En El Metro
E.F.Benson
E.F.Benson
Es una convención, y no muy convincente —dijo alegremente Anthony Carling—. ¡el
tiempo! En realidad el Tiempo no existe; no tiene una existencia real. El Tiempo no es más que un punto infinitesimal de la eternidad, de la misma manera que el Espacio es un punto infinitesimal del infinito. Como máximo el Tiempo es una especie de túnel a través del cual acostumbramos a creer que estamos viajando. Hay un estruendo en nuestros oídos y una oscuridad en nuestros ojos que hace que nos parezca real. Pero antes de que entráramos en el túnel existíamos eternamente en una luz del sol infinita, y cuando hayamos pasado por él volveremos a existir en una luz solar infinita. Entonces, ¿por qué vamos a molestarnos por la confusión, el ruido y la oscuridad que sólo nos acompañan durante un momento?
Para ser alguien que creía tan firmemente en ideas inconmensurables como ésas, que iba marcando con enérgicas aplicaciones del atizador a las magníficas chispas e incandescencias del fuego, Anthony tenía una manera muy agradable de apreciar lo finito y mensurable, y no he conocido a nadie que tuviera tanto entusiasmo por la vida y sus placeres. Aquella noche nos había dado una cena admirable, nos había ofrecido un oporto que estaba más allá de toda posible alabanza, y había iluminado aquellas alegres horas con la luz de su contagioso optimismo. Después el pequeño grupo se había ido deshaciendo y me había quedado a solas con él junto a la chimenea de su estudio. En el exterior se oía sobre los cristales de las ventanas el repiqueteo del aguanieve impulsado por el viento, que se elevaba de vez en cuando por encima del aleteo de las llamas del hogar, y el pensar en las ráfagas heladas y el pavimento cubierto de nieve de Brompton Square, sobre el que se habían ido a toda prisa todos los demás invitados montándose en taxis deslizantes, hacía que mi posición, al permanecer allí hasta la mañana siguiente, resultara más delicadamente deliciosa. Por encima de todo estaba aquel compañero estimulante y sugerente, quien tanto si hablaba de importantes abstracciones, que para él eran tan intensamente reales y prácticas, como si lo hacía de las notables experiencias que había tenido entre aquellas convenciones del Tiempo y el Espacio, resultaba igualmente fascinante para quien le oía.
—Adoro la vida —me dijo—. Me resulta el juego más encantador. Es un deporte delicioso; y bien sabe usted que la única manera concebible de practicar un deporte es tomárselo con seriedad extremada. Si se dice a sí mismo que sólo es un deporte, deja de tener el más ligero interés por él. Tiene que saber que sólo es un juego, y comportarse como si fuera el único objetivo de la existencia. Me gustaría seguir en él durante muchos años. Pero además uno tiene que estar todo el tiempo viviendo en el plano auténtico, que es la eternidad y el infinito. Si piensa en ello, lo único que la mente humana no es capaz de captar es lo finito, no lo infinito; lo temporal, no lo eterno.
—Eso parece bastante paradójico —intervine yo.
—Pero sólo porque se ha habituado a pensar en las cosas que parecen limitadas.
Examine la cuestión directamente durante un minuto. Intente imaginar el Tiempo y el Espacio finitos y se dará cuenta de que le es imposible. Retroceda un millón de años, y multiplique ese millón por otro millón, y se dará cuenta de que no le es posible concebir un principio. ¿Qué sucedió antes de ese principio? ¿Otro principio, y otro más? ¿Y antes de eso? Examínelo así y comprenderá que la única solución que puede comprender es la existencia de una eternidad, algo que nunca comenzó y nunca terminará. Lo mismo sucede con el Espacio. Proyéctese a la estrella más lejana: ¿qué hay más allá de ella? ¿El vacío? Avance a través del vacío y no podrá imaginar que es finito y que tiene un final.
Tiene que seguir avanzando eternamente: eso es lo único que puede usted entender. ¡No existe nada semejante al antes o el después, o al principio o el final, y que cómodo resulta tal cosa! Sentiría una inquietud mortal si no existiera el enorme y mullido cojín de la eternidad sobre el que reclinar la cabeza. Algunas personas dicen —y creo habérselo oído decir a usted mismo— que la idea de la eternidad resulta fatigosa; siente que desea que se detenga. Ello se debe a que piensa en la eternidad en los términos de Tiempo; y a que en su cerebro musita: «¿Y después de eso, y después?» No capta la idea de que en la eternidad no existe ningún «después», como tampoco hay ningún «antes». Todo es uno. La eternidad no es una cantidad: es una cualidad.
A veces, cuando Anthony habla de esa manera, me parece captar una intuición de
eso que para su mente es tan transparentemente claro y tan sólidamente real; pero en otras ocasiones (por no tener un cerebro que se represente con facilidad las abstracciones) me siento como si me estuviera empujando a un precipicio, y mis facultades intelectuales se aferran salvajemente a cualquier cosa tangible o comprensible. Eso era lo que sucedía en ese momento y le interrumpí precipitadamente.
—Pero sí hay un «antes» y un «después» —dije—. Hace unas horas nos ofreció usted una cena admirable, y después —sí, después—jugamos al bridge. Y ahora me va explicar las cosas con un poco más de claridad, y después nos iremos a la cama...
Anthony se echó a reír.
—Hará usted exactamente lo que le plazca, pero no será un esclavo del Tiempo ni esta noche ni mañana por la mañana. Ni siquiera mencionaremos una hora para el desayuno, pero lo tomará durante la eternidad siempre que despierte. Y como veo que todavía no es medianoche, nos saltaremos los límites del Tiempo y hablaremos infinitamente. Pararé el reloj, si eso le ayuda a liberarse de su ilusión, y le contaré una historia que personalmente me parece que demuestra lo irreales que son las llamadas realidades; o al menos lo falaces que son nuestros sentidos en cuanto que jueces de lo que es real y de lo que no lo es.
—¿Algo oculto, escalofriante? —le pregunté abriendo bien los oídos, pues Anthony tenía las más extrañas clarividencias y visiones de cosas que el ojo normal no percibía.
—Supongo que podrá decir que es oculto en parte, aunque está mezclado con una determinada cantidad de realidad bastante sombría.
—Excelente combinación; prosiga —le dije.
Añadió un nuevo leño al fuego.
—Es una larguísima historia, y puede usted detenerme cuando considere que ya es
suficiente. Pero habrá un momento en el que le exigiré su consideración. Usted, tan
aferrado a sus «antes» y «después», ¿se le ha ocurrido pensar lo difícil que es decir cuándo se produce un incidente? Supongamos que un hombre comete un delito violento, ¿no podemos decir, con una gran dosis de verdad, que realmente comete ese crimen cuando lo planea y decide, pensando en él con entusiasmo? El momento real de la comisión del delito, podríamos afirmar razonablemente, es una simple consecuencia material de su resolución: es culpable cuando toma esa determinación. Por tanto, ¿cuándo tiene lugar realmente el crimen en los términos del «antes» y el «después»? Hay también en mi historia otro punto que deberá considerar. Parece cierto que tras la muerte del cuerpo el espíritu de un hombre es obligado a representar dicho crimen, supongo que podríamos conjeturar que con la idea de sentir remordimientos y llegar finalmente a la redención. Los que tienen una segunda visión han visto esas representaciones. Quizás en esta vida cometiera su acto ciegamente; pero luego su espíritu vuelve a cometerlo con los ojos espirituales abiertos, siendo capaz de entender su enormidad. ¿Podemos considerar entonces la determinación original del hombre y la comisión material del crimen tan sólo como preludio de su comisión real, cuando lo hace con los ojos del espíritu abiertos arrepintiéndose de ello...? Todo eso parece muy oscuro cuando hablamos de ello en abstracto, pero creo que entenderá lo que quiero decir si sigue usted mi relato. ¿Está cómodo? ¿Tiene todo lo que necesita? Pues entonces vamos a ello.
Se arrellanó en el asiento, concentró la mente y empezó a hablar:
—La historia que voy a contarle se inició hace un mes, cuando se encontraba usted en Suiza. Llegó a su conclusión, o así lo imagino, anoche mismo. En cualquier caso no espero volver a experimentarla más. Pues bien, hace un mes regresé tarde a casa, habiendo cenado fuera, una noche muy húmeda. No encontraba ningún taxi y me apresuré bajo una lluvia muy fuerte hasta la estación de metro de Piccadilly Circus, considerándome muy afortunado de poder coger el último tren en esta dirección. En el vagón al que subí sólo había otro pasajero sentado junto a la puerta inmediatamente opuesta a mí. Que yo sepa nunca le había visto antes, pero mi atención se fijó vivamente en él, como si de alguna manera me interesara. Era un hombre de mediana edad, vestido de etiqueta, y su rostro mantenía una expresión de pensamiento intenso, como si mentalmente estuviera considerando algún asunto muy significativo, mientras su mano, que reposaba sobre las rodillas, se cerraba y abría. De pronto alzó la vista y me miró fijamente, y pude ver que había en él sospecha y miedo, como si yo le hubiera sorprendido en algún acto secreto.
»En ese momento nos detuvimos en Dover Street, el revisor abrió las puertas, anunció la estación y añadió: «Cambio para Hyde Park Comer y Gloucester Road». Eso estaba bien para mí, por cuanto que significaba que el tren se detendría en Brompton Road, que era mi destino. Aparentemente también era lo correcto para mi compañero, pues no salió del vagón, y tras la parada, en la que no subió nadie en el vagón, nos pusimos en marcha. Debo insistir en que le vi después de que las puertas se hubieran cerrado y el tren hubiera arrancado. Pero cuando volví a mirar vi que no había nadie allí.
Me encontraba absolutamente solo en el vagón.
»Quizás esté pensando que había tenido uno de esos sueños rápidos y momentáneos que entran y salen como una centella de la mente en el espacio de un segundo, pero no creo que fuera así, pues sentí que había experimentado una especie de premonición o visión clarividente. Un hombre, cuya apariencia, cuerpo astral o como quiera denominarlo acababa de ver, se sentaría alguna vez frente a mí meditando y planeando.
—Pero ¿por qué? —pregunté—. ¿Por qué pensó que había visto el cuerpo astral de un hombre vivo? ¿Por qué no el fantasma de un muerto?
—Por la sensación que tuve. La visión del espíritu de un muerto, que he tenido en
dos o tres ocasiones en mi vida, se acompaña siempre de un miedo y encogimiento físico, y por una sensación de frío y de soledad. En cualquier caso creí haber visto el fantasma de un ser vivo, impresión que se confirmó, podría decir que se demostró, al día siguiente. Pues me encontré con ese hombre. Y a la noche siguiente, tal como le contaré después, volví a encontrarme con el fantasma. Pero prosigamos con orden.
»Al día siguiente estaba almorzando con mi vecina, la señora Stanley: éramos un pequeño grupo y cuando llegué sólo esperábamos al último invitado. Entró mientras hablaba yo con un amigo y en ese momento oí la voz de la señora Stanley: «Permítame que le presente a Sír Henry Payle», me dijo.
»Me di la vuelta y vi a mi vis-á-vis de la noche anterior. Era él inequívocamente, y
cuando nos estrechamos la mano creo que me miró con un reconocimiento vago y
sorprendido.
»—¿No nos conocemos ya, señor Carling? —dijo—. Creo recordar.,.
»En ese momento me olvidé de la extraña forma en la que había desaparecido del vagón y creí que era el hombre mismo a quien había visto la noche anterior.
»—Claro que sí, y no hace mucho. Pues ayer mismo por la noche estuvimos sentados uno frente a otro en el último metro de Piccadilly Circus —dije.
»Se quedó mirándome, con el ceño fruncido, asombrado, y sacudió la cabeza.
»—Difícilmente podría ser así. Esta misma mañana he llegado desde el campo —dijo.
»Eso me interesó profundamente, pues se nos ha dicho que el cuerpo astral habita en una región semiconsciente de la mente o del espíritu, y tiene recuerdos de lo que le ha sucedido, que sólo muy vaga y oscuramente puede transmitir a la mente consciente. Durante el almuerzo pude ver de nuevo sus ojos y de nuevo me miraba con la misma actitud sorprendida y perpleja, y en el momento en el que yo me despedía se acercó a mí.
»—Algún día me acordaré de dónde nos conocimos, y espero que volvamos a encontrarnos. ¿No fue... ? —y se detuvo—. No, se me ha ido de la cabeza —añadió.
El leño que había arrojado Anthony al fuego ardía intensamente ahora, y sus altas llamas le iluminaron el rostro.
—No sé si cree usted en las coincidencias como algo debido al azar, pero si es así, libérese de esa idea. Ahora bien, si no puede lograrlo enseguida, considere una coincidencia el hecho de que esa misma noche volviera a tomar el último metro dirección oeste. Pero en esa ocasión, lejos de ser un pasajero solitario había una considerable multitud aguardando en Dover Street, donde subí, y cuando el ruido del tren que se aproximaba comenzó a reverberar en el túnel, vi a Sir Henry Payle cerca de la boca de túnel por la que aparecería el tren, separado del resto de la gente. Y pensé para mí mismo lo extraño que era que hubiera visto su fantasma a esa misma hora la noche anterior y al hombre mismo ahora, por lo que me dirigí hacia él con la idea de decirle: «En cualquier caso, fue en el metro donde nos encontramos anoche»... pero entonces sucedió algo horrible. En el momento en el que el tren salía del túnel saltó a la vía, y el tren pasó por encima de él hasta detenerse junto al andén.
»Quedé un momento sobrecogido de horror, y me acuerdo de que me tapé los ojos
frente a la horrible tragedia. Me di cuenta entonces de que aunque todo había sucedido a la vista de los que aguardaban, nadie parecía haberlo visto, salvo yo mismo. El conductor, que miraba hacia fuera desde su ventana, no había puesto el freno, no hubo ninguna sacudida en el avance del tren, ningún grito ni chillido, y los demás pasajeros empezaron a subir a los vagones con absoluta calma. Aquella visión hizo que me sintiera débil y mareado y debí tambalearme, pues algún alma amable me sujetó con el brazo y me ayudó a entrar en el vagón. Me dijo que era médico y me preguntó si tenía algún dolor o me aquejaba algo. Le dije lo que creía haber visto y me aseguró que no se había producido tal accidente.
»En ese momento me resultó evidente que, por así decirlo, había contemplado el
segundo acto de aquel drama psíquico, y a la mañana siguiente medité el problema de qué era lo que debía hacer. Ya había echado una ojeada al periódico de la mañana, que tal como yo sabía no incluía ninguna mención de lo que había visto. Aquello, ciertamente, no había sucedido, pero en mi interior sabía que sucedería. Se había apartado de mis ojos el débil velo del Tiempo y había visto lo que usted llamaría futuro. Evidentemente en los términos de Tiempo era el futuro, pero desde mi punto de vista aquello pertenecía tanto al pasado como al futuro. Había existido, y sólo aguardaba a su realización material. Cuanto más pensaba en ello, más me daba cuenta de que no podía hacer nada.
Interrumpí en ese momento su narración.
—¿Y no hizo usted nada? —exclamé—. Posiblemente habría podido dar algún paso
con el fin de tratar de evitar la tragedia.
Negó la pregunta con un movimiento de la cabeza.
—Y exactamente, ¿qué pasó? ¿Debía dirigirme a Sir Henry y decirle que había vuelto
a verle en el metro en el momento en que se suicidaba? Examine atentamente la cuestión. O bien lo que había visto era pura ilusión e imaginación, en cuyo caso no tenía la menor existencia o significado, o era algo real auténtico y esencialmente ya había sucedido. O piense, aunque no es muy lógico, en algo intermedio entre ambas cosas. Supongamos que la idea del suicidio, por alguna causa de la que yo nada sabía, se le había ocurrido, o se le ocurriría. Si ése era el caso ¿no estaría haciendo algo muy peligroso al sugerirle tal cosa? El hecho de decirle lo que había visto, ¿no podría introducir esa idea en su mente, o confirmarla y fortalecerla si ya estaba allí? Tal como dice Browning: «Jugar con las almas es un asunto delicado».
—Pero no interferiren modo alguno parece tan inhumano—intervine yo—. No hacer
ningún intento...
—¿Qué interferencia? —preguntó él—. ¿Qué intento?
El instinto humano que había en mí parecía gritar en voz alta y rebelarse ante el pensamiento de no hacer nada para evitar esa tragedia, aunque daba la impresión de golpear contra algo austero e inexorable. Y aunque aporreaba mi cerebro no podía combatir la sensación de lo que él había dicho. No podía darle ninguna respuesta, y prosiguió con su historia.
—Debe recordar también que creía entonces, y creo ahora, que aquello había sucedido —me dijo—. La causa de aquello, fuera la que fuera, había empezado a actuar, y el efecto en esta esfera material era inevitable. A eso aludía cuando al principio de la historia le pedí que considerara qué difícil es precisar cuándo tiene lugar una acción. Podría sostener usted que ese acto particular, el suicidio de Sir Henry, no había sucedido todavía porque aún no se había arrojado bajo un tren en marcha. Pero a mí eso me parece una visión materialista. Sostengo que en todos los aspectos, salvo por así decirlo en su confirmación, ya había tenido lugar.
Imagino que Sir Henry, por ejemplo, liberado ya de las oscuridades materiales, sabe
ya eso por sí mismo.
Precisamente cuando estaba hablando así barrió la estancia, iluminada y cálida, una
corriente de aire helado que agitó mis cabellos e hizo que las llamas de los leños
menguaran y luego resplandecieran. Miré a mi alrededor para ver si se había abierto la puerta que tenía a mi espalda, pero nada se agitaba allí, y las cortinas estaban bien corridas delante de la ventana cerrada. Cuando el aire llegó a Anthony, se irguió rápidamente en su sillón y miró en esa dirección, y luego recorrió con la vista la habitación.
—¿Sintió eso? —me preguntó.
—Sí, una corriente repentina. De aire helado.
—¿Y algo más? ¿Alguna otra sensación?
Me detuve antes de responder, pues en ese momento pensé en la diferenciación que
había hecho Anthony sobre los efectos producidos en el testigo por un fantasma de un ser vivo y por la aparición de un muerto. Las sensaciones que tenía ahora se referían con precisión a este último caso, un vago encogimiento físico, miedo, un sentimiento de desolación. Pero todavía no había visto nada.
—Siento escalofríos —contesté.
Mientras hablaba acerqué mi sillón al fuego y he de confesar que rápidamente vigilé,
con cierta aprensión, las paredes de la iluminada habitación. Al mismo tiempo me di
cuenta de que Anthony miraba hacia la repisa de la chimenea, en la que bajo un
candelabro con dos bombillas estaba el reloj que al principio de nuestra conversación se había ofrecido a detener. Observé que las manecillas señalaban la una menos veinticinco.
—¿Pero no vio nada? —preguntó.
—Absolutamente nada —contesté—. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Qué había ahí que ver?
¿O es que usted... ?
—No lo creo —dijo él.
No sé por qué razón esa respuesta me crispó los nervios, pues todavía no me había
abandonado la extraña sensación que acompañó a la corriente de aire frío. En todo caso se había vuelto más aguda.
—Seguramente sabrá si vio o no algo —insistí.
—Nunca se puede estar seguro. Afirmo que no creo haber visto nada. Pero tampoco
estoy seguro de si la historia que le estoy contando terminó la noche pasada. Creo que puede haber un nuevo incidente. Si lo prefiere, dejaré sin terminar hasta mañana por la mañana el resto de ella, en la medida en que la conozco, y así podrá acostarse ahora.
Su calma y tranquilidad absolutas me tranquilizaron.
—¿Cómo iba a hacer tal cosa? —pregunté.
De nuevo miró a su alrededor.
—Bueno, creo que algo ha entrado ahora en la habitación —dijo—, y puede
desarrollarse. Si esa idea no le gusta, sería mejor que se fuera. Desde luego no hay nada de lo que alarmarse; sea lo que sea, no puede hacernos daño. Pero se acerca la hora en la que, en dos noches sucesivas, vi lo que le acabo de contar, y una aparición suele presentarse a la misma hora. No sé la razón de que sea de ese modo, pero parece como si un espíritu unido a la tierra sigue sometido a determinadas convenciones; por ejemplo las convenciones del Tiempo. Creo que voy a ver algo en breve, pero probablemente usted no. Usted no se halla sometido, como yo, a estos... estos engaños...
Me sentía asustado, y era consciente de ello, pero también sentía un intenso interés, y un orgullo perverso se agitó en mi interior con sus últimas palabras. Me preguntaba que por qué razón no iba a poder ver yo cualquier cosa que pudiera verse...
—No tengo el menor deseo de irme —dije—. Deseo escuchar el resto de la historia.
—En ese caso, ¿por dónde iba? Ah, sí: se preguntaba usted por la razón de que no
hubiera hecho nada después de ver el tren avanzar hasta el andén, y yo le decía que no había nada que pudiera hacerse. Si piensa bien en ello, creo que estará de acuerdo conmigo... Pasaron dos días, y en la mañana del tercero leí en el periódico que mi visión se había realizado. Sir Henry Payle, que estaba esperando en el andén de la estación de Dover Street el último tren para South Kensington, se había arrojado a la vía cuando el tren entraba en la estación. El tren se había detenido dos metros más allá, pero una rueda le había pasado por encima del pecho, aplastándolo y matándole al instante.
»Se realizó una investigación y salió de ella una de esas historias oscuras que, en ocasiones como ésta, caen a veces como una sombra de medianoche sobre una vida que quizás el mundo hubiera considerado próspera. Hacía mucho tiempo que se llevaba mal con su esposa, de la que vivía apartado, y parece ser que no mucho tiempo antes se había enamorado desesperadamente de otra mujer. La noche anterior al suicidio llegó a hora muy tardía a la casa de su esposa y sostuvo con ella una escena prolongada y colérica, en la que trató de persuadirla para que se divorciara de él, amenazándola en caso contrario con convertir la vida de ella en un infierno. Ella se negó, y en un ataque pasional ingobernable él intentó estrangularla. Se produjo un forcejeo y con el ruido se presentó el criado de ella, quien consiguió dominarle. Lady Payle le amenazó con acusarle legalmente de ataque con intención de homicidio. Teniendo eso en mente se suicidó a la siguiente noche, tal como le he contado.
Volvió a mirar el reloj y vio que las manecillas señalaban ahora la una menos diez. El
fuego empezaba a bajar y la habitación se estaba quedando extrañamente fría.
—Pero eso no es todo —siguió diciendo Anthony al tiempo que echaba una mirada a
su alrededor—. ¿Está seguro de que no preferiría oírlo mañana?
Volvió a prevalecer la combinación de vergüenza, orgullo y curiosidad.
—No. Cuénteme el resto ahora mismo —contesté.
De pronto, antes de hablar miró fijamente un punto situado detrás de mi silla,
entornando los ojos. Seguí su mirada y comprendí a qué se refería al decir que a veces uno no puede estar seguro de si ha visto o no algo. ¿Se había perfilado una sombra entre la pared y donde yo estaba? Me resultaba difícil enfocarla; no sabía si estaba cerca de la pared o de mi silla. Pero de todas maneras pareció disiparse cuando miré con mayor atención.
—¿No ve nada? —preguntó Anthony. —No. Creo que no. ¿Y usted?
— Creo que yo sí —contestó mientras seguía con la mirada algo que para mí era
invisible. Reposó la vista en un punto situado entre la repisa de la chimenea y yo. Sin dejar de mirar fijamente hacia allí, siguió hablando—. Todo sucedió hace unas semanas, cuando estaba usted en Suiza, y desde entonces hasta la noche pasada no vi nada más. Pero estaba todo el tiempo esperando algo. Tenía la sensación de que por lo que a mí me concernía el asunto no había terminado todavía, y la noche pasada, con la intención de ayudar a que llegara hasta mí alguna comunicación de... del más allá, acudí a la estación de metro de Dover Street unos minutos antes de la una, la hora a la que se había producido tanto el ataque a su esposa como el suicidio. Cuando llegué el andén estaba absolutamente vacío, o parecía estarlo, pues entonces, cuando empecé a escuchar el tren que se aproximaba vi allí la figura de un hombre de pie, a unos veinte metros de mí, mirando hacia el túnel. No había bajado conmigo en el ascensor, y un momento antes no había estado allí. Comenzó a moverse hacia mí y fue entonces cuando vi quién era, y sentí una agitación de viento helado que se acercaba a mí al tiempo que la figura se aproximaba. No era esa corriente que anuncia la proximidad de un tren, pues venía en la dirección opuesta. Él llegó junto a mí y vi un reconocimiento en su mirada. Levantó el rostro hacia mí y vi moverse sus labios, aunque no oí que nada saliera de ellos, quizás por el ruido cada vez más fuerte que procedía del túnel.
»Extendió una mano, como invitándome a hacer algo, y con una cobardía de la que no podré perdonarme me aparté de él, pues sabía, por los signos de los qué ya le he hablado, que era la mano del muerto, y mi carne se estremeció ante él, sofocando por el momento toda piedad y todo deseo de ayudarle, si es que tal cosa era posible. Ciertamente había algo que él quería de mí, pero yo retrocedí. Entonces el tren apareció en el túnel y un momento después, con un temible gesto de desesperación, se arrojó delante de él.
Cuando terminó de hablar se levantó rápidamente de la silla, mirando todavía un punto situado delante de él. Vi dilatarse sus pupilas, y moverse su boca.
—Ya viene —dijo—. Se me da una oportunidad de expiar mi cobardía. No tengo nada que temer: debo recordar que yo mismo...
Mientras hablaba se produjo en las tablas que había sobre la repisa de la chimenea un fuerte crujido, y el viento frío volvió a dar vueltas por mi cabeza. Me di cuenta de que me estaba encogiendo en mi silla, con las manos delante, como en un intento instintivo de defenderme contra algo que sabía que estaba allí, aunque no pudiera verlo. Todos los sentidos me indicaban que en la habitación había una presencia distinta a la de Anthony y la mía, y lo horroroso de la situación era que no podía verla. Sentía que cualquier visión, por terrible que resultara, sería más tolerable que ese conocimiento claro y cierto de que cerca de mí estaba ese ser invisible. Y sin embargo... ¿qué horror no se revelaría en el rostro del muerto, y el pecho aplastado...? Pero lo único que podía ver mientras me estremecía bajo el frío viento eran las paredes de la habitación, y a Anthony de pie delante de mí, rígido y firme, procurando, sabía yo, reunir valor. Tenía los ojos enfocados en algo muy cercano a él, y algo parecido a una sonrisa se estremecía en su boca. En ese momento volvió a hablar.
—Sí, te conozco. Y quieres algo de mí. Dime entonces qué es.
Siguió a aquello un silencio absoluto, pero lo que para mis oídos era silencio no debió serlo para los suyos, pues en una o dos ocasiones asintió, y en una de ellas dijo: «Sí, entiendo. Lo haré». Y sabiendo que había allí alguien a quien no podía ver, hablando algo que no podía oír, se produjo en mí ese terror a la muerte y lo desconocido acompañado de esa sensación de incapacidad de movimiento que acompaña a las pesadillas. No podía moverme, no podía hablar, sólo podía forzar mis oídos buscando lo inaudible, y mis ojos para captar lo invisible, mientras notaba sobre mí el viento frío del valle mismo de las sombras de la muerte. No era que la presencia de la muerte en sí resultara terrible; era que desde su tranquilidad y serena armonía había surgido algún alma inquieta incapaz de descansar en paz, pues su último despertar estimula a incontables generaciones de aquellos que han muerto, impulsados por sus actividades a regresar a un mundo material del que deberían haber sido liberados. Nunca, hasta que se trazó así un puente en el vacío entre los vivos y los muertos, me había parecido aquello tan inmenso y poco natural. Es posible que los muertos puedan tener comunicación con los vivos, y no era exactamente eso lo que así me aterraba, pues por lo que sabemos esa comunicación procede voluntariamente de ellos. Pero allí había habido algo helado y cargado de crímenes, expulsado de una paz que no le servía.
Lo más horrible de todo fue que después se produjo un cambio en esas condiciones
invisibles. Anthony guardaba silencio entonces, y después de mirar directa y fijamente delante de él, empezó a hacerlo hacia donde yo me encontraba sentado, y eso me hizo sentir que la presencia invisible había dejado de atenderle a él para prestarme atención a mí. Fue entonces cuando muy poco a poco empecé a ver...
Entre la repisa de la chimenea y las tablas superiores surgió el perfil de una sombra. Tomó forma convirtiéndose en el perfil de un hombre. Dentro de la forma de la sombra empezaron a precisarse los detalles y vi oscilar en el aire, como algo oculto por la neblina, el semblante de un rostro sobrecogido y trágico, cargado con el peso de una aflicción tan grande que jamás la había visto en rostro humano. Después tomaron forma los hombros y debajo de éstos se extendió una mancha lívida y roja, y de pronto la visión se hizo clara.
Allí estaba él con el pecho machacado y ahogado en la mancha roja, de la que sobresalían las costillas rotas como la estructura de un barco naufragado. Los ojos terribles y dolientes estaban fijos en mí, y entonces supe que de ellos surgía aquel viento terrible...
Después el espectro desapareció con la velocidad con la que se apaga una bombilla, pero seguía allí el viento cortante, y frente a mí estaba en pie Anthony en una habitación tranquila y bien iluminada. Ya no había ninguna sensación de una presencia invisible; él y yo estábamos a solas, con una conversación interrumpida en suspenso todavía entre nosotros, en el aire cálido. Volví a ella lo mismo que uno regresa después de un anestésico.
Todo volvía a ser captado por la vista, irrealmente al principio, hasta que poco a poco fue asumiendo la textura de la realidad.
—Estaba hablando con alguien, no conmigo —le dije—. ¿Quién era? ¿Qué decía?
Se pasó el dorso de la mano por la frente, brillante bajo la luz.
—Un alma del infierno —contestó.
Siempre es difícil recordar las sensaciones físicas cuando han pasado. Si ha tenido frío pero se ha calentado, es difícil recordar cómo era el frío; si ha tenido calor y se ha refrescado, es difícil entender lo que significaba realmente la opresión del calor.
Igualmente, al haberse ido esa presencia me sentía incapaz de volver a captar el sentimiento de terror que sólo unos momentos antes me había invadido e inspirado.
—¿Un alma del infierno? —pregunté—. ¿De qué me está hablando?
Estuvo aproximadamente un minuto paseando por la habitación hasta que se acercó a mí sentándose en el brazo de mi sillón.
—No sé qué es lo que usted vio, o qué sintió, pero en toda mi vida me había sucedido nada tan real como lo que ha ocurrido en estos últimos minutos. He hablado con un alma que habita el infierno del remordimiento, el único infierno posible. Por lo que pasó la última noche sabía que quizás podía establecer por medio de mí comunicación con el mundo que había abandonado, y por eso me buscó y me encontró. Me ha encargado una misión ante una mujer que he visto, un mensaje del arrepentido... se imaginará de quién estoy hablando...
Con repentina energía se puso en pie.
—Verifiquémoslo —dijo—. Me dio la calle y el número. ¡Aquí está el listín telefónico! ¿Sería una simple coincidencia si descubriera que en el número veinte de Chasemore Street, South Kensington, vive Lady Payle?
Pasó las páginas del voluminoso libro.
—Sí, ahí vive —dijo.
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