LOS PERDIDOS DIOSES GRIEGOS
Por Walter Otto
Por Walter Otto
Introducción
¿Nos importan los dioses griegos?
Admiramos las grandes obras de los griegos, su arquitectura, plástica, poesía, filosofía y ciencia. Somos conscientes de que ellos son los fundadores del espíritu europeo que, desde tantas generaciones, a través de renacimientos más o menos pronunciados, una y otra vez vuelve hacia ellos. Reconocemos que, a su manera, han creado casi por doquier obras ejemplares, insuperables y válidas para todos los tiempos. Homero, Píndaro, Esquilo y Sófocles, Fidias y Praxíteles, por no mencionar sino unos pocos, aún para nosotros son nombres de alto prestigio. Leemos a Hornero como si hubiese escrito para nosotros, emocionados contemplamos las estatuas y los templos de los dioses griegos, conmovidos seguimos el grandioso acontecer de la de la tragedia griega.
Pero los dioses mismos, de cuya existencia nos hablan estatuas y santuarios, los dioses cuyo espíritu vibra en toda la poesía de Hornero, los dioses glorificados en los cantos de Píndaro, que en las tragedias de Esquilo y Sófocles ponen norma y meta a la existencia humana, ¿realmente ya no nos importan nada?
¿Dónde estará entonces el error, en ellos o en nosotros?
¿No tenemos que decirnos que las obras imperecederas nunca hubieran sido lo que son sin los dioses, sin esos mismos dioses griegos que, al parecer, ya no nos importan? ¿No era acaso su espíritu, y ningún otro, el que despertó fuerzas creadoras cuyas obras, aún después de milenios, nos elevan el corazón, más aún, nos llenan de sentimientos de devoción? Pero entonces, ¿cómo puede ser que ya no nos importen? ¿Cómo podemos conformarnos con el juicio general de que hayan nacido de una ilusión primitiva y que se merecen un cierto interés solo en un nivel de evolución donde parecen acercarse un tanto a nuestra fe en lo Divino pero en un nivel en que, por cierto, ya no despiertan fuerza creadora alguna?
Ésta ha sido efectivamente la actitud de la filosofía hasta el día de hoy. Doctrinas de redención, ideas de inmortalidad, iniciaciones mistéricas y fenómenos similares, que hablan vivamente de la religiosidad moderna, se estudian con una seriedad sagrada, aunque no se puede negar que eran desconocidos para los representantes de la cosmovisión de la antigua Grecia desde Homero hasta Píndaro y los trágicos. Pero el prejuicio es tan poderoso, que ese desconocimiento se considera como un defecto lamentable y realmente propio de un pensamiento inmaduro, cuyos errores han de encontrar su explicación en la historia de la inteligencia humana.
Así sucede que el admirador de la poesía y del arte griegos se le escapa otra cosa no menos valiosa, más aún, la más valiosa de todas. ¡Ve ante sí las formas de la creación humana, pero nada llega a saber de la augusta forma que se escondía detrás de ella dándoles la vida: la divina!
Lo divino sólo puede ser vivenciado
En este libro seguiremos el camino opuesto. Los méritos de la investigación científica de las generaciones pasadas son innegables. Su diligente colección y clasificación nos ha proporcionado un material de datos del cual no disponían las épocas anteriores. Pero, a pesar de ese aparato de erudición y perspicacia, el resultado es ínfimo. Acerca de la esencia de las ideas religiosas de la antigua Grecia no nos han dicho más de lo que ya sabíamos, o sea lo que no era. No era de la naturaleza de la religión hebreo-cristiana. Por el contrario, era precisamente lo que ésta aborrecía, vale decir, politeísta, antropomórfica, naturalista, no del todo moral, en una palabra: "pagana". Pero, a diferencia de todas las demás religiones paganas, era griega. Casi nunca se ha osado preguntar en serio lo que esto significa. Dada la llamativa hermosura de las formas divinas, se creía poder hablar de una "religión artística" o sea, pues, de una religión que en el fondo no era tal.
Y causaba extrañeza que épocas tan grandiosas como la homérica y las que le seguían pudieran conformarse con una fe que abandonara tan completamente el alma humana en sus penas y nostalgias más profundas. Pues ¿qué podían ser para ella esos dioses, ninguna de los cuales era Dios en el sentido verdadero de la palabra?
Nosotros, empero, opondremos al prejuicio general otro menos superficial, o sea que los dioses no pueden ser inventados, ni ideados, ni representados, sino únicamente vivenciados.
A cada especie del género humano, lo Divino se le ha revelado a su manera, dando forma a su existencia y haciendo de ella lo que debía ser. Así también los griegos deben haber recibido su propia experiencia de lo Divino. Y cuando más apreciamos sus obras, tanto más importante ha de ser para nosotros preguntar cómo, precisamente, se les habrá ofrecido a ellos lo Divino. Y cuando más apreciamos sus obras, tanto más importante ha de ser para nosotros preguntar cómo, precisamente, se les habrá ofrecido a ellos lo Divino.
Las cosas celestiales y terrestres –escribe Goethe a Jacobi- constituyen un imperio tan vasto que solo los órganos de todos los seres en conjunto son capaces de aprehenderlo. ¿Cómo podía, pues, faltar en el gran coro de la humanidad la voz del más espiritual y productivo de todos los pueblos? Y es bien perceptible esa voz, si solo queremos escuchar lo que los grandes testigos a partir de Homero tienen para decirnos.
Pero, antes de entrar en materia, cabe decir algo más acerca de los prejuicios reinantes. Tenemos que someter a una breve interpretación las actitudes y teorías que siguen obstruyendo a la verdadera comprensión de la religión griega.
¿A qué se debe el desprecio por el mundo divino de los griegos?
¿Por qué se desprecia tanto el mundo de los antiguos griegos el cual, es cierto, se estudia con tesón científico como objeto de interés arqueológico, pero sin pensar que más allá de ellos podría tener un sentido y un valor que, como todo lo grande del pasado, también a nosotros podría darnos algo?
La razón principal arraiga, naturalmente, en la victoria de una religión que –en oposición a la tolerancia de todas las anteriores- se considera poseedora de una verdad, de modo que las representaciones de todas las demás, sobre todo de la griega y la romana, que hasta entonces reinaban en Europa, solo pueden ser erróneas y execrables.
A ello se agrega el hecho de que los elocuentes paladines de esa fe siempre han juzgado la religiosidad de los antiguos en función de sus manifestaciones más turbias.
Si antes llamamos la atención sobre la incomparable fuerza creadora de la idea divina griega, en este lugar deberíamos oponer aun al juicio condenatorio de los cristianos el hecho de que las grandes épocas del paganismo griego (y también del romano) han sido indudablemente más piadosas que las cristianas. Esto significa que la idea de la Divinidad, de lo que nos ha dado y de lo que le debemos, compenetraba entonces mucho más poderosamente la existencia humana en general. El oficio divino y la vida profana no estaban tan divorciados una de otra que al primero solo le pertenecieran ciertas ciertos días y horas, mientras que los asuntos mundanos podían ocupar podían ocupar toda la extensión que querían, siguiendo sus propias leyes. Un ejemplo clásico de ello nos lo ofrece la poesía, con la diferencia entre la obra de Homero y el Cantar de lo Nibelungos, diferencia sobre la cual Goethe escribió a Henriette von Knebel en una carta del 9 de noviembre de 1808 lo que sigue: "que en aquellas épocas [vale decir, las medievales] había reinado el verdadero paganismo, aunque tenían usos y costumbres eclesiásticos; porque Homero ha tenido relación con los dioses, mientras que en esa gente no se halla ni vestigio de reflejo celestial alguno".
Con todo, lo santiguos cristianos, por más que condenaran a las religiones antiguas, eran mucho más realistas que sus ilustrados descendientes.
Tomaban a los dioses griegos más en serio de lo que juzga conveniente la ciencia moderna.
Ya que no correspondían al único concepto verdadero de Dios, por lo menos tenían que ser poderes demoníacos, es decir, realidades a pesar de todo. Y así han conservado hasta nuestros días un cierto prestigio, como seres misteriosos de seductora atracción, con los cuales la fantasía se entregaba a un juego más o menos serio.
"Hermosos seres del país de las fábulas"
Las épocas de la Ilustración y del Clasicismo alemán gozaban con la hermosura de las figuras de los dioses griegos y con la riqueza inagotable de sus mitos. Pero eran para ellas "seres hermosos del país de las fábulas", según las llama el joven Schiller en su poema Los dioses de Grecia, seres que, para dolor del poeta, no pueden resistir la crítica del intelecto. Son contados los casos en que uno de los Olímpicos se presenta en toda su augusta grandeza ante los ojos de un poeta, tal como el Apolo Pítico ante el joven Goethe en el Wanderers Sturmlied ("Canción de tormenta del peregrino"):
"¡Weh! ¡Weh! Innere Wärme,
Seelenwarme,
Mittelpunkt!
Glüh´entgegen
Phoeb´ Apollen;
Kalt wird sonst
Sein Fü´rstenblick
Über dich vorü´bergleiten,
Neidgetroffen
Auf der Ceder Kraft verweilen,
Die zu grüner
Sein nicht harrt.
[Oh, ardor íntimo,
psíquica lumbre,
oh, punto medio de la creación!
Tu llamarada lánzale a Febo,
verás cuán fría
luego se trona
su soberana, regia mirada,
presa de envidia;
cual se detiene
sobre la quima del alto cedro
que ya no puede reverdecer.]
Mas en la "Noche de Walpurgis clásica" de la segunda parte del Fausto, donde el mito griego celebra una maravillosa resurrección, es característico que sólo aparecen seres semidivinos y demoníacos, y la enorme distancia que los separa del mundo divino propiamente dicho salta a la vista, si nos imaginamos a la diosa Afrodita cruzando el mar en lugar de Galatea. Hasta el divinamente inspirado rapsoda, Hölderlin, conoce a los grandes dioses únicamente como potencias naturales, Apolo como dios solar, Baco como dios del vino; o como modelos de un grandioso heroísmo, así Heracles. EL hecho de que sus Bienaventurados, de los cuales nos canta cosas tan conmovedoras, en el fondo no son la figura de la religión olímpica, se infiere del mero hecho de que cuenta entre ellos también a la persona de Cristo.
La receptividad del Romanticismo ante el mito
La primera oposición de importancia contra la ligereza de la interpretación de los mitos vino del gran filólogo Christian Gottlieb Heyne (desde 1763 profesor en Gotinga), el amigo de Winckelmann y maestro de los hermanos Schlegel. Él comprendió que era un error buscar el origen de los mitos en el reino de la fábula o de la poesía. Por el contrario, debía decirse que la fantasía poética había contribuido a su degeneración. Porque los mito son eran, para él, otra cosa que el lenguaje primordial de los espíritus, que solo en imágenes y metáforas sabían expresar su emoción frente a las grandiosas formas de la realidad universal. Con esto se admitía por primera vez que las representaciones míticas contenían una verdad, aunque tan sólo metafórica.
El Romanticismo parecía llamado a encontrar el camino hacia una comprensión más profunda del mito. Si Heyne había visto en la poesía un peligro para el mito, en adelante la aparición de los grandes poetas enseñaba que el poeta como tal ha sido tocado por el espíritu del mito y que de sus honduras eleva la palabra viviente. Y así se comprendió por fin que los mitos han de ser más que imágenes o metáforas de experiencias que el hombre puede hacer en cualquier momento: revelaciones existenciales reservadas a su propia hora estelar. Aproximar esas verdades primordiales a nuestro entendimiento era la aspiración de los espíritus geniales que, en vez de abordar los mitos con opiniones preconcebidas hasta entonces, trataban en primer lugar de elevarse a su altura, para escuchar su lenguaje, tal como lo expresa Schelling en su Filosofía de la mitología (Obras completas, II, 2, p.137).
"La cuestión no es cómo se debería manejar, torcer, unilateralizar o cercenar el fenómeno, para que sea aún más o menos explicable en función de principios que nosotros nos propusimos no rebasar, sino: hasta dónde tienen que ampliarse nuestros pensamientos para conservar la relación correspondiente con el fenómeno".
Aquí cabe recordar ante todo a un hombre cuya figura parece casi un mito ella misma en la historia de la mitología. Se trata de Jacob Joseph Görres, ese espíritu maravilloso que con su hálito inflamó poderosamente los fuegos dormidos del mito. Él podía atreverse a hablar de un saber del mito, un saber arcaico, sagrado y olvidado desde tiempos remotos, herencia de una humanidad prehistórica que, según su opinión, conservaba aún, como el recién nacido, una comunidad vital orgánica con la naturaleza maternal, de suerte que recibía de ella una cognición que,a l cortarse esa comunicación viva, necesariamente tenía que interrumpirse.
Al lado de él cabe mencionar en primer lugar a Schelling, cuyos discursos sobre la Filosofía de la mitología, iniciados en el año 1821, siguen siendo la iniciación más extraordinaria para encontrarse con el mito en sus propias alturas. No era posible imaginarlo con mayor realidad de la que le atribuía Schelling en su doctrina, expuesta con asombrosa erudición, según la cual en la historia de la formación de los mitos, las luchas y potestades de la génesis del mundo no se reflejaban, sino que más bien se continúan.
Los límites y la desaparición de la investigación mitológica viva
Cuando, en la segunda mitad dela década del cincuenta, se publicaron en forma póstuma las principal sobras mitológicas de Schelling, el sentido de la investigación mitológica viva ya se había perdido.
En el año 1810 se había publicado el primer tomo de la obra de Friedrich Creuzer (Symbolik und Mythologie der alten Völker, besonders der Griechen "Simbolismo y mitología de los pueblos antiguos, en particular de los griegos"). Surtió un gran efecto. También Schelling aprendió mucho de él. Pero era peligroso el ensayo que así se emprendía. Donde el espíritu filosófico religioso de Görres había recibido grandiosas visiones, Creuzer, con su tremenda erudición y sus artes interpretativas, creía poder hacer comprobaciones científicas concretas. Ello provocó la resistencia enconada de los especialistas. Christian August Lobeck, más sólidamente informado y de un pensamiento más perspicaz, no tuvo dificultades en derrumbar sus construcciones, y luego de publicar su Aglaophamus (1829) parecía que la investigación mitológica no había logrado absolutamente nada. Por cierto quedaba en descubierto lo cuestionable del método de Creuzer, enseñanzas que él creía descifrar en los antiguos mitos, y prevenido expresamente todo el que sintiera deseos de seguir el mismo camino. Pero ¿qué tenía que ofrecer por su parte el severo crítico? ¿Qué espíritu podía vanagloriarse ahora, luego de haberle tapado la boca a la sagrada seriedad por sus equivocaciones? ¡El más superficial esclarecimiento! Le había sido fácil desenmascarar como iluso al entusiasta, porque para él todo era tan sencillo y carente de problemática que cualquier niño podía comprenderlo. Detrás de los venerables cultos y mitos no había, en realidad, nada digno de dedicarle algún pensamiento más profundo.
En la polémica desencadenada por el simbolismo de Creuzer, la auténtica investigación mitológica recibió el golpe de gracia y hasta el día de hoy no ha sido resucitada.
La incomprensión de los dioses, vistos como resultado de errores primitivos
No es mi intención escribir una historia de la investigación mitológica a partir del Clasicismo alemán. Para lo que trato de demostrar aquí, es suficiente señalar unos pocos puntos, de modo que más de un nombre prestigioso quedará sin mencionar.
Dirigiremos ahora nuestra atención a la segunda mitad del siglo XIX, era de las ciencias naturales en poderoso auge y del darwinismo, en la cual se ha fundado la opinión, aún hoy casi universalmente aceptada, acerca de las religiones míticas, especialmente la griega.
Por religiones míticas se comprenden las politeístas, debido a cuya multiplicidad de dioses, mundanidad, plasticidad y antropomorfismo, el hombre de educación cristiana (o judía o musulmana) parece comprobar en ellas la ausencia de lo genuinamente divino como unidad, trascendencia, omnipotencia, omnisciencia y bondad infinita, y con ello la seriedad religiosa de la veneración del Legislador, Juez y Conciliador.
Esto se refiere particularmente al corro olímpico de los dioses griegos, tan encantadores como figuras, quienes desde ese punto de vista, son, con mucho, demasiado terrenales para merecer verdaderamente el nombre de Dios. Por eso se creía tener que reservar a la estética y al evolucionismo científico el juicio acerca de su esencia y origen.
Y éstos pusieron en el lugar de la auténtica investigación religiosa una teoría sobre los rudimentos del pensamiento humano y su desarrollo en el transcurso de los milenios. Premisa sobreentendida era que los comienzos debían imaginarse lo más burdos posible. Con esto entraban en pugna, por cierto, con la enseñanza bíblica, según la cual el único Dios se había revelado al hombre en el comienzo de todas las cosas. Pero, con todo, la ciencia prestó un gran servicio a la teología dándole la prueba exacta de que la creencia en las divinidades paganas, tan molestas, podía explicarse únicamente en función de primitivos errores.
¡Y esos errores! Era sintomático que se tratara exclusivamente de equivocaciones del pensar y experimentar lógicos, pues el hombre de la era de mitos y cultos no podía ser en el fondo distinto hombre racional y técnico del siglo XIX.
El animismo. E. B. Tylor, H. Usener
Las principales obras que indicaron el camino a la ciencia europea y que hasta en una obra tan importante como Psyche, Seelenkult und Unsterblichkeitsglaube der Griechen ("Psiques; el culto de las almas y la creencia en la inmortalidad de los griegos"), de Erwin Rohde, surtieron un efecto decisivo, provenían de sabios ingleses. Después de Herbert Spencer, cuya obra principal (PrincipIes of Sociology) empezó a publicarse en 1860, apareció E. B. Tylor con su célebre Primitive Culture (1871), en la cual se fundaba la teoría extraordinariamente exitosa del llamado animismo. Según ella, el hombre primitivo, meditando sobre el extraño fenómeno del sueño y más aún sobre la diferencia entre el cuerpo muerto y el vivo, habría llegado a la conclusión de que debería existir un ser invisible, un "alma" que serviría de sustrato a la vida y cuya ausencia temporal o definitiva causaría el sueño o la muerte. Así, el pensamiento de esos hombres primitivos habría descubierto un principio explicativo aplicable incluso a la vida de animales y plantas y, más aún, a cosas y fenómenos extraños y horripilantes de toda índole: todos ellos podrían abrigar un alma o un espíritu, es decir que en el fondo podían ser similares al hombre y personales, aunque muy superiores a él. De esta suerte, un pensamiento enteramente natural conducía del concepto primitivo de un alma a la idea de seres sobrehumanos y finalmente, puesto que por definición el alma podía existir también sin cuerpo material, a la creencia en los dioses.
Un evolucionismo similar, pero sin tomar en consideración el "animismo", fue establecido por Hermann Usener en su libro Götternamen, Versuch einer Entwicklungslehre der religiösen Begriffsbildung ("Los nombres de los dioses. Ensayo de una teoría evolutiva sobre la formación de los conceptos religiosos") (1895). A él se deben los conceptos, todavía en uso, de los "dioses momentáneos" (Augenblicksgötter) y "dioses particulares" (Sondergötter). Pues, en su opinión, los hombres concebían primitivamente como dioses tan solo los acontecimientos más simples, y en primer lugar, los acaecimientos sorprendentes de un solo momento; parecían confirmárselo así ciertas consagraciones culturales, documentadas aún en tiempos históricos, y sobre todo un grupo extraño de nombres de dioses romanos, compilados hacia fines de la República por el sabio Varrón, que a los antiguos padres de la Iglesia había ofrecido un material bienvenido para burlarse de la religión pagana. Esos dioses momentáneos y particulares tan restringidos se iban elevando entonces, según Usener, en el curso de los tiempos, a categorías cada vez más altas, a medida que se iba oscureciendo el sentido primitivo de sus denominaciones objetivas, de manera que podían considerarse como nombres propios de seres personales, ya no confinados a la estrechez de un solo campo de acción, sino que podían extender cada vez más la esfera de su poder.
Mas con esto quedaba abierto el camino hacia una evolución ascendente e imprevisible.
Expuestas tan concisamente, las enseñanzas de los investigadores mencionadas suenan faltas de vida y poco convincentes, por grande que haya sido el efecto que ejercieron en la investigación posterior. Pero tanto Taylor como Usener ejecutaron su plan con tanta inteligencia y tanto saber, que hasta sus errores son fructíferos y sus obras nunca pueden caducar del todo.
¿Nos importan los dioses griegos?
Admiramos las grandes obras de los griegos, su arquitectura, plástica, poesía, filosofía y ciencia. Somos conscientes de que ellos son los fundadores del espíritu europeo que, desde tantas generaciones, a través de renacimientos más o menos pronunciados, una y otra vez vuelve hacia ellos. Reconocemos que, a su manera, han creado casi por doquier obras ejemplares, insuperables y válidas para todos los tiempos. Homero, Píndaro, Esquilo y Sófocles, Fidias y Praxíteles, por no mencionar sino unos pocos, aún para nosotros son nombres de alto prestigio. Leemos a Hornero como si hubiese escrito para nosotros, emocionados contemplamos las estatuas y los templos de los dioses griegos, conmovidos seguimos el grandioso acontecer de la de la tragedia griega.
Pero los dioses mismos, de cuya existencia nos hablan estatuas y santuarios, los dioses cuyo espíritu vibra en toda la poesía de Hornero, los dioses glorificados en los cantos de Píndaro, que en las tragedias de Esquilo y Sófocles ponen norma y meta a la existencia humana, ¿realmente ya no nos importan nada?
¿Dónde estará entonces el error, en ellos o en nosotros?
¿No tenemos que decirnos que las obras imperecederas nunca hubieran sido lo que son sin los dioses, sin esos mismos dioses griegos que, al parecer, ya no nos importan? ¿No era acaso su espíritu, y ningún otro, el que despertó fuerzas creadoras cuyas obras, aún después de milenios, nos elevan el corazón, más aún, nos llenan de sentimientos de devoción? Pero entonces, ¿cómo puede ser que ya no nos importen? ¿Cómo podemos conformarnos con el juicio general de que hayan nacido de una ilusión primitiva y que se merecen un cierto interés solo en un nivel de evolución donde parecen acercarse un tanto a nuestra fe en lo Divino pero en un nivel en que, por cierto, ya no despiertan fuerza creadora alguna?
Ésta ha sido efectivamente la actitud de la filosofía hasta el día de hoy. Doctrinas de redención, ideas de inmortalidad, iniciaciones mistéricas y fenómenos similares, que hablan vivamente de la religiosidad moderna, se estudian con una seriedad sagrada, aunque no se puede negar que eran desconocidos para los representantes de la cosmovisión de la antigua Grecia desde Homero hasta Píndaro y los trágicos. Pero el prejuicio es tan poderoso, que ese desconocimiento se considera como un defecto lamentable y realmente propio de un pensamiento inmaduro, cuyos errores han de encontrar su explicación en la historia de la inteligencia humana.
Así sucede que el admirador de la poesía y del arte griegos se le escapa otra cosa no menos valiosa, más aún, la más valiosa de todas. ¡Ve ante sí las formas de la creación humana, pero nada llega a saber de la augusta forma que se escondía detrás de ella dándoles la vida: la divina!
Lo divino sólo puede ser vivenciado
En este libro seguiremos el camino opuesto. Los méritos de la investigación científica de las generaciones pasadas son innegables. Su diligente colección y clasificación nos ha proporcionado un material de datos del cual no disponían las épocas anteriores. Pero, a pesar de ese aparato de erudición y perspicacia, el resultado es ínfimo. Acerca de la esencia de las ideas religiosas de la antigua Grecia no nos han dicho más de lo que ya sabíamos, o sea lo que no era. No era de la naturaleza de la religión hebreo-cristiana. Por el contrario, era precisamente lo que ésta aborrecía, vale decir, politeísta, antropomórfica, naturalista, no del todo moral, en una palabra: "pagana". Pero, a diferencia de todas las demás religiones paganas, era griega. Casi nunca se ha osado preguntar en serio lo que esto significa. Dada la llamativa hermosura de las formas divinas, se creía poder hablar de una "religión artística" o sea, pues, de una religión que en el fondo no era tal.
Y causaba extrañeza que épocas tan grandiosas como la homérica y las que le seguían pudieran conformarse con una fe que abandonara tan completamente el alma humana en sus penas y nostalgias más profundas. Pues ¿qué podían ser para ella esos dioses, ninguna de los cuales era Dios en el sentido verdadero de la palabra?
Nosotros, empero, opondremos al prejuicio general otro menos superficial, o sea que los dioses no pueden ser inventados, ni ideados, ni representados, sino únicamente vivenciados.
A cada especie del género humano, lo Divino se le ha revelado a su manera, dando forma a su existencia y haciendo de ella lo que debía ser. Así también los griegos deben haber recibido su propia experiencia de lo Divino. Y cuando más apreciamos sus obras, tanto más importante ha de ser para nosotros preguntar cómo, precisamente, se les habrá ofrecido a ellos lo Divino. Y cuando más apreciamos sus obras, tanto más importante ha de ser para nosotros preguntar cómo, precisamente, se les habrá ofrecido a ellos lo Divino.
Las cosas celestiales y terrestres –escribe Goethe a Jacobi- constituyen un imperio tan vasto que solo los órganos de todos los seres en conjunto son capaces de aprehenderlo. ¿Cómo podía, pues, faltar en el gran coro de la humanidad la voz del más espiritual y productivo de todos los pueblos? Y es bien perceptible esa voz, si solo queremos escuchar lo que los grandes testigos a partir de Homero tienen para decirnos.
Pero, antes de entrar en materia, cabe decir algo más acerca de los prejuicios reinantes. Tenemos que someter a una breve interpretación las actitudes y teorías que siguen obstruyendo a la verdadera comprensión de la religión griega.
¿A qué se debe el desprecio por el mundo divino de los griegos?
¿Por qué se desprecia tanto el mundo de los antiguos griegos el cual, es cierto, se estudia con tesón científico como objeto de interés arqueológico, pero sin pensar que más allá de ellos podría tener un sentido y un valor que, como todo lo grande del pasado, también a nosotros podría darnos algo?
La razón principal arraiga, naturalmente, en la victoria de una religión que –en oposición a la tolerancia de todas las anteriores- se considera poseedora de una verdad, de modo que las representaciones de todas las demás, sobre todo de la griega y la romana, que hasta entonces reinaban en Europa, solo pueden ser erróneas y execrables.
A ello se agrega el hecho de que los elocuentes paladines de esa fe siempre han juzgado la religiosidad de los antiguos en función de sus manifestaciones más turbias.
Si antes llamamos la atención sobre la incomparable fuerza creadora de la idea divina griega, en este lugar deberíamos oponer aun al juicio condenatorio de los cristianos el hecho de que las grandes épocas del paganismo griego (y también del romano) han sido indudablemente más piadosas que las cristianas. Esto significa que la idea de la Divinidad, de lo que nos ha dado y de lo que le debemos, compenetraba entonces mucho más poderosamente la existencia humana en general. El oficio divino y la vida profana no estaban tan divorciados una de otra que al primero solo le pertenecieran ciertas ciertos días y horas, mientras que los asuntos mundanos podían ocupar podían ocupar toda la extensión que querían, siguiendo sus propias leyes. Un ejemplo clásico de ello nos lo ofrece la poesía, con la diferencia entre la obra de Homero y el Cantar de lo Nibelungos, diferencia sobre la cual Goethe escribió a Henriette von Knebel en una carta del 9 de noviembre de 1808 lo que sigue: "que en aquellas épocas [vale decir, las medievales] había reinado el verdadero paganismo, aunque tenían usos y costumbres eclesiásticos; porque Homero ha tenido relación con los dioses, mientras que en esa gente no se halla ni vestigio de reflejo celestial alguno".
Con todo, lo santiguos cristianos, por más que condenaran a las religiones antiguas, eran mucho más realistas que sus ilustrados descendientes.
Tomaban a los dioses griegos más en serio de lo que juzga conveniente la ciencia moderna.
Ya que no correspondían al único concepto verdadero de Dios, por lo menos tenían que ser poderes demoníacos, es decir, realidades a pesar de todo. Y así han conservado hasta nuestros días un cierto prestigio, como seres misteriosos de seductora atracción, con los cuales la fantasía se entregaba a un juego más o menos serio.
"Hermosos seres del país de las fábulas"
Las épocas de la Ilustración y del Clasicismo alemán gozaban con la hermosura de las figuras de los dioses griegos y con la riqueza inagotable de sus mitos. Pero eran para ellas "seres hermosos del país de las fábulas", según las llama el joven Schiller en su poema Los dioses de Grecia, seres que, para dolor del poeta, no pueden resistir la crítica del intelecto. Son contados los casos en que uno de los Olímpicos se presenta en toda su augusta grandeza ante los ojos de un poeta, tal como el Apolo Pítico ante el joven Goethe en el Wanderers Sturmlied ("Canción de tormenta del peregrino"):
"¡Weh! ¡Weh! Innere Wärme,
Seelenwarme,
Mittelpunkt!
Glüh´entgegen
Phoeb´ Apollen;
Kalt wird sonst
Sein Fü´rstenblick
Über dich vorü´bergleiten,
Neidgetroffen
Auf der Ceder Kraft verweilen,
Die zu grüner
Sein nicht harrt.
[Oh, ardor íntimo,
psíquica lumbre,
oh, punto medio de la creación!
Tu llamarada lánzale a Febo,
verás cuán fría
luego se trona
su soberana, regia mirada,
presa de envidia;
cual se detiene
sobre la quima del alto cedro
que ya no puede reverdecer.]
Mas en la "Noche de Walpurgis clásica" de la segunda parte del Fausto, donde el mito griego celebra una maravillosa resurrección, es característico que sólo aparecen seres semidivinos y demoníacos, y la enorme distancia que los separa del mundo divino propiamente dicho salta a la vista, si nos imaginamos a la diosa Afrodita cruzando el mar en lugar de Galatea. Hasta el divinamente inspirado rapsoda, Hölderlin, conoce a los grandes dioses únicamente como potencias naturales, Apolo como dios solar, Baco como dios del vino; o como modelos de un grandioso heroísmo, así Heracles. EL hecho de que sus Bienaventurados, de los cuales nos canta cosas tan conmovedoras, en el fondo no son la figura de la religión olímpica, se infiere del mero hecho de que cuenta entre ellos también a la persona de Cristo.
La receptividad del Romanticismo ante el mito
La primera oposición de importancia contra la ligereza de la interpretación de los mitos vino del gran filólogo Christian Gottlieb Heyne (desde 1763 profesor en Gotinga), el amigo de Winckelmann y maestro de los hermanos Schlegel. Él comprendió que era un error buscar el origen de los mitos en el reino de la fábula o de la poesía. Por el contrario, debía decirse que la fantasía poética había contribuido a su degeneración. Porque los mito son eran, para él, otra cosa que el lenguaje primordial de los espíritus, que solo en imágenes y metáforas sabían expresar su emoción frente a las grandiosas formas de la realidad universal. Con esto se admitía por primera vez que las representaciones míticas contenían una verdad, aunque tan sólo metafórica.
El Romanticismo parecía llamado a encontrar el camino hacia una comprensión más profunda del mito. Si Heyne había visto en la poesía un peligro para el mito, en adelante la aparición de los grandes poetas enseñaba que el poeta como tal ha sido tocado por el espíritu del mito y que de sus honduras eleva la palabra viviente. Y así se comprendió por fin que los mitos han de ser más que imágenes o metáforas de experiencias que el hombre puede hacer en cualquier momento: revelaciones existenciales reservadas a su propia hora estelar. Aproximar esas verdades primordiales a nuestro entendimiento era la aspiración de los espíritus geniales que, en vez de abordar los mitos con opiniones preconcebidas hasta entonces, trataban en primer lugar de elevarse a su altura, para escuchar su lenguaje, tal como lo expresa Schelling en su Filosofía de la mitología (Obras completas, II, 2, p.137).
"La cuestión no es cómo se debería manejar, torcer, unilateralizar o cercenar el fenómeno, para que sea aún más o menos explicable en función de principios que nosotros nos propusimos no rebasar, sino: hasta dónde tienen que ampliarse nuestros pensamientos para conservar la relación correspondiente con el fenómeno".
Aquí cabe recordar ante todo a un hombre cuya figura parece casi un mito ella misma en la historia de la mitología. Se trata de Jacob Joseph Görres, ese espíritu maravilloso que con su hálito inflamó poderosamente los fuegos dormidos del mito. Él podía atreverse a hablar de un saber del mito, un saber arcaico, sagrado y olvidado desde tiempos remotos, herencia de una humanidad prehistórica que, según su opinión, conservaba aún, como el recién nacido, una comunidad vital orgánica con la naturaleza maternal, de suerte que recibía de ella una cognición que,a l cortarse esa comunicación viva, necesariamente tenía que interrumpirse.
Al lado de él cabe mencionar en primer lugar a Schelling, cuyos discursos sobre la Filosofía de la mitología, iniciados en el año 1821, siguen siendo la iniciación más extraordinaria para encontrarse con el mito en sus propias alturas. No era posible imaginarlo con mayor realidad de la que le atribuía Schelling en su doctrina, expuesta con asombrosa erudición, según la cual en la historia de la formación de los mitos, las luchas y potestades de la génesis del mundo no se reflejaban, sino que más bien se continúan.
Los límites y la desaparición de la investigación mitológica viva
Cuando, en la segunda mitad dela década del cincuenta, se publicaron en forma póstuma las principal sobras mitológicas de Schelling, el sentido de la investigación mitológica viva ya se había perdido.
En el año 1810 se había publicado el primer tomo de la obra de Friedrich Creuzer (Symbolik und Mythologie der alten Völker, besonders der Griechen "Simbolismo y mitología de los pueblos antiguos, en particular de los griegos"). Surtió un gran efecto. También Schelling aprendió mucho de él. Pero era peligroso el ensayo que así se emprendía. Donde el espíritu filosófico religioso de Görres había recibido grandiosas visiones, Creuzer, con su tremenda erudición y sus artes interpretativas, creía poder hacer comprobaciones científicas concretas. Ello provocó la resistencia enconada de los especialistas. Christian August Lobeck, más sólidamente informado y de un pensamiento más perspicaz, no tuvo dificultades en derrumbar sus construcciones, y luego de publicar su Aglaophamus (1829) parecía que la investigación mitológica no había logrado absolutamente nada. Por cierto quedaba en descubierto lo cuestionable del método de Creuzer, enseñanzas que él creía descifrar en los antiguos mitos, y prevenido expresamente todo el que sintiera deseos de seguir el mismo camino. Pero ¿qué tenía que ofrecer por su parte el severo crítico? ¿Qué espíritu podía vanagloriarse ahora, luego de haberle tapado la boca a la sagrada seriedad por sus equivocaciones? ¡El más superficial esclarecimiento! Le había sido fácil desenmascarar como iluso al entusiasta, porque para él todo era tan sencillo y carente de problemática que cualquier niño podía comprenderlo. Detrás de los venerables cultos y mitos no había, en realidad, nada digno de dedicarle algún pensamiento más profundo.
En la polémica desencadenada por el simbolismo de Creuzer, la auténtica investigación mitológica recibió el golpe de gracia y hasta el día de hoy no ha sido resucitada.
La incomprensión de los dioses, vistos como resultado de errores primitivos
No es mi intención escribir una historia de la investigación mitológica a partir del Clasicismo alemán. Para lo que trato de demostrar aquí, es suficiente señalar unos pocos puntos, de modo que más de un nombre prestigioso quedará sin mencionar.
Dirigiremos ahora nuestra atención a la segunda mitad del siglo XIX, era de las ciencias naturales en poderoso auge y del darwinismo, en la cual se ha fundado la opinión, aún hoy casi universalmente aceptada, acerca de las religiones míticas, especialmente la griega.
Por religiones míticas se comprenden las politeístas, debido a cuya multiplicidad de dioses, mundanidad, plasticidad y antropomorfismo, el hombre de educación cristiana (o judía o musulmana) parece comprobar en ellas la ausencia de lo genuinamente divino como unidad, trascendencia, omnipotencia, omnisciencia y bondad infinita, y con ello la seriedad religiosa de la veneración del Legislador, Juez y Conciliador.
Esto se refiere particularmente al corro olímpico de los dioses griegos, tan encantadores como figuras, quienes desde ese punto de vista, son, con mucho, demasiado terrenales para merecer verdaderamente el nombre de Dios. Por eso se creía tener que reservar a la estética y al evolucionismo científico el juicio acerca de su esencia y origen.
Y éstos pusieron en el lugar de la auténtica investigación religiosa una teoría sobre los rudimentos del pensamiento humano y su desarrollo en el transcurso de los milenios. Premisa sobreentendida era que los comienzos debían imaginarse lo más burdos posible. Con esto entraban en pugna, por cierto, con la enseñanza bíblica, según la cual el único Dios se había revelado al hombre en el comienzo de todas las cosas. Pero, con todo, la ciencia prestó un gran servicio a la teología dándole la prueba exacta de que la creencia en las divinidades paganas, tan molestas, podía explicarse únicamente en función de primitivos errores.
¡Y esos errores! Era sintomático que se tratara exclusivamente de equivocaciones del pensar y experimentar lógicos, pues el hombre de la era de mitos y cultos no podía ser en el fondo distinto hombre racional y técnico del siglo XIX.
El animismo. E. B. Tylor, H. Usener
Las principales obras que indicaron el camino a la ciencia europea y que hasta en una obra tan importante como Psyche, Seelenkult und Unsterblichkeitsglaube der Griechen ("Psiques; el culto de las almas y la creencia en la inmortalidad de los griegos"), de Erwin Rohde, surtieron un efecto decisivo, provenían de sabios ingleses. Después de Herbert Spencer, cuya obra principal (PrincipIes of Sociology) empezó a publicarse en 1860, apareció E. B. Tylor con su célebre Primitive Culture (1871), en la cual se fundaba la teoría extraordinariamente exitosa del llamado animismo. Según ella, el hombre primitivo, meditando sobre el extraño fenómeno del sueño y más aún sobre la diferencia entre el cuerpo muerto y el vivo, habría llegado a la conclusión de que debería existir un ser invisible, un "alma" que serviría de sustrato a la vida y cuya ausencia temporal o definitiva causaría el sueño o la muerte. Así, el pensamiento de esos hombres primitivos habría descubierto un principio explicativo aplicable incluso a la vida de animales y plantas y, más aún, a cosas y fenómenos extraños y horripilantes de toda índole: todos ellos podrían abrigar un alma o un espíritu, es decir que en el fondo podían ser similares al hombre y personales, aunque muy superiores a él. De esta suerte, un pensamiento enteramente natural conducía del concepto primitivo de un alma a la idea de seres sobrehumanos y finalmente, puesto que por definición el alma podía existir también sin cuerpo material, a la creencia en los dioses.
Un evolucionismo similar, pero sin tomar en consideración el "animismo", fue establecido por Hermann Usener en su libro Götternamen, Versuch einer Entwicklungslehre der religiösen Begriffsbildung ("Los nombres de los dioses. Ensayo de una teoría evolutiva sobre la formación de los conceptos religiosos") (1895). A él se deben los conceptos, todavía en uso, de los "dioses momentáneos" (Augenblicksgötter) y "dioses particulares" (Sondergötter). Pues, en su opinión, los hombres concebían primitivamente como dioses tan solo los acontecimientos más simples, y en primer lugar, los acaecimientos sorprendentes de un solo momento; parecían confirmárselo así ciertas consagraciones culturales, documentadas aún en tiempos históricos, y sobre todo un grupo extraño de nombres de dioses romanos, compilados hacia fines de la República por el sabio Varrón, que a los antiguos padres de la Iglesia había ofrecido un material bienvenido para burlarse de la religión pagana. Esos dioses momentáneos y particulares tan restringidos se iban elevando entonces, según Usener, en el curso de los tiempos, a categorías cada vez más altas, a medida que se iba oscureciendo el sentido primitivo de sus denominaciones objetivas, de manera que podían considerarse como nombres propios de seres personales, ya no confinados a la estrechez de un solo campo de acción, sino que podían extender cada vez más la esfera de su poder.
Mas con esto quedaba abierto el camino hacia una evolución ascendente e imprevisible.
Expuestas tan concisamente, las enseñanzas de los investigadores mencionadas suenan faltas de vida y poco convincentes, por grande que haya sido el efecto que ejercieron en la investigación posterior. Pero tanto Taylor como Usener ejecutaron su plan con tanta inteligencia y tanto saber, que hasta sus errores son fructíferos y sus obras nunca pueden caducar del todo.
La Mitología griega son creencias y observancias rituales de los antiguos griegos, cuya civilización se fue configurando hacia el año 2000 a.C. Consiste principalmente en un cuerpo de diversas historias y leyendas sobre una gran variedad de dioses. La mitología griega se desarrolló plenamente alrededor del año 700 a.C. Por esa fecha aparecieron tres colecciones clásicas de mitos: la Teogonía del poeta Hesíodo y la Iliada y la Odisea del poeta Homero.
La mitología griega tiene varios rasgos distintivos. Los dioses griegos se parecen exteriormente a los seres humanos y revelan también sentimientos humanos. A diferencia de otras religiones antiguas como el hinduismo o el judaísmo, la mitología griega no incluye revelaciones especiales o enseñanzas espirituales. Prácticas y creencias también varían ampliamente, sin una estructura formal — como una institución religiosa de gobierno — ni un código escrito, como un libro sagrado.
Principales dioses
Los griegos creían que los dioses habían elegido el monte Olimpo, en una región de Grecia llamada Tesalia, como su residencia. En el Olimpo, los dioses formaban una sociedad organizada en términos de autoridad y poderes, se movían con total libertad y formaban tres grupos que controlaban sendos poderes: el cielo o firmamento, el mar y la tierra.
Los doce dioses principales, habitualmente llamados Olímpicos, eran Zeus, Hera, Hefesto, Atenea, Apolo, Artemisa, Ares, Afrodita, Hestia, Hermes, Deméter y Poseidón.
Zeus es en la mitología griega, dios del cielo y soberano de los dioses olímpicos. Zeus corresponde al dios romano Júpiter.
Según Homero, se consideraba a Zeus padre de los dioses y de los mortales. No fue el creador de los dioses y de los hombres; era su padre, en el sentido de protector y soberano tanto de la familia olímpica como de la raza humana. Señor del cielo, dios de la lluvia y acumulador de nubes blandía el terrible rayo. Su arma principal era la égida, su ave, el águila, su árbol, el roble. Zeus presidía a los dioses en el monte Olimpo, en Tesalia. Sus principales templos estaban en Dódona, en el Epiro, la tierra de los robles y del templo más antiguo, famoso por su oráculo, y en Olimpia, donde se celebraban los juegos olímpicos en su honor cada cuatro años. Los juegos de Nemea, al noroeste de Argos, también estaban dedicados a Zeus.
Zeus era el hijo menor del titán Cronos y de la titánida Rea y hermano de las divinidades Poseidón, Hades, Hestia, Deméter y Hera. De acuerdo con uno de los mitos antiguos sobre el nacimiento de Zeus, Cronos, temiendo ser destronado por uno de sus hijos, los devoraba cuando nacían. Al nacer Zeus, Rea envolvió una piedra con pañales para engañar a Cronos y ocultó al dios niño en Creta, donde se alimentó con la leche de la cabra Amaltea y lo criaron unas ninfas. Cuando Zeus llegó a la madurez, obligó a Cronos a vomitar a los otros hijos, que estaban deseosos de vengarse de su padre. Durante la guerra que sobrevino, los titanes lucharon del lado de Cronos, pero Zeus y los demás dioses lograron la victoria y los titanes fueron enviados a los abismos del Tártaro. A partir de ese momento, Zeus gobernó el cielo, y sus hermanos Poseidón y Hades recibieron el poder sobre el mar y el submundo, respectivamente. Los tres gobernaron en común la tierra.
En la obra del poeta griego Homero, Zeus aparece representado de dos maneras muy diferentes: como dios de la justicia y la clemencia y como responsable del castigo a la maldad. Casado con su hermana Hera, es padre de Ares, dios de la guerra; de Hebe, diosa de la juventud; de Hefesto, dios del fuego, y de Ilitía, diosa del parto. Al mismo tiempo, se describen las aventuras amorosas de Zeus, sin distinción de sexo (Ganimedes), y los recursos de que se sirve para ocultarlas a su esposa Hera.
En la mitología antigua son numerosas sus relaciones con diosas y mujeres mortales, de quienes ha obtenido descendencia. También sus metamorfosis en diversos animales para sorprender a sus víctimas, como su transformación en toro para raptar a Europa (véase Los toros y la mitología). En leyendas posteriores, en las que se introducen otros valores morales, se pretende mostrar al padre de los dioses a salvo de esta imagen libertina y lasciva. Sus amoríos con mortales se explican a veces por el deseo de los antiguos griegos de vanagloriarse de su linaje divino.
En la escultura, se representa a Zeus como una figura barbada y de apariencia regia. La más famosa de todas fue la colosal estatua de marfil y oro, del escultor Fidias, que se encontraba en Olimpia.
Hera es en la mitología griega, reina de los dioses, hija de los titanes Cronos y Rea, hermana y mujer del dios Zeus. Hera era la diosa del matrimonio y la protectora de las mujeres casadas. Era madre de Ares, dios de la guerra, de Hefesto, dios del fuego, de Hebe, diosa de la juventud, y de Ilitía, diosa del alumbramiento. Mujer celosa, Hera perseguía a menudo a las amantes y a los hijos de Zeus. Nunca olvidó una injuria y se la conocía por su naturaleza vengativa. Irritada con el príncipe troyano Paris por haber preferido a Afrodita, diosa del amor, antes que a ella, Hera ayudó a los griegos en la guerra de Troya y no se apaciguó hasta que Troya quedó destruida. Se suele identificar a Hera con la diosa romana Juno
Hefesto, en la mitología griega, dios del fuego y de la metalurgia, hijo del dios Zeus y de la diosa Hera o, en algunos relatos, sólo hijo de Hera. A diferencia de los demás dioses, Hefesto era cojo y desgarbado. Poco después de nacer lo echaron del Olimpo: según algunas leyendas, lo echó la misma Hera, quien lo rechazaba por su deformidad; según otras, fue Zeus, porque Hefesto se había aliado con Hera contra él. En la mayoría de las leyendas, sin embargo, volvió a ser honrado en el Olimpo y se casó con Afrodita, diosa del amor, o con Áglae, una de las tres gracias. Era el artesano de los dioses y les fabricaba armaduras, armas y joyas. Se creía que su taller estaba bajo el monte Etna, volcán siciliano. A menudo se identifica a Hefesto con el dios romano del fuego, Vulcano. La Fragua de Vulcano es el cuadro en el que Velázquez da su visión sobre los dioses transformándolos en campesinos o artesanos humanos
Hefesto, en la mitología griega, dios del fuego y de la metalurgia, hijo del dios Zeus y de la diosa Hera o, en algunos relatos, sólo hijo de Hera. A diferencia de los demás dioses, Hefesto era cojo y desgarbado. Poco después de nacer lo echaron del Olimpo: según algunas leyendas, lo echó la misma Hera, quien lo rechazaba por su deformidad; según otras, fue Zeus, porque Hefesto se había aliado con Hera contra él. En la mayoría de las leyendas, sin embargo, volvió a ser honrado en el Olimpo y se casó con Afrodita, diosa del amor, o con Áglae, una de las tres gracias. Era el artesano de los dioses y les fabricaba armaduras, armas y joyas. Se creía que su taller estaba bajo el monte Etna, volcán siciliano. A menudo se identifica a Hefesto con el dios romano del fuego, Vulcano. La Fragua de Vulcano es el cuadro en el que Velázquez da su visión sobre los dioses transformándolos en campesinos o artesanos humanos
Ártemis o Artemisa (mitología), en la mitología griega, una de las principales diosas, equivalente de la diosa romana Diana. Era hija del dios Zeus y de Leto y hermana gemela del dios Apolo. Era la rectora de los dioses y diosas de la caza y de los animales salvajes, especialmente los osos, Ártemis era también la diosa del parto, de la naturaleza y de las cosechas. Como diosa de la luna, se la identificaba a veces con la diosa Selene y con Hécate.
Aunque tradicionalmente amiga y protectora de la juventud, especialmente de las muchachas, Ártemis impidió que los griegos zarparan de Troya durante la guerra de Troya mientras no le ofrecieran el sacrificio de una doncella. Según algunos relatos, justo antes del sacrificio ella rescató a la víctima, Ifigenia. Como Apolo, Ártemis iba armada con arco y flechas, armas con que a menudo castigaba a los mortales que la ofendían. En otras leyendas, es alabada por proporcionar una muerte dulce y plácida a las muchachas jóvenes que mueren durante el parto.
Apolo (mitología), en la mitología griega, hijo del dios Zeus y de Leto, hija de un titán. Era también llamado Délico, de Delos, la isla de su nacimiento, y Pitio, por haber matado a Pitón, la legendaria serpiente que guardaba un santuario en las montañas del Parnaso. En la leyenda homérica, Apolo era sobre todo el dios de la profecía. Su oráculo más importante estaba en Delfos, el sitio de su victoria sobre Pitón. Solía otorgar el don de la profecía a aquellos mortales a los que amaba, como a la princesa troyana Casandra.
Apolo era un músico dotado, que deleitaba a los dioses tocando la lira. Era también un arquero diestro y un atleta veloz, acreditado por haber sido el primer vencedor en los juegos olímpicos. Su hermana gemela, Ártemis, era la guardiana de las muchachas, mientras que Apolo protegía de modo especial a los muchachos. También era el dios de la agricultura y de la ganadería, de la luz y de la verdad, y enseñó a los humanos el arte de la medicina.
Algunos relatos pintan a Apolo como despiadado y cruel. Según la Iliada de Homero, Apolo respondió a las oraciones del sacerdote Crises para obtener la liberación de su hija del general griego Agamenón arrojando flechas ardientes y cargadas de pestilencia en el ejército griego. También raptó y violó a la joven princesa ateniense Creusa, a quien abandonó junto con el hijo nacido de su unión. Tal vez a causa de su belleza física, Apolo era representado en la iconografía artística antigua con mayor frecuencia que cualquier otra deidad.
Atenea, una de las diosas más importantes en la mitología griega. En la mitología latina, llegó a identificarse con la diosa Minerva, también conocida como Palas Atenea. Atenea salió ya adulta de la frente del dios Zeus y fue su hija favorita. Él le confió su escudo, adornado con la horrorosa cabeza de la gorgona Medusa, su 'égida' y el rayo, su arma principal. Diosa virgen, recibía el nombre de Parthenos ('la virgen'). En agradecimiento a que Atenea les había regalado el olivo, el pueblo ateniense levantó templos a la diosa, el más importante era el Partenón, situado en la Acrópolis de Atenas.
Afrodita, en la mitología griega, diosa del amor y la belleza, equivalente a la Venus romana. En la Iliada de Homero aparece como la hija de Zeus y Dione, una de sus consortes, pero en leyendas posteriores se la describe brotando de la espuma del mar y su nombre puede traducirse como 'nacida de la espuma'. En la leyenda homérica, Afrodita es la mujer de Hefesto, el feo y cojo dios del fuego. Entre sus amantes figura Ares, dios de la guerra, que en la mitología posterior aparece como su marido. Ella era la rival de Perséfone, reina del mundo subterráneo, por el amor del hermoso joven griego Adonis.
Tal vez la leyenda más famosa sobre Afrodita está relacionada con la guerra de Troya. Eris, la diosa de la discordia, la única diosa no invitada a la boda del rey Peleo y de la nereida Tetis, arrojó resentida a la sala del banquete una manzana de oro destinada "a la más hermosa". Cuando Zeus se negó a elegir entre Hera, Atenea y Afrodita, las tres diosas que aspiraban a la manzana, ellas le pidieron a Paris, príncipe de Troya, que diese su fallo. Todas intentaron sobornarlo: Hera le ofreció ser un poderoso gobernante; Atenea, que alcanzaría una gran fama militar, y Afrodita, que obtendría a la mujer más hermosa del mundo. Paris seleccionó a Afrodita como la más bella, y como recompensa eligió a Helena de Troya, la mujer del rey griego Menelao. El rapto de Helena por Paris condujo a la guerra de Troya.
Hades, en la mitología griega, dios de los muertos. Era hijo del titán Cronos y de la titánide Rea y hermano de Zeus y Poseidón. Cuando los tres hermanos se repartieron el universo después de haber derrocado a su padre, Cronos, a Hades le fue concedido el mundo subterráneo. Allí, con su reina, Perséfone, a quien había raptado en el mundo superior, rigió el reino de los muertos. Aunque era un dios feroz y despiadado, al que no aplacaba ni plegaria ni sacrificio, no era maligno. En la mitología romana, se le conocía también como Plutón, señor de los ricos, porque se creía que tanto las cosechas como los metales preciosos provenían de su reino bajo la tierra.
El mundo subterráneo suele ser llamado Hades. Estaba dividido en dos regiones: Erebo, donde los muertos entran en cuanto mueren, y Tártaro, la región más profunda, donde se había encerrado a los titanes. Era un lugar oscuro y funesto, habitado por formas y sombras incorpóreas y custodiado por Cerbero, el perro de tres cabezas y cola de dragón. Siniestros ríos separaban el mundo subterráneo del mundo superior, y el anciano barquero Caronte conducía a las almas de los muertos a través de estas aguas. En alguna parte, en medio de la oscuridad del mundo inferior, estaba situado el palacio de Hades. Se representaba como un sitio de muchas puertas, oscuro y tenebroso, repleto de espectros, situado en medio de campos sombríos y de un paisaje aterrador. En posteriores leyendas se describe el mundo subterráneo como el lugar donde los buenos son recompensados y los malos castigados
Poseidón, en la mitología griega, dios del mar, hijo del titán Cronos y la titánide Rea, y hermano de Zeus y Hades. Poseidón era marido de Anfitrite, una de las nereidas, con quien tuvo un hijo, Tritón. Poseidón, sin embargo, tuvo otros numerosos amores, especialmente con ninfas de los manantiales y las fuentes, y fue padre de varios hijos famosos por su salvajismo y crueldad, entre ellos el gigante Orión y el cíclope Polifemo. Poseidón y la gorgona Medusa fueron los padres de Pegaso, el famoso caballo alado.
Poseidón desempeña un papel importante en numerosos mitos y leyendas griegos. Disputó sin éxito con Atenea, diosa de la sabiduría, por el control de Atenas. Cuando Apolo, dios del sol, y él decidieron ayudar a Laomedonte, rey de Troya, a construir la muralla de la ciudad, éste se negó a pagarles el salario convenido. La venganza de Poseidón contra Troya no tuvo límites. Envió un terrible monstruo marino a que devastara la tierra y, durante la guerra de Troya, se puso de lado de los griegos.
El arte representa a Poseidón como una figura barbada y majestuosa que sostiene un tridente y a menudo aparece acompañado por un delfín, o bien montado en un carro tirado por briosos seres marinos. Cada dos años, los Juegos Ístmicos, en los que había carreras de caballos y de carros, se celebraban en su honor en Corinto. Los romanos identificaban a Poseidón con su dios del mar, Neptuno.
Ares, en la mitología griega, dios de la guerra e hijo de Zeus, rey de los dioses, y de su esposa Hera. Los romanos lo identificaban con Marte, también un dios de la guerra. Agresivo y sanguinario, Ares personificaba la brutal naturaleza de la guerra, y era impopular tanto para los dioses como para los seres humanos. Entre las deidades asociadas con Ares estaban su consorte, Afrodita, diosa del amor, y deidades menores como Deimo (temor) y Fobo (terror), que lo acompañaban en batalla. Aunque feroz y belicoso, Ares no era invencible, ni siquiera frente a los mortales.
El culto de Ares, que se creía originario de Tracia, no estaba muy difundido en la antigua Grecia y, donde existía, carecía de significación social o moral. Ares era una deidad ancestral de Tebas y tenía un templo en Atenas, al pie del Areópago o colina de Ares
Hermes, en la mitología griega, mensajero de los dioses, hijo del dios Zeus y de Maya, la hija del titán Atlas. Como especial servidor y correo de Zeus, Hermes tenía un sombrero y sandalias aladas y llevaba un caduceo de oro, o varita mágica, con serpientes enrolladas y alas en la parte superior. Guiaba a las almas de los muertos hacia el submundo y se creía que poseía poderes mágicos sobre el sueño. Hermes era también el dios del comercio, protector de comerciantes y pastores. Como divinidad de los atletas, protegía los gimnasios y los estadios, y se lo consideraba responsable tanto de la buena suerte como de la abundancia. A pesar de sus virtuosas características, también era un peligroso enemigo, embaucador y ladrón. El día de su nacimiento robó el rebaño de su hermano, el dios del sol Apolo, oscureciendo su camino al hacer que la manada anduviera hacia atrás. Al enfrentarse con Apolo, Hermes negó haber robado. Los hermanos acabaron reconciliándose cuando Hermes le dio a Apolo su lira, recién inventada. En el primitivo arte griego, se representaba a Hermes como un hombre maduro y barbado; en el arte clásico, como un joven atlético, desnudo e imberbe como puede comprobarse en el Hermes de Praxíteles, en Olimpia
Dioniso, dios del vino y del placer, estaba entre los dioses más populares. Los griegos dedicaban muchos festivales a este dios telúrico, y en algunas regiones llegó a ser tan importante como Zeus. A menudo lo acompañaba una hueste de dioses fantásticos que incluía a sátiros, centauros y ninfas. Los sátiros eran criaturas con piernas de cabra y la parte superior del cuerpo era simiesca o humana. Los centauros tenían la cabeza y el torso de hombre y el resto del cuerpo de caballo. Las hermosas y encantadoras ninfas frecuentaban bosques y selvas.
Fuente:
La mitología griega tiene varios rasgos distintivos. Los dioses griegos se parecen exteriormente a los seres humanos y revelan también sentimientos humanos. A diferencia de otras religiones antiguas como el hinduismo o el judaísmo, la mitología griega no incluye revelaciones especiales o enseñanzas espirituales. Prácticas y creencias también varían ampliamente, sin una estructura formal — como una institución religiosa de gobierno — ni un código escrito, como un libro sagrado.
Principales dioses
Los griegos creían que los dioses habían elegido el monte Olimpo, en una región de Grecia llamada Tesalia, como su residencia. En el Olimpo, los dioses formaban una sociedad organizada en términos de autoridad y poderes, se movían con total libertad y formaban tres grupos que controlaban sendos poderes: el cielo o firmamento, el mar y la tierra.
Los doce dioses principales, habitualmente llamados Olímpicos, eran Zeus, Hera, Hefesto, Atenea, Apolo, Artemisa, Ares, Afrodita, Hestia, Hermes, Deméter y Poseidón.
Zeus es en la mitología griega, dios del cielo y soberano de los dioses olímpicos. Zeus corresponde al dios romano Júpiter.
Según Homero, se consideraba a Zeus padre de los dioses y de los mortales. No fue el creador de los dioses y de los hombres; era su padre, en el sentido de protector y soberano tanto de la familia olímpica como de la raza humana. Señor del cielo, dios de la lluvia y acumulador de nubes blandía el terrible rayo. Su arma principal era la égida, su ave, el águila, su árbol, el roble. Zeus presidía a los dioses en el monte Olimpo, en Tesalia. Sus principales templos estaban en Dódona, en el Epiro, la tierra de los robles y del templo más antiguo, famoso por su oráculo, y en Olimpia, donde se celebraban los juegos olímpicos en su honor cada cuatro años. Los juegos de Nemea, al noroeste de Argos, también estaban dedicados a Zeus.
Zeus era el hijo menor del titán Cronos y de la titánida Rea y hermano de las divinidades Poseidón, Hades, Hestia, Deméter y Hera. De acuerdo con uno de los mitos antiguos sobre el nacimiento de Zeus, Cronos, temiendo ser destronado por uno de sus hijos, los devoraba cuando nacían. Al nacer Zeus, Rea envolvió una piedra con pañales para engañar a Cronos y ocultó al dios niño en Creta, donde se alimentó con la leche de la cabra Amaltea y lo criaron unas ninfas. Cuando Zeus llegó a la madurez, obligó a Cronos a vomitar a los otros hijos, que estaban deseosos de vengarse de su padre. Durante la guerra que sobrevino, los titanes lucharon del lado de Cronos, pero Zeus y los demás dioses lograron la victoria y los titanes fueron enviados a los abismos del Tártaro. A partir de ese momento, Zeus gobernó el cielo, y sus hermanos Poseidón y Hades recibieron el poder sobre el mar y el submundo, respectivamente. Los tres gobernaron en común la tierra.
En la obra del poeta griego Homero, Zeus aparece representado de dos maneras muy diferentes: como dios de la justicia y la clemencia y como responsable del castigo a la maldad. Casado con su hermana Hera, es padre de Ares, dios de la guerra; de Hebe, diosa de la juventud; de Hefesto, dios del fuego, y de Ilitía, diosa del parto. Al mismo tiempo, se describen las aventuras amorosas de Zeus, sin distinción de sexo (Ganimedes), y los recursos de que se sirve para ocultarlas a su esposa Hera.
En la mitología antigua son numerosas sus relaciones con diosas y mujeres mortales, de quienes ha obtenido descendencia. También sus metamorfosis en diversos animales para sorprender a sus víctimas, como su transformación en toro para raptar a Europa (véase Los toros y la mitología). En leyendas posteriores, en las que se introducen otros valores morales, se pretende mostrar al padre de los dioses a salvo de esta imagen libertina y lasciva. Sus amoríos con mortales se explican a veces por el deseo de los antiguos griegos de vanagloriarse de su linaje divino.
En la escultura, se representa a Zeus como una figura barbada y de apariencia regia. La más famosa de todas fue la colosal estatua de marfil y oro, del escultor Fidias, que se encontraba en Olimpia.
Hera es en la mitología griega, reina de los dioses, hija de los titanes Cronos y Rea, hermana y mujer del dios Zeus. Hera era la diosa del matrimonio y la protectora de las mujeres casadas. Era madre de Ares, dios de la guerra, de Hefesto, dios del fuego, de Hebe, diosa de la juventud, y de Ilitía, diosa del alumbramiento. Mujer celosa, Hera perseguía a menudo a las amantes y a los hijos de Zeus. Nunca olvidó una injuria y se la conocía por su naturaleza vengativa. Irritada con el príncipe troyano Paris por haber preferido a Afrodita, diosa del amor, antes que a ella, Hera ayudó a los griegos en la guerra de Troya y no se apaciguó hasta que Troya quedó destruida. Se suele identificar a Hera con la diosa romana Juno
Hefesto, en la mitología griega, dios del fuego y de la metalurgia, hijo del dios Zeus y de la diosa Hera o, en algunos relatos, sólo hijo de Hera. A diferencia de los demás dioses, Hefesto era cojo y desgarbado. Poco después de nacer lo echaron del Olimpo: según algunas leyendas, lo echó la misma Hera, quien lo rechazaba por su deformidad; según otras, fue Zeus, porque Hefesto se había aliado con Hera contra él. En la mayoría de las leyendas, sin embargo, volvió a ser honrado en el Olimpo y se casó con Afrodita, diosa del amor, o con Áglae, una de las tres gracias. Era el artesano de los dioses y les fabricaba armaduras, armas y joyas. Se creía que su taller estaba bajo el monte Etna, volcán siciliano. A menudo se identifica a Hefesto con el dios romano del fuego, Vulcano. La Fragua de Vulcano es el cuadro en el que Velázquez da su visión sobre los dioses transformándolos en campesinos o artesanos humanos
Hefesto, en la mitología griega, dios del fuego y de la metalurgia, hijo del dios Zeus y de la diosa Hera o, en algunos relatos, sólo hijo de Hera. A diferencia de los demás dioses, Hefesto era cojo y desgarbado. Poco después de nacer lo echaron del Olimpo: según algunas leyendas, lo echó la misma Hera, quien lo rechazaba por su deformidad; según otras, fue Zeus, porque Hefesto se había aliado con Hera contra él. En la mayoría de las leyendas, sin embargo, volvió a ser honrado en el Olimpo y se casó con Afrodita, diosa del amor, o con Áglae, una de las tres gracias. Era el artesano de los dioses y les fabricaba armaduras, armas y joyas. Se creía que su taller estaba bajo el monte Etna, volcán siciliano. A menudo se identifica a Hefesto con el dios romano del fuego, Vulcano. La Fragua de Vulcano es el cuadro en el que Velázquez da su visión sobre los dioses transformándolos en campesinos o artesanos humanos
Ártemis o Artemisa (mitología), en la mitología griega, una de las principales diosas, equivalente de la diosa romana Diana. Era hija del dios Zeus y de Leto y hermana gemela del dios Apolo. Era la rectora de los dioses y diosas de la caza y de los animales salvajes, especialmente los osos, Ártemis era también la diosa del parto, de la naturaleza y de las cosechas. Como diosa de la luna, se la identificaba a veces con la diosa Selene y con Hécate.
Aunque tradicionalmente amiga y protectora de la juventud, especialmente de las muchachas, Ártemis impidió que los griegos zarparan de Troya durante la guerra de Troya mientras no le ofrecieran el sacrificio de una doncella. Según algunos relatos, justo antes del sacrificio ella rescató a la víctima, Ifigenia. Como Apolo, Ártemis iba armada con arco y flechas, armas con que a menudo castigaba a los mortales que la ofendían. En otras leyendas, es alabada por proporcionar una muerte dulce y plácida a las muchachas jóvenes que mueren durante el parto.
Apolo (mitología), en la mitología griega, hijo del dios Zeus y de Leto, hija de un titán. Era también llamado Délico, de Delos, la isla de su nacimiento, y Pitio, por haber matado a Pitón, la legendaria serpiente que guardaba un santuario en las montañas del Parnaso. En la leyenda homérica, Apolo era sobre todo el dios de la profecía. Su oráculo más importante estaba en Delfos, el sitio de su victoria sobre Pitón. Solía otorgar el don de la profecía a aquellos mortales a los que amaba, como a la princesa troyana Casandra.
Apolo era un músico dotado, que deleitaba a los dioses tocando la lira. Era también un arquero diestro y un atleta veloz, acreditado por haber sido el primer vencedor en los juegos olímpicos. Su hermana gemela, Ártemis, era la guardiana de las muchachas, mientras que Apolo protegía de modo especial a los muchachos. También era el dios de la agricultura y de la ganadería, de la luz y de la verdad, y enseñó a los humanos el arte de la medicina.
Algunos relatos pintan a Apolo como despiadado y cruel. Según la Iliada de Homero, Apolo respondió a las oraciones del sacerdote Crises para obtener la liberación de su hija del general griego Agamenón arrojando flechas ardientes y cargadas de pestilencia en el ejército griego. También raptó y violó a la joven princesa ateniense Creusa, a quien abandonó junto con el hijo nacido de su unión. Tal vez a causa de su belleza física, Apolo era representado en la iconografía artística antigua con mayor frecuencia que cualquier otra deidad.
Atenea, una de las diosas más importantes en la mitología griega. En la mitología latina, llegó a identificarse con la diosa Minerva, también conocida como Palas Atenea. Atenea salió ya adulta de la frente del dios Zeus y fue su hija favorita. Él le confió su escudo, adornado con la horrorosa cabeza de la gorgona Medusa, su 'égida' y el rayo, su arma principal. Diosa virgen, recibía el nombre de Parthenos ('la virgen'). En agradecimiento a que Atenea les había regalado el olivo, el pueblo ateniense levantó templos a la diosa, el más importante era el Partenón, situado en la Acrópolis de Atenas.
Afrodita, en la mitología griega, diosa del amor y la belleza, equivalente a la Venus romana. En la Iliada de Homero aparece como la hija de Zeus y Dione, una de sus consortes, pero en leyendas posteriores se la describe brotando de la espuma del mar y su nombre puede traducirse como 'nacida de la espuma'. En la leyenda homérica, Afrodita es la mujer de Hefesto, el feo y cojo dios del fuego. Entre sus amantes figura Ares, dios de la guerra, que en la mitología posterior aparece como su marido. Ella era la rival de Perséfone, reina del mundo subterráneo, por el amor del hermoso joven griego Adonis.
Tal vez la leyenda más famosa sobre Afrodita está relacionada con la guerra de Troya. Eris, la diosa de la discordia, la única diosa no invitada a la boda del rey Peleo y de la nereida Tetis, arrojó resentida a la sala del banquete una manzana de oro destinada "a la más hermosa". Cuando Zeus se negó a elegir entre Hera, Atenea y Afrodita, las tres diosas que aspiraban a la manzana, ellas le pidieron a Paris, príncipe de Troya, que diese su fallo. Todas intentaron sobornarlo: Hera le ofreció ser un poderoso gobernante; Atenea, que alcanzaría una gran fama militar, y Afrodita, que obtendría a la mujer más hermosa del mundo. Paris seleccionó a Afrodita como la más bella, y como recompensa eligió a Helena de Troya, la mujer del rey griego Menelao. El rapto de Helena por Paris condujo a la guerra de Troya.
Hades, en la mitología griega, dios de los muertos. Era hijo del titán Cronos y de la titánide Rea y hermano de Zeus y Poseidón. Cuando los tres hermanos se repartieron el universo después de haber derrocado a su padre, Cronos, a Hades le fue concedido el mundo subterráneo. Allí, con su reina, Perséfone, a quien había raptado en el mundo superior, rigió el reino de los muertos. Aunque era un dios feroz y despiadado, al que no aplacaba ni plegaria ni sacrificio, no era maligno. En la mitología romana, se le conocía también como Plutón, señor de los ricos, porque se creía que tanto las cosechas como los metales preciosos provenían de su reino bajo la tierra.
El mundo subterráneo suele ser llamado Hades. Estaba dividido en dos regiones: Erebo, donde los muertos entran en cuanto mueren, y Tártaro, la región más profunda, donde se había encerrado a los titanes. Era un lugar oscuro y funesto, habitado por formas y sombras incorpóreas y custodiado por Cerbero, el perro de tres cabezas y cola de dragón. Siniestros ríos separaban el mundo subterráneo del mundo superior, y el anciano barquero Caronte conducía a las almas de los muertos a través de estas aguas. En alguna parte, en medio de la oscuridad del mundo inferior, estaba situado el palacio de Hades. Se representaba como un sitio de muchas puertas, oscuro y tenebroso, repleto de espectros, situado en medio de campos sombríos y de un paisaje aterrador. En posteriores leyendas se describe el mundo subterráneo como el lugar donde los buenos son recompensados y los malos castigados
Poseidón, en la mitología griega, dios del mar, hijo del titán Cronos y la titánide Rea, y hermano de Zeus y Hades. Poseidón era marido de Anfitrite, una de las nereidas, con quien tuvo un hijo, Tritón. Poseidón, sin embargo, tuvo otros numerosos amores, especialmente con ninfas de los manantiales y las fuentes, y fue padre de varios hijos famosos por su salvajismo y crueldad, entre ellos el gigante Orión y el cíclope Polifemo. Poseidón y la gorgona Medusa fueron los padres de Pegaso, el famoso caballo alado.
Poseidón desempeña un papel importante en numerosos mitos y leyendas griegos. Disputó sin éxito con Atenea, diosa de la sabiduría, por el control de Atenas. Cuando Apolo, dios del sol, y él decidieron ayudar a Laomedonte, rey de Troya, a construir la muralla de la ciudad, éste se negó a pagarles el salario convenido. La venganza de Poseidón contra Troya no tuvo límites. Envió un terrible monstruo marino a que devastara la tierra y, durante la guerra de Troya, se puso de lado de los griegos.
El arte representa a Poseidón como una figura barbada y majestuosa que sostiene un tridente y a menudo aparece acompañado por un delfín, o bien montado en un carro tirado por briosos seres marinos. Cada dos años, los Juegos Ístmicos, en los que había carreras de caballos y de carros, se celebraban en su honor en Corinto. Los romanos identificaban a Poseidón con su dios del mar, Neptuno.
Ares, en la mitología griega, dios de la guerra e hijo de Zeus, rey de los dioses, y de su esposa Hera. Los romanos lo identificaban con Marte, también un dios de la guerra. Agresivo y sanguinario, Ares personificaba la brutal naturaleza de la guerra, y era impopular tanto para los dioses como para los seres humanos. Entre las deidades asociadas con Ares estaban su consorte, Afrodita, diosa del amor, y deidades menores como Deimo (temor) y Fobo (terror), que lo acompañaban en batalla. Aunque feroz y belicoso, Ares no era invencible, ni siquiera frente a los mortales.
El culto de Ares, que se creía originario de Tracia, no estaba muy difundido en la antigua Grecia y, donde existía, carecía de significación social o moral. Ares era una deidad ancestral de Tebas y tenía un templo en Atenas, al pie del Areópago o colina de Ares
Hermes, en la mitología griega, mensajero de los dioses, hijo del dios Zeus y de Maya, la hija del titán Atlas. Como especial servidor y correo de Zeus, Hermes tenía un sombrero y sandalias aladas y llevaba un caduceo de oro, o varita mágica, con serpientes enrolladas y alas en la parte superior. Guiaba a las almas de los muertos hacia el submundo y se creía que poseía poderes mágicos sobre el sueño. Hermes era también el dios del comercio, protector de comerciantes y pastores. Como divinidad de los atletas, protegía los gimnasios y los estadios, y se lo consideraba responsable tanto de la buena suerte como de la abundancia. A pesar de sus virtuosas características, también era un peligroso enemigo, embaucador y ladrón. El día de su nacimiento robó el rebaño de su hermano, el dios del sol Apolo, oscureciendo su camino al hacer que la manada anduviera hacia atrás. Al enfrentarse con Apolo, Hermes negó haber robado. Los hermanos acabaron reconciliándose cuando Hermes le dio a Apolo su lira, recién inventada. En el primitivo arte griego, se representaba a Hermes como un hombre maduro y barbado; en el arte clásico, como un joven atlético, desnudo e imberbe como puede comprobarse en el Hermes de Praxíteles, en Olimpia
Dioniso, dios del vino y del placer, estaba entre los dioses más populares. Los griegos dedicaban muchos festivales a este dios telúrico, y en algunas regiones llegó a ser tan importante como Zeus. A menudo lo acompañaba una hueste de dioses fantásticos que incluía a sátiros, centauros y ninfas. Los sátiros eran criaturas con piernas de cabra y la parte superior del cuerpo era simiesca o humana. Los centauros tenían la cabeza y el torso de hombre y el resto del cuerpo de caballo. Las hermosas y encantadoras ninfas frecuentaban bosques y selvas.
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5 Comentarios:
Uno de mis dioses favoritos del Olimpo, es Hefesto (Vulcano en Roma), quien a pesar de ser rechazados por su fealdad y deformidad, era uno de los dioses más importantes y siempre trabajaba en su fragua :)
Siii, muy interesante, que a pesar de todo se unió con una de las diosas más bellas, Afrodita! Qué hermosa leyenda!
Saludos Hefesto!
bueno, hay quien cree en un solo Dios, ¿a caso no se puede seguir crellendo en otros Dioses y Diosas?, despues de todo son tan reales como el Dios de los Cristianos y estamos hablando de mitologia, si, mitologia, uno puede tener sus creencias personales, creen en uno o en varios Dioses como es mi caso y lo digo con orgullo, por eso creo que aunque algo olvidados, afortunadamente aun existimos personas que prefirimos a los Dioses Olimpicos antes que al fascista del Dios del monoteismo
creo que en cierto sentido se sigue crellendo en los Dioses del Olimpo, una cosa sobre el monte Olimpo, creo que el monte Olimpo en si lo eligieron los antiguos griegos como algo alegorico, despues de todo era el monte mas alto, no creo que crelleran que estaban justamente en la cima del monte Olimpo, como digo era algo alegorico, bueno, yo lo creo asi, que es algo con lo que llamamos a su reino que si es real sera como una dimension a parte
Interesante teoría! Creo que uno debe hacer valer su derecho de creer en lo que se de más con su naturaleza o idiosincracia, se puede creer en todo lo que te haga bien a tu espíritu y no regirse por normas establecidas en la sociedad, aunque eso no guste a tus vecinos :)
Saludos, anónimo
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