Sin tiempo de sentirse perplejo ingresó Duggu Van al amor con voracidad estrepitosa. El atroz despertar de Lady Vanda se retrasó en un segundo a sus posibilidades de defensa, y el falso sueño del desmayo hubo de entregarla, blanca luz en la noche, al amante.
Cierto que, de madrugada y antes de marcharse, el vampiro no pudo con su vocación e hizo una pequeña sangría en el hombro de la desvanecida castellana. Más tarde, al pensar en aquello, Duggu Van sostuvo para sí que las sangrías resultaban muy recomendables para los desmayados. Como en todos los seres, su pensamiento era menos noble que el acto simple.
En el castillo hubo congreso de médicos y peritajes poco agradables y sesiones conjuratorias y anatemas, y además una enfermera inglesa que se llamaba Miss Wilkinson y bebía ginebra con una naturalidad emocionante. Lady Vanda estuvo largo tiempo entre la vida y la muerte. La hipótesis de una pesadilla demasiado verista quedó abatida ante determinadas comprobaciones oculares; y, además, cuando transcurrido un lapso razonable, la dama tuvo la certeza de que estaba encinta.
Puertas cerradas con Yale habían detenido las tentativas de Duggu Van. El vampiro tenía que alimentarse de niños, de ovejas, hasta de _¡horror!_ cerdos. Pero toda la sangre le parecía agua al lado de aquella de Lady Vanda. Una simple asociación , de la cual no lo libraba su carácter de vampiro, exaltaba en su recuerdo el sabor de la sangre donde había nadado, goloso, el pez de su lengua.
Inflexible su tumba en el pasaje diurno, érale preciso aguardar el canto del gallo para botar, desencajado, loco de hambre. No había vuelto a ver a Lady Vanda, pero sus pasos lo llevaban una y otra vez a la galería terminada en la redonda burla amarilla de la Yale. Duggu Van estaba sensiblemente desmejorado.
Pensaba a veces _horizontal y húmedo en su nicho de piedra_ que quizá Lady Vanda fuera a tener un hijo de él. El amor recrudecía entonces más que el hambre. Soñaba su fiebre con violaciones de cerrojos, secuestros, con la erección de una nueva tumba matrimonial de amplia capacidad. El paludismo se ensañaba en él ahora.
El hijo crecía, pausado, en Lady Vanda. Una tarde oyó Miss Wilkinson gritar a la señora. La encontró pálida, desolada. Se tocaba el vientre cubierto de raso, decía:
_Es como su padre, como su padre.
Miss Wilkinson llegó a la conclusión de que el pequeño vampiro estaba desangrando a la madre con la más refinada de las crueldades.
Cuando los médicos se enteraron hablóse de un aborto harto justificable; pero Lady Vanda se negó, volviendoo la cabeza como un osito de felpa, acariciando con la diestra su vientre de raso.
_Es como su padre_ dijo_. Como su padre.
El hijo de Duggu Van crecía rápidamente. No solo ocuyupaba el cuerpo de Lady Vanda. Lady Vanda apenas podía hablar ya, no le quedaba sangre; si alguna tenía estaba en el cuerpo de su hijo.
y cuando vino el día fijado por los recuerdos para el alumbramiento, los médicos se dijeron que aquél iba a ser un alumbramiento extraño. En número de cuatro rodearon el lecho de la parturienta, aguardando que fuese la media noche del trigésimo día del noveno mes del atentado de Duggu Van.
Miss Wilkinson, en la galería, vio acercarse una sombra. No gritó porque estaba segura de que con ello no llegaría a nada. Cierto que el rostro de Duggu Van no era para provocar sonrisas. El color terroso de su cara se había transformado en un relieve uniforme y cárdeno. En vez de ojos, dos grandes interrogaciones llorosas se balanceaban debajo del cabello apelmazado.
_Es absolutamente mío_ dijo el vampiro con el lenguaje caprichoso de su secta_ y nadie puede interponerse entre su esencia y mi cariño.
Hablaba del hijo; Mis Wilkinson se calmó.
Los médicos, reunidos en un ángulo del lecho, trataban de demostrarse unos a otros que no tenían miedo. Empezaban a admitir cambios en el cuerpo de Lady Vanda. Su piel se había puesto repentinamente oscura, sus piernas se llenaban de relieves musculares, el vientre se aplanaba suavemente y, con una naturalidad que parecía casi familiar, su sexo se transformaba en el contrario. El rostro no era ya el de Lady Vanda. Las manos no eran ya las de Lady Vanda. Los médicos tenían un miedo atroz.
Entonces, cuando dieron las doce, el cuerpo de quien había sido Lady Vanda y era ahora su hijo se enderezó dulcemente en el lecho y tendió los brazos hacia la puerta abierta.
Duggu Van entró en el salón, pasó ante los médicos sin verlos, y ciñó las manos de su hijo.
Los dos, mirándose como si se conocieran desde siempre, salieron por la ventana. El lecho ligeramente arrugado, y los médicos balbuceando cosas en torno a él, contemplando sobre las mesas los instrumentos del oficio, la balanza para pesar al recién nacido, y Miss Wilkinson en la puerta, retorciéndose las manos preguntando, preguntando, preguntando.
Julio Cortázar
1 Comentario:
Que chimba de pagina uff me sirvió mucho
ademas q hay demaciados buenos libros
Los comentarios son moderados debido a la gran cantidad de span.
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