Guayasamin
Post – Mortem
Mariano Bertello
Mariano Bertello
I
El hombre enfundado en el guardapolvo blanco levantó suavemente la funda plástica que cubría el cuerpo inerte del muchacho. Lo miró fijamente, con un poco de lástima, y corrió un mechón de cabello negro de su frente con suma delicadeza. Observó las cuencas oculares, donde la sangre comenzaba su proceso de coagulación. Donde una vez habían reinado dos ojos azules llenos de vida ahora no había nada, solo oscuridad.
Alguien los había quitado.
Un escalofrío recorrió su espalda como un río helado. A pesar de que hacía más de veinte años que era médico forense, la vacuidad de las órbitas lo hacían sentir incómodo. Decidió bajar su mirada lentamente hacia la herida sangrante ubicada en el tronco del chico, era un tajo largo y profundo, en forma de Y invertida que abarcaba todo el pecho y el abdomen.
Con un leve temblor de manos recogió un par de pinzas que descansaban sobre una pequeña bandeja de acero resplandeciente. Con ellas tomó cada uno de los colgajos de piel y los retiró hacia los costados, dejando al descubierto la parrilla costal y los órganos internos del cuerpo.
Hizo un leve recorrido superficial con la mirada y confirmó sus sospechas.
El esternón había sido abierto con una sierra y separado para tener un mejor acceso al corazón, el cual ya no estaba en su lugar. Lo mismo había ocurrido con ambos riñones, los cuales habían sido seccionados con precisión quirúrgica. Al cabo de unos segundos retomó las pinzas y volvió a dejar todo como lo había encontrado.
Dirigió la vista una vez más a la cara del muchacho y suspiró. Le abrió la boca con un movimiento rápido pero carente de violencia alguna, y acercó su nariz a la misma.
Reconoció el aroma al instante:
- Cloroformo- musitó entre dientes.
Se acercó a la bandeja metálica y retiró un extraño aparato, mezcla de lupa y linterna, y una pinza semejante a una de depilación. Introdujo el aparato en la boca e investigó durante unos segundos. Acto seguido introdujo la pinza, y con ella retiro un delgadísimo hilo blanco, el cual fue a parar directo a una bolsa de polietileno rotulada “EVIDENCIA”.
Acabado esto, cerró la boca y ésta emitió un chasquido desagradable. Luego meneó un poco la cabeza y decidió dar por concluida la autopsia. Cubrió nuevamente el cuerpo con la mortaja plástica e hizo una pausa para respirar (si es que eso aún era posible) y aclarar su mente.
Sabía lo que debía hacer, sin embargo había muchas cosas que no entendía, y que seguramente nadie entendería tampoco. ¿Por qué había muerto el niño y no él?. Espero unos breves instantes, pero no hubo respuesta. Su mente le aventuró la posibilidad de que Dios o “alguien” le había dado algo así como una oportunidad única para corregir las cosas, una última chance para hacer justicia, y aunque ésta era una teoría un poco descabellada, se abrazó a ella, al no surgir otra opción.
Decidió que ya no podía perder más tiempo, y se encaminó con pasos lentos hacia el armario que reposaba tranquilamente contra la pared. Abrió uno de sus chirriantes cajones y retiró unas hojas de papel que tenían el membrete del hospital.
Se dirigió al pequeño escritorio y apoyó las hojas sobre el mismo. Tuvo que desechar la primera porque al parecer había rozado su guardapolvo y ahora lucía un extraño garabato de sangre.
Retiró un bolígrafo azul del portalápices y comenzó a escribir.
Con el correr de los minutos notó cómo su escritura se iba deformando, las letras se alargaban y estiraban ante sus ojos. Era claro que sus tendones se estaban endureciendo y sus manos adoptaban la forma de una garra animal.
- Me queda poco tiempo- pensó para sí mismo.
Al cabo de un rato logró terminar su cometido. Tomó el papel con las palmas de ambas manos y lo depositó lentamente sobre el cuerpo del chico. Giró torpemente sobre sus talones y avanzó trastabillando en su intento de llegar a la otra mesada de mármol disponible en la morgue. A ese punto ya no lograba pensar con claridad. Se sentía mareado y confundido, perdido en un mar de incógnitas que ya no serían respondidas.
Se tomó un pequeño descanso para recuperar el aire, pero su pecho ya no se inflaba como de costumbre. Sus músculos estaban cada vez más rígidos.
Lastimosamente consiguió sentarse sobre la mesada, se agachó con extrema dificultad y pudo escuchar cómo las vértebras de su espalda crujían como ramas secas.
Tomó el cartón identificatorio y volvió a colgarlo en el dedo gordo de su pie derecho. Luego se recostó en la mesada. No sintió el frío abrazo del mármol, pero eso no le extrañó, los nervios estaban muriendo, y con ellos la percepción de las cosas.
Con el único ojo que le quedaba (el otro y la parte izquierda de su cara habían desaparecido luego de que la bala impactara su rostro), pudo ver como se acercaba el Dr. Santos, el otro patólogo forense encargado de las autopsias, caminando enérgicamente por el pasillo.
- Bien... él sabrá qué hacer.- pensó.
Cubrió su cuerpo con una funda similar a la del muchacho, tuvo tiempo para una última sonrisa y luego todo fue oscuridad...
II
El Dr. Santos entró como una tromba a la sala de autopsias, tal era su costumbre, pero inmediatamente amainó su paso al encontrar la hoja de papel sobre el cuerpo tieso del joven Andrés Valencia. Eran las 2:30 de la madrugada, y en teoría sólo dos personas tenían acceso a la morgue después de las doce de la noche. Una de ellas era él, y la otra yacía muerta en la mesada contigua desde hacía ya más de cuatro horas.
Según los informes policiales, Valencia, el muchacho asesinado, había sido atacado mientras se recuperaba de una deshidratación en una sala intermedia en el ala Este. De acuerdo a los primeros peritajes, el asesino fue sorprendido en el momento del crimen por David Azconzábal, médico forense encargado de la morgue del hospital y compañero de Santos, quien al tratar de detener al asesino fue baleado con consecuencias nefastas, muriendo en el acto. Tres disparos, uno al corazón, uno al cuello y el último al rostro. Tres disparos, cada uno de ellos mortífero por sí solo.
Con ojos vidriosos y al borde de las lágrimas, Santos contempló desde lejos los restos de su colega con inmensa amargura.
Su mirada volvió a posarse sobre el chico, más exactamente sobre la nota que descansaba sobre su pecho. Estiró su brazo izquierdo y la recogió, leyó sus líneas en silencio y muy cuidadosamente. Cuando terminó, se tomó un breve segundo para releerla y observar el cuerpo sin vida de su colega en la mesa de autopsias. Estaba confundido.
Se llevó la mano izquierda a la boca y comprimió su labio inferior con un gesto pensativo.
“Esto no puede ser”- dijo para sus adentros, y sintió como se le aflojaban las rodillas. Miró nuevamente el cuerpo del Dr. Azconzábal, implorando por una
explicación que no llegaría nunca.
A continuación cruzó la habitación primero con pasos vacilantes y luego casi corriendo para abalanzarse sobre el teléfono. El número que marcaba era el 911.
III
Nota encontrada sobre el cadáver de Andrés Valencia por el Dr. Claudio Santos:
A quien corresponda:
Realmente no sé cómo comenzar, ni cuánto tiempo me queda, así que iré directo al grano.
Mientras realizaba un último recorrido por el ala Este antes de marcharme a casa, escuché unos sonidos extraños que salían de la habitación 217, algo así como ruidos de pelea. El sector estaba en completo silencio y no había un alma. Lo primero que pensé es que el paciente de ese cuarto se había caído de su cama o que alguien necesitaba atención urgente. Entré rápidamente en la habitación, y lo que observé me dejó sin aliento.
El Dr. Julio Minelli estaba cabalgado sobre el cuerpo de un paciente (un muchacho joven y delgado), con un bisturí ensangrentado en su mano derecha y un pañuelo en la otra. Al notar mi intromisión se sobresaltó, me miró con ojos enloquecidos y velozmente extrajo un revólver calibre .45 de su cinturón.
Mi último recuerdo consciente es la detonación del arma.
Después de eso y por un breve período de tiempo no hubo nada, absolutamente nada.
Luego llegó el dolor, un dolor terrible y lacerante, como si alguien arrancara toda la piel de mi cuerpo de un solo tirón, como si me estuviera quemando vivo, el dolor de volver a nacer.
No sabía dónde estaba, ni en qué posición me encontraba, hasta que giré la cabeza y vi a mi lado el cuerpo del joven paciente de la 217.
Una voz desconocida tronó en mi cabeza:
- “Tienes poco tiempo, así que ponte a trabajar rápido, haz lo tuyo.”
Sin detenerme a pensarlo dos veces comencé con la autopsia del chico. El examen post mortem revela la extirpación de corazón, riñones y globos oculares, el nivel de las secciones vasculares es compatible con el protocolo de transplantes, por lo que no sería extraño que la intención de Minelli sea el comercio de los mismos en el mercado negro.
En su boca hay restos de paño con esencia de cloroformo (ver evidencia).
Minelli guarda un arma en la cajonera de su oficina, la investigación determinará que se trata del mismo calibre que las balas que se alojan en mi cuerpo.
Esos son los hallazgos más significativos, los cuales pueden conducir a la policía a la detención del criminal. Por favor, vea los medios necesarios para que esto ocurra lo más pronto posible. La justicia debe ser servida, y ahora queda en sus manos.
Es todo, el tiempo se agota rápidamente. Cuiden a mi familia y envíenle todo mi amor.
“La vida encierra muchos misterios, y la muerte es quizá el más grande de todos ellos.”
D. Azconzábal
Médico Forense.
Hospital Santa Helena.
Alguien los había quitado.
Un escalofrío recorrió su espalda como un río helado. A pesar de que hacía más de veinte años que era médico forense, la vacuidad de las órbitas lo hacían sentir incómodo. Decidió bajar su mirada lentamente hacia la herida sangrante ubicada en el tronco del chico, era un tajo largo y profundo, en forma de Y invertida que abarcaba todo el pecho y el abdomen.
Con un leve temblor de manos recogió un par de pinzas que descansaban sobre una pequeña bandeja de acero resplandeciente. Con ellas tomó cada uno de los colgajos de piel y los retiró hacia los costados, dejando al descubierto la parrilla costal y los órganos internos del cuerpo.
Hizo un leve recorrido superficial con la mirada y confirmó sus sospechas.
El esternón había sido abierto con una sierra y separado para tener un mejor acceso al corazón, el cual ya no estaba en su lugar. Lo mismo había ocurrido con ambos riñones, los cuales habían sido seccionados con precisión quirúrgica. Al cabo de unos segundos retomó las pinzas y volvió a dejar todo como lo había encontrado.
Dirigió la vista una vez más a la cara del muchacho y suspiró. Le abrió la boca con un movimiento rápido pero carente de violencia alguna, y acercó su nariz a la misma.
Reconoció el aroma al instante:
- Cloroformo- musitó entre dientes.
Se acercó a la bandeja metálica y retiró un extraño aparato, mezcla de lupa y linterna, y una pinza semejante a una de depilación. Introdujo el aparato en la boca e investigó durante unos segundos. Acto seguido introdujo la pinza, y con ella retiro un delgadísimo hilo blanco, el cual fue a parar directo a una bolsa de polietileno rotulada “EVIDENCIA”.
Acabado esto, cerró la boca y ésta emitió un chasquido desagradable. Luego meneó un poco la cabeza y decidió dar por concluida la autopsia. Cubrió nuevamente el cuerpo con la mortaja plástica e hizo una pausa para respirar (si es que eso aún era posible) y aclarar su mente.
Sabía lo que debía hacer, sin embargo había muchas cosas que no entendía, y que seguramente nadie entendería tampoco. ¿Por qué había muerto el niño y no él?. Espero unos breves instantes, pero no hubo respuesta. Su mente le aventuró la posibilidad de que Dios o “alguien” le había dado algo así como una oportunidad única para corregir las cosas, una última chance para hacer justicia, y aunque ésta era una teoría un poco descabellada, se abrazó a ella, al no surgir otra opción.
Decidió que ya no podía perder más tiempo, y se encaminó con pasos lentos hacia el armario que reposaba tranquilamente contra la pared. Abrió uno de sus chirriantes cajones y retiró unas hojas de papel que tenían el membrete del hospital.
Se dirigió al pequeño escritorio y apoyó las hojas sobre el mismo. Tuvo que desechar la primera porque al parecer había rozado su guardapolvo y ahora lucía un extraño garabato de sangre.
Retiró un bolígrafo azul del portalápices y comenzó a escribir.
Con el correr de los minutos notó cómo su escritura se iba deformando, las letras se alargaban y estiraban ante sus ojos. Era claro que sus tendones se estaban endureciendo y sus manos adoptaban la forma de una garra animal.
- Me queda poco tiempo- pensó para sí mismo.
Al cabo de un rato logró terminar su cometido. Tomó el papel con las palmas de ambas manos y lo depositó lentamente sobre el cuerpo del chico. Giró torpemente sobre sus talones y avanzó trastabillando en su intento de llegar a la otra mesada de mármol disponible en la morgue. A ese punto ya no lograba pensar con claridad. Se sentía mareado y confundido, perdido en un mar de incógnitas que ya no serían respondidas.
Se tomó un pequeño descanso para recuperar el aire, pero su pecho ya no se inflaba como de costumbre. Sus músculos estaban cada vez más rígidos.
Lastimosamente consiguió sentarse sobre la mesada, se agachó con extrema dificultad y pudo escuchar cómo las vértebras de su espalda crujían como ramas secas.
Tomó el cartón identificatorio y volvió a colgarlo en el dedo gordo de su pie derecho. Luego se recostó en la mesada. No sintió el frío abrazo del mármol, pero eso no le extrañó, los nervios estaban muriendo, y con ellos la percepción de las cosas.
Con el único ojo que le quedaba (el otro y la parte izquierda de su cara habían desaparecido luego de que la bala impactara su rostro), pudo ver como se acercaba el Dr. Santos, el otro patólogo forense encargado de las autopsias, caminando enérgicamente por el pasillo.
- Bien... él sabrá qué hacer.- pensó.
Cubrió su cuerpo con una funda similar a la del muchacho, tuvo tiempo para una última sonrisa y luego todo fue oscuridad...
II
El Dr. Santos entró como una tromba a la sala de autopsias, tal era su costumbre, pero inmediatamente amainó su paso al encontrar la hoja de papel sobre el cuerpo tieso del joven Andrés Valencia. Eran las 2:30 de la madrugada, y en teoría sólo dos personas tenían acceso a la morgue después de las doce de la noche. Una de ellas era él, y la otra yacía muerta en la mesada contigua desde hacía ya más de cuatro horas.
Según los informes policiales, Valencia, el muchacho asesinado, había sido atacado mientras se recuperaba de una deshidratación en una sala intermedia en el ala Este. De acuerdo a los primeros peritajes, el asesino fue sorprendido en el momento del crimen por David Azconzábal, médico forense encargado de la morgue del hospital y compañero de Santos, quien al tratar de detener al asesino fue baleado con consecuencias nefastas, muriendo en el acto. Tres disparos, uno al corazón, uno al cuello y el último al rostro. Tres disparos, cada uno de ellos mortífero por sí solo.
Con ojos vidriosos y al borde de las lágrimas, Santos contempló desde lejos los restos de su colega con inmensa amargura.
Su mirada volvió a posarse sobre el chico, más exactamente sobre la nota que descansaba sobre su pecho. Estiró su brazo izquierdo y la recogió, leyó sus líneas en silencio y muy cuidadosamente. Cuando terminó, se tomó un breve segundo para releerla y observar el cuerpo sin vida de su colega en la mesa de autopsias. Estaba confundido.
Se llevó la mano izquierda a la boca y comprimió su labio inferior con un gesto pensativo.
“Esto no puede ser”- dijo para sus adentros, y sintió como se le aflojaban las rodillas. Miró nuevamente el cuerpo del Dr. Azconzábal, implorando por una
explicación que no llegaría nunca.
A continuación cruzó la habitación primero con pasos vacilantes y luego casi corriendo para abalanzarse sobre el teléfono. El número que marcaba era el 911.
III
Nota encontrada sobre el cadáver de Andrés Valencia por el Dr. Claudio Santos:
A quien corresponda:
Realmente no sé cómo comenzar, ni cuánto tiempo me queda, así que iré directo al grano.
Mientras realizaba un último recorrido por el ala Este antes de marcharme a casa, escuché unos sonidos extraños que salían de la habitación 217, algo así como ruidos de pelea. El sector estaba en completo silencio y no había un alma. Lo primero que pensé es que el paciente de ese cuarto se había caído de su cama o que alguien necesitaba atención urgente. Entré rápidamente en la habitación, y lo que observé me dejó sin aliento.
El Dr. Julio Minelli estaba cabalgado sobre el cuerpo de un paciente (un muchacho joven y delgado), con un bisturí ensangrentado en su mano derecha y un pañuelo en la otra. Al notar mi intromisión se sobresaltó, me miró con ojos enloquecidos y velozmente extrajo un revólver calibre .45 de su cinturón.
Mi último recuerdo consciente es la detonación del arma.
Después de eso y por un breve período de tiempo no hubo nada, absolutamente nada.
Luego llegó el dolor, un dolor terrible y lacerante, como si alguien arrancara toda la piel de mi cuerpo de un solo tirón, como si me estuviera quemando vivo, el dolor de volver a nacer.
No sabía dónde estaba, ni en qué posición me encontraba, hasta que giré la cabeza y vi a mi lado el cuerpo del joven paciente de la 217.
Una voz desconocida tronó en mi cabeza:
- “Tienes poco tiempo, así que ponte a trabajar rápido, haz lo tuyo.”
Sin detenerme a pensarlo dos veces comencé con la autopsia del chico. El examen post mortem revela la extirpación de corazón, riñones y globos oculares, el nivel de las secciones vasculares es compatible con el protocolo de transplantes, por lo que no sería extraño que la intención de Minelli sea el comercio de los mismos en el mercado negro.
En su boca hay restos de paño con esencia de cloroformo (ver evidencia).
Minelli guarda un arma en la cajonera de su oficina, la investigación determinará que se trata del mismo calibre que las balas que se alojan en mi cuerpo.
Esos son los hallazgos más significativos, los cuales pueden conducir a la policía a la detención del criminal. Por favor, vea los medios necesarios para que esto ocurra lo más pronto posible. La justicia debe ser servida, y ahora queda en sus manos.
Es todo, el tiempo se agota rápidamente. Cuiden a mi familia y envíenle todo mi amor.
“La vida encierra muchos misterios, y la muerte es quizá el más grande de todos ellos.”
D. Azconzábal
Médico Forense.
Hospital Santa Helena.
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