El sueño…
el sueño es el hermano de la muerte.
Así que túmbate bajo este esqueleto en la frialdad de la tumba.
Permite que el abrazo de sus muertos brazos
te mantenga totalmente a salvo y dormido.
Enterrado en un sueño…
silenciosamente….
Para siempre bajo tierra




Licantropia - El siglo de las luces





- Cap XVI -

EL SIGLO DE LAS LUCES

Primero demonizados y luego perseguidos implacablemente por su supuesta peligrosidad, hacia el siglo XVIII los lobos europeos comienzan a ser cada vez menos. Luego de su desaparición de Inglaterra y Gales, promediando el siglo, también desaparecieron de Irlanda y Escocia. Otro tanto ocurrió con los de Bélgica, Holanda y Dinamarca. En otras regiones –como Italia, Alemania, España y Portugal– su número se iría acotando progresivamente. En Francia –donde, según se vio, los luparii los habían combatido durante varios siglos–, los estragos eran tantos que Francisco I, en 1520, se vio obligado a crear un nuevo cuerpo para combatirlos: los Lieutenants de Louveterie («Tenientes de Lobería»), bajo las órdenes del gran lobero real, secundado por oficiales y sargentos distribuidos en las distintas comarcas del reino, con la responsabilidad de organizar grandes batidas para eliminarlos del país.
Los resultados no fueron los esperados porque, en 1583, Enrique IV tuvo que reforzar las acciones del cuerpo con una ordenanza que obligaba a todos los señores a unirse a la lucha contra los lobos. Estos, luego de las guerras de religión, de las hambrunas y pestes subsiguientes, se daban verdaderos banquetes con los numerosos cadáveres que yacían en los campos. Así, de acuerdo con un fragmento del Annuaire de la Lozère, recogido por Guy Crouzet,

la mayor parte de los llanos de la región sólo está habitada por lobos y por otras bestias salvajes que se encarnizan tanto sobre los cuerpos amontonados de los que murieron de la peste o de hambre que apenas quienes quedaron en las ciudades pueden garantizar su defensa ante la violencia y la ferocidad de esas fieras.

En 1601, cansado de la cuestión, Enrique IV tuvo que volver a subir la apuesta, ofreciendo primas a los matadores de lobos. A partir de entonces el problema comenzó lentamente a orientarse hacia una concreta solución, alentada por sucesivos monarcas, que finalmente se alcanzó según lo demuestran las estadísticas: de acuerdo con la antropóloga francesa Sophie Bobbé, el progresivo éxito del sistema de recompensas fue tal que, «mientras que en el siglo XVIII los lobos ocupaban el 90% del territorio francés, a principios del siglo XIX sólo ocupaban el 50% contra el 10% que ocuparon a fines de ese siglo» . Para las estadísticas, el último lobo francés fue extinguido en 1919.
La disminución del número de lobos, en conjunción con la declinación progresiva de la caza de brujas, debida acaso a un cambio de mentalidad y a las nuevas ideas, hizo que, promediando el siglo XVII, los juicios por licantropía comenzaran a mermar. No así la creencia en los hombres lobo, para entonces bien arraigada en el imaginario popular de las clases bajas y de los campesinos. Basten entonces dos historias para justificar lo dicho.
La primera es bien conocida por todos, aunque no en la versión que sigue. Reproducida por Robert Darnton, a partir de uno de los treinta y cinco relatos similares que recogieron Paul Delarue y Marie-Louise Tenéze en Le Conté populaire français, la historia de «Caperucita Roja» muestra sus ribetes inquietantes:

Había una vez una niñita a la que su madre le dijo que llevara pan y leche a su abuela. Mientras la niña caminaba por el bosque, un lobo se le acercó y le preguntó adonde se dirigía.

–A la casa de mi abuela –le contestó.
–¿Qué camino vas a tomar, el camino de las agujas o el de los alfileres?
–El camino de las agujas.
El lobo tomó el camino de los alfileres y llegó primero a la casa. Mató a la abuela, puso su sangre en una botella y partió su carne en rebanadas sobre un platón. Después se vistió con el camisón de la abuela y esperó acostado en la cama.
La niña tocó a la puerta.
–Entra, hijita.
–¿Cómo estás, abuelita? Te traje pan y leche.
–Come tú también, hijita. Hay carne y vino en la alacena.
La pequeña comió así lo que se le ofrecía; y mientras lo hacía, un gatito dijo:
–¡Cochina! ¡Has comido la carne y has bebido la sangre de tu abuela!
Después el lobo le dijo:
–Desvístete y métete en la cama conmigo.
–¿Dónde pongo mi delantal?
–Tíralo al fuego; nunca más lo necesitarás.
¡ Cada vez que se quitaba una prenda (el corpiño, la falda, las enaguas y las medias), la niña hacía la misma pregunta; y cada vez el lobo le contestaba:
–Tíralo al fuego; nunca más lo necesitarás.
Cuando la niña se metió en la cama, preguntó:
–Abuela, ¿por qué estás tan peluda?
–Para calentarme mejor, hijita.
–Abuela, ¿por qué tienes esos hombros tan grandes?
–Para poder cargar mejor la leña, hijita.
–Abuela, ¿por qué tienes esas uñas tan grandes?
–Para rascarme mejor, hijita.
–Abuela, ¿por qué tienes esos dientes tan grandes?
–Para comerte mejor, hijita. Y el lobo se la comió.

Como se ve, existe un marcado contraste respecto de la versión que popularizó Charles Perrault –un profesional reputado, además de cortesano– en Les Histoires et contes du temps passé avec des moralités, ou contes de ma mère l'Oye (1697), y que luego pasó a Alemania, con grandes modificaciones, introducidas por la exiliada protestante Jeannette Hassenpflug, quien se había visto obligada a emigrar por la persecución religiosa. Esa mujer se instaló cerca de donde vivían los hermanos Grimm y, aparentemente, les transmitió una versión ya doblemente adulterada con un final todavía más feliz que el imaginado por Perrault. Sobre ese texto, más de un siglo después, trabajarían Erich Fromm y Bruno Betteíheim. Pero, para Darnton, ocupado en el estudio de la mentalidad campesina francesa del siglo XVIII,

«Caperucita Roja» tiene esa terrible irracionalidad que parece fuera de lugar en la Edad de la Razón. De hecho, la versión campesina supera en sexo y violencia a la de los psicoanalistas. (Como los hermanos Grimm y Perrault, Fromm y Bettelheim no mencionan el canibalismo que se comete en contra de la abuela ni el strip-tease de la niña antes de ser devorada.) Evidentemente, los campesinos no necesitaban una clave secreta para hablar de tabúes.

Pero, como ya se ha visto anteriormente, sí necesitaban un chivo expiatorio. Así como en los siglos anteriores Francia había responsabilizado a los licántropos de todas las perversiones que la sociedad había prohijado sin poder tolerar, a principios del Siglo de las Luces el culpable perfecto era un lobo con características demasiado humanas.
La otra historia que vale la pena referir fue tan impactante y espectacular que creó sus propias precursoras. Así, al menos, se percibe lo ocurrido entre 1693 y 1694, cuando una supuesta «bestia del bosque de Benais» mató aproximadamente a setenta y dos personas. Hay, no obstante quien sostiene que no se trataba de un único animal, sino de varios; quien habla de dos lobos o linces. Según los pocos documentos que se conservan, esas bestias se acercaban a la gente como si fueran perros falderos para luego saltarle a la garganta. Pero no se sabe mucho más del caso.
En 1712 unos supuestos lobos fueron también acusados de matar a más de cien personas en el bosque de Orléans.
Más tarde, entre 1715 (año de la coronación de Luis XV) y 1718 primero, y entre 1726 y 1730 después, la región de Haute Loire fue asolada por los llamados «lobos de Velay», en la ocasión carroñeros de los muertos por las guerras de religión, la hambruna o la peste.

notas:
131 Según anota Geneviève Carbone, «ese lenguaje de 'modistas' empleado por las sociedades rurales asigna los alfileres a las jovencitas en edad de casarse y las agujas, a las mujeres ya casadas» (Lapeur du loup, París, Découvertes Gallimard, Gallimard, 1991). La elección de la niña por el camino de las agujas se relacionaría entonces con el destino que la espera, cuando se meta en la cama con el lobo.
132 Darnton, Robert; «Los campesinos cuentan cuentos: el significado de Mamá Oca", en La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa (traducción de Carlos Valdés), México, Fondo de Cultura Económica, 1987.


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