Esa Mujer
Rodolfo Walsh
El coronel elogia mi puntualidad:
Es puntual como los alemanes dice.
O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
He leído sus cosas propone. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
El bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
Esos papeles dice.
Lo miro.
Esa mujer, coronel.
Sonríe.
Todo se encadena filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.
¿Mucho daño? pregunto. Me importa un carajo.
Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años dice.
El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra su mujer, con dos pocillos de café.
Contale vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.
La pobre quedó muy afectada explica el coronel. Pero a usted no le importa esto.
¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.
El coronel se ríe.
La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
-Cuénteme cualquier chiste -dice.
Pienso. No se me ocurre.
Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
-¿Y esto?
La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.
El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
-Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
¿Qué más? dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
-Le pegó un tiro una madrugada.
La confundió con un ladrón sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.
Pero el capitán N. . .
Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
¿Y usted, coronel?
Lo mío es distinto dice. Me la tienen jurada.
Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
Me gustaría.
Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
Ojalá dependa de mí, coronel.
Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.
-Mire.
A la pastora le falta un bracito.
Derby -dice. Doscientos años.
La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.
El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
-Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.
¿Qué querían hacer?
Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.
Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
-Y orinarle encima.
Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
Esa mujer le oigo murmurar. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.
El coronel bebe. Es duro.
Desnuda dice. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...
Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.
Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.
Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
No.
Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.
Vuelve a servirse un whisky.
Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.
Bruscamente se ríe.
Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.
-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.
¿Pobre gente?
Sí, pobre gente.El coronel lucha contra una escurridiza cólera interior. Yo también soy argentino.
Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.
Ah, bueno dice.
¿La vieron así?
Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.
Para mí no es nada -dice el coronel. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dése cuenta.
Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.
A mí no me podía sorprender. Pero ellos...
¿Se impresionaron?
Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿ésto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me agradeció.
Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba".
Beba dice el coronel.
Bebo.
¿Me escucha?
-Lo escucho.
Le cortamos un dedo.
¿Era necesario?
El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.
Tantito así. Para identificarla.
-¿No sabían quién era?
Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".
Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
Comprendo.
-La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.
¿Y?
Era ella. Esa mujer era ella.
¿Muy cambiada?
No, no, usted no me entiende. lgualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.
¿El profesor R.?
-Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.
En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.
¿Enciendo?
No.
Teléfono.
Deciles que no estoy.
Desaparece.
Es para putearme explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.
-Ganas de joder digo alegremente.
Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
¿Qué le dicen?
Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.
La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.
-Llueve -dice su voz extraña.
Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
Llueve día por medio dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
Dónde, pienso, dónde.
¡Está parada! -grita el coronel. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.
No me haga caso -dice, se sienta. Estoy borracho.
Y largamente llueve en su memoria.
Me paro, le toco el hombro.
¿Eh? -dice ¿Eh? -dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
-¿La sacaron del país?
-Sí.
¿La sacó usted?
Sí.
-¿Cuántas personas saben?
DOS.
¿El Viejo sabe?
Se ríe.
-Cree que sabe.
¿Dónde?
No contesta.
Hay que escribirlo, publicarlo.
Sí. Algún día.
Parece cansado, remoto.
¡Ahora! me exaspero. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los dientes.
-Cuando llegue el momento... usted será el primero...
No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.
Se ríe.
¿Dónde, coronel, dónde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.
Es mía -dice simplemente. Esa mujer es mía.
El secuestro del cadáver de Evita Perón, el secreto mejor guardado de la historia.
“Confieso que tengo una ambición, una sola y gran ambición personal: quisiera que el nombre de Evita figurase alguna vez en la historia de mi Patria. Quisiera que de ella se diga, aunque no fuese más que en una pequeña nota, al pie del capítulo maravilloso que la historia ciertamente dedicará a Perón, algo que fuese más o menos esto: "Hubo al lado de Perón una mujer que se dedicó a llevarle al Presidente las esperanzas del pueblo, que luego Perón convertía en realidades". Y me sentiría debidamente, sobradamente compensada si la nota terminase de esta manera: "De aquella mujer sólo sabemos que el pueblo la llamaba, cariñosamente, Evita".Eva Perón la mujer de los mil nombres, ocupa en la historia de Argentina y del mundo un lugar privilegiado. El papel que el destino juega en la vida de las personas nunca ha quedado mejor reflejado como en la historia de su vida. Y en su caso hasta cuando muerta, tanto así, que es incontable la cantidad de obras de teatro, películas, libros, artículos, conferencias y sucesos que tienen que ver con su legado y su recuerdo.Hija ilegítima, novel actriz, quizás habría llegado a ser conocida solo en la bohemia de Buenos Aires. Sin embargo enamora al coronel Domingo Perón, se convierte en su esposa y de allí en la campeona de las reivindicaciones sociales de la mujer argentina, de su pueblo y líder mundial de los derechos conculcados de los desposeídos.
La veneración de la que era objeto entre las clases populares enfadaba a la Iglesia Católica, al popularizarse gran cantidad de estampas que la representaban de modo similar al que se representa a la virgen María. Su indudable influencia sobre el gobierno de Perón y su liderazgo popular la hace odiada de la oligarquía y el mando militar.
Con la desaparición de Evita, el secuestro de su cadáver embalsamado, la historia ha asistido a otro de sus capítulos más negros, nebulosos y rodeados de claves enigmáticas que tienen que ver con la más pura irracionalidad y los peores instintos que anidan en la personalidad humana y que suelen asomar su hedor en los momentos de convulsión social de los pueblos, siempre de la mano de quienes ostentan el poder que otorga la fuerza de las armas, en disputa con aquellos otros de sotana y escapulario, en su permanente ambición de ser directrices del orden establecido y la voluntad de los pueblos.
El odio irracional del antiperonismo a Eva Perón se trasladó a su cadáver y su memoria.
Los militares que asaltaron el poder el 16 de septiembre de 1955, la hicieron rápido blanco de su revanchismo.
Tras el asalto al Estado, durante el breve gobierno del general Lonardi fue designado interventor de la CGT (Confederación General del Trabajo) el coronel Manuel Raimundes. Este se hizo cargo del edificio de Azopardo 802, donde en el segundo piso se encontraba el cadáver de María Eva Duarte de Perón. Los militares recién llegados al poder dudaron por su aspecto marmóreo que fuese el cuerpo de Evita, pese a la certificación del doctor Pedro Ara, autor del embalsamamiento del cuerpo. Sospecharon que podría haber sido sustituído.
Se nombró una Comisión de médicos legistas encabezada por el médico radical Nerio Rojas, conocido por su “gorilismo”. La “Comisión Técnica” que pudo limitarse a sacar radiografías para verificar la existencia de los órganos y su condición humana, optó con ensañamiento por mutilar el cuerpo, amputándole el dedo meñique. El que nunca más fue repuesto. Fue verificado el tejido humano y probada radiográficamente que se trataba del cuerpo de Evita.
Destituido Lonardi por el Dictador Pedro Eugenio Aramburu el 13 de Noviembre de 1955, fue designado Jefe del Servicio de Informaciones del Ejército, el coronel Carlos Eugenio Moore Koenig, haciéndose cargo de la custodia de los restos mortales de Eva Perón. El 22 de diciembre del mismo año, aquel dispuso el retiro secretamente del cadáver en un camión conducido por el capitán de Ejército Rodolfo Fráscoli. Primeramente fue llevado al regimiento I de Infantería de Marina. Al día siguiente se trasladó el féretro a una casa de Belgrano, luego a una casa de un oficial militar en Saavedra y finalmente al edificio del SIE (Servicio de Información del Ejército), donde es oculto en el cuarto piso entre unos cajones.
El coronel Moore Koenig desarrolla una patológica y perversa relación con los restos, donde se siente “dueño” del cadáver y concluye “enamorándose” de la imagen y cuerpo presente de aquella mujer que tanto odiara en vida. Termina ocultando a sus superiores el lugar donde se encuentra el féretro y finalmente es separado del cargo y trasladado detenido a Comodoro Rivadavia.
Su remplazante, el coronel Mario Cabanillas descubre el cadáver y comunica el hallazgo en forma oficial. Aparentemente, fue trasladado en forma temporaria al edificio del SIDE (Servicio de Información del Estado). Allí se perdió el rastro del destino final de los restos de Evita.
El lugar donde se ocultó el cuerpo secuestrado, fue el secreto mejor guardado durante más de quince años. Las especulaciones fueron de todo tipo: desde que había sido destruido mediante su incineración o arrojándolo al Río de la Plata, hasta que habría sido enterrado en un convento de Roma, en Varsovia, en la isla Martín García o en campo de Mayo. Un pacto de silencio entre la cúpula militar impidió saber cual había sido su destino.
El general Perón desde el exilio y el movimiento Peronista, reclamaron permanentemente su devolución. Ya desde Panamá en 1955, mediante telegrama Perón exigió le fuera entregado a Elsa Chamorro, presidenta de la primera “Comisión Pro Recuperación de los Restos de Eva Perón”. Desde entonces no cesó en sus reclamos.
Pese a que por Decreto ley 4161, vigente hasta 1964, se prohibió en toda la República Argentina mencionar el nombre de Eva Perón, el peronismo convirtió desde 1955 el reclamo de la aparición de sus restos mortales en bandera de lucha de la resistencia. Fue exigencia permanente de los pronunciamientos sindicales y del movimiento obrero.
La Juventud peronista, alentó en sus distintos nucleamientos el recuerdo y el homenaje a Eva Perón, convirtiendo en una prioridad la aparición de sus restos. En 1963, un comando juvenil bajo la dirección de Osvaldo Agosto, se apropió del histórico sable del general San Martín, el padre de la Patria, exigiendo a cambio la devolución de su cuerpo.
Debió pasar casi una década más, hasta que en 1971, el gobierno de facto del general Lanusse, frente a la imposibilidad de pacificar el país y frenar el incontrolable avance del peronismo, se vió obligado a negociar con el ilustre exiliado en Madrid, las condiciones para el restablecimiento de las instituciones democráticas en la Argentina.
La devolución del cadáver de Eva Perón, fue una exigencia ineludible. Quienes durante quince años negaron conocer el destino del mismo, finalmente procedieron a reintegrarlo, trasladándolo a Madrid desde un cementerio en Milán, Italia, donde había estado enterrado con nombre supuesto.
En efecto, en 1957 una misión militar absolutamente secreta dirigida por el mayor de inteligencia Hamilton Díaz, por orden del Gobierno, fue la encargada de desenterrar el féretro y llevar el cuerpo a Europa, donde Perón, acompañados por un sacerdote, con instrucciones de la iglesia, para intermediar ante los religiosos italianos custodios del entierro.
Así fue sepultada, bajo el nombre falso de “María Maggi de Magistis”, una italiana viuda, emigrada a la Argentina cinco años antes, en el espacio 86, jardin H 1, del Cementerio de Milán.
Allí sus restos habían permanecido en una tumba sin cuidado ni atención, hasta el 2 de septiembre de 1971.
El “dato” había sido guardado en un sobre sellado entregado por Pedro Aramburu a un escribano público con la indicación de hacerlo llegar después de su muerte a quien fuera Presidente de la República. Así fue como Alejandro Agustín Lanusse entró en posesión de esta ubicación y se resolvió hacer lugar a esta fundamental exigencia del general Perón.
El Embajador argentino en España, brigadier Rojas Silveyra y el coronel Cabanillas fueron los encargados de entregar el ilustre cuerpo a Juan Perón, en su casa de Puerta de Hierro, en Madrid.
Al contemplar el cuerpo y sus mutilaciones, el general Perón exclamó: ¡Qué atorrantes…! Y se puso a llorar, dándole la espalda a los nombrados. Si bien luego guardó pudoroso silencio sobre el estado en que le fueron devueltos los restos, finalmente trascendió la brutal demencia del gorilismo, mucho mayor que la imaginada.
Blanca y Emilia Duarte, quienes habían viajado a Madrid para ver el cuerpo de su hermana, en el año 1985, en respuesta a un artículo periodístico, publicaron un comunicado en que decían:
“Nuestra intención no es revisar heridas antiguas que nos siguen haciendo sufrir. Pero no podemos ni debemos permitir que la historia sea desnaturalizada. Por eso damos testimonio aquí de los malos tratos infligidos a los despojos mortales de nuestra querida hermana Evita:
- varias cuchilladas en la sien y cuatro en la frente
- un gran tajo en la mejilla y otro en el brazo, al nivel del húmero
- la nariz completamente hundida, con fractura del tabique nasal
- el cuello prácticamente seccionado
- un dedo de la mano, cortado
- las rótulas, fracturadas
- el pecho, acuchillado en cuatro lugares
- la planta de los pies está cubierta por una capa de alquitrán
- la tapa de zinc del ataúd tiene las marcas de tres perforaciones, sin duda intencionadas
(En efecto, el ataúd estaba completamente mojado por dentro, la almohada estaba rota y el aserrín de relleno, pegado a los cabellos).
- el cuerpo había sido recubierto de cal viva y mostraba en algunas partes las quemaduras provocadas por la cal
- los cabellos eran como lana mojada
- el sudario, enmohecido y corroído.
En 1974, el general Perón dispuso que los restos de Evita regresaran a la Argentina para ser enterrados en una bóveda familiar en el cementerio de La Recoleta en la ciudad de Buenos Aires. Su póstumo deseo se cumplió el 17 de Noviembre de 1974.
Perón regresó al país, pero sin el cadáver de Evita. Persistentes,los Montoneros secuestraron entonces el cadáver de
Aramburu y dijeron que lo devolverían cuando fueran repatriados los restos de "la compañera Evita. Pero sería Isabelita, nombre con que se conocía a María Estela Martínez de Perón, la que asumió como Presidente de la República a su muerte acaecida el 12 de junio de 1974, la que dispuso repatriar sus restos y traerlos al país, lo que ocurre el 17 de noviembre de 1974.
Antes de proceder a su sepultación y bajo estricto secreto, en un gesto de reparación histórica, dispuso que el taxidermista Domingo Isaac Tellechea, restaurara completamente su malogrado cadáver, el que nuevamente ostentó su hermosa y serena lozanía.
Concluyó así el largo y vejatorio periplo con que sus secuestradores creyeron vanamente poder borrar de la memoria de los argentinos los sentimientos de amor y de veneración hacia ella. El cadáver viajero por fin pudo descansar en paz en su tierra natal. ¡Solo cabe preguntarnos, si la historia acabará aquí!