre de arriba abajo por su vientre, sus tetillas son maduras y atezadas como frutos ponzoñosos, pero su cuerpo es tan delgado que podrías contarle las costillas bajo la piel si te diera tiempo para ello. Se quita los pantalones y ella ve cuán peludas son sus piernas. Sus genitales, enormes. ¡Ay, enormes!
Lo último que la anciana vio en este mundo fue un hombre joven, los ojos como ascuas, desnudo como una piedra, acercándose a su cama.
El lobo es carnívoro encarnado.
Cuando concluyó con la abuela se relamió la barbilla y pronto volvió a vestirse hasta quedar tal como estaba cuando entró por aquella puerta. Quemó el pelo incomible en el hogar y envolvió los huesos en una servilleta que escondió debajo de la cama, en el mismo arcón de madera en el que halló un par de sábanas limpias. Las tendió cuidadosamente sobre la cama, en reemplazo de las delatoras manchadas de sangre, que amontonó en la cesta de la ropa sucia, esponjó las almohadas y sacudió la manta, levantó la Biblia del suelo, la cerró y la puso sobre la mesa. Todo estaba igual que antes menos la abuelita, que había desaparecido. La leña crepitaba en la parrilla, el reloj hacía tic tac, y el joven esperaba paciente, ladino junto a la cama, con la cofia de dormir de la ancianita.
Tap-tap-tap.
¿Quién anda ahí?, trina en el cascado falsete de abuelita.
Tu nietecita.
Y la niña entró trayendo consigo una ráfaga de nieve que se derritió en lágrimas sobre las baldosas, un poco decepcionada tal vez al ver sólo a su abuela sentada junto al fuego. Pero él de pronto ha arrojado la manta, ha saltado a la puerta y se ha apoyado contra ella de espalda para impedir que la niña vuelva a salir.
La niña echó una mirada en torno y advirtió que no había ni siquiera el hueco que deja una cabeza sobre la tersa mejilla de la almohada y, qué raro, la Biblia, por primera vez, cerrada sobre la mesa. El tic tac del reloj chasqueaba como un látigo. Quiso sacar el cuchillo de la cesta pero no se atrevió a extender el brazo porque los ojos de él estaban clavados en ella: ojos enormes que ahora parecían irradiar una luz única, ojos grandes como cuencas, cuencas de fuego griego, fosforescencia diabólica.
¡Qué ojos tan grandes tienes!
Para mirarte mejor.
Ni rastros de la anciana, excepto un mechón de pelo blanco adherido a la corteza de un trozo de leña sin quemar. Al verlo, la niña supo que corría peligro de muerte.
¿Dónde está mi abuela?
Aquí no hay nadie más que nosotros dos, mi adorada.
De pronto, un inmenso aullido se elevó en torno de ellos, cercano, muy cercano, tan cercano como la huerta; el aullido de una muchedumbre de lobos; ella sabía que los peores lobos son peludos por dentro, y tembló, pese al pañolón escarlata que se ciñó un poco más alrededor del cuerpo como si pudiera protegerla, aunque era tan rojo como la sangre que ella habría de derramar.
¿Quiénes han venido a cantarnos villancicos?, preguntó.
Son las voces de mis hermanos, querida; adoro la compañía de los lobos. Asómate a la ventana y los verás.
La nieve había obstruido la mirilla y ella la abrió para escudriñar el jardín. Era una noche blanca de luna y de nieve; la borrasca se arremolinaba en torno de las fieras grises, esmirriadas, que, sentadas sobre sus ancas en medio de las hileras de coles de invierno, apuntaban sus afilados hocicos a la luna y aullaban como si se les fuera a partir el corazón. Diez lobos; veinte lobos... Tantos lobos que ella no podía contarlos, aullando a coro, como enloquecidos o desesperados. Sus ojos reflejaban la luz de la cocina y centelleaban como centenares de bujías.
Hace mucho frío, pobrecitos, dijo ella; no me extraña que aúllen de ese modo.
Cerró la ventana al lamento de los lobos, se quitó el pañolón escarlata, del color de las amapolas, el color de los sacrificios, el color de sus menstruaciones y, puesto que de nada le servía su miedo, cesó de tener miedo.
¿Qué haré con mi pañolón?
Échalo al fuego, amada mía. Ya no lo necesitarás.
Ella enrolló el pañolón y lo arrojó a las llamas, que al instante lo consumieron. Se sacó la blusa por encima de la cabeza. Sus senos pequeños rutilaron como si la nieve hubiera invadido la habitación.
¿Qué haré con mi blusa?
También al fuego.
La fina muselina salió volando como un pájaro mágico en llamaradas por la chimenea, y ella ahora se quitó la falda, las medias de lana, los zuecos; y también al fuego fueron a parar y desaparecieron para siempre; la luz de las llamas se reflejaba en ella a través de los contornos de su piel; sólo la vestía ahora su intacto tegumento de carne. Así, incandescente, desnuda, se peinó el pelo con los dedos. Su pelo parecía blanco, blanco como la nieve de afuera. De pronto se encaminó hacia el hombre de los ojos color sangre con la desordenada cabellera pululante de piojos; se irguió en puntas de pie y le desabrochó el cuello de la camisa.
Qué brazos tan grandes tienes.
Para abrazarte mejor.
Y cuando por propia voluntad le dio el beso que le debía, todos los lobos del mundo aullaron un himno nupcial del otro lado de la ventana.
Qué dientes tan grandes tienes.
Advirtió que las mandíbulas de él empezaban a salivar, y la estancia se inundó del clamor del Liebestod de la selva, pero la astuta niña ni se arredró siquiera al oír la respuesta.
Para comerte mejor.
La niña rompió a reír. Sabía que ella no era comida para nadie. Se le rió en la cara, le arrancó la camisa de un tirón y la echó al fuego, en la ardiente estela de la ropa que ella misma se quitara. Las llamas danzaron como almas en pena en la noche de Walpurgis y los viejos huesos debajo de la cama empezaron a castañetear, pero ella no les prestó atención.
Carnívoro encarnado, sólo la carne inmaculada lo apacigua.
Ella apoyará sobre su regazo la terrible cabeza, le quitará los piojos del pellejo y se los pondrá, quizá, en la boca y los comerá como él se lo ordene, tal como lo haría en una ceremonia nupcial salvaje.
Cesará la borrasca.
Y la borrasca ha cesado dejando las montañas tan azarosamente cubiertas de nieve como si una ciega hubiese arrojado sobre ellas una sábana; las ramas más altas de los pinos del bosque se han enjalbegado, crujientes, henchidas de nieve.
Luz de nieve, luz de luna, una confusión de huellas de zarpas.
Todo silencio, todo quietud.
Medianoche; y el reloj da la hora. Es el día de Navidad, el natalicio de los licántropos, la puerta del solsticio está abierta de par en par; dejad que todos se hundan.
¡Mirad! Ella duerme, dulce y profundamente, en la cama de abuelita, entre las zarpas del tierno lobo.
Angela Carter. La Cámara Sangrienta y otros cuentos.
Los comentarios son moderados debido a la gran cantidad de span.
Gracias por comentar!
tu opinión será publicada en breve!