El Ocupante de la Habitación
Algernon Blackwood
Algernon Blackwood
Llegó en la diligence amarilla bien entrada la noche, entumecido y lleno de calambres tras tres horas de fatigoso e interminable ascenso.
El pueblo, una masa compacta de sombras, dormía ya. Tan sólo delante del hotel persistía aún el bullicio, la luz y la animación... aunque sería ya por poco tiempo. Las caballerías, con la cabeza gacha y paso cansino, cruzaron solas la carretera arrastrando sus arneses por el polvo y desaparecieron en las cuadras; mientras la pesada diligencia, que parecía un gran escarabajo amarillo con las patas quebradas, se quedaba a hacer noche en el lugar hasta donde la habían conducido a rastras.
A pesar del cansancio físico, aquel maestro de escuela, que disfrutaba de las primeras horas de unas vacaciones que le habían costado diez guineas, estaba rebosante de felicidad. La paz que se respiraba en aquel alto valle alpino era maravillosa; las estrellas titilaban sobre los quebrados riscos del Dent du Midi, donde los relucientes neveros se destacaban espectrales sobre unas rocas que parecían de ébano, y el aire helado traía un aroma a pinares, a pastos empapados de rocío y a madera recién cortada. Embargado de una sensación en la que se mezclaban el placer y el asombro, pasó varíos minutos tratando de captar todos aquellos detalles, mientras los otros tres pasajeros daban indicaciones sobre su equipaje y se dirigían a sus respectivas habitaciones. Finalmente, se dio la vuelta, cruzó la basta estera de la entrada, y tras resistir a la tentación de detenerse a contemplar el mapa de las montañas que colgaba junto a la puerta, pasó al deslumbrante recibidor.
De pronto, un desagradable contratiempo hizo que bajara de las nubes y volviera a la cruda realidad. En la posada —la única posada que había— no quedaban habitaciones libres. Hasta los sillones de que disponía estaban ocupados...
¡Qué estúpido había sido de no escribir para hacer una reserva! Claro que, ahora que lo pensaba, le había resultado imposible, pues la decisión de venir la había tomado aquella misma mañana en Ginebra de forma repentina, cautivado por el espléndido día que había amanecido tras una semana de lluvias.
El portero, que lucía una chaqueta con ribetes dorados, y una vieja de facciones muy duras —le había llamado la atención la dureza de aquel rostro— no paraban de hablar y de gesticular mientras señalaban al pueblo en todas direcciones, haciéndole unas sugerencias que sólo comprendía a medias, pues sus conocimientos de francés eran limitados y el dialecto en que hablaban era algo verdaderamente espantoso.
«¡Allí —a lo mejor encontraba habitación— o sino allá! Pero aquí, hélas, está todo completo... más de lo que nosotros quisiéramos. ¡Mañana, quizá, si tal y cual dejan su habitación!» Al final, tras mucho encogerse de hombros, la anciana se quedó mirando al portero de la chaqueta ribeteada, y éste, a su vez, se quedó mirando con expresión somnolienta al maestro.
No obstante, obedeciendo a uno de esos misteriosos mecanismos que regulan la esperanza, que ni él mismo alcanzó a comprender, y siguiendo las indicaciones, completamente ininteligibles, que le había dado la anciana, salió finalmente a la calle y se encaminó hacia un oscuro grupo de casas que ella le había señalado. De lo único que estaba seguro era de que tenía la intención de aporrear una de aquellas puertas hasta que le dieran una habitación. Estaba demasiado cansado para detenerse a planear las cosas con más detalle. El portero había hecho ademán de acompañarle, pero en el último momento se dio la vuelta y se quedó hablando con la anciana. La borrosa silueta de las casas se vislumbraba en medio de la oscuridad. Corría un aire gélido y el valle entero retumbaba con las carreras y el estruendo de los cursos de agua. Pensaba vagamente que no tardaría en amanecer y que quizá tendría que pasar la noche dando vueltas por el bosque, cuando oyó un ruido sordo a sus espaldas y, al darse la vuelta, vio a una figura que se acercaba apresuradamente hacia él. Era el portero... que venía corriendo.
En el pequeño recibidor de la posada se reanudó una confusa conversación a tres bandas, salpicada de vez en cuando por coloquios en voz baja y apartes susurrados en dialecto entre la mujer y el portero, cuyo resultado final fue que «si a Monsieur no le parecía mal... después de todo, sí que había una habitación, en el primer piso... sólo que, en cierto modo, estaba "ocupada". Bueno, en realidad lo que pasaba era que...».
No obstante, el maestro se quedó con la habitación sin meterse en más averiguaciones sobre aquel embrollo, pues al fin y al cabo le había proporcionado de pronto justo lo que él quería. La ética profesional de los hosteleros no era cosa de su incumbencia. Si aquella mujer le ofrecía alojamiento no le correspondía a él ponerse a discutir sobre si estaba legitimada o no para hacerlo.
Mientras acompañaba al huésped a su habitación, el portero, que a todas luces estaba un tanto nervioso, le fue suministrando en una mezcla de francés y de inglés los detalles que la patrona había omitido, y Minturn, pues tal era el nombre de aquel maestro, no tardó en compartir aquel nerviosismo con él y en verse envuelto en la atmósfera de una posible tragedia.
Todo aquel que conozca esa emoción tan característica que producen los altos valles de montaña, uno de cuyos principales atractivos consiste en la realización de escaladas con peligro, comprenderá esa ligera sensación de alarma que suele ir asociada a tales paisajes. Cuando se alza la vista para contemplar los picos desolados que se remontan solitarios en las alturas, no se puede evitar pensar en esos hombres cuya diversión consiste en pasarse varios días y noches seguidos escalando las peligrosas cumbres que se elevan sobre un mar de nubes, y en conquistar, centímetro a centímetro, los picos helados que blanden permanentemente el oscuro pabellón del terror en el cielo. La atmósfera de aventura, aderezada con el posible espanto de una de las tragedias más horribles que quepa imaginarse, es inseparable de cualquier contemplación imaginativa de semejante paisaje; y lo que Minturn dedujo de las palabras del alarmado portero, no perdió nada de su miga a pesar de su desconocimiento del idioma.
Una inglesa, la legítima ocupante de la habitación, se había empeñado en ir a las montañas sin guía. Había partido hacía dos días justo antes de que amaneciera —el portero la había visto salir— y... ¡no había regresado! La ruta era difícil y peligrosa, pero no imposible para un escalador experto, aunque fuera solo. Y la inglesa era una montañera curtida. Pero también era una persona terca, que desdeñaba los consejos, le aburrían las advertencias y tenía una fe ciega en sí misma. Además era un tanto rara; no se mezclaba con los demás huéspedes y, a veces, se pasaba días enteros encerrada con llave en su habitación sin dejar entrar a nadie; vamos, una «excéntrica» de tomo y lomo.
Todo esto fue lo que Minturn sacó en claro de lo que el portero le fue contando mientras subía su equipaje y ponía un poco de orden en la habitación; pero hubo algo más. Se enteró también de que ya había salido una partida de rescate y que, por supuesto, podían regresar en cualquier omento. En cuyo caso... En fin, por eso, aunque la habitación estuviera desocupada, seguía siendo de ella. «Pero si a Monsieur no le importa correr el riesgo de tener que dejar la habitación en medio de la noche...» Dado que el locuaz portero parecía empeñado en aportar todo tipo de detalles que ponían en cuestión la validez de la transacción que acababa de realizar, Minturn lo despachó tan pronto como pudo y se dispuso a irse a la cama —que el propio portero había arreglado a toda prisa— para tratar de dormir el máximo de horas posible antes de que viniera alguien a decirle que se tenía que marchar.
La verdad es que al principio se sintió incómodo, francamente incómodo. Estaba en la habitación de otra persona. Realmente no tenía ningún derecho a estar allí. Era una intrusión imperdonable; y mientras deshacía el equipaje, giró en varias ocasiones la cabeza para mirar hacia atrás, como si temiera que alguien le estuviera observando desde alguna de las esquinas. Tenía la impresión de que, en cualquier momento, oiría pasos en el pasillo, llamarían a la puerta y, a continuación, ésta se abriría y vería a aquella fornida inglesa mirándole de arriba a abajo con furia. O aún peor: le oiría preguntarle qué hacía en su habitación, en su dormitorio. ¡Es cierto que podía darle una explicación convincente, pero de todos modos...!
Entonces, al darse cuenta de que ya estaba a medio desvestir, su mente captó durante un segundo la vertiente cómica de la situación, y soltó una carcajada... en voz baja. Pero, de inmediato, a la risa le sucedió aquella súbita sensación de tragedia que ya había experimentado antes. Puede que mientras él sonreía, el cuerpo de esa mujer yaciera roto y helado en esas cumbres espantosas, con los cabellos desordenados por la ventisca y los ojos vidriosos lanzando una mirada vacía a las estrellas... Sólo de pensar en ello se estremecía. La percepción que tenía de esa mujer, a la que no había visto nunca y de la que ni tan siquiera sabía el nombre, se volvió extraordinariamente real. Casi llegaba a imaginarse que se hallaba oculta en algún lugar de la habitación, observando todo lo que él hacía.
Abrió la puerta con cuidado para dejar fuera las botas, y cuando la cerró de nuevo, echó la llave. Después, acabó de deshacer el equipaje y distribuyó las pocas cosas que había traído consigo por la habitación. No tardó mucho en hacerlo; sólo tenía un pequeño baúl de viaje y una mochila y, además, el único lugar donde se podían extender las ropas era el sofá. No había cómoda, y el armario, un mueble excepcionalmente sólido y grande, estaba cerrado con llave.
Era evidente que habían guardado a toda prisa las ropas de la inglesa en aquel mueble. El único signo que indicaba su presencia reciente en la habitación era un ramo de Alpenrosen marchitas, colocadas en un jarrón de cristal que había sobre el palanganero. Eso, y un vago olor a perfume, era todo lo que quedaba. No obstante, a pesar de la escasez de vestigios, por toda la habitación se respiraba la extraña y desagradable sensación de que ésta seguía estando ocupada. Durante un instante se palpaba en el ambiente una sutil presencia que parecía susurrar un «acabo de salir», que al convertirse de pronto en un tajante «aún sigo aquí», hacía que se diera rápidamente la vuelta para mirar a sus espaldas.
La aversión que sentía hacia esa habitación en su conjunto era muy singular; y es precisamente la fuerza de ese sentimiento, la única excusa que quizá se pueda esgrimir para justificar el hecho de que arrojara aquellas flores marchitas por la ventana y colgara después su gabardina de la puerta del armario, procurando taparlo lo máximo posible. Lo cierto es que la visión de aquel horrible y gigantesco armario, lleno de la ropa de una mujer que en aquel momento quizá ya no necesitara nada con que cubrir su cuerpo (pues así era como insistía en presentársela su imaginación), provocaba en él una sensación de incongruencia que no sólo le llenaba de perplejidad sino que, además, se iba abriendo paso en su mente hasta transformarse en un sentimiento de espanto verdaderamente grotesco. Sea como fuera, la visión de aquel armario le desagradaba y, casi por puro instinto, lo había tapado. Luego, tras apagar la luz, se metió en la cama.
Pero desde el preciso instante en que la habitación quedó a oscuras, se dio cuenta de que aquello era más de lo que él podía soportar; pues nada más hacerse la oscuridad, sintió una especie de corriente de aire helado que no alcanzaba a explicarse. Y lo curioso es que, al encender la vela que había junto a la cama, advirtió también que le temblaban las manos.
La verdad es que aquello era ya demasiado. Su imaginación se estaba tomando muchas libertades y había que llamarla al orden. Pero la forma en que lo hizo fue muy significativa, y el propio carácter deliberado de su acción ponía al descubierto un estado mental que ya había dado cabida al miedo. Y una vez que el miedo se ha metido dentro es muy difícil expulsarlo. Se recostó sobre su codo y se puso a enumerar con sumo cuidado todos los objetos que había en la habitación, con la intención, por así decirlo, de hacer un inventario de todo aquello que percibían sus sentidos, para después trazar una línea, sumarlos y exclamar con decisión: « ¡Esto es todo lo que hay en esta habitación! He contado todas y cada una de las cosas. No hay nada más. ¡Ahora ya puedo dormir tranquilo!».
Fue precisamente durante el absurdo proceso de enumerar los muebles de la habitación, cuando se apoderó de él una terrible y angustiosa sensación de lasitud que casi le impidió acabar sus cuentas. Le acometió con una rapidez y una virulencia asombrosas que hicieron que, sin apenas darse cuenta, se viera abrumado por una molicie atroz difícilmente descriptible. Su primer efecto fue hacerle olvidar su miedo. Ya no tenía la energía suficiente para sentirse verdaderamente asustado o nervioso. El frío permanecía, pero la alarma había desaparecido. Por todos los rincones de aquella personalidad, por lo general vigorosa, se fue extendiendo lentamente el insidioso veneno de una fatiga muscular que, al cabo de unos segundos, pareció transformarse en inercia espiritual. Una súbita conciencia de la supina futilidad y del absurdo de la vida, del esfuerzo, de la lucha; de todo lo que hace que vivir merezca la pena, se fue infiltrando en cada fibra de su ser, dejándole en un estado de extrema debilidad. El espíritu de un negro pesimismo, al que le faltaban fuerzas incluso para manifestarse con cierta energía, invadió las cámaras secretas de su corazón...
Todas las imágenes que le venían a la mente aparecían envueltas en grises sombras. ¡Esos caballos sudorosos y aburridos, ascendiendo trabajosamente... a ninguna parte! La patrona aquella de las facciones tan duras, tomándose tanto trabajo en conseguir que su afán de lucro se impusiera sobre su sentido moral... ¡por un puñado de francos! ¡El portero del traje ribeteado; tan quisquilloso, tan locuaz, tan agotador... ardiendo en deseos de contarle todos los chismes que sabía! ¿Para qué servía toda esa gente? Y, en cuanto a él, ¿qué sentido tenía el trabajo penoso y monótono en aquella escuela de la que era maestro? ¿A dónde conducía aquello? ¿De qué valía tanto incierto afán, cuando los secretos últimos de la vida permanecen ocultos y nadie sabe cuál es el sentido final de las cosas? ¡Qué absurdos eran el esfuerzo, la disciplina, el trabajo! ¡Qué vano el placer! ¡Qué triviales hasta las cosas más nobles de la vida!
Dando un salto que casi derribó la vela, Minturn trató de hacer frente a aquel estado de decaimiento. Ese tipo de ideas eran tan ajenas a su carácter habitual, que aquella invasión repentina y cobarde produjo una reacción inmediata. Pero sólo duró un momento. Al instante, la depresión volvió a abatirse sobre él como una ola. Su trabajo —que a fin de cuentas como mucho le permitiría aspirar al tedioso cargo de director de colegio— le parecía tan vano y tan absurdo como aquellas vacaciones en los Alpes. Qué idiota, qué rematadamente idiota había sido de venir aquí, con su mochila a cuestas, para no hacer otra cosa que matarse de cansancio por aquellas montañas en un ascenso agotador que no conducía a ninguna parte, que nada le podía reportar. El estado de ánimo que le poseía era tan lóbrego como una tumba.¡La vida no era más que un repugnante fraude! ¡La religión, un camelo pueril! Todas las cosas no eran más que una trampa; una trampa tendida por la muerte: ¡un juguete de vivos colores que la Naturaleza utiliza como señuelo! ¿Pero, un señuelo, para qué? ¡Para nada! Nada tenía sentido. Lo único real era... LA MUERTE. Y la gente más feliz eran aquellos que antes la encontraban.
Entonces, ¿por qué esperar a que llegue?
Absolutamente aterrorizado, saltó de la cama como impulsado por un resorte. ¿Cómo era posible que la mera fatiga pudiera alumbrar un universo tan negro, una actitud tan depresiva, una cobardía que hacía que se tambalearan las raíces mismas de la vida, asestándoles semejante golpe de desesperanza? Por lo general él era una persona fuerte y alegre, rebosante de salud y de vida; pero aquella lasitud atroz arrasaba las bases mismas de su personalidad, conduciéndole a la nada y al deseo de morir. Era como si hubiera desarrollado una Segunda Personalidad. Cierto que había leído que algunas personas, tras sufrir una fuerte impresión, podían llegar a desarrollar como consecuencia de ello unos rasgos de carácter distintos, otros
recuerdos, otros gustos y demás cosas por el estilo. Aquella posibilidad siempre le había asustado. Sabía que algunos científicos respaldaban la autenticidad de tales historias, pero a él no le parecía que fueran muy creíbles. Y, no obstante, algo similar a eso era lo que le estaba ocurriendo ahora a su propia conciencia. Estaba, de eso no le cabía ninguna duda, experimentando todas las fluctuaciones mentales... ¡de otra persona! Era algo inmoral. Algo espantoso. Era... bueno, la verdad es que también era algo enormemente interesante.
Y aquel interés que comenzaba a sentir fue el primer signo de que su yo normal estaba regresando. Pues quien siente interés por algo, está vivo, y ama la vida.
De un salto, se plantó en medio de la habitación y encendió la luz. Lo primero que captó su atención fue... aquel enorme armario.
—¡Vaya! ¡Ahí está... esa monstruosidad de armario! —exclamó para sí sin querer, aunque en voz alta. Dentro estarían colgadas sus faldas, sus abrigos, sus blusas de verano; todas las ropas de la mujer muerta. Porque ahora sabía que —de uno u otro modo— aquella mujer tenía que estar muerta.
En ese momento, a través de las ventanas abiertas, irrumpió el sonido del agua que caía, y con él llegó también una vívida imagen mental de la desolación de las cumbres barridas por la ventisca. Entonces vio a la mujer —¡sí, verdaderamente la vio!— en el lugar donde había caído; las mejillas cubiertas de escarcha, la nieve en polvo arremolinándose en torno a sus cabellos y a sus ojos, sus extremidades rotas aprisionadas entre bloques de hielo. Por un momento, aquella sensación de lasitud, de vacío vital, se desvaneció ante aquella imagen de un esfuerzo inútil, de la pequeña fuerza de un ser humano peleando con coraje, aunque en vano, contra las potencias impersonales y despiadadas de la naturaleza inerte; y, de nuevo, recuperó su yo habitual. Sin embargo, un instante después, regresó otra vez el terrible frío, la nada, el vacío...
Se descubrió a sí mismo de pie frente al gran armario que guardaba las ropas de aquella mujer. De repente quería ver esas ropas; las cosas que ella había usado y llevado. Estaba muy cerca, casi podía tocarlo. Y un segundo después ya lo había tocado. Estaba golpeando con los nudillos en la madera.
Es difícil saber por qué lo hizo. Probablemente se trató de un movimiento reflejo. Algo desde lo más profundo de su ser se lo había dictado... se lo había ordenado; y él, había golpeado la puerta. El sonido sordo de la madera en medio de la quietud de aquella habitación... le horrorizó. El porqué de aquel sentimiento era algo que le resultaba tan inexplicable como la razón por la que se había sentido impulsado a llamar a aquella puerta. El hecho es que, cuando oyó una leve reverberación en el interior del armario, tuvo una conciencia tan vívida de la presencia de la mujer que se quedó de pie temblando con una terrorífica sensación de que algo iba a ocurrir; casi esperaba oír que desde el interior le respondían con un golpe —quizá sólo el frufrú de las faldas colgadas— o, aún peor, que veía como aquella puerta cerrada con llave se abría lentamente hacia afuera.
A partir de ese momento asegura que, de un modo u otro, debió perder parcialmente el control sobre sí mismo, o al menos, una parte importante de su sentido común; pues se vio poseído por un deseo tan irresistible de abrir como fuera aquel armario y de ver las ropas que había dentro, que probó todas las llaves que había en la habitación en un vano intento de abrirlo, hasta que, finalmente, antes de que tuviera tiempo de darse cuenta de lo que hacía... ¡llamó al timbre!
Pero, tras haber llamado al timbre a las dos de la madrugada, sin que hubiera ninguna razón sensata u obvia para hacerlo, y mientras esperaba de pie en medio de la habitación a que viniera algún empleado, se dio cuenta por primera vez que algo ajeno a su ser normal le había impulsado a hacer aquello. Era como si una voz interna le dictara lo que tenía que hacer. Por eso, cuando finalmente se oyeron pasos que se acercaban por el pasillo, y tuvo frente a frente a una doncella adormilada, enojada y muy sorprendida de que la hubieran llamado a esas horas, no tuvo ninguna dificultad en encontrar palabras con las que expresar sus deseos. Aquel mismo poder que le había apremiado a que abriera la puerta del armario también le impelía a pronunciar unas palabras sobre las que, aparentemente, no tenía control alguno.
—¡No es a usted a quien he llamado! —dijo con decisión e impaciencia—. Necesito a un hombre. Despierte al portero y envíemelo inmediatamente. ¡Dése prisa! ¿Es que no rne ha oído? ¡Dése prisa!
Cuando la chica se hubo marchado, Minturn, asustado de su propia severidad, se dio cuenta de que aquellas palabras le habían sorprendido a él tanto o más que a la propia doncella. Hasta que no salieron de sus labios no supo exactamente qué era lo que iba a decir. No obstante, comprendía que alguna fuerza ajena a su personalidad estaba utilizando su mente y los órganos de su cuerpo. Aquella negra depresión que le había poseído hacía poco también formaba parte de ello. De algún modo, el poderoso estado de ánimo de la mujer desaparecida se había apoderado de él momentáneamente; con toda seguridad debido a la atmósfera que creaba en la habitación la presencia de cosas que le habían pertenecido. Pero ni siquiera cuando el portero —sin chaqueta ni cuello duro— se hallaba ya junto a él en la habitación, consiguió comprender por qué insistía, hecho una verdadera furia y sin admitir un no por respuesta, en que buscara la llave del armario y abriera inmediatamente la puerta.
La escena resultaba bastante curiosa. Tras realizar un intercambio de susurros de asombro con la doncella al fondo del pasillo, el portero se las arregló para encontrar y traer la llave en cuestión. Ni él ni la chica sabían a ciencia cierta qué era lo que pretendía aquel inglés tan nervioso, o por qué ponía tanto empeño en que se abriera un armario a las dos de la madrugada. Le observaban con el aire de quien no puede dejar de preguntarse qué será lo que va a ocurrir a continuación. Sin embargo, algo de la extraña seriedad y del miedo que ahora apreciaban en aquel hombre se les contagió, de modo que cuando la llave chirrió al introducirse en la cerradura, los dos pegaron un respingo.
Contuvieron el aliento mientras la puerta se abría lentamente con un crujido. Todos oyeron el ruido de otra llave al caer contra el suelo de madera del armario... por dentro. Había sido cerrado desde el interior. Pero fue la aterrorizada doncella, desde su posición en el pasillo, quien lo vio primero; y lanzando un grito desgarrador se desplomó contra el pasamanos de la escalera.
El portero no hizo intento alguno de rescatarla. Tanto él como el maestro salieron corriendo hacia la puerta, que ahora se hallaba completamente abierta. También ellos lo habían visto.
Colgadas de las perchas no había ropas, ni faldas, ni blusas; lo que vieron fue el cuerpo de la mujer inglesa suspendido en el aire con la cabeza caída hacia delante. Sacudida por el movimiento que se había producido al abrir la puerta, el cuerpo había ido girando lentamente hasta darles la cara... Clavado en la parte de atrás de la puerta había un sobre del hotel con las siguientes palabras escritas con letra temblorosa:
«Cansada... infeliz... desesperada... deprimida... No puedo seguir haciendo frente a la vida... Todo es negro. Tengo que poner fin a esto... Quería hacerlo en las montañas pero tuve miedo. Volví a mi habitación cuando no vi a nadie. Así es más fácil, y mejor...»
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