Muerte en el frío
Cuando he perdido toda fe en el milagro,
cuando ya la esperanza dejó caer la última nota
y resuena un silencio sin fin, cóncavo y duro;
cuando el cielo de invierno no es más que la ceniza
de algo que ardió hace muchos, muchos siglos;
cuando me encuentro tan solo, tan solo,
que me busco en mi cuarto
como se busca, a veces, un objeto perdido,
una carta estrujada, en los rincones;
cuando cierro los ojos pensando inútilmente
que así estaré más lejos
de aquí, de mi, de todo
aquello que me acusa de no ser más que un muerto,
siento que estoy en el infierno frío,
en el invierno eterno
que congela la sangre en las arterias,
que seca las palabras amarillas,
que paraliza el sueño,
que pone una mordaza de hielo a nuestra boca
y dibuja las cosas con una línea dura.
Siento que estoy viviendo aquí mi muerte,
mi sola muerte presente,
mi muerte que no puedo compartir ni llorar,
mi muerte de que no me consolaré jamás.
Y comprendo de una vez para nunca
el clima del silencio
donde se nutre y perfecciona la muerte.
Y también la eficacia del frío
que preserva y purifica sin consumir como el fuego.
Y en el silencio escucho dentro de mí el trabajo
de un minucioso ejército de obreros que golpean
con diminutos martillos mi linfa y mi carne estremecidas;
siento cómo se besan
y juntas para siempre sus orillas
las islas que flotaban en mi cuerpo;
cómo el agua y la sangre
son otra vez la misma agua marina,
y cómo se hiela primero
y luego se vuelve cristal
y luego duro mármol,
hasta inmovilizarme en el tiempo más angustioso y lento,
con la vida secreta, muda e imperceptible
del mineral, del tronco, de la estatua.
Xavier Villaurrutia "Nostalgia de la muerte" (1938)
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