El sueño…
el sueño es el hermano de la muerte.
Así que túmbate bajo este esqueleto en la frialdad de la tumba.
Permite que el abrazo de sus muertos brazos
te mantenga totalmente a salvo y dormido.
Enterrado en un sueño…
silenciosamente….
Para siempre bajo tierra




Orugas - E. F. Benson








Orugas
E. F. Benson

Hace uno o dos meses leí en un periódico italiano que Villa Cascana, en donde residí en una ocasión, había sido derribada e iban a construir allí mismo algún tipo de fábrica.
No existe ya por tanto razón alguna para que evite escribir acerca de aquellas cosas que vi personalmente (o imaginé ver) en una determinada habitación y en un cierto rellano de esa villa, ni mencionar las circunstancias que siguieron y que, de acuerdo con la opinión del lector, pueden o no arrojar alguna luz o relacionarse de alguna manera con esta experiencia.

Villa Cascana era en todos los aspectos, salvo en uno, una casa absolutamente deliciosa; pero si estuviera hoy en pie no hay nada en el mundo, y utilizo la frase en su sentido literal, que pudiera inducirme a volver a poner un pie en ella, pues creo que estaba embrujada de una manera terrible y práctica. Los fantasmas, una vez que todo ha sido dicho y hecho, en su mayoría no causan gran daño; pueden quizás aterrar, pero la persona a la que visitan usualmente se sobrepone a su aparición. También pueden ser totalmente amistosos y beneficiosos. No lo eran las apariciones de Villa Cascana, y si hubieran hecho su «visita» de una forma ligeramente distinta no creo que hubiera conseguido sobreponerme a ella más de lo que lo hizo Arthur Inglis.

La casa se encontraba en la Riviera italiana, no lejos del Sestri di Levante, en una colina recubierta de encinas desde la que se dominaban los azules iridiscentes de ese mar encantador, mientras que por detrás se levantaban bosques de castaños color verde claro que ascendían por las laderas de las colinas hasta que daban paso a los pinos, que formando con los anteriores un contraste oscuro coronaban las cimas. A su alrededor, con la abundancia de mediados de primavera, el jardín florecía y se llenaba de aromas, como el de las magnolias y las rosas, por encima del frescor salado que traían los vientos del mar, que fluía como una corriente por entre las habitaciones frescas y abovedadas.

Tres lados de la planta baja estaban rodeados por una loggia de anchas columnas, por encima de las cuales se formaba una terraza a la que tenían acceso algunas habitaciones del primer piso. La escalera principal, amplia y de escalones de mármol gris, subía desde el vestíbulo hasta el rellano exterior a esas habitaciones, que eran tres, dos amplias salas de estar con un dormitorio dispuesto en suite. Este último se hallaba desocupado, pero sí se utilizaban las salas de estar. Desde éstas proseguía la escalera principal hasta el segundo piso, en el que se encontraban otras habitaciones, una de las cuales ocupaba yo, mientras que en el otro lado del rellano del primer piso media docena de escalones daban a otra serie de habitaciones en las que, en el momento del que estoy hablando, tenía su dormitorio y estudio Arthur Inglis, el artista. Así, el rellano exterior a mi habitación, en el piso superior de la casa, daba al rellano del primer piso y también a los escalones que conducían a las habitaciones de Inglis. Finalmente, Jim Stanley y su esposa (que eran mis anfitriones) ocupaban las habitaciones de otra ala de la casa en la que se encontraban, asimismo, los cuartos de los criados.

Llegué a la hora de la comida de un brillante día de mediados de mayo. El jardín estallaba de colores y fragancias; y no podría haber resultado más deliciosa, tras el sofocante paseo desde la marina, la llegada desde el calor reverberante y el resplandor del día a la frescura marmórea de la villa. Pero en el momento en que puse el pie en la casa sentí que algo iba mal (y con respecto a esto el lector no tiene otro remedio que aceptar mi palabra). Diría que ese sentimiento era bastante vago, aunque muy potente, y recuerdo que cuando vi las cartas que me aguardaban en la mesa del vestíbulo estuve seguro de que allí estaba la explicación: comprendí que había en ellas malas noticias para mí. Y sin embargo, cuando las abrí no encontré esa explicación de mi premonición: todos mis corresponsales transmitían prosperidad. Pero, a pesar de ese presentimiento claramente erróneo, no se disipó mi inquietud. En esa casa fresca y fragante había algo malo.

Pongo gran cuidado al mencionar esto porque he de explicar que, aunque por norma general duermo tan maravillosamente que el momento de apagar la luz al meterme en la cama suele parecerme contemporáneo de la llamada que me hacen a la mañana siguiente, dormí muy mal la primera noche que pasé en Villa Cascana. Puede explicarlo también el hecho de que cuando me quedé dormido (si realmente fue mientras dormía cuando vi lo que creí ver) soñé de una forma muy viva y original; “original” en el sentido de que algo que, por lo que sabía, no había entrado nunca antes en mi conciencia, de pronto la usurpó.
Pero desde entonces, además de esta premonición maligna, algunas palabras y acontecimientos que se produjeron durante el resto del día pudieron sugerir algo de lo que pensé que sucedió aquella noche, y que será conveniente relatar.

Tras el almuerzo di una vuelta alrededor de la casa con la señora Stanley, y durante el paseo ella se refirió al dormitorio desocupado del primer piso, que daba a la habitación en la que habíamos comido.

—Lo hemos dejado sin ocupar porque Jim y yo tenemos un vestidor y un dormitorio encantadores en el ala, tal como vio, y si la utilizáramos para nosotros tendríamos que convertir el comedor en un vestidor, y tomar las comidas abajo. Sin embargo, de esta manera tenemos nuestro pequeño apartamento allí, Arthur Inglis tiene el suyo en el otro pasillo; y recordé (¿no le parece extraordinario?) que usted dijo en una ocasión que cuanto más arriba estuviera en una casa más a gusto se encontraba. Por eso le he colocado en el piso superior, en lugar de darle esa habitación.

Es un hecho que en ese momento una duda, tan vaga e incierta como mi premonición, cruzó por mi mente. No entendía el motivo de que la señora Stanley me hubiera explicado todo aquello, si es que no había otra cosa que explicar. Por eso dejé que en aquellos momentos ocupara mi mente el pensamiento de que había algo que debía ser explicado con respecto a la habitación libre.

Pero hubo otra cosa que debí transmitir al sueño: en la cena la conversación giró un momento acerca de los fantasmas. Inglis, con la certeza del convencido, expresó su creencia de que no podía considerarse imbécil a cualquiera que creyera en la existencia de los fenómenos sobrenaturales. El interés por el tema decayó al instante y, por lo que soy capaz de recordar, no se dijo ni sucedió nada más que pudiera tener relación con los acontecimientos posteriores.

Todos nos retiramos bastante pronto y particularmente yo subí las escaleras bostezando porque me sentía terriblemente somnoliento. Mi habitación estaba bastante caldeada y abrí todas las ventanas, por las que entró la luz blanca de la luna y las canciones amorosas de muchos ruiseñores. Me desvestí rápidamente y me metí en la cama, pero aunque antes había sentido tanto sueño ahora estaba muy despierto. Sin embargo eso no me inquietaba ni molestaba: no empecé a dar vueltas y a girar en la cama, pues me sentía muy feliz de escuchar el canto de los pájaros y ver la luz. Es posible que entonces me quedara dormido, y en tal caso lo que voy a relatar puede que fuera un sueño. De cualquier modo, pensé que al cabo de un tiempo los ruiseñores dejaron de cantar y la luna descendió. Pensé también que, por alguna razón inexplicable, iba a estar despierto toda la noche, por lo que podía dedicarme a leer, y recordé que había dejado un libro que me resultaba interesante en el comedor del primer piso. Salí pues de la cama, encendí una vela y bajé. Entré en el comedor, vi en una mesa auxiliar el libro que había ido a buscar y en ese momento, simultáneamente, vi que se abría la puerta que daba al dormitorio libre. Salía de él una curiosa luz grisácea, que no era ni del amanecer ni de la luna, y miré en su interior. La cama, una cama grande con cuatro columnas en sus esquinas, estaba frente a la puerta, y sobre el cabezal colgaban tapices. Vi entonces que la luz grisácea del dormitorio procedía de la cama, o más bien de lo que había sobre ella. Pues estaba cubierta de grandes orugas, de aproximadamente treinta centímetros de longitud, que se arrastraban sobre ella. Eran débilmente luminosas y la luz que emitían era la que me permitía ver la habitación. En lugar de las ventosas de las patas de las orugas ordinarias tenían pinzas como los cangrejos, y se movían agarrándose con ellas y deslizando luego el cuerpo hacia delante. El color de esos insectos espantosos era gris amarillento, aunque estaban cubiertos de bultos irregulares. Debía haber cientos de ellos, pues formaban sobre la cama una especie de pirámide que se arrastraba y agitaba. De vez en cuando una oruga caía al suelo con un ruido apagado, carnoso y suave, y aunque el suelo fuera duro cedía ante las ventosas de las patas como si fuera de masilla, por lo que la oruga retrocedía y volvía a subirse a la cama uniéndose a sus temibles compañeras. Por así decirlo, no daba la impresión de que tuvieran rostro, sino que un extremo de ellas era una boca que se abría lateralmente para respirar.

Mientras las estaba mirando me pareció como si de pronto todas ellas fueran conscientes de mi presencia. Al menos todas las bocas se volvieron en mi dirección, y un instante después empezaban a tirarse de la cama produciendo en el suelo esos golpes sordos, suaves y carnosos, y a arrastrase hacia mí. Durante un segundo me quedé paralizado, como sucede a veces en los sueños, pero inmediatamente después eché a correr escaleras arriba hasta mi habitación; me acuerdo muy bien de la sensación de frialdad de los escalones de mármol bajo mis pies descalzos. Entré corriendo en la habitación, cerré con un portazo la puerta a mis espaldas y entonces, ciertamente, estaba ya bien despierto, me encontré de pie junto a mi cama cubierto por el sudor del terror. Resonaba todavía en mis oídos el golpetazo de la puerta. No cesó entonces, como habría sido normal de haberse tratado de una simple pesadilla, el terror que se había apoderado de mí al ver esos horrendos animales arrastrándose por la cama o dejándose caer blandamente sobre el suelo. Despierto ahora, lo mismo que antes estaba soñando, no pude recuperarme plenamente del horror del sueño: no me parecía que hubiera soñado. Y hasta el amanecer, sentado o en pie, no me atreví a acostarme pensando que cada ruido o movimiento que escuchaba significaba que las orugas se estaban aproximando. Ante ellas, y ante las garras que se clavaban en el cemento del suelo, la madera de la puerta no era sino un juego de niños: ni el acero podría mantenerlas a raya.

Pero con el dulce y noble retorno del día desapareció el horror: el susurro del viento volvió a ser benigno; el miedo innombrable, fuese lo que fuese, se suavizó, y dejó de aterrarme. Despuntó el alba, al principio sin tonos de color; después adoptó el color de las palomas; y finalmente se extendió por el cielo el espectáculo brillante y flamígero de la luz.

Una norma admirable de aquella casa era que todo el mundo desayunara donde y cuando quisiera, por lo que hasta la hora del almuerzo no me encontré con ningún otro miembro del grupo, pues había desayunado en mi terraza y hasta la comida me dediqué a escribir cartas y a otras actividades personales. Bajé a comer bastante tarde, cuando ya los otros tres habían empezado a hacerlo. Entre el cuchillo y el tenedor me habían dejado una pequeña cajita de pildoras hecha de cartón y en el momento en que me sentaba me habló Inglis:

—Fíjese en eso —dijo—. Ya que le interesa la historia natural. Anoche lo encontré arrastrándose por encima de mi colcha, pero no sé qué es.

Creo que antes incluso de abrir la cajita esperaba ver ya lo que encontré en ella. En su interior había una pequeña oruga de color amarillo grisáceo con curiosos bultos y excrecencias en sus aros. Era extremadamente activa y se movía a toda prisa por la caja, dando vueltas en una y otra dirección. Sus patas no se parecían a las de ninguna oruga que yo hubiera visto: eran como las pinzas de un cangrejo. La contemplé y cerré la tapadera.

—No, no la había visto nunca —dije—. Pero parece bastante poco saludable. ¿Qué va a hacer con ella?

—Ah, la guardaré —contestó Inglis—. Ha empezado a girar y quisiera ver en qué tipo de polilla se convierte.

Volví a abrir la caja y me di cuenta de que esos movimientos presurosos eran realmente el inicio del giro para formar la tela de su capullo. Entonces Inglis volvió a hablar.

—Tiene unas patas curiosas —dijo—. Son como pinzas de cangrejos. ¿Cuál es el término latino de cangrejo? Ah, sí, cáncer. Pues como parece que es única, vamos a bautizarla: «cáncer inglisensis».

Entonces pasó algo en mi cerebro, como si en un momento se unieran las piezas de todo lo que había visto o soñado. En sus palabras me pareció que había algo que iluminaba el conjunto, y el horror intenso que había experimentado yo aquella noche se unió con lo que el pintor acababa decir. Cogí la caja y la arrojé, con la oruga dentro, por la ventana. El camino exterior estaba cubierto de gravilla y más allá había una fuente cuya agua caía en un cuenco. La caja cayó en medio.

Inglis se echó a reír.

—Así que a los estudiosos de lo oculto no les gustan los hechos sólidos. ¡Pobre oruga mía!

La conversación recayó enseguida sobre otros temas, y sólo he detallado estas trivialidades, tal como sucedieron, para estar seguro de haber registrado todo lo que pudiera tener relación con temas ocultos o con el de las orugas. En el momento en el que lancé la cajita de pildoras a la fuente perdí la cabeza: mi única excusa es que el animal que la ocupaba, como probablemente habrá resultado evidente, era exactamente igual, en miniatura, que los que había visto amontonados sobre el lecho del dormitorio libre. Y aunque la traducción de esos fantasmas en carne y hueso —o en aquel material del que estén hechos las orugas— debió servir quizás de alivio al horror de la noche, en realidad no lo hizo. Sólo sirvió para volver más espantosamente real la pirámide que se arrastraba sobre la cama del dormitorio libre. Tras el almuerzo pasamos una o dos horas paseando perezosamente por el jardín o sentados en la loggia, y debían ser ya las cuatro cuando Stanley y yo fuimos a bañarnos recorriendo el camino que llevaba a la fuente en la que había caído la cajita. El agua, poco profunda, estaba clara, y en el fondo vi sus restos blancos. El agua había desintegrado el cartón, del que no quedaba más que algunas tiras y hebras de papel empapado. El centro de la fuente lo ocupaba un cupido italiano de mármol que lanzaba el agua desde un odre que sostenía bajo el brazo. Y la oruga estaba subiendo por su pierna. Por extraño e increíble que pueda parecer, debió sobrevivir a la caída y rotura de su prisión, y se había abierto camino hasta el borde, y allí estaba, fuera de nuestro alcance, moviéndose circularmente para formar su capullo.

Mientras la miraba volvió a parecerme que, como las orugas que había visto la noche anterior, ella me vio, rompió las hebras que la rodeaban, descendió por la pierna de mármol del cupido y empezó a nadar hacia mí, como una serpiente, por la superficie del agua de la fuente. Se acercó a una velocidad extraordinaria (el hecho de que una oruga supiera nadar era ya nuevo para mí) y un momento después estaba subiendo por el borde de mármol de la fuente. Fue en ese momento cuando Inglis se unió a nosotros.

—Vaya, ¿no es otra vez nuestra vieja «cáncer inglisensis»? —preguntó al ver el animal—. ¡Tiene una prisa tremenda!

Estábamos de pie en el camino, uno al lado del otro, y cuando la oruga se acercó a menos de un metro de nosotros, se detuvo y empezó a agitarse como si dudara con respecto a la dirección que debía tomar. Luego pareció decidirse y se arrastró hacia el zapato de Inglis.

—Yo le gusto más —dijo él—. Aunque me parece que ella no me gusta a mí. Y ya que no se ha ahogado, creo que quizás...

Agitó el zapato por encima de la gravilla y la pisó.

Toda la tarde el aire fue poniéndose más y más pesado por causa del siroco que subía sin duda desde el sur, y por la noche volví a sentirme muy somnoliento cuando subí a acostarme; pero por así decirlo, por debajo de mi somnolencia estaba la conciencia, mucho más poderosa que la noche anterior, de que algo iba mal en la casa... de que se aproximaba algo peligroso. Pero me quedé dormido enseguida, y más tarde, aunque no sé cuánto tiempo había pasado, desperté o soñé que despertaba con la sensación de que debía levantarme enseguida o sería demasiado tarde. En ese momento (soñando o despierto) luché contra ese miedo diciéndome a mí mismo que sólo era víctima de mis nervios, exacerbados por el siroco, aunque al mismo tiempo supiera con claridad absoluta en otra parte de mi mente, por así decirlo, que con cada momento de retraso aumentaba el peligro. Esa segunda sensación acabó por ser irresistible, por lo que me puse la chaqueta y los pantalones y salí al descansillo. Comprendí entonces que ya me había retrasado bastante y que era ya demasiado tarde.

Todo el descansillo del primer piso inferior resultaba invisible bajo el enjambre de orugas que allí se arrastraban. Las puertas plegables de la sala de estar que daba al dormitorio donde las había visto la noche anterior estaban cerradas, pero cruzaban por entre las grietas y se dejaban caer de una en una por el agujero de la cerradura, alargándose hasta convertirse en cuerdecillas al pasar, y volviendo a recuperar su tamaño al salir. Algunas, como si estuvieran explorando, rozaban los escalones que daban al pasillo en cuyo extremo estaban las habitaciones de Inglis, y otras se arrastraban por los escalones inferiores que llevaban hasta donde yo me encontraba. Pero el descansillo estaba totalmente cubierto por ellas: tenía cortadas las salidas. No puedo expresar con palabras el horror helado que se apoderó de mí cuando vi aquello.

Finalmente se inició un movimiento general y fueron espesándose en los escalones que llevaban al dormitorio de Inglis. Gradualmente, como una especie de horrenda marea de carne, avanzaron por el pasillo y vi que llegaban a su puerta las primeras, visibles gracias a la luminosidad gris clara que ellas mismas emitían. Una y otra vez traté de gritar y advertirle, aterrado siempre por la posibilidad de que pudieran darse la vuelta al oír mi voz y subir por mi escalera, pero pese a mis esfuerzos comprendí que ningún sonido salía de mi garganta. Se arrastraron por entre las aberturas de los goznes de su puerta, pasaron como lo habían hecho antes y yo me quedé clavado allí, haciendo esfuerzos impotentes por gritarle, por decirle que se escapara mientras tuviera tiempo.

El pasillo acabó por quedarse totalmente vacío: habían desaparecido todas y en ese momento tuve conciencia por primera vez del frío del piso de mármol sobre el que me hallaba descalzo. Por el este empezaba a despuntar el alba.

Seis meses después me encontré con la señora Stanley en una casa de campo de Inglaterra. Hablamos de muchos temas y finalmente dijo:

—Creo que no le he visto desde que tuve las malas noticias sobre Arthur Inglis, hace ya un mes.

—No sé nada de ellas —respondí yo.

—¿No? Tiene cáncer. Ni siquiera aconsejan una operación, pues no hay esperanza de curación: dicen los doctores que está invadido.

Durante esos seis meses no creo que hubiera pasado un solo día en el que no hubiera recordado los sueños (o como prefiera llamarlos el lector) que tuve en Villa Cascana.

—Es horrible, ¿no le parece? —prosiguió ella—. Y siento que no puedo evitar la idea de que él pudo...

—¿Enfermar en la villa? —pregunté yo.

Ella me miró con cara de sorpresa.

—¿Por qué ha dicho eso? —preguntó—. ¿Cómo sabía usted...?

Entonces me lo contó. Un año antes, en el dormitorio libre había habido un caso fatal de cáncer. Evidentemente, ella había buscado los mejores consejos, y le habían dicho que debía seguir los dictados de la máxima prudencia y que nadie debía dormir en la habitación, que ésta había sido totalmente desinfectada y recientemente encalada y pintada. Pero...



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