El Vampiro Baltazar....
Barnabás
Baltasar, desde sus primeros días, supo lo que era el sabor de la sangre, su joven madre tenía sus pezones demasiado sensibles y por comprarse además sostenes que traían cierto armazón de alambre que hacían resaltar sus senos, le producían por el roce con el metal, junto a la succión de Baltasar pequeñas heridas que soltaban gotitas de sangre en su leche materna.
Con el tiempo, cuando Baltasar se caía o se cortaba por accidente, podía pasarse horas lamiendo y chupando la herida, encontrando un goce extraordinario en el salado sabor de la sangre, al ir creciendo, se cortaba intencionalmente los dedos en un principio, después en cualquier parte, solo para poder succionar el rojo líquido que para el tenía mejor sabor que cualquier vino tinto u otra bebida, Baltasar sentía que cada vez que pasaba sangre por su garganta se renovaba, que sus fuerzas crecían, era para él, algo beatífico y sagrado.
Al ir a la escuela, fue poco a poco quedando aislado, ni a él le interesaba mayormente la compañía de los demás educandos, ni a ellos les atraía jugar con este niño Baltasar, que en los primeros días de asistir al establecimiento educacional, al jugar al “pillarse”, se había abalanzado sobre una compañerita que en la excitación del arrancar, se había caído, rompiéndose levemente la rodilla izquierda, a chuparle la herida sangrante, no le importo que estuviera con tierra, tampoco le importaron los llantos primero de la niña, ni los gritos que ella emitió después, ni que al fin un profesor que acudió al lugar tuviera que golpearle para poder desprenderlo de la pierna de la niña, cual garrapata. En aquella oportunidad los padres de Baltasar no atinaban a dar respuesta al hecho, al fin se llegó al acuerdo de vigilar a Baltasar por ambas partes y ver como seguía el asunto, y fue quizás esta vigilancia solapada, pero que un sensible Baltasar podía descubrir a sus cortos años fácilmente, que a la larga terminó por alejar permanentemente a Baltasar de sus compañeros.
No fue por ello un mal estudiante, ya que para los que viven fuera de la sociedad (no es necesario ser un delincuente para ser un paria) la fantasía pasa a ser su reino, se convirtió en un lector voraz, en un decorado más de la biblioteca de su escuela, así supo algo que le marcaría su existencia, se enteró una tarde lluviosa que pertenecía a una raza, la de los llamados “vampiros”, seres inmemoriales, que vivían de noche, que nunca morían si lograban beber cada cierto tiempo sangre humana. Baltasar ya casi estaba por entrar en su adolescencia cuando supo al fin lo que era y de el porque de su afán de beber sangre, ya que obviamente había seguido succionando su propia sangre sin que fuera notado, continuo leyendo lo que fuera que hablara sobre vampiros, y prontamente se dio cuenta que él solo tenía el comportamiento de beber sangre, de poderes como volar, convertirse en lobo o murciélago, de dormir en ataúdes y demás características que las tradiciones daban a estos seres maravillosos para él, no las tenía..., ni las tendría nunca, sin embargo al reflexionar sobre el asunto, concluyó que la chusma ignara le había atribuido con el correr de los siglos estas características fantásticas a los seres humanos como él, que gozaban con la sangre corriendo por sus labios y gargantas, así, trataban en su ignorancia de explicar lo inexplicable para ellos..., y en cierto modo también para Baltasar, ya que nunca supo porque precisamente él tenía que beber sangre, solo sabía que le encantaba y le hacía sentir mejor y superior.
Fue en su adolescencia que empezaron los sueños, sueños en que Baltasar si tenía todos los poderes de un vampiro, soñaba que dormía en un ataúd, que en verdad era un sepulcro de piedra, antiquísimo con letras grabadas en un idioma, que por casualidad al ver unas iguales en sus amados libros, se enteró que era latín, la tapa de este sarcófago estaba rota, y cuando Baltasar despertaba en sus sueños, la corría con sus manos, que eran ya no pálidas, sino que blancas, albas manos de uñas puntiagudas y afiladas, al salir, veía un paisaje de colinas verdes, ya que la tumba se encontraba en la cima más alta de estas, y habían unas ruinas de columnas caídas, de bustos de cabezas de personas perdidas en el tiempo, o de dioses que vivían olvidados en sus parnasos paganos, fue en otro de sus sueños que al ver a una escultura de las pocas intactas del lugar, que reconoció a la deidad que parecía saltar con unos pies de cabra de pezuñas hendidas, de torso robusto, que en una de sus manos sostenía una flauta pequeña, de barbuda cara de rasgos caprinos, de maléfica sonrisa y de cabellos ensortijados, coronados con racimos y hojas de uva, era el gran dios Pan, así se enteró que las ruinas donde reposaba eran romanas, y que seguramente en ellas se celebraron los olvidados ritos a deidades como Pan, Dionisio, Zeus y demás dioses de los romanos, incluso cuando Baltasar con el tiempo fue un experto en controlar sus visiones y se dedicó en muchas ocasiones a estudiar las ruinas y los alrededores, descubrió signos inequívocos de que allí se habían celebrado ritos a deidades aún más antiguas que las de los romanos, aunque indudablemente a su vez se encontraba en algún lugar de la Roma, (que a veces antigua y en otras ocasiones estaba seguro que sino era la época actual, era una muy cercana a nuestros días), encontró signos inconfundibles de la adoración al dios astado y a su compañera, representados en unos antiquísimos grabados hechos en piedras, en que se veía al dios con su cornuda cabeza poseyendo a su también cornuda compañera, y en otros, corriendo ambos en pos de la caza, en que Baltasar contemplaba incrédulo como en la reproducción en la roca inmemorial, el dios bebía la sangre de lo que cazaba..., también encontró otros signos, pero de épocas mucho más cercanas a la nuestra, de naturaleza medieval, clara muestra de que el lugar en que en sus sueños reposaba su cuerpo de vampiro, también había sido destino de brujas y brujos, que celebraban el Sabbath en esas soledades, encontró grabados de tosca manera el Bafhometh y nombres como Astharot, Belial, Amón, y el de la antiquísima Lilith, quien supo también era una vampiresa..., el cristianismo parecía no haber pisado, (quizás no podía), el lugar jamás.
Pero estas excursiones llamémoslas antropológicas, no siempre podía realizarlas Baltasar en sus sueños, solo podía hacerlo cuando el vampiro que era en ellos estaba ahíto de sangre y podía si así lo deseaba darse el lujo de vagabundear por sus dominios, en muchas otras ocasiones, Baltasar debía emprender largos vuelos nocturnos, solo con la compañía de lechuzas, murciélagos y demás seres volantes de la noche, volaba hacía villas en que vivían familias campesinas, que trabajaban en el fértil valle que había en esos lugares, ahí Baltasar llegaba a posarse en tejados de paja, o en ventanales que no tenían vidrios y que de noche se cerraban con puertas de madera, nada podía detenerle, ya que podía penetrar en cualquier habitación como una bruma que se filtraba por cualquier rendija, una vez adentro vampirizaba a la víctima que en la habitación estuviera, siempre prefería morder en el cuello, ya que ahí la sangre manaba rauda una vez que enterraba sus afilados colmillos, si embargo, si la pieza era una joven de excepcional belleza por ejemplo, prefería morder sus lóbulos, o algún dedo de sus pies y disfrutar tanto de la belleza de la joven, como de ir sorbiendo gota a gota la sangre de la chica, que era la vida para él.
Pero en otros desesperantes sueños, no había victima alguna para saciar su sed, ya fuera porque con el correr de los siglos, las aldeas y villas muchas veces eran arrasadas por algún desastre y los sobrevivientes emigraban, o porque había llegado alguno de los siervos de la nueva deidad de procedencia judía, este dios, supo con extrañeza Baltasar en su ser de vampiro onírico, no se le representaba como a una linda muchacha semi-desnuda, ni tenía las características de las deidades griegas y romanas, armónicas, bellas y que elogiaban algún aspecto agradable de la vida, como el sexo, el comer bien o la guerra, sino que aparecía clavado en unos maderos que formaban una cruz, todo sangrante, herido y moribundo como un loco mal matado, aunque fuera la preciada sangre que manaba de sus heridas, a Baltasar solo le producía repugnancia y asco, y notó que sus sirvientes, siempre vestidos de negro como los cuervos, además de no tener mujer conocida y refocilarse en las hijas pequeñas y también en los pequeños hijos de los crédulos campesinos, habían pasado de en un principio de mendigarles su alimento a exigírselo, quedándole para siempre la impresión al vampiro Baltasar de ser unos aprovechados, traían secretos para combatirle, así empezaron a aparecer ajos y sus flores en las tapiadas ventanas, cruces con el moribundo retratado colgante en ellas, de un metal que llamaban plata, agua y un pan que llamaban ostia que estaban consagradas al crucificado y que le impedían también entrar por su sangre, un odio visceral se fue incubando en él hacía esta ralea que le quitaba la comida y la vida.
En muchas de estas ocasiones, en que no podía beber sangre en sus sueños, Baltasar bebía y bebía café negro sin azúcar, trataba de conseguirse pastillas que le mantuvieran despierto, por que sabía que al cerrar los ojos y dormirse, despertaría en su frío sepulcro de piedra, solo para que una sed horrible, y un dolor que mataría a cualquier humano en horas le atormentara. Así sus años de adolescente, se esfumaron rápidamente, entre lecturas y sueños a veces sublimes de felicidad y en otros, los sueños “secos” como él lo llamaba, en que pasaba días sin dormir, a fuerza de hipnóticos y estimulantes, finalmente se dio cuenta que el solo sorber de sus llagados brazos su sangre no lograba que en su vida de vampiro onírico tuviera alguna paz, así, por ello a sus 15 años, y con casi una semana sin dormir, se adjudico un gato del barrio, y procedió a cortarle el cuello con un cuchillo, trato primero de recoger la sangre en un pocillo, sin mayor resultado, finalmente poso sus labios directamente en el corte, y succiono la sangre del animal con un placer tan grande que se quedo dormido con el muerto animal en sus brazos, y soñó al fin que era el vampiro saciado que podía vagar en su colina de ruinas y que podía volar en búsqueda de nuevas victimas.
Baltasar, al salir de sus estudios secundarios con brillantes notas, decidió estudiar algo corto y técnico, necesitaba salir de la casa de sus padres, ya le era cada vez más difícil conseguirse animales que desangrar, y además ya los ojos de los dueños de las perdidas mascotas le seguían con disimulo, esperando descubrirlo en algo, nunca dejo huella alguna, siempre las atacaba en segundos y las enterraba una vez desangrados, muy lejos de su casa y barrio, sin embargo el que fuera un solitario, casi un anacoreta, que siempre vistiera de negro, que solo se le viera salir al caer el sol y siempre de prisa, que nunca se le viera con nadie, le hacían ganarse todos los cuchicheos y rumores de las viejas de las parroquias que le hacían partícipe de todos sus temores, desde robos, hasta juntas con el diablo.
A Baltasar esto le traía sin cuidado, sabia que de rumores a nadie se arresta, además por rumores ya esta más que acostumbrado, más le preocupaba que sus padres le miraran raro, ya que ellos si habían sido testigos de sus cambios, de cómo desde pequeño solo quiso vestir ropa negra, de cómo cuando ya pudo ser relativamente dueño de sus actos, salía solo de noche no para ir alguna fiesta, ni para juntarse con alguna noviecita (mal parecido por lo demás no era) sino que para vagar por cementerios, ir a ver películas de trasnoche, siempre de terror o de vampiros, de tener su pieza tapizada de posters de películas de vampiros, monitos de colección y de grupos de Black o Death Metal, que en sus líricas o vestimentas, que el imitaba, se reflejaba el vampirismo en ellas.
Por estas razones, estudió un par más de años computación y al egresar luego de un corto periodo de trabajo en una empresa, logró , gracias a sus esfuerzos y estudios, poder trabajar desde su casa gracias a Internet, así pudo salir al fin de la casa de sus padres a un enano departamento en el centro de la ciudad y ahí vivir de noche, como siempre quiso hacerlo, como un vampiro, el que viviera solitario le importaba un rábano, él tenía su vida en sueños, donde era en verdad un vampiro, tan viejo como el tiempo, a los 22 años viviendo solo, sin horarios casi, durmiendo de día, trabajando en su pc de noche, y con dinero para cada tanto comprar en el mercado animales para matar y chuparles la sangre en su departamento Baltasar se sentía por primera vez en paz consigo mismo.
Y esta paz se le terminó a Baltasar el día, o mejor, la noche en que la sangre que había bebido de un conejo que había comprado para ese fin, no le dio la paz de sus sueños de vagancia, y la sed le atenazó como nunca antes, sentía cuchillos en su garganta de vampiro onírico, y por primera vez también cuando estaba despierto por las noches, fue ahí cuando Baltasar temió volverse loco (nunca se le pasó por su mente que su actuar y vivir fuera causa de la insana) no podía trabajar, el día llegaba y no se atrevía a dormir al tener la certeza que la opresión que sentía en la garganta se centuplicaría en sus sueños..., soportó los dolores un par de semanas, lo mismo el sueño pero en el amanecer del día quince, ya no le fue posible, salió en ese amanecer, premunido de su fiel navaja, y en una solitaria calle una ya vieja prostituta que media ebria que se le acerco, fue la primera de muchas victimas humanas que sació su eterna sed vampírica.
Todas estas cosas sin embargo, no lograron convencer al jurado que 10 años después, es decir a sus 32 años, con, se calculó, más de 250 víctimas a su haber, le fuera conmutada la pena de muerte por la de una cadena perpetua en un manicomio.
Dicen si los soñadores como él, que en las colinas sin tiempo, pero que están y no están en la antigua Roma, hay un vampiro que a llegado a ser rey en esos dominios perdidos, que a superado al tiempo y la muerte ya por tanto tiempo, que lo que alguna vez murió y volvió a vivir ya es eterno, y que su señorío reparte tinieblas cada vez más grandes.
alfredoayala_r@yahoo.com
El matemático, agotado por un día completo de estudio de las teorías de Pitágoras, se durmió finalmente en un sillón, donde un singular drama visitó sus dormidos pensamientos. Los números, en este drama, no eran las inermes categorías que él había considerado previamente, sino seres vivos, con aliento, dotados de todas las pasiones que estaba acostumbrado a comprobar en sus colegas, los matemáticos. En su sueño, se hallaba él en pie en el centro de una infinidad de círculos concéntricos. El primer círculo contenía los números del 1 al 10; el segundo, del 11 al 100; el tercero, del 101 al 1.000, y así sucesivamente, sin límite alguno, sobre la superficie infinita de una llanura sin confines. Los números impares eran varones, los pares hembras. Junto a él, en el centro, se hallaba Pi, el maestro de ceremonias. El rostro de Pi estaba enmascarado, pues era sabido que nadie podía mirarlo y sobrevivir; pero ojos penetrantes miraban a través del antifaz, inexorables, fríos y enigmáticos. Cada número tenía su nombre claramente señalado sobre su uniforme. Las diferentes clases de números tenían diferentes uniformes y diferentes formas: los cuadrados eran tejas, los cubos eran dados, los números redondos eran bolas, los primos indivisibles cilindros, y los números perfectos llevaban corona. Además de la diferencia de formas, los números eran también diferentes en cuanto a color. Los siete primeros círculos concéntricos poseían los siete colores del arco iris, excepto los formados por el 10, 100, 1.000, y así sucesivamente, que eran blancos, mientras el 13 y el 666 eran negros. Cuando un número pertenecía a dos de estas categorías —por ejemplo si, como el 1.000, era a la vez número redondo y cubo— llevaba un uniforme más honroso, y los más honorables eran los más escasos entre el primer millón de números.
Los números bailaban alrededor del profesor Squarepunt y de Pi un vasto y complicado ballet. Los cuadrados, los cubos, los primos, los números piramidales, los números perfectos y los redondos, se agitaban, entretejiendo cadenas, en una danza infinita y abrumadora; y mientras bailaban entonaban una oda a su propia grandeza:
Somos los números finitos.
Somos la materia del mundo.
Cualquier confusión que aflija a la Tierra
por nosotros es resuelta.
Reverenciamos a nuestro maestro Pitágoras
y profundamente despreciamos a las brujas y a los asnos.
Ni la bruja de Endor, ni al monte de Balaam
reconocemos como fuentes de sabiduría.
Mas, circularmente, en inacabable ballet
nos movemos, como cometas vistos por Halley.
Y honrados por el inmortal Platón
no creemos en la grandeza posterior de ningún mortal
Seguimos las leyes
sin una pausa,
pues somos los números finitos.
A una señal de Pi cesó el ballet, y, uno por uno, los números fueron presentados al profesor Squarepunt. Cada uno hizo un breve discurso, explicando sus méritos peculiares.
1: Soy el padre de todos, el padre de infinita progenie. Ninguno existiría sin mí.
2: No te estires tanto. Sabes que se necesitan dos para hacer más.
3: Soy el número de los triunviros, de los sabios orientales, de las estrellas del cinturón de Orión, de los Hados y de las Gracias.
4: Pero sin mí nada tendría cuatro esquinas; en el mundo no habría honestidad. Soy el guardián de la Ley Moral.
5: Soy el número de los dedos de una mano. Hago pentágonos y pentagramas. Sin mí, el dodecaedro no podría existir, y, como sabe todo el mundo, el universo es un dodecaedro. Así, sin mí, no habría universo.
6: Soy el número perfecto. Sé que tengo rivales advenedizos: el veintiocho y el cuatrocientos noventa y seis pretenden a veces ser iguales a mí. Pero están situados demasiado abajo en la escala jerárquica para contar contra mí.
7: Soy el número sagrado: el número de los días de la semana, el número de las Pléyades, el número de los candelabros de siete brazos, el número de las iglesias de Asia y el número de los planetas, pues no reconozco a ese blasfemo de Galileo.
8: Soy el primero de los cubos, exceptuado el pobre viejo Uno, que hoy día ya no se usa.
9: Soy el número de las musas. Todos los encantos y refinamientos de la vida dependen de mí.
10: Bien está, miserables unidades, que alardeéis; pero soy el dios-padre de las infinitas mesnadas que me siguen. Toda unidad me debe su nombre, y sin mí reinaría el desorden en vez de una estricta jerarquía.
En este momento el matemático, aburrido, se volvió hacia Pi y le dijo:
—¿No cree usted que el resto de las presentaciones deberían darse como efectuadas?
Ante esto, se elevó un griterío general:
11: Sí, yo he sido el número de los apóstoles, después de la defección de Judas.
12, que exclamó:
—Fui el dios-padre de los números en tiempo de los babilonios, y fui un dios-padre superior a ese miserable Diez, que debe su posición a un accidente biológico antes que a excelencia aritmética.
13: Soy el señor de la adversidad. Si se muestra grosero conmigo, le pesará.
Se elevó tal alboroto que el matemático se tapó los oídos con las manos y dirigió una implorante mirada en dirección a Pi. Éste agitó su vara de mando y gritó con voz de trueno:
—¡Silencio!, u os trocaréis en números inconmensurables.
Todos se pusieron lívidos y se sometieron.
Mientras duró el ballet, el profesor había estado observando un número, entre los primos, el 137, que parecía indómito y remiso a aceptar su sitio dentro de la serie. Repetidamente, intentó colocarse delante del 1, del 2 y del 3, haciendo gala de una agresividad que amenazaba destruir la armonía del ballet. Lo que pasmó al profesor Squarepunt aún más que esta desordenada conducta fue la aparición del confuso espectro de un caballero de Arturo, el cual insistía murmurando al oído del 137:
—¡Vamos, ve! ¡Ponte a la cabeza!
Si bien los nebulosos rasgos del espectro hacían difícil la identificación, el profesor reconoció al fin la oscura figura de su amigo sir Arthur. Esto le hizo simpatizar con el 137, pese a la hostilidad de Pi, que trataba de reducir al rebelde número primo.
Por fin, el 137 exclamó:
—Es una maldición el exceso de burocracia que hay aquí. Lo que yo deseo es la libertad para el individuo.
La máscara de Pi contrajo el entrecejo, pero el profesor intercedió diciendo:
—No sea demasiado severo con él. ¿No ha observado que está regido por un Familiar? Conocí en vida a este Familiar y, por lo que veo, puedo garantizar que es él quien inspira los sentimientos antigubernamentales del Ciento Treinta y Siete. En cuanto a mí, me gustaría oír lo que el Ciento Treinta y Siete tenga que decir.
Un tanto recelosamente, Pi dio su consentimiento. El profesor Squarepunt dijo:
—Dime, Ciento Treinta y Siete: ¿cuál es el motivo de tu rebelión? ¿Es una protesta contra la desigualdad lo que te inspira o simplemente que tu ego se ha desbordado por las alabanzas de sir Arthur? ¿O se trata, como intuyo a medias, de una profunda repulsa ideológica de la metafísica que tus colegas han absorbido de Platón? No temas decirme la verdad. Haré de intermediario con Pi, acerca de quien sé tanto, por lo menos, como él de sí mismo.
Ante éstas, el 137 prorrumpió en vehemente discurso:
—¡Tiene usted razón! Es su metafísica lo que no puedo soportar. Pretenden aún ser eternos cuando su propia conducta muestra que no creen en tal cosa. Todos nosotros encontrábamos triste el cielo de Platón y decidimos que gobernar el mundo sensible sería mucho más interesante. Desde que bajamos del Empíreo hemos sentido emociones semejantes a las vuestras: Cada número impar ama a su correspondiente número par, y cada uno de éstos se comporta con afecto hacia los impares, pese a encontrarlos muy extraños.1
Nuestro imperio, ahora, es de este mundo, cuya suerte será también nuestra suerte.
El profesor se halló de completo acuerdo con el 137, pero todos los demás, incluyendo a Pi, le consideraron un blasfemo, y se abalanzaron sobre ambos, número y profesor. La infinita hueste, que se extendía en todas direcciones más allá de lo que la vista podía alcanzar, se precipitó también sobre el profesor, con un furioso zumbido. Por un momento se sintió aterrorizado, pero después se recobró, y reuniendo súbitamente su reanimada sabiduría, gritó con voces estentóreas:
—¡Atrás! ¡No sois más que convivencias simbólicas!
Con un lamento de premonición y muerte, el conjunto de la vasta hueste se disipó en la niebla. Al despertarse, el profesor se oyó a sí mismo las siguientes palabras:
—¡Y otro tanto digo de Platón!