Me tienes en tus manos - Jaime Sabines
Me tienes en tus manos...
Me tienes en tus manos
y me lees lo mismo que un libro.
Sabes lo que yo ignoro
y me dices las cosas que no me digo.
Me aprendo en ti más que en mi mismo.
Eres como un milagro de todas horas,
como un dolor sin sitio.
Si no fueras mujer fueras mi amigo.
A veces quiero hablarte de mujeres
que a un lado tuyo persigo.
Eres como el perdón
y yo soy como tu hijo.
¿Qué buenos ojos tienes cuando estás conmigo?
¡Qué distante te haces y qué ausente
cuando a la soledad te sacrifico!
Dulce como tu nombre, como un higo,
me esperas en tu amor hasta que arribo.
Tú eres como mi casa,
eres como mi muerte, amor mío.
Jaime Sabines
Etiquetas: poemas, Sabines J.
Illuminate - Erinnerungen
Goth / Darkwave
Illuminate - Erinnerungen (1996)
01. Intro: "Der Sturm fährt durchs Tal"
02. Im Antlitz der Sonne
03. Blütenstaub
04. Der Vampir des eigenen Herzens
05. Epilog: "... geschweige denn ein Wort"
06. Intro: "Im alten Haus"
07. Der Torweg
08. Die Spieluhr
09. Haus der Zeit
10. Outro: "Das Wesen im Turm"
Etiquetas: Illuminate, musica, videos
Che - Pensamiento y Política de la Utopía - R. Massari
Che Guevara - Pensamiento y Política de la Utopía - Roberto Massari
Txalaparta
Txalaparta
El nombre y la imagen de Che Guevara siguen siendo el exponente romántico, humano y militante de una generación. Pero Ernesto Guevara, mitificado como hombre de acción, ha parecido en demasiadas ocasiones oculto para la historia del pensamiento político. Este libro nos ofrece la posibilidad de conocer desde cerca la experiencia formativa del Che y los debates con sus compañeros, hasta sus preferencias literarias, su preocupación por el desarrollo de procesos revolucionarios en diversas partes del mundo, su concepción original de la relación teoría-práctica o sus reflexiones acerca de la educación y el papel de la mujer en los movimientos de liberación. Este libro es un estudio crítico comprometido en reconstruir las teorías de un Che sorprendente, netamente antidogmático, polémico y libertario que cobra especial interés en estos momentos vacilantes de la izquierda mundial.
El Diablo en el Campanario - Edgar A. Poe
El Diablo en el Campanario
Edgar A. Poe
Edgar A. Poe
The devel in the belfray, 1939
¿Qué hora es?
(Expresión antigua)
(Expresión antigua)
Todos saben de una manera vaga que el lugar más bello del mundo es —o era,desgraciadamente— el pueblo holandés de Vondervotteimittiss. Sin embargo, como se encuentra a cierta distancia de todas las grandes vías, en una situación por decirlo así extraordinaria, probablemente lo haya visitado un corto número de mis lectores. Por está razón considero oportuno, para entretenimiento de aquellos que no hayan podido hacerlo, entrar en algunos pormenores con respecto a él. Y esto es realmente tanto más necesario cuanto que si me propongo relatar los calamitosos acontecimientos ocurridos últimamente dentro de sus límites, es sólo con la esperanza de conquistar para sus habitantes la simpatía popular. Ninguno de quienes me conocen dudar de que el deber que me impongo no sea ejecutado con toda la habilidad de que soy capaz, con esa rigurosa imparcialidad, escrupulosa comprobación de los hechos y a ardua confrontación de autoridades, que deben distinguir siempre a aquel que aspira al título de historiador.
Gracias a la ayuda conjunta de monedas, manuscritos e inscripciones, estoy autorizado a afirmar positivamente que el pueblo de Vondervotteimittiss existió siempre, desde su fundación, precisamente en las mismas condiciones en que hoy se encuentra. Por lo que respecta a la fecha de su origen, me es singularmente penoso no poder hablar sino con esa precisión indefinida con que los matemáticos se ven a veces obligados a conformarse con determinadas fórmulas algebraicas. La fecha —me está permitido hablar así—, habida cuenta de su prodigiosa antigüedad, no puede ser menos que una cantidad determinable cualquiera.
Con respecto a la etimología del nombre Vondervotteimittiss; confieso, no sin pena, estár en duda. Entre una serie de opiniones sobre este delicado punto, muy sutiles algunas de ellas, otras muy eruditas y otras lo suficientemente en oposición no hallo ninguna que pueda considerar satisfactoria. Tal vez la idea de Grogswigg, que coincide casi con la de Kroutaplenttey deba aceptarse prudentemente. Está concebida en los siguientes términos: Vondervorreimittiss: Vonderlege Donder; Votteimittis, quasi und Bleitziz; Bleitziz obsol, pro Blit zen. A decir verdad, esta etimología encuentra, de hecho, bastante confirmación de algunas señales de fluido eléctrico que pueden verse todavía en lo alto del campanario del Ayuntamiento. Sea como fuere, no es mi intención comprometerme en una tesis de esta importancia, y le ruego al lector ávido de informaciones que consulte los Oratiunculoe de Rebus Praeter Veteris, de Dundergutz; que vea, también, Blunderbuzzard, De Derivationibus, desde la página 27 a la 5.010; infolio, edición gótica, caracteres rojos y negros, con llamadas y sin numeración, y que consulte también las notas marginales del autógrafo de Stuffundpuff, con los subcomentarios de Gruntundguzzell.
A pesar de la oscuridad que envuelve de este modo la fecha de la fundación de Vondervotteimittiss y de la etimología de su nombre, no cabe duda; como ya he dicho, de que ha existido siempre tal como lo vemos en la actualidad. El más viejo hombre del lugar no recuerda ni la más leve diferencia en el aspecto de una parte cualquiera de él, y, en realidad, la simple sugestión de tal posibilidad sería considerada como un insulto. El pueblo está situado en un valle perfectamente circular, cuya circunferencia mide, poco más o menos, un cuarto de milla, y está rodeado completamente por lindas colinas, cuyas cimas jamás pensaron sus habitantes hollar con su planta. No obstante, éstos dan una excelente razón de su proceder, por cuanto creen que no hay absolutamente nada al otro lado.
Alrededor del lindero del valle —que es completamente liso y pavimentado en toda su extensión con ladrillos planos— hay una ininterrumpida fila de sesenta pequeñas casas. Se apoyan por detrás sobre las colinas, y, por tanto, todas miran al centro de la llanura, que se encuentra justamente a sesenta yardas de la puerta delantera de cada casa. Cada una de éstas tiene a la entrada un jardincillo, con una avenida circular, un reloj de sol y veinticuatro coles. Las mismas construcciones son tan absolutamente iguales que es imposible distinguir una de otra. A causa de su extrema antigüedad, el estilo arquitectónico es un tanto extravagante, pero, por esta razón, es todavía notablemente pintoresco. Estas casas están construidas con pequeños ladrillos, bien endurecidos al fuego, rojos, con cantos negros, de tal modo, que las paredes parecen un tablero de ajedrez de grandes proporciones. Los remates están vueltos del lado de la fachada y poseen cornisas tan grandes como el resto de la casa en los bordes de los tejados y en las puertas principales. Las ventanas son estrechas y de amplio alféizar, con vidrieras formadas por cristales pequeñísimos y grandes marcos. El tejado está recubierto por una gran cantidad de tejas de puntas arrolladas. La madera es toda de un color sombrío, totalmente tallada, pero de dibujos poco variados, puesto que, desde tiempos inmemoriales, los tallistas de Vondervotteimittis no han sabido esculpir más que dos objetos: un reloj y una col. Ahora bien hay que reconocer que esto lo hacen admirablemente, y lo prodigan con singular ingeniosidad en cualquier sitio que pueda encontrar el cincel.
Las habitaciones son tan parecidas a la parte interior como a la externa, y los muebles son todos de un solo modelo. El piso está pavimentado con baldosas cuadradas. Las sillas y mesas son de madera negra, con patas torneadas, delgadas y finas. Las chimeneas son largas y altas; y no solamente poseen relojes y coles esculpidos en la superficie de su parte frontal, sino que, además, sostienen en medio de la repisa un auténtico reloj que produce un prodigioso tic-tac, con dos floreros, cada uno de los cuales contiene una col; situados en los extremos a modo de batidores. Entre cada col y el reloj se encuentra, además, un muñeco chino, panzudo, con un gran agujero en medio de la barriga, a través del cual puede verse la esfera de un reloj.
Los lares son amplios y profundos, con retorcidos morillos. Continuamente arde un gran fuego; sobre el que se encuentra una enorme marmita llena de sauerkraut y carne de cerdo, incesantemente vigilada por la dueña de la casa. Esta es una gruesa y vieja señora, de ojos azules y colorado rostro, que se toca con un inmenso gorro semejante a un pilón de azúcar.
Adornado con cintas purpúreas y amarillas; su traje es de mezclilla anaranjada, larguísimo por detrás y de estrecha cintura, por otros conceptos demasiado corto, porque deja descubierta la mitad de la pierna. Éstas son un poco gruesas, lo mismo que los tobillos pero están cubiertas por un lindo par de medias verdes.
Sus zapatos, de cuero rosado, están atados con un lazo de cintas amarillas dispuesto en forma de col. En su mano izquierda tiene un pesado relojito holandés, y con la derecha maneja un cucharón para el sauerkraut y la carne de cerdo. A su lado se encuentra un gato gordo y manchado, que exhibe en la cola un relojillo de cobre dorado de repetición, que «los chiquillos» le han atado allí como juego.
En cuanto a estos chicos, los tres están en el jardín, cuidando del cerdo. Todos tienen dos pies de altura, se tocan con tricornios y visten chalecos purpúreos que les llegan casi a los muslos, calzones de piel de gamo, medias roja de lana, zapatones con gruesas hebillas de plata y largas blusas con grandes botones de nácar.
Cada uno tiene una pipa en la boca y un abultado reloj en la mano derecha. Una bocanada de humo, una mirada al reloj; una mirada al reloj, una bocanada de humo. El cerdo, que es corpulento y perezoso, se entretiene unas veces en mordisquear las hojas que han caído de las coles y otras en querer morderse el relojito dorado que aquellos pícaros le han atado también al rabo, con objeto de embellecerle tanto como al gato.
Exactamente enfrente de la puerta de entrada, en una poltrona de amplio respaldo forrado de cuero, con patas torneadas y finas, como las de las mesas, se ha instalado el viejo propietario de la casa. Es un viejecillo excesivamente hinchado, con grandes ojos redondos y una enorme doble papada. Su indumentaria se parece a la de los muchachos, y nada más tengo que decir sobre está en particular. Toda diferencia consiste en que su pipa es un poco mayor que la de aquellos, y por tanto, puede lanzar más humo. Lo mismo que ellos, tiene un reloj, pero lo guarda en el bolsillo. A decir verdad, tiene algo que hacer más importante que vigilar un reloj, y esto es lo que voy a explicar. Está sentado, con la pierna derecha sobre la rodilla izquierda. Tiene el semblante grave y conserva siempre uno por lo menos de sus ojos decididamente fijo en cierto objeto muy interesante del centro de la llanura.
Este objeto está situado en el campanario del Ayuntamiento. Los miembros del Consejo son todos unos hombrecillos achaparrados, adiposos e inteligentes, con ojos gruesos como salchichas y enormes papadas. Visten trajes mucho más largos, y las hebillas de sus zapatos son mucho mayores que las del resto de los habitantes de Vondervotteimittiss. Desde que resido en el pueblo han celebrado varias sesiones
extraordinarias, y han tomado estos tres importantes acuerdos:
«Es un crimen alterar el antiguo buen ritmo de las cosas.»
«No existe nada tolerable fuera de Vonder votteimittiss.»
«Juramos fidelidad a nuestros relojes y a nuestras coles.»
Sobre el salón de sesiones se encuentra el campanario, y en el campanario o torre está, y siempre ha estado, desde tiempo inmemorial, el orgullo y maravilla del pueblo: el gran reloj de la aldea de Vondervotteimittiss. Y hacia este objeto están vueltos los ojos de los viejos caballeros que se encuentran sentados en poltronas forradas de cuero.
El gran reloj tiene siete esferas, una sobre cada una de las siete caras del campanario, de modo que se le puede observar cómodamente desde todos los barrios. Estas esferas son enormes y blancas, y las agujas, pesadas y negras. En la torre está empleado un hombre cuya sola misión consiste en cuidar del mismo, pero tal función es la más perfecta de las sinecuras, porque desde tiempos inmemoriales el reloj de Vondervotteimittiss jamás ha necesitado de sus servicios. Hasta esos últimos días, la simple suposición de semejante cosa era considerada como una herejía. Desde los más antiguos tiempos que los archivos registran, las horas habían sonado regularmente en la gran campana, y, en realidad, lo mismo acontecía con todos los demás relojes, grandes y pequeños, de la aldea. Nunca existió lugar comparable a éste en señalar con tanta exactitud las horas. Cuando el voluminoso mazo juzgaba llegado el momento de decir: «¡Las doce!» todos sus obedientes servidores abrían simultáneamente sus gargantas y respondían como un solo eco. En resumen, los buenos burgueses estaban encantados con su sauer-kraut, pero orgullosos de sus relojes.
Todas las personas que disfrutan de sinecuras son objeto de mayor o menor veneración, y como el campanero de Vondervotteimittiss poseía la más perfecta de ellas, es el más perfectamente respetado de todos los mortales. Es el principal dignatario de la aldea, incluso los mismos cerdos le contemplan reverentemente.
La cola de su casaca es mucho mayor. Su pipa, las hebillas de sus zapatos, sus ojos y su estómago son mucho mayores que los de ningún otro viejo caballero de la aldea, y en cuanto a su papada, es no solamente doble, sino triple.
Describo el feliz estado de Vondervotteimittiss. ¡Ay, qué lástima que tan delicioso
cuadro estuviese condenado a sufrir un día una cruel transformación!
Hace muchísimo tiempo que ha sido aceptado y comprobado por los habitantes más sabios de la aldea un proverbio según el cual «nada bueno puede venir de allende las
colinas». Y, en realidad, hay que creer que estas palabras contenían en sí algo profético.
Faltaban cinco minutos para el mediodía de anteayer cuando, en lo alto de la cresta de las colinas del lado Este, surgió un objeto de extraño aspecto. Semejante acontecimiento era propio para despertar la atención universal, y cada uno de los viejos hombrecillos, sentados en sus poltronas tapizadas de cuero, volvió uno de sus ojos, desorbitado por el espanto, hacia el fenómeno, continuando con el otro fijo en el reloj del campanario.
Faltaban sólo tres minutos para el mediodía cuando se comprobó que el singular
objeto en cuestión era un pequeño jovencillo que parecía extranjero. Descendía por la colina con una enorme rapidez, de modo que todos pudieron verle muy pronto
fácilmente. Era realmente el más precioso hombrecillo que se había visto jamás en
Vondervotteimittiss. Tenía el rostro un tono oscuro como el rapé, larga y ganchuda la nariz, ojos que parecían lentejas, enorme boca y magnífica hilera de dientes, que parecía muy interesado en exhibir riéndose de oreja a oreja. Añádase a esto patillas y bigotes, y no creo que nada más quedase por ver en su rostro. Tenía la cabeza descubierta, y su cabellera había sido cuidadosamente arreglada con papillotes para rizarla. Componíase su indumentaria de una casaca ajustada y colgante, que terminaba en una especie de cola de golondrina —por uno de cuyos bolsillos dejaba colgar una larga punta de pañuelo blanco—, de unos calzones de casimir negros, medias negras y unos gruesos escarpines cuyos cordones consistían en enormes lazos de raso negro. Bajo uno de sus brazos llevaba un chapeau-de-bras, y bajo el otro, un violín casi cinco veces mayor que él. En su mano izquierda tenía una tabaquera de oro, de donde continuamente cogía pulgaradas de rapé con la actitud más vanidosa del mundo, mientras saltaba descendiendo la colina y dando toda clase de pasos fantásticos.
¡Bondad divina! Era un gran espectáculo para los honrados burgueses de
Vondervotteimittiss.
Hablando claramente, el pícaro reflejaba en su rostro, a pesar de su sonrisa, un
audaz y siniestro carácter. Mientras se dirigía apresuradamente hacia el pueblo, el
aspecto singularmente extraño de sus escarpines bastó para despertar muchas
sospechas, y más de un burgués que le contempló aquel día hubiese dado algo por
dirigir una ojeada bajo el pañuelo de blanca batista que colgaba de modo tan irritante del bolsillo de su casaca con cola de golondrina. Pero lo que despertó principalmente una justa indignación fue el hecho de que aquel miserable botarate, mientras ejecutaba tan pronto un fandango como una pirueta, no guardase una regla en su danza y no poseyera ni la menor noción de lo que se llama llevar el compás.
Mientras tanto, los buenos habitantes del pueblo no habían aún tenido tiempo para
abrir del todo sus ojos cuando, exactamente medio minuto antes del mediodía, se
precipitó el tunante, como os digo, en medio de ellos, hizo aquí un chassezé allí un
balanceo y después de una pirouette y un pas-de-zephyr, se dirigió como una flecha a la torre del Ayuntamiento, donde el campanero fumaba estupefacto con una actitud de dignidad y temor. Pero el pillastruelo le agarró primero de la nariz, se la sacudió y tiró de ella, le puso sobre la cabeza su gran chapeau-de-bras, hundiéndoselo hasta la boca, y después, levantando su enorme violín, le golpeó con él durante tanto rato y con tal violencia, que, dado que el vigilante estaba muy gordo y el violín era amplio y hueco, se hubiese jurado que todo un regimiento con enormes tambores redoblaba diabólicamente en la torre del campanario de Vondervotteimittiss.
No se sabe a que desesperado acto de venganza hubiese impulsado aquel indignante
ataque a los aldeanos de no haber sido por el importantísimo hecho de faltar medio
segundo para el mediodía. Iba a sonar la campana, y era de absoluta y suprema
necesidad que todos consultaran sus relojes. Era indudable, sin embargo, que,
exactamente en ese instante, el pillo que se había introducido en la torre quería algo que se relacionaba con la campana, y se metía donde nadie le llamaba. Pero como empezaba a tocar, nadie tenía tiempo de vigilar sus maniobras, porque cada uno de los hombres del pueblo era todo oídos contando las campanadas.
—Una... —dijo el reloj .
—Una... —replicó cada uno de los viejos hombrecillos de Vondervotteimittiss, en
cada sillón tapizado de cuero.
—Una... —dijo el reloj de su mujer.
Y:
—Una... —dijeron los relojes de los niños y los relojillos dorados colgados de las
colas del gato y del cerdo.
—Dos... —continuó la pesada campana.
Y:
—¡Dos! —repitieron todos.
—¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! —dijo la campana.
—¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! —respondieron los otros.
—¡Once! —dijo la grande.
—¡Once! —aprobó toda la pequeña gente.
—¡Doce! —dijo la campana.
—¡Doce! —contestaron ellos perfectamente satisfechos y dejando caer sus voces a
compás.
—¡Han dado las doce! —dijeron todos los viejecillos, guardando de nuevo sus relojes. Sin embargo, la gran campana no había acabado aún.
—¡Trece! —dijo.
—¡Trece!— exclamaron todos los viejecillos, palideciendo y dejando caer las pipas
de sus bocas, mientras descabalgaban sus piernas derechas de sus rodillas izquierdas—
¡Trece!
—¡Trece! ¡Trece! ¡Dios santo, son las trece!— gimotearon.
¿Describir la espantosa escena que se originó? Todo Vondervotteimittiss estalló de
repente en un lamentable tumulto.
—¿Qué le ocurrir a mi barriga? —gritaron todos los niños—. ¡Tengo hambre desde
hace una hora!
—¿Qué les pasa a mis coles? —exclamaron todas las mujeres—. ¡Deben de estar cocidas desde hace una hora!
—¿Qué le ocurre a mi pipa? —juraron todos los viejecillos— ¡Rayos y truenos! Debe
de estar apagada desde hace una hora.
Y volvieron a cargar sus pipas con gran rabia. Se arrellanaron en sus sillones y
aspiraron el humo con tal prisa y ferocidad, que, inmediatamente quedó el valle velado por una nube impenetrable.
Mientras tanto, las coles iban adquiriendo tonalidades purpúreas, y parecía que el
mismo viejo diablo en persona se apoderase de todo lo que tenía forma de reloj. Los
relojes tallados sobre los muebles poníanse a bailar como si estuvieran embrujados,
mientras que los que se encontraban sobre las chimeneas apenas si podían contener su furor y se obstinaban en un toque incesante: «¡Trece! ¡Trece! ¡Trece!»
Y el vaivén y movimiento de sus péndulos era tal, que resultaba verdaderamente
espantoso de ver. Lo peor era que los gatos y los cerdos no podían soportar más el
desarreglo de los relojillos de repetición atados a sus colas, y ostensiblemente lo
demostraban huyendo hacia la plaza, arañándolo y revolviéndolo todo, maullando y
gruñendo, produciendo un espantoso aquelarre de maullidos y gruñidos, lanzándose a
la cara de las personas, metiéndose debajo de las faldas, produciendo la más terrible algarabía y la más tremenda confusión que persona sensata pudiera imaginar. En cuanto al miserable tunante instalado en la torre, hacía evidentemente todo lo posible por lograr que la situación fuera más aflictiva. De cuando en cuando podía vislumbrársele en medio del humo. Continuaba siempre allí, en la torre, sentado sobre el cuerpo del campanero, que yacía de espaldas. El infame conservaba entre sus dientes la cuerda de la campana, sacudiéndola sin parar con la cabeza, de izquierda a derecha, produciendo tal barullo, que mis oídos se estremecen aún ahora al recordarlo. Descansaba sobre sus rodillas el enorme violín, que rascaba sin acorde ni compás con sus dos manos, procurando fingir horrorosamente, ¡oh, infame payaso! , que estaba tocando la canción de «Judy O'Flannagan and Paddy O'Rafferty».
Como las cosas habían llegado a tan lamentable estado, abandoné con repugnancia el lugar, y ahora dirijo un llamamiento a todos los amantes de la hora exacta y del buen sauer-kraut. Marchemos en masa hacia el pueblo y restauremos el antiguo orden de
cosas en Vondervotteimittiss, expulsando de la torre a aquel bellaco.
Gracias a la ayuda conjunta de monedas, manuscritos e inscripciones, estoy autorizado a afirmar positivamente que el pueblo de Vondervotteimittiss existió siempre, desde su fundación, precisamente en las mismas condiciones en que hoy se encuentra. Por lo que respecta a la fecha de su origen, me es singularmente penoso no poder hablar sino con esa precisión indefinida con que los matemáticos se ven a veces obligados a conformarse con determinadas fórmulas algebraicas. La fecha —me está permitido hablar así—, habida cuenta de su prodigiosa antigüedad, no puede ser menos que una cantidad determinable cualquiera.
Con respecto a la etimología del nombre Vondervotteimittiss; confieso, no sin pena, estár en duda. Entre una serie de opiniones sobre este delicado punto, muy sutiles algunas de ellas, otras muy eruditas y otras lo suficientemente en oposición no hallo ninguna que pueda considerar satisfactoria. Tal vez la idea de Grogswigg, que coincide casi con la de Kroutaplenttey deba aceptarse prudentemente. Está concebida en los siguientes términos: Vondervorreimittiss: Vonderlege Donder; Votteimittis, quasi und Bleitziz; Bleitziz obsol, pro Blit zen. A decir verdad, esta etimología encuentra, de hecho, bastante confirmación de algunas señales de fluido eléctrico que pueden verse todavía en lo alto del campanario del Ayuntamiento. Sea como fuere, no es mi intención comprometerme en una tesis de esta importancia, y le ruego al lector ávido de informaciones que consulte los Oratiunculoe de Rebus Praeter Veteris, de Dundergutz; que vea, también, Blunderbuzzard, De Derivationibus, desde la página 27 a la 5.010; infolio, edición gótica, caracteres rojos y negros, con llamadas y sin numeración, y que consulte también las notas marginales del autógrafo de Stuffundpuff, con los subcomentarios de Gruntundguzzell.
A pesar de la oscuridad que envuelve de este modo la fecha de la fundación de Vondervotteimittiss y de la etimología de su nombre, no cabe duda; como ya he dicho, de que ha existido siempre tal como lo vemos en la actualidad. El más viejo hombre del lugar no recuerda ni la más leve diferencia en el aspecto de una parte cualquiera de él, y, en realidad, la simple sugestión de tal posibilidad sería considerada como un insulto. El pueblo está situado en un valle perfectamente circular, cuya circunferencia mide, poco más o menos, un cuarto de milla, y está rodeado completamente por lindas colinas, cuyas cimas jamás pensaron sus habitantes hollar con su planta. No obstante, éstos dan una excelente razón de su proceder, por cuanto creen que no hay absolutamente nada al otro lado.
Alrededor del lindero del valle —que es completamente liso y pavimentado en toda su extensión con ladrillos planos— hay una ininterrumpida fila de sesenta pequeñas casas. Se apoyan por detrás sobre las colinas, y, por tanto, todas miran al centro de la llanura, que se encuentra justamente a sesenta yardas de la puerta delantera de cada casa. Cada una de éstas tiene a la entrada un jardincillo, con una avenida circular, un reloj de sol y veinticuatro coles. Las mismas construcciones son tan absolutamente iguales que es imposible distinguir una de otra. A causa de su extrema antigüedad, el estilo arquitectónico es un tanto extravagante, pero, por esta razón, es todavía notablemente pintoresco. Estas casas están construidas con pequeños ladrillos, bien endurecidos al fuego, rojos, con cantos negros, de tal modo, que las paredes parecen un tablero de ajedrez de grandes proporciones. Los remates están vueltos del lado de la fachada y poseen cornisas tan grandes como el resto de la casa en los bordes de los tejados y en las puertas principales. Las ventanas son estrechas y de amplio alféizar, con vidrieras formadas por cristales pequeñísimos y grandes marcos. El tejado está recubierto por una gran cantidad de tejas de puntas arrolladas. La madera es toda de un color sombrío, totalmente tallada, pero de dibujos poco variados, puesto que, desde tiempos inmemoriales, los tallistas de Vondervotteimittis no han sabido esculpir más que dos objetos: un reloj y una col. Ahora bien hay que reconocer que esto lo hacen admirablemente, y lo prodigan con singular ingeniosidad en cualquier sitio que pueda encontrar el cincel.
Las habitaciones son tan parecidas a la parte interior como a la externa, y los muebles son todos de un solo modelo. El piso está pavimentado con baldosas cuadradas. Las sillas y mesas son de madera negra, con patas torneadas, delgadas y finas. Las chimeneas son largas y altas; y no solamente poseen relojes y coles esculpidos en la superficie de su parte frontal, sino que, además, sostienen en medio de la repisa un auténtico reloj que produce un prodigioso tic-tac, con dos floreros, cada uno de los cuales contiene una col; situados en los extremos a modo de batidores. Entre cada col y el reloj se encuentra, además, un muñeco chino, panzudo, con un gran agujero en medio de la barriga, a través del cual puede verse la esfera de un reloj.
Los lares son amplios y profundos, con retorcidos morillos. Continuamente arde un gran fuego; sobre el que se encuentra una enorme marmita llena de sauerkraut y carne de cerdo, incesantemente vigilada por la dueña de la casa. Esta es una gruesa y vieja señora, de ojos azules y colorado rostro, que se toca con un inmenso gorro semejante a un pilón de azúcar.
Adornado con cintas purpúreas y amarillas; su traje es de mezclilla anaranjada, larguísimo por detrás y de estrecha cintura, por otros conceptos demasiado corto, porque deja descubierta la mitad de la pierna. Éstas son un poco gruesas, lo mismo que los tobillos pero están cubiertas por un lindo par de medias verdes.
Sus zapatos, de cuero rosado, están atados con un lazo de cintas amarillas dispuesto en forma de col. En su mano izquierda tiene un pesado relojito holandés, y con la derecha maneja un cucharón para el sauerkraut y la carne de cerdo. A su lado se encuentra un gato gordo y manchado, que exhibe en la cola un relojillo de cobre dorado de repetición, que «los chiquillos» le han atado allí como juego.
En cuanto a estos chicos, los tres están en el jardín, cuidando del cerdo. Todos tienen dos pies de altura, se tocan con tricornios y visten chalecos purpúreos que les llegan casi a los muslos, calzones de piel de gamo, medias roja de lana, zapatones con gruesas hebillas de plata y largas blusas con grandes botones de nácar.
Cada uno tiene una pipa en la boca y un abultado reloj en la mano derecha. Una bocanada de humo, una mirada al reloj; una mirada al reloj, una bocanada de humo. El cerdo, que es corpulento y perezoso, se entretiene unas veces en mordisquear las hojas que han caído de las coles y otras en querer morderse el relojito dorado que aquellos pícaros le han atado también al rabo, con objeto de embellecerle tanto como al gato.
Exactamente enfrente de la puerta de entrada, en una poltrona de amplio respaldo forrado de cuero, con patas torneadas y finas, como las de las mesas, se ha instalado el viejo propietario de la casa. Es un viejecillo excesivamente hinchado, con grandes ojos redondos y una enorme doble papada. Su indumentaria se parece a la de los muchachos, y nada más tengo que decir sobre está en particular. Toda diferencia consiste en que su pipa es un poco mayor que la de aquellos, y por tanto, puede lanzar más humo. Lo mismo que ellos, tiene un reloj, pero lo guarda en el bolsillo. A decir verdad, tiene algo que hacer más importante que vigilar un reloj, y esto es lo que voy a explicar. Está sentado, con la pierna derecha sobre la rodilla izquierda. Tiene el semblante grave y conserva siempre uno por lo menos de sus ojos decididamente fijo en cierto objeto muy interesante del centro de la llanura.
Este objeto está situado en el campanario del Ayuntamiento. Los miembros del Consejo son todos unos hombrecillos achaparrados, adiposos e inteligentes, con ojos gruesos como salchichas y enormes papadas. Visten trajes mucho más largos, y las hebillas de sus zapatos son mucho mayores que las del resto de los habitantes de Vondervotteimittiss. Desde que resido en el pueblo han celebrado varias sesiones
extraordinarias, y han tomado estos tres importantes acuerdos:
«Es un crimen alterar el antiguo buen ritmo de las cosas.»
«No existe nada tolerable fuera de Vonder votteimittiss.»
«Juramos fidelidad a nuestros relojes y a nuestras coles.»
Sobre el salón de sesiones se encuentra el campanario, y en el campanario o torre está, y siempre ha estado, desde tiempo inmemorial, el orgullo y maravilla del pueblo: el gran reloj de la aldea de Vondervotteimittiss. Y hacia este objeto están vueltos los ojos de los viejos caballeros que se encuentran sentados en poltronas forradas de cuero.
El gran reloj tiene siete esferas, una sobre cada una de las siete caras del campanario, de modo que se le puede observar cómodamente desde todos los barrios. Estas esferas son enormes y blancas, y las agujas, pesadas y negras. En la torre está empleado un hombre cuya sola misión consiste en cuidar del mismo, pero tal función es la más perfecta de las sinecuras, porque desde tiempos inmemoriales el reloj de Vondervotteimittiss jamás ha necesitado de sus servicios. Hasta esos últimos días, la simple suposición de semejante cosa era considerada como una herejía. Desde los más antiguos tiempos que los archivos registran, las horas habían sonado regularmente en la gran campana, y, en realidad, lo mismo acontecía con todos los demás relojes, grandes y pequeños, de la aldea. Nunca existió lugar comparable a éste en señalar con tanta exactitud las horas. Cuando el voluminoso mazo juzgaba llegado el momento de decir: «¡Las doce!» todos sus obedientes servidores abrían simultáneamente sus gargantas y respondían como un solo eco. En resumen, los buenos burgueses estaban encantados con su sauer-kraut, pero orgullosos de sus relojes.
Todas las personas que disfrutan de sinecuras son objeto de mayor o menor veneración, y como el campanero de Vondervotteimittiss poseía la más perfecta de ellas, es el más perfectamente respetado de todos los mortales. Es el principal dignatario de la aldea, incluso los mismos cerdos le contemplan reverentemente.
La cola de su casaca es mucho mayor. Su pipa, las hebillas de sus zapatos, sus ojos y su estómago son mucho mayores que los de ningún otro viejo caballero de la aldea, y en cuanto a su papada, es no solamente doble, sino triple.
Describo el feliz estado de Vondervotteimittiss. ¡Ay, qué lástima que tan delicioso
cuadro estuviese condenado a sufrir un día una cruel transformación!
Hace muchísimo tiempo que ha sido aceptado y comprobado por los habitantes más sabios de la aldea un proverbio según el cual «nada bueno puede venir de allende las
colinas». Y, en realidad, hay que creer que estas palabras contenían en sí algo profético.
Faltaban cinco minutos para el mediodía de anteayer cuando, en lo alto de la cresta de las colinas del lado Este, surgió un objeto de extraño aspecto. Semejante acontecimiento era propio para despertar la atención universal, y cada uno de los viejos hombrecillos, sentados en sus poltronas tapizadas de cuero, volvió uno de sus ojos, desorbitado por el espanto, hacia el fenómeno, continuando con el otro fijo en el reloj del campanario.
Faltaban sólo tres minutos para el mediodía cuando se comprobó que el singular
objeto en cuestión era un pequeño jovencillo que parecía extranjero. Descendía por la colina con una enorme rapidez, de modo que todos pudieron verle muy pronto
fácilmente. Era realmente el más precioso hombrecillo que se había visto jamás en
Vondervotteimittiss. Tenía el rostro un tono oscuro como el rapé, larga y ganchuda la nariz, ojos que parecían lentejas, enorme boca y magnífica hilera de dientes, que parecía muy interesado en exhibir riéndose de oreja a oreja. Añádase a esto patillas y bigotes, y no creo que nada más quedase por ver en su rostro. Tenía la cabeza descubierta, y su cabellera había sido cuidadosamente arreglada con papillotes para rizarla. Componíase su indumentaria de una casaca ajustada y colgante, que terminaba en una especie de cola de golondrina —por uno de cuyos bolsillos dejaba colgar una larga punta de pañuelo blanco—, de unos calzones de casimir negros, medias negras y unos gruesos escarpines cuyos cordones consistían en enormes lazos de raso negro. Bajo uno de sus brazos llevaba un chapeau-de-bras, y bajo el otro, un violín casi cinco veces mayor que él. En su mano izquierda tenía una tabaquera de oro, de donde continuamente cogía pulgaradas de rapé con la actitud más vanidosa del mundo, mientras saltaba descendiendo la colina y dando toda clase de pasos fantásticos.
¡Bondad divina! Era un gran espectáculo para los honrados burgueses de
Vondervotteimittiss.
Hablando claramente, el pícaro reflejaba en su rostro, a pesar de su sonrisa, un
audaz y siniestro carácter. Mientras se dirigía apresuradamente hacia el pueblo, el
aspecto singularmente extraño de sus escarpines bastó para despertar muchas
sospechas, y más de un burgués que le contempló aquel día hubiese dado algo por
dirigir una ojeada bajo el pañuelo de blanca batista que colgaba de modo tan irritante del bolsillo de su casaca con cola de golondrina. Pero lo que despertó principalmente una justa indignación fue el hecho de que aquel miserable botarate, mientras ejecutaba tan pronto un fandango como una pirueta, no guardase una regla en su danza y no poseyera ni la menor noción de lo que se llama llevar el compás.
Mientras tanto, los buenos habitantes del pueblo no habían aún tenido tiempo para
abrir del todo sus ojos cuando, exactamente medio minuto antes del mediodía, se
precipitó el tunante, como os digo, en medio de ellos, hizo aquí un chassezé allí un
balanceo y después de una pirouette y un pas-de-zephyr, se dirigió como una flecha a la torre del Ayuntamiento, donde el campanero fumaba estupefacto con una actitud de dignidad y temor. Pero el pillastruelo le agarró primero de la nariz, se la sacudió y tiró de ella, le puso sobre la cabeza su gran chapeau-de-bras, hundiéndoselo hasta la boca, y después, levantando su enorme violín, le golpeó con él durante tanto rato y con tal violencia, que, dado que el vigilante estaba muy gordo y el violín era amplio y hueco, se hubiese jurado que todo un regimiento con enormes tambores redoblaba diabólicamente en la torre del campanario de Vondervotteimittiss.
No se sabe a que desesperado acto de venganza hubiese impulsado aquel indignante
ataque a los aldeanos de no haber sido por el importantísimo hecho de faltar medio
segundo para el mediodía. Iba a sonar la campana, y era de absoluta y suprema
necesidad que todos consultaran sus relojes. Era indudable, sin embargo, que,
exactamente en ese instante, el pillo que se había introducido en la torre quería algo que se relacionaba con la campana, y se metía donde nadie le llamaba. Pero como empezaba a tocar, nadie tenía tiempo de vigilar sus maniobras, porque cada uno de los hombres del pueblo era todo oídos contando las campanadas.
—Una... —dijo el reloj .
—Una... —replicó cada uno de los viejos hombrecillos de Vondervotteimittiss, en
cada sillón tapizado de cuero.
—Una... —dijo el reloj de su mujer.
Y:
—Una... —dijeron los relojes de los niños y los relojillos dorados colgados de las
colas del gato y del cerdo.
—Dos... —continuó la pesada campana.
Y:
—¡Dos! —repitieron todos.
—¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! —dijo la campana.
—¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! —respondieron los otros.
—¡Once! —dijo la grande.
—¡Once! —aprobó toda la pequeña gente.
—¡Doce! —dijo la campana.
—¡Doce! —contestaron ellos perfectamente satisfechos y dejando caer sus voces a
compás.
—¡Han dado las doce! —dijeron todos los viejecillos, guardando de nuevo sus relojes. Sin embargo, la gran campana no había acabado aún.
—¡Trece! —dijo.
—¡Trece!— exclamaron todos los viejecillos, palideciendo y dejando caer las pipas
de sus bocas, mientras descabalgaban sus piernas derechas de sus rodillas izquierdas—
¡Trece!
—¡Trece! ¡Trece! ¡Dios santo, son las trece!— gimotearon.
¿Describir la espantosa escena que se originó? Todo Vondervotteimittiss estalló de
repente en un lamentable tumulto.
—¿Qué le ocurrir a mi barriga? —gritaron todos los niños—. ¡Tengo hambre desde
hace una hora!
—¿Qué les pasa a mis coles? —exclamaron todas las mujeres—. ¡Deben de estar cocidas desde hace una hora!
—¿Qué le ocurre a mi pipa? —juraron todos los viejecillos— ¡Rayos y truenos! Debe
de estar apagada desde hace una hora.
Y volvieron a cargar sus pipas con gran rabia. Se arrellanaron en sus sillones y
aspiraron el humo con tal prisa y ferocidad, que, inmediatamente quedó el valle velado por una nube impenetrable.
Mientras tanto, las coles iban adquiriendo tonalidades purpúreas, y parecía que el
mismo viejo diablo en persona se apoderase de todo lo que tenía forma de reloj. Los
relojes tallados sobre los muebles poníanse a bailar como si estuvieran embrujados,
mientras que los que se encontraban sobre las chimeneas apenas si podían contener su furor y se obstinaban en un toque incesante: «¡Trece! ¡Trece! ¡Trece!»
Y el vaivén y movimiento de sus péndulos era tal, que resultaba verdaderamente
espantoso de ver. Lo peor era que los gatos y los cerdos no podían soportar más el
desarreglo de los relojillos de repetición atados a sus colas, y ostensiblemente lo
demostraban huyendo hacia la plaza, arañándolo y revolviéndolo todo, maullando y
gruñendo, produciendo un espantoso aquelarre de maullidos y gruñidos, lanzándose a
la cara de las personas, metiéndose debajo de las faldas, produciendo la más terrible algarabía y la más tremenda confusión que persona sensata pudiera imaginar. En cuanto al miserable tunante instalado en la torre, hacía evidentemente todo lo posible por lograr que la situación fuera más aflictiva. De cuando en cuando podía vislumbrársele en medio del humo. Continuaba siempre allí, en la torre, sentado sobre el cuerpo del campanero, que yacía de espaldas. El infame conservaba entre sus dientes la cuerda de la campana, sacudiéndola sin parar con la cabeza, de izquierda a derecha, produciendo tal barullo, que mis oídos se estremecen aún ahora al recordarlo. Descansaba sobre sus rodillas el enorme violín, que rascaba sin acorde ni compás con sus dos manos, procurando fingir horrorosamente, ¡oh, infame payaso! , que estaba tocando la canción de «Judy O'Flannagan and Paddy O'Rafferty».
Como las cosas habían llegado a tan lamentable estado, abandoné con repugnancia el lugar, y ahora dirijo un llamamiento a todos los amantes de la hora exacta y del buen sauer-kraut. Marchemos en masa hacia el pueblo y restauremos el antiguo orden de
cosas en Vondervotteimittiss, expulsando de la torre a aquel bellaco.
Cielo de los Antiguos
Si el gusano de seda denominara cielo a la pelusilla que forma su capullo, razonaría igual que lo hicieron los antiguos dando a la atmósfera el nombre de cielo, que es, como dice Fontenelle, la seda de nuestro capullo. Los antiguos creyeron que los vapores que exhalan los mares y la tierra y que forman las nubes, los meteoros y los truenos, eran la morada de los dioses.
En las obras de Homero, los dioses descienden siempre de nubes áureas y por eso todavía hoy los pintores los representan sentados en una nube. Podían sentarse sobre el agua, pero era justo que el primero de los dioses, Júpiter, estuviera sentado con más comodidad que los otros, y le concedieron un águila como atributo, porque el águila vuela más alto que las demás aves.
El lenguaje del error es tan familiar para los hombres que todavía denominamos cielo a los vapores y al espacio entre la tierra y la luna. Decimos subir al cielo, como decimos que el sol sale y se pone, pese a que sabemos que el sol está fijo y no se mueve. Probablemente, la tierra será cielo para los habitantes de la luna, y cada planeta situará su cielo en el planeta más cercano.
Voltaire - Cielo de los antiguos
Diccionario Filosófico
Diccionario Filosófico
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Guerrera de la tierra
Guerrera de la tierra - Tinelli (ajjjgg) vs mapuches
De la diferencia hizo su orgullo, cuando pudo dejar las miradas despectivas de la escuela y el espejo la devolvió no sólo hermosa sino cargada de un sentido silenciado. Hoy Moira Millán, mapuche, madre de cuatro hijos, con cinco causas judiciales en su haber por cortes de rutas y una más por haber ocupado durante seis años un terreno fiscal en lo que fue la tierra de sus antiguos, pelea contra el Goliath del mercado. Pero no se asusta.
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El Testimonio del Árabe Loco (3)
El Testimonio del Árabe Loco (3)
El Horrendo Pórtico al Exterior
“ Mi grito tuvo el efecto de hacer que su ritual se sumiera en el caos y el desorden. Me lancé a la carrera por el sendero de la montaña por el que habia subido y los sacerdotes emprendieron mi persecución, aunque me pareció que algunos se quedaban atras, quizá con el fin de completar los Ritos.El Horrendo Pórtico al Exterior
Sin embargo mientras descendia frenéticamente por las pendientes de la fria noche, con el corazón galopando en mi pecho y la cabeza desbocada, por detrás de mi escuché el sonido de rocas quebrándose y de truenos que sacudieron el mismo terreno que pisaba. Aterrado, y por la prisa caí al suelo. Me incorporé y grité para enfrentarme al atacante que tuviera mas cerca, a pesar de que iba desarmado.
Para mi sorpresa, lo que vi no fué ningun sacerdote de un horror antiguo ni a ningun nigromante del Arte Prohibido, sino las túnicas negras caidas sobre la hierba y los matorrales, sin la presencia de vida o cuerpos en ellas. Con cautela me acerqué a la primera y, recogiendo una rama, la alce de los matorrales espinosos. Lo unico que quedaba del sacerdote era un charco de limo parecido al aceite verde; despedia el olor de un cuerpo que se hubiera podrido bajo el Sol.
Ese hedor casi me hizo perder el sentido, pero estaba decidido a encontrar a los otros y averiguar si les habia acecido la misma fortuna. Al regresar por la pendiente por la que solo unos momentos antes habia huido con tanto pavor, tope con otro de los obscuros sacerdotes y lo encontré en condiciones identicas al primero. Seguí andando, y pasé al lado de más túnicas, aunque ya no me atreví a levantarlas.
Entonces, por fin llegué hasta el monumento de roca gris que se habia alzado de forma antinatural en el aire ante el comando de los sacerdotes. Ahora habia vuelto a posarse sobre el suelo, pero las tallas seguian brillando con luz supernatural. Las serpientes, o lo que en aquel momento tomé como tales, habian desaparecido. Pero en las brasas muertas del fuego, ya frias y negras, habia una placa de lustroso metal.
La recogí y vi que estaba tallada, igual que la piedra, aunque de forma muy intrincada, de una manera que no fuí capaz de comprender. No exhibía los mismos trazos que la roca, pero tuve la sensación de que casi podia leer los caracteres, aunque me fué imposible, como si alguna vez hubiera conocido la lengua y ya la hubiera olvidado. Empezó a dolerme la cabeza como si un diablo la estuviera aporreando y, entonces, un haz de luz de luna se posó sobre el amuleto de metal, porque ahora se lo que era, y una voz penetró en mi mente y con una sola palabra me contó los secretos de la escena de la que habia sido testigo: KUTULU.
En ese instante, como si me lo hubieran susurrado con vehemencia en el oido, lo comprendí. Habian unos signos tallados en la roca gris. El primero en forma de estrella de cinco puntas es el Signo de nuestra Raza Más Allá de las estrellas y que, en la lengua que me enseñó el Amanuense, se llama ARRA, un emisario de los Antiguos. En la lengua de la ciudad mas antigua de Babilonia, era UR.
Es el signo de la alianza de los Dioses Mayores, y cuando lo vean, ellos que nos lo dieron a nosotros, no nos olvidarán. ¡Lo han jurado! ¡Espíritu de los Cielos, Recuerda! El segundo es el Signo Mayor, casi en forma de J, y es la llave con la cual al emplearse las Palabras y Formas Adecuadas, se pueden invocar los Poderes de los Dioses Mayores. Posee un nombre, y se llama AGGA. El tercero es el signo del Observador, casi en forma de piramide o monticulo oblicuo y de lineas sutilmente sencillas y misteriosas. Se llama BANDAR.
El Observador es una raza enviada por los Antiguos. Mantiene vigilia mientras uno duerme, siempre que se hayan realizado el Ritual y Sacrificio apropiados; de lo contrario, si se lo invoca, se vuelve contra ti. Para que estos sean efectivos, deben estar tallados en piedra y emplazados en el suelo. O en un altar de ofrendas. O llevados a la Roca de las Invocaciones.
O grabados en el metal del Dios o la Diosa de uno, siempre colgando del cuello, aunque oculto a la vista del Profano. De estos tres el ARRA y el AGGA, pueden ser usados por separado, esto es, cada uno solo.
Sin embargo el BANDAR jamás ha de emplearse solo, sino con uno de los dos restantes, por que se le debe recordar al Observador de la Alianza que ha jurado con los Dioses Mayores y con nuestra Raza, de lo contrario, se volvera contra ti, matandote y atacando tu poblado hasta que se obtenga el socorro de los Dioses Mayores por medio de las lagrimas de tu pueblo y el grito desesperado de tus mujeres. ¡ KAKAMMU ! El amuleto de metal que saqué de las cenizas del fuego, y que atrjo la luz de la luna, es un sello potente contra cualquiera que pueda atravesar el Portico desde el Exterior, ya que al verlo se apartara de ti.
El Libro de los Muertos
Libros Malditos
Libros Malditos
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Moonspell - Unplugged
Moonspell - Unplugged
LISBOA
01. Intro
02. Opium
03. Interludium
04. Mute
05. Interludium
06. Abysmo
07. Interludium
08. Awake
09. Interludium
10. The Hanged Man
11. Interludium
12. Of Dream and Drama
13. Interludium
14. Sacred (Depeche mode cover)
15. Interludium
16. Ruin and Misery
MADRID
17. Intro
18. Abysmo
19. Awake
20. The hanged man
21. Of dream and drama
22. Opium
Porqué no soy agnóstico
Porqué no soy agnóstico
Victor J. Stenger
Traducción de Fernando G. ToledoVictor J. Stenger
Muchos no creyentes dicen ser agnósticos antes que ateos. No creen que Dios exista, pero no están seguros y entonces son renuentes a llamarse ateos. Una actitud común es decir: "Tal vez hay algo allí afuera. A fin de cuentas, no lo conocemos todo".
¿Cuán seguros de la inexistencia de Dios debemos estar los que nos autodenominamos ateos? Obviamente, no podemos estar 100% seguros de nada. Pero podemos estar 99,99999% seguros de un montón de cosas, y eso es normalmente suficiente para tomar las decisiones diarias de nuestra vida. No podemos estar seguros de que no caeremos y nos romperemos el cuello al bajar de la cama en la mañana, pero no nos quedamos en la cama por eso. Viajamos en autos y en aviones, donde las probabilidades de sobrevivir no son del 100%, pero sí bastante cerca como para hacerlo. En esos casos, hacemos un análisis de riesgo-beneficio y decidimos que el beneficio justifica el riesgo.
Algunas cosas son, para todo propósito práctico, seguras. Si saltamos desde una ventana del décimo piso, podemos estar bastante seguros de que nos daremos un feo golpazo, no por la caída, como se dice, sino por la llegada. Ahora bien, un avión con un colchón atado a su ala podría pasar justo como para salvarnos. De nuevo, como se dice, "todo es posible". Pero este es un ejemplo del tipo de cosas posibles con las que hemos aprendido a no contar.
Así que, ¿cuál es el límite entre el agnóstico y el ateo? Si dibujamos la línea en el 100% de certeza, entonces no quedaría ningún lugar para los ateos. En ese caso, no habría ateos ni en una trinchera. Sin embargo, algunas personas se autodenominan ateos, incluyendo muchos que han pasado tiempo en trincheras. La palabra debe de significar algo para ellos. Sugiero que los ateos son personas que han evaluado las posibilidades, hecho el análisis riesgo-beneficio, y encontrado que la existencia de Dios es tan improbable que prefieren vivir sus vidas sin todo el lastre que toda creencia te fuerza a cargar.
El lastre de la creencia es pesado. No sólo se espera que dones tiempo y dinero a tu iglesia, sino, lo más importante, se espera que cambies tu cabeza. Y, como ha dicho Dan Quayle, "perder la cabeza es algo terrible".
A lo largo de los siglos, muchos intentos han querido probar el basamento racional de la creencia sobrenatural. Todos han fallado. Los predicadores pueden todavía atraer clientes hacia sus argumentos simplones con aire de lógicos, del estilo: "¿como podría esto -el universo, la vida, la conciencia- haber surgido desde la nada?". Ellos les aseguran a sus oyentes que Dios lo hizo todo. Pero consideren lo absurdo del argumento: algo no puede surgir de la nada, y entonces debe provenir de Dios… que surge de la nada.Cuando eres un miembro fiel de alguna religión, no eres libre de usar tu propio juicio... se espera que aplaces el juicio por el de otros que aseguran tener la autoridad sobrenatural.
Y desde el momento en que ellos no ofrecen evidencia para avalar lo que dicen excepto su propia palabra, se te pide que evites usar tu propio intelecto en el proceso.
Últimamente, la creencia en una realidad indetectable y trascendente ha acabado en la fe antes que en la razón. Las iglesias han convencido a la mayor parte de la raza humana de creer en lo increíble, darle crédito a lo inverosímil, racionalizar lo irracional. Un ateo es alguien que no puede creer en algo que no tiene base racional, que es nada más que una fantasía y una delusión arrastrada desde la infancia ignorante y supersticiosa de la raza humana.
fuente
Premio al Esfuerzo Personal
Los blogs de Mr. Jofrexx y BafomeT.V13 me han otorgado este premio, por el cual les estoy sumamente agradecida y honrada.
Gracias Jofrex y Balthazar!!!!
Y mis blog premiados son:
*Morharadrim:por su esfuerzo de postear hermosas bandas casi desconocidas, que hacen mis delicias!
*Etterna Tanay:aunque ya lleva varios premios similares, se merece uno más por sus poemas increíbles, que me encanta leer.
*El Entrompe: por su muy buen humor en las entradas de su blog, sin perderlo aún si son post muy serios!ja!
*Divin Et Macabre: por su esfuerzo creando un blog que no deja de crecer, con sus post tan interesantes.
*Hervidero de palabras:por ser un gran escritor y darnos la belleza de sus poemas, sensibles y románticos.
(en unos días pondré los siguientes blogs con los cuales compartiré este premio)
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Sobre sueños - F. Nietzsche
La función del cerebro que más se altera con el sueño es la memoria, no porque se suspenda enteramente, sino porque durante él se halla en un estado de imperfección semejante al que debió tener el hombre en los primeros tiempos de la humanidad, en la vigilia. Caprichosa y confusa como es, confundo perpetuamente las cosas por razón de los puntos de semejanza más insignificantes, pero tan caprichosamente como los pueblos inventaban sus mitologías; aun hoy, los viajeros pueden observar la tendencia de los salvajes a olvidarlo todo; que su espíritu, después de pequeño esfuerzo de memoria, comienza a vacilar, y que, por puro decaimiento, no da de sí sino mentiras y absurdos. En el sueño nos asemejamos todos a los salvajes. El reconocimiento imperfecto y la asimilación errónea son la causa del mal razonamiento de que nos hacemos culpables en el sueño, hasta el extremo de que ante la lúcida representación de un sueño tenemos miedo de nosotros mismos, ocultamos tanta y tanta locura.
Humano,demasiado humano.
F. Nietzsche
F. Nietzsche
Etiquetas: Nietzsche F., opinion
Stoa - Silmand
A siete años de su último álbum, esta tremenda banda presenta ahora su nuevo trabajo. Si no la has escuchado, va mi recomendación porque es excelente. (en el blog están sus tres cd anteriores)
Neoclásico
Stoa - Silmand ( 2008)
1. Sakrileg
2. Broken Glass
3. La Lune Blanche
4. Daar
5. Iter Devium
6. My Last Way
7. Palldium [Night]
8. Ways
9. Modesty
10. Hanuz Nist
11. A Drinking Song
12. So Many Clouds
13. Tacitum
En El Metro - E.F.Benson
En El Metro
E.F.Benson
E.F.Benson
Es una convención, y no muy convincente —dijo alegremente Anthony Carling—. ¡el
tiempo! En realidad el Tiempo no existe; no tiene una existencia real. El Tiempo no es más que un punto infinitesimal de la eternidad, de la misma manera que el Espacio es un punto infinitesimal del infinito. Como máximo el Tiempo es una especie de túnel a través del cual acostumbramos a creer que estamos viajando. Hay un estruendo en nuestros oídos y una oscuridad en nuestros ojos que hace que nos parezca real. Pero antes de que entráramos en el túnel existíamos eternamente en una luz del sol infinita, y cuando hayamos pasado por él volveremos a existir en una luz solar infinita. Entonces, ¿por qué vamos a molestarnos por la confusión, el ruido y la oscuridad que sólo nos acompañan durante un momento?
Para ser alguien que creía tan firmemente en ideas inconmensurables como ésas, que iba marcando con enérgicas aplicaciones del atizador a las magníficas chispas e incandescencias del fuego, Anthony tenía una manera muy agradable de apreciar lo finito y mensurable, y no he conocido a nadie que tuviera tanto entusiasmo por la vida y sus placeres. Aquella noche nos había dado una cena admirable, nos había ofrecido un oporto que estaba más allá de toda posible alabanza, y había iluminado aquellas alegres horas con la luz de su contagioso optimismo. Después el pequeño grupo se había ido deshaciendo y me había quedado a solas con él junto a la chimenea de su estudio. En el exterior se oía sobre los cristales de las ventanas el repiqueteo del aguanieve impulsado por el viento, que se elevaba de vez en cuando por encima del aleteo de las llamas del hogar, y el pensar en las ráfagas heladas y el pavimento cubierto de nieve de Brompton Square, sobre el que se habían ido a toda prisa todos los demás invitados montándose en taxis deslizantes, hacía que mi posición, al permanecer allí hasta la mañana siguiente, resultara más delicadamente deliciosa. Por encima de todo estaba aquel compañero estimulante y sugerente, quien tanto si hablaba de importantes abstracciones, que para él eran tan intensamente reales y prácticas, como si lo hacía de las notables experiencias que había tenido entre aquellas convenciones del Tiempo y el Espacio, resultaba igualmente fascinante para quien le oía.
—Adoro la vida —me dijo—. Me resulta el juego más encantador. Es un deporte delicioso; y bien sabe usted que la única manera concebible de practicar un deporte es tomárselo con seriedad extremada. Si se dice a sí mismo que sólo es un deporte, deja de tener el más ligero interés por él. Tiene que saber que sólo es un juego, y comportarse como si fuera el único objetivo de la existencia. Me gustaría seguir en él durante muchos años. Pero además uno tiene que estar todo el tiempo viviendo en el plano auténtico, que es la eternidad y el infinito. Si piensa en ello, lo único que la mente humana no es capaz de captar es lo finito, no lo infinito; lo temporal, no lo eterno.
—Eso parece bastante paradójico —intervine yo.
—Pero sólo porque se ha habituado a pensar en las cosas que parecen limitadas.
Examine la cuestión directamente durante un minuto. Intente imaginar el Tiempo y el Espacio finitos y se dará cuenta de que le es imposible. Retroceda un millón de años, y multiplique ese millón por otro millón, y se dará cuenta de que no le es posible concebir un principio. ¿Qué sucedió antes de ese principio? ¿Otro principio, y otro más? ¿Y antes de eso? Examínelo así y comprenderá que la única solución que puede comprender es la existencia de una eternidad, algo que nunca comenzó y nunca terminará. Lo mismo sucede con el Espacio. Proyéctese a la estrella más lejana: ¿qué hay más allá de ella? ¿El vacío? Avance a través del vacío y no podrá imaginar que es finito y que tiene un final.
Tiene que seguir avanzando eternamente: eso es lo único que puede usted entender. ¡No existe nada semejante al antes o el después, o al principio o el final, y que cómodo resulta tal cosa! Sentiría una inquietud mortal si no existiera el enorme y mullido cojín de la eternidad sobre el que reclinar la cabeza. Algunas personas dicen —y creo habérselo oído decir a usted mismo— que la idea de la eternidad resulta fatigosa; siente que desea que se detenga. Ello se debe a que piensa en la eternidad en los términos de Tiempo; y a que en su cerebro musita: «¿Y después de eso, y después?» No capta la idea de que en la eternidad no existe ningún «después», como tampoco hay ningún «antes». Todo es uno. La eternidad no es una cantidad: es una cualidad.
A veces, cuando Anthony habla de esa manera, me parece captar una intuición de
eso que para su mente es tan transparentemente claro y tan sólidamente real; pero en otras ocasiones (por no tener un cerebro que se represente con facilidad las abstracciones) me siento como si me estuviera empujando a un precipicio, y mis facultades intelectuales se aferran salvajemente a cualquier cosa tangible o comprensible. Eso era lo que sucedía en ese momento y le interrumpí precipitadamente.
—Pero sí hay un «antes» y un «después» —dije—. Hace unas horas nos ofreció usted una cena admirable, y después —sí, después—jugamos al bridge. Y ahora me va explicar las cosas con un poco más de claridad, y después nos iremos a la cama...
Anthony se echó a reír.
—Hará usted exactamente lo que le plazca, pero no será un esclavo del Tiempo ni esta noche ni mañana por la mañana. Ni siquiera mencionaremos una hora para el desayuno, pero lo tomará durante la eternidad siempre que despierte. Y como veo que todavía no es medianoche, nos saltaremos los límites del Tiempo y hablaremos infinitamente. Pararé el reloj, si eso le ayuda a liberarse de su ilusión, y le contaré una historia que personalmente me parece que demuestra lo irreales que son las llamadas realidades; o al menos lo falaces que son nuestros sentidos en cuanto que jueces de lo que es real y de lo que no lo es.
—¿Algo oculto, escalofriante? —le pregunté abriendo bien los oídos, pues Anthony tenía las más extrañas clarividencias y visiones de cosas que el ojo normal no percibía.
—Supongo que podrá decir que es oculto en parte, aunque está mezclado con una determinada cantidad de realidad bastante sombría.
—Excelente combinación; prosiga —le dije.
Añadió un nuevo leño al fuego.
—Es una larguísima historia, y puede usted detenerme cuando considere que ya es
suficiente. Pero habrá un momento en el que le exigiré su consideración. Usted, tan
aferrado a sus «antes» y «después», ¿se le ha ocurrido pensar lo difícil que es decir cuándo se produce un incidente? Supongamos que un hombre comete un delito violento, ¿no podemos decir, con una gran dosis de verdad, que realmente comete ese crimen cuando lo planea y decide, pensando en él con entusiasmo? El momento real de la comisión del delito, podríamos afirmar razonablemente, es una simple consecuencia material de su resolución: es culpable cuando toma esa determinación. Por tanto, ¿cuándo tiene lugar realmente el crimen en los términos del «antes» y el «después»? Hay también en mi historia otro punto que deberá considerar. Parece cierto que tras la muerte del cuerpo el espíritu de un hombre es obligado a representar dicho crimen, supongo que podríamos conjeturar que con la idea de sentir remordimientos y llegar finalmente a la redención. Los que tienen una segunda visión han visto esas representaciones. Quizás en esta vida cometiera su acto ciegamente; pero luego su espíritu vuelve a cometerlo con los ojos espirituales abiertos, siendo capaz de entender su enormidad. ¿Podemos considerar entonces la determinación original del hombre y la comisión material del crimen tan sólo como preludio de su comisión real, cuando lo hace con los ojos del espíritu abiertos arrepintiéndose de ello...? Todo eso parece muy oscuro cuando hablamos de ello en abstracto, pero creo que entenderá lo que quiero decir si sigue usted mi relato. ¿Está cómodo? ¿Tiene todo lo que necesita? Pues entonces vamos a ello.
Se arrellanó en el asiento, concentró la mente y empezó a hablar:
—La historia que voy a contarle se inició hace un mes, cuando se encontraba usted en Suiza. Llegó a su conclusión, o así lo imagino, anoche mismo. En cualquier caso no espero volver a experimentarla más. Pues bien, hace un mes regresé tarde a casa, habiendo cenado fuera, una noche muy húmeda. No encontraba ningún taxi y me apresuré bajo una lluvia muy fuerte hasta la estación de metro de Piccadilly Circus, considerándome muy afortunado de poder coger el último tren en esta dirección. En el vagón al que subí sólo había otro pasajero sentado junto a la puerta inmediatamente opuesta a mí. Que yo sepa nunca le había visto antes, pero mi atención se fijó vivamente en él, como si de alguna manera me interesara. Era un hombre de mediana edad, vestido de etiqueta, y su rostro mantenía una expresión de pensamiento intenso, como si mentalmente estuviera considerando algún asunto muy significativo, mientras su mano, que reposaba sobre las rodillas, se cerraba y abría. De pronto alzó la vista y me miró fijamente, y pude ver que había en él sospecha y miedo, como si yo le hubiera sorprendido en algún acto secreto.
»En ese momento nos detuvimos en Dover Street, el revisor abrió las puertas, anunció la estación y añadió: «Cambio para Hyde Park Comer y Gloucester Road». Eso estaba bien para mí, por cuanto que significaba que el tren se detendría en Brompton Road, que era mi destino. Aparentemente también era lo correcto para mi compañero, pues no salió del vagón, y tras la parada, en la que no subió nadie en el vagón, nos pusimos en marcha. Debo insistir en que le vi después de que las puertas se hubieran cerrado y el tren hubiera arrancado. Pero cuando volví a mirar vi que no había nadie allí.
Me encontraba absolutamente solo en el vagón.
»Quizás esté pensando que había tenido uno de esos sueños rápidos y momentáneos que entran y salen como una centella de la mente en el espacio de un segundo, pero no creo que fuera así, pues sentí que había experimentado una especie de premonición o visión clarividente. Un hombre, cuya apariencia, cuerpo astral o como quiera denominarlo acababa de ver, se sentaría alguna vez frente a mí meditando y planeando.
—Pero ¿por qué? —pregunté—. ¿Por qué pensó que había visto el cuerpo astral de un hombre vivo? ¿Por qué no el fantasma de un muerto?
—Por la sensación que tuve. La visión del espíritu de un muerto, que he tenido en
dos o tres ocasiones en mi vida, se acompaña siempre de un miedo y encogimiento físico, y por una sensación de frío y de soledad. En cualquier caso creí haber visto el fantasma de un ser vivo, impresión que se confirmó, podría decir que se demostró, al día siguiente. Pues me encontré con ese hombre. Y a la noche siguiente, tal como le contaré después, volví a encontrarme con el fantasma. Pero prosigamos con orden.
»Al día siguiente estaba almorzando con mi vecina, la señora Stanley: éramos un pequeño grupo y cuando llegué sólo esperábamos al último invitado. Entró mientras hablaba yo con un amigo y en ese momento oí la voz de la señora Stanley: «Permítame que le presente a Sír Henry Payle», me dijo.
»Me di la vuelta y vi a mi vis-á-vis de la noche anterior. Era él inequívocamente, y
cuando nos estrechamos la mano creo que me miró con un reconocimiento vago y
sorprendido.
»—¿No nos conocemos ya, señor Carling? —dijo—. Creo recordar.,.
»En ese momento me olvidé de la extraña forma en la que había desaparecido del vagón y creí que era el hombre mismo a quien había visto la noche anterior.
»—Claro que sí, y no hace mucho. Pues ayer mismo por la noche estuvimos sentados uno frente a otro en el último metro de Piccadilly Circus —dije.
»Se quedó mirándome, con el ceño fruncido, asombrado, y sacudió la cabeza.
»—Difícilmente podría ser así. Esta misma mañana he llegado desde el campo —dijo.
»Eso me interesó profundamente, pues se nos ha dicho que el cuerpo astral habita en una región semiconsciente de la mente o del espíritu, y tiene recuerdos de lo que le ha sucedido, que sólo muy vaga y oscuramente puede transmitir a la mente consciente. Durante el almuerzo pude ver de nuevo sus ojos y de nuevo me miraba con la misma actitud sorprendida y perpleja, y en el momento en el que yo me despedía se acercó a mí.
»—Algún día me acordaré de dónde nos conocimos, y espero que volvamos a encontrarnos. ¿No fue... ? —y se detuvo—. No, se me ha ido de la cabeza —añadió.
El leño que había arrojado Anthony al fuego ardía intensamente ahora, y sus altas llamas le iluminaron el rostro.
—No sé si cree usted en las coincidencias como algo debido al azar, pero si es así, libérese de esa idea. Ahora bien, si no puede lograrlo enseguida, considere una coincidencia el hecho de que esa misma noche volviera a tomar el último metro dirección oeste. Pero en esa ocasión, lejos de ser un pasajero solitario había una considerable multitud aguardando en Dover Street, donde subí, y cuando el ruido del tren que se aproximaba comenzó a reverberar en el túnel, vi a Sir Henry Payle cerca de la boca de túnel por la que aparecería el tren, separado del resto de la gente. Y pensé para mí mismo lo extraño que era que hubiera visto su fantasma a esa misma hora la noche anterior y al hombre mismo ahora, por lo que me dirigí hacia él con la idea de decirle: «En cualquier caso, fue en el metro donde nos encontramos anoche»... pero entonces sucedió algo horrible. En el momento en el que el tren salía del túnel saltó a la vía, y el tren pasó por encima de él hasta detenerse junto al andén.
»Quedé un momento sobrecogido de horror, y me acuerdo de que me tapé los ojos
frente a la horrible tragedia. Me di cuenta entonces de que aunque todo había sucedido a la vista de los que aguardaban, nadie parecía haberlo visto, salvo yo mismo. El conductor, que miraba hacia fuera desde su ventana, no había puesto el freno, no hubo ninguna sacudida en el avance del tren, ningún grito ni chillido, y los demás pasajeros empezaron a subir a los vagones con absoluta calma. Aquella visión hizo que me sintiera débil y mareado y debí tambalearme, pues algún alma amable me sujetó con el brazo y me ayudó a entrar en el vagón. Me dijo que era médico y me preguntó si tenía algún dolor o me aquejaba algo. Le dije lo que creía haber visto y me aseguró que no se había producido tal accidente.
»En ese momento me resultó evidente que, por así decirlo, había contemplado el
segundo acto de aquel drama psíquico, y a la mañana siguiente medité el problema de qué era lo que debía hacer. Ya había echado una ojeada al periódico de la mañana, que tal como yo sabía no incluía ninguna mención de lo que había visto. Aquello, ciertamente, no había sucedido, pero en mi interior sabía que sucedería. Se había apartado de mis ojos el débil velo del Tiempo y había visto lo que usted llamaría futuro. Evidentemente en los términos de Tiempo era el futuro, pero desde mi punto de vista aquello pertenecía tanto al pasado como al futuro. Había existido, y sólo aguardaba a su realización material. Cuanto más pensaba en ello, más me daba cuenta de que no podía hacer nada.
Interrumpí en ese momento su narración.
—¿Y no hizo usted nada? —exclamé—. Posiblemente habría podido dar algún paso
con el fin de tratar de evitar la tragedia.
Negó la pregunta con un movimiento de la cabeza.
—Y exactamente, ¿qué pasó? ¿Debía dirigirme a Sir Henry y decirle que había vuelto
a verle en el metro en el momento en que se suicidaba? Examine atentamente la cuestión. O bien lo que había visto era pura ilusión e imaginación, en cuyo caso no tenía la menor existencia o significado, o era algo real auténtico y esencialmente ya había sucedido. O piense, aunque no es muy lógico, en algo intermedio entre ambas cosas. Supongamos que la idea del suicidio, por alguna causa de la que yo nada sabía, se le había ocurrido, o se le ocurriría. Si ése era el caso ¿no estaría haciendo algo muy peligroso al sugerirle tal cosa? El hecho de decirle lo que había visto, ¿no podría introducir esa idea en su mente, o confirmarla y fortalecerla si ya estaba allí? Tal como dice Browning: «Jugar con las almas es un asunto delicado».
—Pero no interferiren modo alguno parece tan inhumano—intervine yo—. No hacer
ningún intento...
—¿Qué interferencia? —preguntó él—. ¿Qué intento?
El instinto humano que había en mí parecía gritar en voz alta y rebelarse ante el pensamiento de no hacer nada para evitar esa tragedia, aunque daba la impresión de golpear contra algo austero e inexorable. Y aunque aporreaba mi cerebro no podía combatir la sensación de lo que él había dicho. No podía darle ninguna respuesta, y prosiguió con su historia.
—Debe recordar también que creía entonces, y creo ahora, que aquello había sucedido —me dijo—. La causa de aquello, fuera la que fuera, había empezado a actuar, y el efecto en esta esfera material era inevitable. A eso aludía cuando al principio de la historia le pedí que considerara qué difícil es precisar cuándo tiene lugar una acción. Podría sostener usted que ese acto particular, el suicidio de Sir Henry, no había sucedido todavía porque aún no se había arrojado bajo un tren en marcha. Pero a mí eso me parece una visión materialista. Sostengo que en todos los aspectos, salvo por así decirlo en su confirmación, ya había tenido lugar.
Imagino que Sir Henry, por ejemplo, liberado ya de las oscuridades materiales, sabe
ya eso por sí mismo.
Precisamente cuando estaba hablando así barrió la estancia, iluminada y cálida, una
corriente de aire helado que agitó mis cabellos e hizo que las llamas de los leños
menguaran y luego resplandecieran. Miré a mi alrededor para ver si se había abierto la puerta que tenía a mi espalda, pero nada se agitaba allí, y las cortinas estaban bien corridas delante de la ventana cerrada. Cuando el aire llegó a Anthony, se irguió rápidamente en su sillón y miró en esa dirección, y luego recorrió con la vista la habitación.
—¿Sintió eso? —me preguntó.
—Sí, una corriente repentina. De aire helado.
—¿Y algo más? ¿Alguna otra sensación?
Me detuve antes de responder, pues en ese momento pensé en la diferenciación que
había hecho Anthony sobre los efectos producidos en el testigo por un fantasma de un ser vivo y por la aparición de un muerto. Las sensaciones que tenía ahora se referían con precisión a este último caso, un vago encogimiento físico, miedo, un sentimiento de desolación. Pero todavía no había visto nada.
—Siento escalofríos —contesté.
Mientras hablaba acerqué mi sillón al fuego y he de confesar que rápidamente vigilé,
con cierta aprensión, las paredes de la iluminada habitación. Al mismo tiempo me di
cuenta de que Anthony miraba hacia la repisa de la chimenea, en la que bajo un
candelabro con dos bombillas estaba el reloj que al principio de nuestra conversación se había ofrecido a detener. Observé que las manecillas señalaban la una menos veinticinco.
—¿Pero no vio nada? —preguntó.
—Absolutamente nada —contesté—. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Qué había ahí que ver?
¿O es que usted... ?
—No lo creo —dijo él.
No sé por qué razón esa respuesta me crispó los nervios, pues todavía no me había
abandonado la extraña sensación que acompañó a la corriente de aire frío. En todo caso se había vuelto más aguda.
—Seguramente sabrá si vio o no algo —insistí.
—Nunca se puede estar seguro. Afirmo que no creo haber visto nada. Pero tampoco
estoy seguro de si la historia que le estoy contando terminó la noche pasada. Creo que puede haber un nuevo incidente. Si lo prefiere, dejaré sin terminar hasta mañana por la mañana el resto de ella, en la medida en que la conozco, y así podrá acostarse ahora.
Su calma y tranquilidad absolutas me tranquilizaron.
—¿Cómo iba a hacer tal cosa? —pregunté.
De nuevo miró a su alrededor.
—Bueno, creo que algo ha entrado ahora en la habitación —dijo—, y puede
desarrollarse. Si esa idea no le gusta, sería mejor que se fuera. Desde luego no hay nada de lo que alarmarse; sea lo que sea, no puede hacernos daño. Pero se acerca la hora en la que, en dos noches sucesivas, vi lo que le acabo de contar, y una aparición suele presentarse a la misma hora. No sé la razón de que sea de ese modo, pero parece como si un espíritu unido a la tierra sigue sometido a determinadas convenciones; por ejemplo las convenciones del Tiempo. Creo que voy a ver algo en breve, pero probablemente usted no. Usted no se halla sometido, como yo, a estos... estos engaños...
Me sentía asustado, y era consciente de ello, pero también sentía un intenso interés, y un orgullo perverso se agitó en mi interior con sus últimas palabras. Me preguntaba que por qué razón no iba a poder ver yo cualquier cosa que pudiera verse...
—No tengo el menor deseo de irme —dije—. Deseo escuchar el resto de la historia.
—En ese caso, ¿por dónde iba? Ah, sí: se preguntaba usted por la razón de que no
hubiera hecho nada después de ver el tren avanzar hasta el andén, y yo le decía que no había nada que pudiera hacerse. Si piensa bien en ello, creo que estará de acuerdo conmigo... Pasaron dos días, y en la mañana del tercero leí en el periódico que mi visión se había realizado. Sir Henry Payle, que estaba esperando en el andén de la estación de Dover Street el último tren para South Kensington, se había arrojado a la vía cuando el tren entraba en la estación. El tren se había detenido dos metros más allá, pero una rueda le había pasado por encima del pecho, aplastándolo y matándole al instante.
»Se realizó una investigación y salió de ella una de esas historias oscuras que, en ocasiones como ésta, caen a veces como una sombra de medianoche sobre una vida que quizás el mundo hubiera considerado próspera. Hacía mucho tiempo que se llevaba mal con su esposa, de la que vivía apartado, y parece ser que no mucho tiempo antes se había enamorado desesperadamente de otra mujer. La noche anterior al suicidio llegó a hora muy tardía a la casa de su esposa y sostuvo con ella una escena prolongada y colérica, en la que trató de persuadirla para que se divorciara de él, amenazándola en caso contrario con convertir la vida de ella en un infierno. Ella se negó, y en un ataque pasional ingobernable él intentó estrangularla. Se produjo un forcejeo y con el ruido se presentó el criado de ella, quien consiguió dominarle. Lady Payle le amenazó con acusarle legalmente de ataque con intención de homicidio. Teniendo eso en mente se suicidó a la siguiente noche, tal como le he contado.
Volvió a mirar el reloj y vio que las manecillas señalaban ahora la una menos diez. El
fuego empezaba a bajar y la habitación se estaba quedando extrañamente fría.
—Pero eso no es todo —siguió diciendo Anthony al tiempo que echaba una mirada a
su alrededor—. ¿Está seguro de que no preferiría oírlo mañana?
Volvió a prevalecer la combinación de vergüenza, orgullo y curiosidad.
—No. Cuénteme el resto ahora mismo —contesté.
De pronto, antes de hablar miró fijamente un punto situado detrás de mi silla,
entornando los ojos. Seguí su mirada y comprendí a qué se refería al decir que a veces uno no puede estar seguro de si ha visto o no algo. ¿Se había perfilado una sombra entre la pared y donde yo estaba? Me resultaba difícil enfocarla; no sabía si estaba cerca de la pared o de mi silla. Pero de todas maneras pareció disiparse cuando miré con mayor atención.
—¿No ve nada? —preguntó Anthony. —No. Creo que no. ¿Y usted?
— Creo que yo sí —contestó mientras seguía con la mirada algo que para mí era
invisible. Reposó la vista en un punto situado entre la repisa de la chimenea y yo. Sin dejar de mirar fijamente hacia allí, siguió hablando—. Todo sucedió hace unas semanas, cuando estaba usted en Suiza, y desde entonces hasta la noche pasada no vi nada más. Pero estaba todo el tiempo esperando algo. Tenía la sensación de que por lo que a mí me concernía el asunto no había terminado todavía, y la noche pasada, con la intención de ayudar a que llegara hasta mí alguna comunicación de... del más allá, acudí a la estación de metro de Dover Street unos minutos antes de la una, la hora a la que se había producido tanto el ataque a su esposa como el suicidio. Cuando llegué el andén estaba absolutamente vacío, o parecía estarlo, pues entonces, cuando empecé a escuchar el tren que se aproximaba vi allí la figura de un hombre de pie, a unos veinte metros de mí, mirando hacia el túnel. No había bajado conmigo en el ascensor, y un momento antes no había estado allí. Comenzó a moverse hacia mí y fue entonces cuando vi quién era, y sentí una agitación de viento helado que se acercaba a mí al tiempo que la figura se aproximaba. No era esa corriente que anuncia la proximidad de un tren, pues venía en la dirección opuesta. Él llegó junto a mí y vi un reconocimiento en su mirada. Levantó el rostro hacia mí y vi moverse sus labios, aunque no oí que nada saliera de ellos, quizás por el ruido cada vez más fuerte que procedía del túnel.
»Extendió una mano, como invitándome a hacer algo, y con una cobardía de la que no podré perdonarme me aparté de él, pues sabía, por los signos de los qué ya le he hablado, que era la mano del muerto, y mi carne se estremeció ante él, sofocando por el momento toda piedad y todo deseo de ayudarle, si es que tal cosa era posible. Ciertamente había algo que él quería de mí, pero yo retrocedí. Entonces el tren apareció en el túnel y un momento después, con un temible gesto de desesperación, se arrojó delante de él.
Cuando terminó de hablar se levantó rápidamente de la silla, mirando todavía un punto situado delante de él. Vi dilatarse sus pupilas, y moverse su boca.
—Ya viene —dijo—. Se me da una oportunidad de expiar mi cobardía. No tengo nada que temer: debo recordar que yo mismo...
Mientras hablaba se produjo en las tablas que había sobre la repisa de la chimenea un fuerte crujido, y el viento frío volvió a dar vueltas por mi cabeza. Me di cuenta de que me estaba encogiendo en mi silla, con las manos delante, como en un intento instintivo de defenderme contra algo que sabía que estaba allí, aunque no pudiera verlo. Todos los sentidos me indicaban que en la habitación había una presencia distinta a la de Anthony y la mía, y lo horroroso de la situación era que no podía verla. Sentía que cualquier visión, por terrible que resultara, sería más tolerable que ese conocimiento claro y cierto de que cerca de mí estaba ese ser invisible. Y sin embargo... ¿qué horror no se revelaría en el rostro del muerto, y el pecho aplastado...? Pero lo único que podía ver mientras me estremecía bajo el frío viento eran las paredes de la habitación, y a Anthony de pie delante de mí, rígido y firme, procurando, sabía yo, reunir valor. Tenía los ojos enfocados en algo muy cercano a él, y algo parecido a una sonrisa se estremecía en su boca. En ese momento volvió a hablar.
—Sí, te conozco. Y quieres algo de mí. Dime entonces qué es.
Siguió a aquello un silencio absoluto, pero lo que para mis oídos era silencio no debió serlo para los suyos, pues en una o dos ocasiones asintió, y en una de ellas dijo: «Sí, entiendo. Lo haré». Y sabiendo que había allí alguien a quien no podía ver, hablando algo que no podía oír, se produjo en mí ese terror a la muerte y lo desconocido acompañado de esa sensación de incapacidad de movimiento que acompaña a las pesadillas. No podía moverme, no podía hablar, sólo podía forzar mis oídos buscando lo inaudible, y mis ojos para captar lo invisible, mientras notaba sobre mí el viento frío del valle mismo de las sombras de la muerte. No era que la presencia de la muerte en sí resultara terrible; era que desde su tranquilidad y serena armonía había surgido algún alma inquieta incapaz de descansar en paz, pues su último despertar estimula a incontables generaciones de aquellos que han muerto, impulsados por sus actividades a regresar a un mundo material del que deberían haber sido liberados. Nunca, hasta que se trazó así un puente en el vacío entre los vivos y los muertos, me había parecido aquello tan inmenso y poco natural. Es posible que los muertos puedan tener comunicación con los vivos, y no era exactamente eso lo que así me aterraba, pues por lo que sabemos esa comunicación procede voluntariamente de ellos. Pero allí había habido algo helado y cargado de crímenes, expulsado de una paz que no le servía.
Lo más horrible de todo fue que después se produjo un cambio en esas condiciones
invisibles. Anthony guardaba silencio entonces, y después de mirar directa y fijamente delante de él, empezó a hacerlo hacia donde yo me encontraba sentado, y eso me hizo sentir que la presencia invisible había dejado de atenderle a él para prestarme atención a mí. Fue entonces cuando muy poco a poco empecé a ver...
Entre la repisa de la chimenea y las tablas superiores surgió el perfil de una sombra. Tomó forma convirtiéndose en el perfil de un hombre. Dentro de la forma de la sombra empezaron a precisarse los detalles y vi oscilar en el aire, como algo oculto por la neblina, el semblante de un rostro sobrecogido y trágico, cargado con el peso de una aflicción tan grande que jamás la había visto en rostro humano. Después tomaron forma los hombros y debajo de éstos se extendió una mancha lívida y roja, y de pronto la visión se hizo clara.
Allí estaba él con el pecho machacado y ahogado en la mancha roja, de la que sobresalían las costillas rotas como la estructura de un barco naufragado. Los ojos terribles y dolientes estaban fijos en mí, y entonces supe que de ellos surgía aquel viento terrible...
Después el espectro desapareció con la velocidad con la que se apaga una bombilla, pero seguía allí el viento cortante, y frente a mí estaba en pie Anthony en una habitación tranquila y bien iluminada. Ya no había ninguna sensación de una presencia invisible; él y yo estábamos a solas, con una conversación interrumpida en suspenso todavía entre nosotros, en el aire cálido. Volví a ella lo mismo que uno regresa después de un anestésico.
Todo volvía a ser captado por la vista, irrealmente al principio, hasta que poco a poco fue asumiendo la textura de la realidad.
—Estaba hablando con alguien, no conmigo —le dije—. ¿Quién era? ¿Qué decía?
Se pasó el dorso de la mano por la frente, brillante bajo la luz.
—Un alma del infierno —contestó.
Siempre es difícil recordar las sensaciones físicas cuando han pasado. Si ha tenido frío pero se ha calentado, es difícil recordar cómo era el frío; si ha tenido calor y se ha refrescado, es difícil entender lo que significaba realmente la opresión del calor.
Igualmente, al haberse ido esa presencia me sentía incapaz de volver a captar el sentimiento de terror que sólo unos momentos antes me había invadido e inspirado.
—¿Un alma del infierno? —pregunté—. ¿De qué me está hablando?
Estuvo aproximadamente un minuto paseando por la habitación hasta que se acercó a mí sentándose en el brazo de mi sillón.
—No sé qué es lo que usted vio, o qué sintió, pero en toda mi vida me había sucedido nada tan real como lo que ha ocurrido en estos últimos minutos. He hablado con un alma que habita el infierno del remordimiento, el único infierno posible. Por lo que pasó la última noche sabía que quizás podía establecer por medio de mí comunicación con el mundo que había abandonado, y por eso me buscó y me encontró. Me ha encargado una misión ante una mujer que he visto, un mensaje del arrepentido... se imaginará de quién estoy hablando...
Con repentina energía se puso en pie.
—Verifiquémoslo —dijo—. Me dio la calle y el número. ¡Aquí está el listín telefónico! ¿Sería una simple coincidencia si descubriera que en el número veinte de Chasemore Street, South Kensington, vive Lady Payle?
Pasó las páginas del voluminoso libro.
—Sí, ahí vive —dijo.
El Arpa del Diablo
El Arpa del Diablo
De todos los contaminantes que hemos sabido arrojar a la atmósfera en los últimos dos siglos, los menos publicitados son ciertas radiaciones electromagnéticas a las que algunos hacen responsables de las perturbaciones climáticas. La fuente más sospechosa de esas radiaciones se encuentra en Alaska y forma parte de un proyecto militar estadounidense. Se la conoce con la sigla HAARP, esto es, Proyecto Avanzado para la Investigación Auroral por Alta Frecuencia.
Como “Harp” significa “arpa”, los ambientalistas más duros no han vacilado en llamarlo “el arpa del diablo”. El físico Nick Begich y la periodista Jeanne Manning han preferido aclarar que “a esta arpa no la tocan los ángeles”. Ese es el título que le pusieron en 1995 a su documentada investigación sobre el HAARP. El libro no sólo motivó en Estados Unidos todos los debates permitidos para un tema que toca de cerca lo militar; tuvo varias reediciones y fue traducido al francés.
Más recientemente, en 1998, el Parlamento europeo y en 2002 la Duma (el Parlamento ruso) crearon sendas comisiones para estudiar el tema e interpelaron al gobierno estadounidense sobre la naturaleza y fines del proyecto. Por supuesto, y como era inevitable, el HAARP no dejó de convocar también a sensacionalistas, esotéricos, apocalípticos y paranoicos conspirativos, como si fuera una nueva Area 51. Con todo, y teniendo en cuenta que las opiniones de los científicos son dispares, se diría que la situación está lejos de ser clara.
Hurgando la ionosfera
El sistema HAARP opera desde Gakona (Alaska). No cuenta con demasiada infraestructura, a no ser por 180 antenas alineadas en array, con una potencia de 1 gigawatt, que emiten hacia la ionósfera radiaciones de hasta 10 MHz.
El proyecto pertenece a la Fuerza Aérea y a la Marina de los Estados Unidos, pero cuenta con el aval científico de la Universidad de Alaska y catorce universidades más. La obra la construyó Raytheon, una empresa dedicada a la industria bélica. Su tecnología se basa en 12 patentes que pertenecen a ARCO, subsidiaria de una importante petrolera.
Según la versión oficial sus fines son estrictamente científicos, y las autoridades aseguran que sus instalaciones se abren cada tanto para ser visitadas por los turistas. El gobierno declara que el HAARP tiene por fin desarrollar comunicaciones con submarinos, radares de gran alcance y sistemas para detectar misiles de vuelo bajo. También puede hacer una suerte de tomografía del subsuelo en busca de petróleo, para lo cual el Congreso le ha asignado un jugoso presupuesto.
El complejo envía hacia la ionósfera un haz de alta frecuencia, que rebota en forma de ondas de frecuencia muy baja. De tal modo, su alcance cubre prácticamente todo el planeta. Recordemos que la ionósfera es la capa más externa de la atmósfera (entre 80 y 640 km de altura), más allá de la cual sólo se encuentran los cinturones de radiación de Van Allen. Se dice que las emisiones de HAARP podrían interferir con los vientos troposféricos y con los electrojets aurorales, un fenómeno que en circunstancias naturales suele afectar a las comunicaciones y hasta la conducta humana. De hecho, HAARP no es el único de estos “calentadores ionosféricos”. Hay uno similar en Trömso (Noruega), otro en Nizni Nóvgorod (Rusia) y uno en Arecibo (Puerto Rico).
Tanta preocupación militar por una investigación de ciencia básica no deja de despertar sospechas, teniendo en cuenta que conocemos conspicuos antecedentes. Algunos piensan que estos “calentadores” formarían parte del sistema de defensa estratégica (el Star Wars de Reagan) y potencialmente serían armas de destrucción masiva mucho más reales que las de Saddam. Se les atribuye la capacidad de concentrar un haz de alta energía en puntos específicos, provocando sequías, inundaciones, huracanes y hasta terremotos.
El fantasma de Nikola Tesla
El libro de Begich y Manning lleva por subtítulo “Avances en la tecnología Tesla”. El serbio Nikola Tesla (1856-1943) fue el gran rival de Edison, responsable de muchas de las tecnologías que hoy usamos, aunque más se lo recuerda por la obsesión con que trató de transmitir energía eléctrica mediante ondas. En 1940 Tesla había anunciado que contaba con un dispositivo capaz de derribar los aviones enemigos con un haz de partículas y que era capaz de desencadenar fuerzas que podían llegar a “partir la Tierra en dos”. Cuando murió, por las dudas el FBI secuestró todos sus apuntes, que probablemente sirvieron para desarrollar el laser de partículas que rusos y norteamericanos pusieron a punto durante la Guerra Fría.
Si bien desde entonces se le han venido atribuyendo a Tesla toda clase de fantasías, lo cierto es que no faltaron quienes se encargaran de profundizar sus investigaciones. Uno de ellos es el físico texano Bernard Eastlund, titular de la mayoría de las patentes que usa el HAARP. Una de ellas, que estuvo un tiempo clasificada como secreto militar, describe un “método y dispositivo para alterar una región de la atmósfera, ionósfera y/o magnetósfera terrestre”.
De hecho, éste no es ni el primero ni el último de los proyectos vinculados con la “guerra geofísica”, que ha puesto en marcha el poder militar estadounidense, desde el Argus (1958) y el Starfish (1962), que investigaban los cinturones de Van Allen. Durante la guerra de Vietnam se trabajó en los proyectos Skyfire y Stormfury, diseñados para poner el clima en contra del Vietcong.
Otro proyecto, llamado SPS (1968-1978), aspiraba a concentrar la energía solar colectada por una red de satélites geoestacionarios, enviándola en forma de microondas sobre las tropas enemigas. Más recientemente, en la campaña Tormenta del Desierto, durante la primera Guerra del Golfo, las fuerzas de Bush padre usaron un arma de radiación (EMP Weapon) que cortó las comunicaciones entre las tropas iraquíes, provocando su desbande total.
Efectos indeseables
El sistema HAARP, que desde 2002 ya estaría funcionando a pleno, ha despertado preocupación en muy diversos sectores, tanto del sector científico como en del político, sin contar los alarmistas profesionales, freaks o adeptos a las teorías conspirativas.
Los ambientalistas de Alaska, que han fundado un “movimiento No HAARP”, entienden que están contra algo más peligroso que las papeleras del Uruguay. Recurriendo a una metáfora un tanto folklórica, sostienen que patear la ionósfera para ver qué pasa es como andar pinchando a un oso dormido. La doctora Elizabeth Rauscher, física, explica que se trata de “bombear tremendas energías en un sistema molecular de muy delicada configuración –la ionósfera– exponiéndola a reacciones catalíticas y efectos no lineales. Al focalizar las radiaciones con una suerte de ‘acupuntura’ atmosférica, la rotación de la Tierra podría causar no ya un agujero en la capa de ozono sino una verdadera incisión. Pero el hecho es que la ionósfera todavía nos pertenece a todos”.
De la misma opinión es la doctora Rosalie Bertell, que otrora perteneció a la administración Reagan y ahora asesora al Parlamento europeo; entiende que los calentadores ionosféricos modifican el campo magnético del planeta.
Dos eurodiputadas, la sueca Maj Britt Theorin y la belga Magda Haalvoet, armaron una comisión parlamentaria para estudiar los efectos del HAARP. De la misma manera, un grupo de físicos rusos elaboró un detallado informe a pedido de Putin, que anda bastante sensibilizado por el escudo antimisilístico norteamericano.
Estas circunstancias han llevado a recordar las advertencias sobre nuevas tecnologías manipuladoras que Zbigniew Brzezinski (funcionario del gobierno de Carter) había hecho ya en 1970. Pero aun antes que él, J. F. MacDonald, un geofísico que asesoraba a Johnson, había reconocido que desde los años ’50 el Pentágono estaba estudiando tecnologías destinadas a la “guerra geofísica”.
Se ha conocido incluso un informe de la Cruz Roja Internacional que alertaba sobre los posibles efectos que las intromisiones en el magnetismo terrestre podían tener sobre el psiquismo, provocando trastornos mentales y hasta “el desarrollo de facultades paranormales”.
Muchos físicos, sin embargo, tienden a desmitificar al proyecto, considerando que sus efectos serían apenas comparables con los que lograríamos introduciendo un calentador eléctrico en un río caudaloso. Las emisiones de las antenas de HAARP serían centenares de veces más débiles que las que producen las variaciones naturales de la atmósfera, y no se registra un agujero de ozono del tamaño que se les atribuye.
Uno de los puntos más delicados de todo el proyecto sería su eventual interferencia con las llamadas Ondas Schumann. Estas radiaciones, descubiertas en los años cincuenta por el físico alemán O. W. Schumann, se generan entre la superficie de Tierra y el borde interior de la ionósfera. Coinciden con la frecuencia del hipotálamo, una constante biológica de 7.8 Hz que comparten todos los mamíferos; su ausencia se vincula con el JetLag y los edificios “enfermos”. La NASA les ha dedicado muchos estudios y ha introducido generadores de Ondas Schumann en las lanzaderas espaciales. Sin embargo, otros dicen que aun a pesar de las advertencias de la Cruz Roja, les emisiones del HAARP no pasarían de 2,8 Hz.
Copy & Paste
Si hasta aquí nos hemos mantenido en un contexto científico, no podemos dejar de mencionar las especulaciones y delirios conspirativos que en éste como en otros casos son alentados por la desinformación y la falta de un debate serio.
Surfeando la Web, nos encontramos con HAARP en una página esotérica, donde sin más se afirma que esto es lo mismo que se hizo en la Atlántida (hasta ahora lo habitual era echarle la culpa a la energía nuclear) y no se deja de mencionar el mítico Experimento Filadelfia.
A un médium que suele comunicarse con el fantasma de Lafayette Ronald Hubbard, el fundador de la Cienciología le ha revelado que todo eso procede del mal uso de la física cuántica: otro clásico...
Más allá, una página fundamentalista no vacila en poner al HAARP entre los signos del inminente apocalipsis. Sin inmutarse, exhibe una foto trucada donde aparece la silueta de un pentáculo mágico en el ojo de un huracán tropical. Aplicando una vez más el método copy & paste (que desde la Muerte del Autor permite que cada cual arme su propio pastiche) recicla información seria y de la otra, sin olvidarse de Tesla. Como cereza del postre, revela que el arpa aparece nada menos que 46 veces en la Biblia, y eso sin mencionar los salterios...
Bastante pintoresco también resulta ver cómo es tratado el tema en algunas páginas que se definen como “bolivarianas”. Algún escriba tropical, oculto tras un inverosímil seudónimo, también hace su copy & paste. No se olvida de Tesla ni de la Atlántida, pero le atribuye al HAARP las inundaciones de Venezuela y termina endilgándole todo a Bush, en una lista un tanto excesiva que incluye el Holocausto, Hiroshima y el 11-S, el incendio del Reichstag y hasta la gripe española...
Podrá discutirse si el HAARP es o no peligroso, pero existe algo mucho peor a lo cual parece que nos hemos acostumbrado. Se trata de una vasta red planetaria de antenas, cuyas ondas atraviesan la ionósfera y rebotan hasta en los lugares más recónditos del globo. Sus pestíferas radiaciones reblandecen el cerebro de los mamíferos superiores, provocando una encefalopatía espongiforme peor que en las vacas. Suelen inducirlos a quedarse horas pasmados ante un hato de prójimos en cautiverio como si miraran un criadero de pollos, o a extasiarse ante algunos ejemplares que se enroscan afanosamente en un barrote vertical.
Es la televisión, claro...
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Se llama Moira Millán y es integrante del Frente de Lucha Mapuche y Campesina. Ella cuenta: “Nosotros somos los que peleamos contra el Goliath del momento y nosotros somos los que no tenemos voz”.
–Desde la perspectiva mapuche, cuando vos llevaste una vida de equidad con la naturaleza no te morís sino que te transformás.Nos sentimos parte de esta naturaleza, parte de esta tierra. Por eso, nuestra lucha es muy diferente a otras. No peleamos sólo por cómo se reparte la torta, que es la discusión entre la izquierda y la derecha, sino que tampoco estamos de acuerdo con los ingredientes que componen esa torta. Nosotros queremos amasar un pan nuevo, distinto. No queremos la planta de Repsol para pedir trabajo, no se trata de que se privatice o se estatice la explotación petrolera, sino que esa explotación deje de contaminar y matar a la tierra.
-Nosotros no podemos vivir sin el río, los árboles, las piedras, las hierbas medicinales. Pero las cosas que ofrece la sociedad de consumo son prescindibles. ¿Qué es la pobreza? La gente tiene que volver a la tierra. Yo nací en Bahía Blanca y ahora, en el campo, me convertí en la persona más feliz del mundo: vivo en una casa de material que se va a convertir en la primera escuela autónoma mapuche. No podemos seguir pidiéndole al Estado porque el asistencialismo es el peor cáncer. ¿Pero de qué vale seguir denunciando la venta de tierras si nadie quiere ir a la tierra?
–Una de nuestras denuncias menos escuchadas es que Marcelo Tinelli compró 2500 hectáreas en Río Persei, que queda a 13 kilómetros de la ciudad de Esquel, en Chubut. Es un lugar que no tiene teléfono, ni transporte, está perdido en el tiempo, olvidado, pero es paradisíaco. Algunos pobladores se pusieron contentos porque, por ejemplo, les llegó la luz. Pero en la laguna Trafipam pone gente de seguridad que no permite ni ir a la laguna. Además tiene un megaproyecto turístico de instalar en el cerro el centro de ski más importante de Latinoamérica. A la gente le dijeron que van a vivir en el lugar y que van a ser parte del paisaje turístico. Por eso, mucha gente está de acuerdo. Pero ese proyecto va a tener un gran impacto ambiental. Además, mientras el empresario levanta mansiones y cerca el lugar, la gente no tiene ni siquiera más leña en el invierno. Entonces ese lugar que pertenecía al uso colectivo de la tierra y a los pobladores se pierde. Mientras que los mapuches, en muchos lugares, como Lago Puelo y Corcobado seguimos reclamando por nuestro derecho a los títulos colectivos de propiedad de la tierra.
–Ya ser mujer es difícil en nuestra sociedad, ni hablar de ser mujer indígena. Hay un modelo de mujer, de mamá, de esposa. Pero las mujeres mapuches no deberíamos buscar ser top models u ocupar espacios de cosificación y venta de nuestra imagen. Hay que trascender eso. Yo visto mi ropa ancestral que está reflejando la pureza del pueblo porque el color negro representa la pureza y, dicen las ancianas, que tiene que ser tan intensamente negro que destelle azul y todo tiene que mostrar mi filosofía y mi espíritu. Para mí eso es estar bien vestida y no estar a la última moda. La sociedad de consumo también está haciendo una exacerbación de la sexualidad. Mientras que el pueblo mapuche ha vivido plenamente, sin necesidad de psicoterapias y qué sé yo, su sexualidad.
–El pueblo mapuche no tiene ninguna represión. Eso viene con la conquista, cuando el cristianismo trae toda la parte represiva. En principio, no existe la imagen de papá-mamá-los nenes, los chicos no son propiedad de los padres, sino que pertenecen a toda la comunidad. Tampoco existe el tema de la fidelidad, sino el respeto a nuestra propia naturaleza.
–El pueblo mapuche ha tenido ancestralmente una relación de género muy igualitaria, con equidad de género. Nunca hubo un rol específico de los hombres que no pudieran cumplir las mujeres. Nosotras podíamos ser sacerdotisas (machis), comandantes o guerreras. Siempre tuvimos voz y voto y fuimos las trasmisoras de la sabiduría con los niños. El pensamiento filosófico de nuestro pueblo ha sido respetar la naturaleza y esto incluye a la naturaleza de cada uno de nosotros, inclusive la elección de la pareja depende de esa naturaleza. Hay hombres que necesitan más de una mujer para poder sentirse complementados (hay que descolonizarse para entender lo que estoy diciendo porque no se puede ver desde la perspectiva sexual), eso se llama poligamia y se practicaba en la comunidad mapuche. Pero también había poliandria: mujeres machis que podían tener más de un marido y no por una cuestión erótica, sino por una complementariedad espiritual. Había diversidad y no un modelo hegemónico heterosexual y monogámico. Así como en la naturaleza hay diversidad en los animales, las plantas y las flores, tampoco se puede exigir que todos los seres humanos seamos iguales. En ese sentido, había un respeto muy importante por la mujer. Pero cuando llega el judeocristianismo rompe con todo eso e impone el machismo que se ha internalizado en nuestras comunidades, aunque no como un elemento cultural ancestral, sino como resultado de la colonización. En las comunidades todas las mujeres pasamos por etapas de abandono, violencia familiar, una situación muy marginal. Aun así, viviendo con esa opresión, las mujeres mapuches tenemos una visibilidad en la lucha y un protagonismo muy grande. Yo me siento respaldada por los hombres mapuches. Y actualmente en las comunidades existen en un rol equivalente a caciques tanto mujeres como hombres. Yo creo que el pueblo mapuche tiene mucho, desde su sabiduría ancestral, para aportar en una sociedad nueva. Y que no se va a poder destruir el machismo si no repensamos la sociedad en su totalidad.
–La discriminación la sufren todas las mujeres que no cumplen con el tipo físico que impone la cultura de moda. Pero yo creo que no deberíamos buscar un modelo económico-social más justo, sino una nueva sociedad en la que una de las prioridades sea la ternura. Yo sueño un mundo donde la ternura sea posible.
fuente
domingo 31 de agosto de 2008
BAILANDO POR UN SUEÑO? - el de Marcelo Tinelli(ajjjjj)-. Me pregunto qué danza tendremos que hacer los Mapuches y campesinos para que nos devuelvan las tierras.
Es tan conmovedor ver a Tinelli cuando se emociona ante algún caso de injusticia social. Se le llenan los ojos de lágrimas y mira hacia las cámaras.
¿Si los indígenas se presentaran en su show podrían conseguir algo de respeto a sus derechos naturales?
¿Saben que es 'Trafipan 2000'?
Marcelo Tinelli, conductor-empresario televisivo que compró miles de hectáreas en la provincia sureña de Chubut, necesita desalojar 30 familias mapuches para construir un megaproyecto turístico.
Moira Millán, integrante de la Comunidad Pillán Mahuiza y del
Frente de Lucha Mapuche y Campesinos en el marco de la lucha por la defensa del Agua y la Tierra aseguró a radio Universidad Nacional de Cuyo, que le dicen rotundamente ¡No! a cualquier megaproyecto que pretenda 'arrasar con nuestro entorno a cualquier precio'.
La dirigencia indígena denunció que el megaproyecto turístico que pretende construir Marcelo Tinelli 'es sobre la vivienda de 30 familias mapuches y, casualmente, lleva nombre mapuche,Trafipan 2000, cuando para llevarlo a cabo, necesita de su desalojo'.
'Cuanta más gente se entera, más nos ayuda para conseguir el apoyo de las autoridades para poder conservar nuestras tierras'.
Lic. Marisa Burlastegui
Universidad Nacional de Mar del Plata.