ELEONORA
Edgar Allan Poe
Edgar Allan Poe
Provengo de una estirpe que se ha distinguido por el vigor de su fantasia y el ardor de su pasión. Los hombres me han llamado loco; pero no está esclarecida la cuestión de si la locura es o no es lo sublime de la inteligencia, de si buena parte de lo que es glorioso -todo lo que es profundo- no surge de una dolencia del pensamiento, de unos modos del espiritu exaltado a expensas del intelecto general. Los que sueñan de dia tienen conocimiento de muchas cosas que escapan a los que sueñan únicamente de noche. En sus grises visiones captan vislumbres de la eternidad y se estremecen, al despertarse, viendo que han estado al borde del gran secreto. A retazos aprenden algo de la sabiduria del bien, y más aún de la del mal. Penetran, no obstante, sin timón ni brújula, en el vasto océano de la "luz inefable" y de nuevo, como los aventureros del geógrafo Nubio agressi sunt mare tenebrarum, quid in eo esset exploraturi.
Digamos entonces que estoy loco. Reconozco al menos que hay dos condiciones distintas en mi existencia espiritual: la condición de razón lúcida, sin discusión, perteneciente al recuerdo de los sucesos que han formado la primera época de mi vida, y una condición de sombra y de duda, relacionada con el presente y con el recuerdo de lo que constituye la segunda gran época de mi existencia. Por tanto, lo que diga yo del primer periodo, creedlo; y a lo que pueda relatar del último tiempo, dadle crédito sólo hasta donde os parezca justo, o dudad de él por entero; o si no podéis dudar, representad el papel de Edipo con su enigma.
La que yo amé en mi juventud, y de quien trazo ahora tranquila y claramente estos recuerdos, era la hija única de la única hermana de mi madre fallecida hace largo tiempo. Eleonora era el nombre de mi prima. Habiamos vivido juntos, bajo un sol tropical, en el Valle de la Hierba Policroma. Jamás un paso sin guia habia penetrado hasta ese valle, pues se extendia a lo lejos entre una cadena de montañas gigantescas que se elevaban y dominaban todo el contorno, cerrando a la luz del sol sus más deliciosos recovecos. Ningún sendero estaba hollado en sus cercanias y para llegar a nuestro hogar feliz se requeria apartar con fuerza el follaje de miles de árboles selváticos y aplastar la gloria de muchos millones de fragantes flores. Asi viviamos, completamente solitarios, sin conocer nada del mundo más que aquel valle, yo, mi prima y su madre.
Desde las regiones oscuras al otro lado de las montañas situadas en el extremo superior de nuestro cercado dominio serpenteaba un estrecho y profundo rio, más brillante que todo, excepto los ojos de Eleonora, y retorciéndose aqui y allá en numerosos meandros, se escapaba al fin por un desfiladero tenebroso a través de las montañas aún más oscuras que aquellas de donde habia salido. Lo llamábamos el "Rio del Silencio", pues parecia poseer una influencia apaciguadora en su curso. Ningún murmullo se elevaba de su lecho, y se paseaba por todas partes tan suavemente, que los granos de arena, parecidos a perlas, que nos agradaba contemplar en la profundidad de su seno, no se movian en absoluto, sino que reposaban en una dicha inmóvil, cada cual en su antiguo sitio primitivo y refulgiendo con un brillo eterno.
La orilla del rio y de muchos riachuelos deslumbradores que por diferentes caminos se deslizaban hacia su lecho; todo el espacio que se extendia desde esa orilla hasta el fondo de guijos a través de las profundidades transparentes; todas esas partes, digo, asi como toda la superficie del valle, hasta las montañas que lo rodeaban, estaban tapizadas de una hierba verde tierna, densa, corta, perfectamente igual y perfumada de vainilla, pero tan bien estrellada, en toda su extensión, de ranúnculos amarillos, de margaritas blancas, de violetas purpúreas y de asfódelos de un rojo rubi que su maravillosa belleza hablaba a nuestros corazones, con acentos refulgentes, del amor y de la gloria de Dios.
Y luego, aqui y allá, entre aquella hierba brotaban en macizos, como explosiones de sueños, árboles fantásticos, cuyos troncos grandes y delgados no se mantenian rectos, sino que se inclinaban graciosamente hacia la luz que visitaba a mediodia el centro del valle. Su corteza estaba moteada por el vivo brillo alternado del ébano y de la plata, más satinada que todo, excepto las mejillas de Eleonora; de tal modo que, en el verde brillantes de las anchas hojas que se extendian desde sus copas en largas lineas temblorosas, jugueteando con los céfiros, hubiera podido tomárseles por monstruosas serpientes de Siria que rendian homenaje al Sol, su soberano.
Durante quince años, Eleonora y yo, cogidos de la mano, vagamos por aquel valle antes que penetrara el amor en nuestros corazones. Fue una noche, al final del tercer lustro de su vida y del cuarto de la mia, estando sentados, encadenados en un mutuo abrazo, bajo los árboles serpentinos, y contemplando nuestra imagen en las aguas del rio del Silencio. No pronunciamos palabra alguna durante el final de aquel delicioso dia, y hasta por la mañana eran nuestras palabras trémulas y raras. Habiamos sacado al dios Eros de aquellas ondas y sentiamos ahora que habia inflamado en nosotros las almas ardientes de nuestros antepasados. Las pasiones que durante siglos habian distinguido nuestra estirpe se precipitaron, numerosas, con las fantasias que la habian hecho igualmente célebre, y todas juntas soplaron una deliciosa beatitud sobre el Valle de la Hierba Policroma. Se apoderó de todas las cosas un cambio. Flores extrañas, brillantes, estrelladas, se precipitaron de los árboles donde no se habia dejado ver aún ninguna flor. Las tonalidades del verde tapiz se hicieron más intensas; una por una se retiraron las blancas margaritas y en su lugar brotaton diez asfódelos de un rojo rubi. Y estalló por todas partes la vida en nuestros senderos, pues el largo flamenco, que no conociamos todavia, con todos los alegres pájaros de colores ardientes, desplegó su plumaje rojo ante nosotros; peces de plata y de oro poblaron el rio, de cuyo seno salió poco a poco un murmullo que llegó a henchirse, por último, en una melodia acusadora, más divina que la del arpa de Eolo, más dulce que todo, excepto la voz de Eleonora. Y entonces una nube voluminosa, que habiamos acechado largo tiempo en las regiones de Héspero, emergió de ellas, chorreante toda de rojo y oro, e instalándose apaciblemente encima de nosotros, descendió cada vez más baja, hasta que descansaron sus bordes sobre los picos de las montañas, transformando su oscuridad en magnificencia y encerrándonos, como para la eternidad, en una magnifica prisión de esplendor y de gloria.
Tenia Eleonora la belleza de los serafines, pues era una doncella sin artificio e inocente como la breve vida que habia pasado entre las flores. Ninguna astucia encubria el fervor del amor que anidaba su corazón, y escrutaba ella conmigo los más intimos repliegues de éste, mientras vagábamos juntos por el Valle de la Hierba Policroma y hablábamos de los poderosos cambios que se habian manifestado recientemente.
Por fin, habiéndome un dia hablado, deshecha en lágrimas, de la cruel transformación postrera que aguarda a la pobre Humanidad, no soñó desde entonces más que con aquel tema doloroso, mezclándolo en todos nuestros coloquios, de igual modo que en las canciones del bardo de Schiraz se presentan las mismas imágenes obstinadamente en cada variación importante de la frase.
Habia ella visto que estaba el dedo de la Muerte sobre su seno, y que, como la efimera, no habia madurado perfectamente en belleza más que para morir; pero para ella todos los terrores de la tumba estaban contenidos en un pensamiento único, que me reveló un dia, al anochecer, a orillas del rio del Silencio. La afligia pensar que, después de haberla enterrado en el Valle de la Hierba Policroma, abandonaria yo para siempre aquellos felices retiros, y que trasladaria mi amor, que ahora era tan apasionadamente suyo por entero, hacia alguna joven mundana, frivola y vulgar. Y de cuando en cuando me arrojaba con precipitación a los pies de Eleonora y le ofrecia jurar ante ella y ante el Cielo que no contraeria nunca matrimonio con una hija de la Tierra, que no seria, en modo alguno, infiel a su amada memoria ni al recuerdo del ferviente afecto que ella me consagraba. E invoqué al Todopoderoso Regulador del Universo como testigo de la piadosa solemnidad de mi voto. Y la maldición con que les supliqué que me aniquilasen El y ella - ella una santa del paraiso-, si llegaba a ser perjuro, implicaba un castigo de un horror tan prodigioso, que no puedo confiarlo al papel. Y ante mis palabras brillaron los ojos brillantes de Eleonora con un fulgor más vivo, y suspiró como si su pecho se sintiese aliviado de un peso mortal, y tembló y lloró muy amargamente; pero aceptó mi juramento (pues ¿qué era ella sino una niña?), y mi juramento hizo más suave su lecho de muerte. Y pocos dias después, al morir apaciblemente, me decia que a causa de lo que yo habia hecho por el reposo de su alma velaria por mi con esa misma alma, y que si le estaba permitido vendria a hacerse visible a mi durante las horas de la noche; pero que, si semejante cosa sobrepasaba los privilegios de las almas en el Paraiso, ella sabria, al menos, darme frecuentes signos de su presencia, suspirando por encima de mi en las brisas de la noche o llenando el aire que yo respirase con el perfume tomado del incensario de los ángeles. Y con estas palabras en los labios, exhaló su inocente vida, marcando asi el final de la primera época de la mia.
Hasta aqui he hablado fiélmente. Pero cuando paso esta barrera formada en la ruta del tiempo por la muerte de mi bien amada y avanzo por el segundo periodo de mi existencia, siento que se adensa una nube sobre mi cerebro, y yo mismo pongo en duda la perfecta cordura de mi memoria. Pero dejadme continuar. Los años se arrastraron pesadamente uno por uno, y segui habitando en el Valle de la Hierba Policroma. Sin embargo, habia tenido lugar alli un segundo cambio en todas las cosas. Las flores estrelladas se hundieron en el tronco de los árboles y no reaparecieron más.Las tonalidades del verde tapiz se apagaron, uno por uno fenecieron los asfódelos de un rojo rubi, y en su lugar brotaron por decenas las oscuras violetas, semejantes a pupilas que se convulsionaban dolorosamente, rebosantes siempre de lágrimas de rocio. Y se alejó de nuestros senderos la Vida, pues el largo flamenco no desplegó ya su plumaje rojo ante nosotros, sino que levantó el vuelo tristemente del valle hasta las montañas con todos los alegres pájaros de colores ardientes que habian acompañado su llegada. Y los peces de plata y de oro huyeron nadando por el desfiladero hacia el extremo inferior de nuestro dominio, y no volvieron a embellecer nunca más el delicioso rio. Y aquella música acariciadora, que era más dulce que el arpa de Eolo y que todo, excepto la voz de Eleonora, murió poco a poco en murmullos que iban debilitándose insensiblemente, hasta que el arroyo recobró todo él la solemnidad de su silencio original. Y luego, al cabo, se elevó la voluminosa nube, y abandonando las crestas de las montañas a sus antiguas tinieblas, cayó de nuevo en las regiones de Héspero y se llevó lejos del Valle de la Hierba Policroma el espectáculo infinito de su púrpura y de su magnificencia.
Entre tanto, Eleonora no habia olvidado sus promesas, pues oia yo los sonidos del balanceo de los incensarios de los ángeles; y flotaban siempre, siempre, por el valle vaharadas de un perfume sagrado, y en las horas de soledad, cuando mi corazón latia con pesadez, los vientos que bañaban mi frente llegaban hasta mi cargado de quedos suspiros; y llenaban con frecuencia el aire nocturno rumores confusos; y una vez -¡oh, solo una vez!- fui despertado de mi sueño, comparable al sueño de la muerte, por la presión de unos labios inmateriales sobre los mios.
Pero a pesar de esto, el vacio de mi corazón se negaba a ser colmado. Ansiaba el amor que lo habia henchido antes hasta hacerlo rebosar. Por último, me resultó el valle doloroso, lleno de los recuerdos de Eleonora, y lo abandoné para siempre por las vanidades y los turbulentos triunfos del mundo.
Me encontré en una ciudad extranjera, donde todas las cosas servian para borrar del recuerdo los dulces sueños que soñé tanto tiempo en el Valle de la Hierba Policroma.Las pompas y faustos de una corte soberbia, y el loco clamor de las armas, y la belleza radiante de las mujeres, trastornaban y embriagaban mi cerebro. Aun asi, mi alma habia permanecido fiel a sus juramentos y seguia Eleonora dándome signos de su presencia en las silenciosas horas de la noche. De repente cesaron aquellas manifestaciones, y el mundo se tornó oscuro ante mis ojos, y me senti aterrado por los ardientes pensamientos que se apoderaban de mi, por las terribles tentaciones que me asediaban. Porque vino de alguna distante, muy distante y desconocida comarca, a la alegre corte del rey a quien yo servia, una doncella cuya belleza rindió en seguida todo mi corazón desleal, ante cuyo estrado me postré sin lucha, con la más ardiente y la más abyecta idolatria de amor. ¿Qué era realmente mi pasión por la joven del valle, comparada con el fervor, el delirio y el éxtasis arrebatador de adoración con que difundia yo mi alma toda en lágrimas a los pies de la etérea Ermengarda? ¡Oh, cuán fúlgida era la seráfica Ermengarda! Y esta idea no dejaba espacio para ninguna otra. ¡Oh, cuán divina era la angelical Ermengarda! Y cuando me sumia en las profundidades de sus ojos memorables sólo pensaba en ellos y en ella.
Me casé con ella, sin temor a la maldición que habia yo invocado; pero no recibi la visita de su amargura. Y una vez -sólo una vez en el silencio de la noche- llegaron hasta mi, a través de mi ventana, los quedos suspiros que me habian abandonado, y se modularon unidos a una dulce y familiar voz que decia:
- ¡Duerme en paz! Pues reina y gobierna el Espiritu del Amor, al acoger en tu apasionado corazón a la que se llama Ermengarda, quedas relevado, por razones que te serán dadas a conocer en el cielo, de tus votos para con Eleonora.
(1) Bajo la conservación de la forma especifica, salva el alma.
Digamos entonces que estoy loco. Reconozco al menos que hay dos condiciones distintas en mi existencia espiritual: la condición de razón lúcida, sin discusión, perteneciente al recuerdo de los sucesos que han formado la primera época de mi vida, y una condición de sombra y de duda, relacionada con el presente y con el recuerdo de lo que constituye la segunda gran época de mi existencia. Por tanto, lo que diga yo del primer periodo, creedlo; y a lo que pueda relatar del último tiempo, dadle crédito sólo hasta donde os parezca justo, o dudad de él por entero; o si no podéis dudar, representad el papel de Edipo con su enigma.
La que yo amé en mi juventud, y de quien trazo ahora tranquila y claramente estos recuerdos, era la hija única de la única hermana de mi madre fallecida hace largo tiempo. Eleonora era el nombre de mi prima. Habiamos vivido juntos, bajo un sol tropical, en el Valle de la Hierba Policroma. Jamás un paso sin guia habia penetrado hasta ese valle, pues se extendia a lo lejos entre una cadena de montañas gigantescas que se elevaban y dominaban todo el contorno, cerrando a la luz del sol sus más deliciosos recovecos. Ningún sendero estaba hollado en sus cercanias y para llegar a nuestro hogar feliz se requeria apartar con fuerza el follaje de miles de árboles selváticos y aplastar la gloria de muchos millones de fragantes flores. Asi viviamos, completamente solitarios, sin conocer nada del mundo más que aquel valle, yo, mi prima y su madre.
Desde las regiones oscuras al otro lado de las montañas situadas en el extremo superior de nuestro cercado dominio serpenteaba un estrecho y profundo rio, más brillante que todo, excepto los ojos de Eleonora, y retorciéndose aqui y allá en numerosos meandros, se escapaba al fin por un desfiladero tenebroso a través de las montañas aún más oscuras que aquellas de donde habia salido. Lo llamábamos el "Rio del Silencio", pues parecia poseer una influencia apaciguadora en su curso. Ningún murmullo se elevaba de su lecho, y se paseaba por todas partes tan suavemente, que los granos de arena, parecidos a perlas, que nos agradaba contemplar en la profundidad de su seno, no se movian en absoluto, sino que reposaban en una dicha inmóvil, cada cual en su antiguo sitio primitivo y refulgiendo con un brillo eterno.
La orilla del rio y de muchos riachuelos deslumbradores que por diferentes caminos se deslizaban hacia su lecho; todo el espacio que se extendia desde esa orilla hasta el fondo de guijos a través de las profundidades transparentes; todas esas partes, digo, asi como toda la superficie del valle, hasta las montañas que lo rodeaban, estaban tapizadas de una hierba verde tierna, densa, corta, perfectamente igual y perfumada de vainilla, pero tan bien estrellada, en toda su extensión, de ranúnculos amarillos, de margaritas blancas, de violetas purpúreas y de asfódelos de un rojo rubi que su maravillosa belleza hablaba a nuestros corazones, con acentos refulgentes, del amor y de la gloria de Dios.
Y luego, aqui y allá, entre aquella hierba brotaban en macizos, como explosiones de sueños, árboles fantásticos, cuyos troncos grandes y delgados no se mantenian rectos, sino que se inclinaban graciosamente hacia la luz que visitaba a mediodia el centro del valle. Su corteza estaba moteada por el vivo brillo alternado del ébano y de la plata, más satinada que todo, excepto las mejillas de Eleonora; de tal modo que, en el verde brillantes de las anchas hojas que se extendian desde sus copas en largas lineas temblorosas, jugueteando con los céfiros, hubiera podido tomárseles por monstruosas serpientes de Siria que rendian homenaje al Sol, su soberano.
Durante quince años, Eleonora y yo, cogidos de la mano, vagamos por aquel valle antes que penetrara el amor en nuestros corazones. Fue una noche, al final del tercer lustro de su vida y del cuarto de la mia, estando sentados, encadenados en un mutuo abrazo, bajo los árboles serpentinos, y contemplando nuestra imagen en las aguas del rio del Silencio. No pronunciamos palabra alguna durante el final de aquel delicioso dia, y hasta por la mañana eran nuestras palabras trémulas y raras. Habiamos sacado al dios Eros de aquellas ondas y sentiamos ahora que habia inflamado en nosotros las almas ardientes de nuestros antepasados. Las pasiones que durante siglos habian distinguido nuestra estirpe se precipitaron, numerosas, con las fantasias que la habian hecho igualmente célebre, y todas juntas soplaron una deliciosa beatitud sobre el Valle de la Hierba Policroma. Se apoderó de todas las cosas un cambio. Flores extrañas, brillantes, estrelladas, se precipitaron de los árboles donde no se habia dejado ver aún ninguna flor. Las tonalidades del verde tapiz se hicieron más intensas; una por una se retiraron las blancas margaritas y en su lugar brotaton diez asfódelos de un rojo rubi. Y estalló por todas partes la vida en nuestros senderos, pues el largo flamenco, que no conociamos todavia, con todos los alegres pájaros de colores ardientes, desplegó su plumaje rojo ante nosotros; peces de plata y de oro poblaron el rio, de cuyo seno salió poco a poco un murmullo que llegó a henchirse, por último, en una melodia acusadora, más divina que la del arpa de Eolo, más dulce que todo, excepto la voz de Eleonora. Y entonces una nube voluminosa, que habiamos acechado largo tiempo en las regiones de Héspero, emergió de ellas, chorreante toda de rojo y oro, e instalándose apaciblemente encima de nosotros, descendió cada vez más baja, hasta que descansaron sus bordes sobre los picos de las montañas, transformando su oscuridad en magnificencia y encerrándonos, como para la eternidad, en una magnifica prisión de esplendor y de gloria.
Tenia Eleonora la belleza de los serafines, pues era una doncella sin artificio e inocente como la breve vida que habia pasado entre las flores. Ninguna astucia encubria el fervor del amor que anidaba su corazón, y escrutaba ella conmigo los más intimos repliegues de éste, mientras vagábamos juntos por el Valle de la Hierba Policroma y hablábamos de los poderosos cambios que se habian manifestado recientemente.
Por fin, habiéndome un dia hablado, deshecha en lágrimas, de la cruel transformación postrera que aguarda a la pobre Humanidad, no soñó desde entonces más que con aquel tema doloroso, mezclándolo en todos nuestros coloquios, de igual modo que en las canciones del bardo de Schiraz se presentan las mismas imágenes obstinadamente en cada variación importante de la frase.
Habia ella visto que estaba el dedo de la Muerte sobre su seno, y que, como la efimera, no habia madurado perfectamente en belleza más que para morir; pero para ella todos los terrores de la tumba estaban contenidos en un pensamiento único, que me reveló un dia, al anochecer, a orillas del rio del Silencio. La afligia pensar que, después de haberla enterrado en el Valle de la Hierba Policroma, abandonaria yo para siempre aquellos felices retiros, y que trasladaria mi amor, que ahora era tan apasionadamente suyo por entero, hacia alguna joven mundana, frivola y vulgar. Y de cuando en cuando me arrojaba con precipitación a los pies de Eleonora y le ofrecia jurar ante ella y ante el Cielo que no contraeria nunca matrimonio con una hija de la Tierra, que no seria, en modo alguno, infiel a su amada memoria ni al recuerdo del ferviente afecto que ella me consagraba. E invoqué al Todopoderoso Regulador del Universo como testigo de la piadosa solemnidad de mi voto. Y la maldición con que les supliqué que me aniquilasen El y ella - ella una santa del paraiso-, si llegaba a ser perjuro, implicaba un castigo de un horror tan prodigioso, que no puedo confiarlo al papel. Y ante mis palabras brillaron los ojos brillantes de Eleonora con un fulgor más vivo, y suspiró como si su pecho se sintiese aliviado de un peso mortal, y tembló y lloró muy amargamente; pero aceptó mi juramento (pues ¿qué era ella sino una niña?), y mi juramento hizo más suave su lecho de muerte. Y pocos dias después, al morir apaciblemente, me decia que a causa de lo que yo habia hecho por el reposo de su alma velaria por mi con esa misma alma, y que si le estaba permitido vendria a hacerse visible a mi durante las horas de la noche; pero que, si semejante cosa sobrepasaba los privilegios de las almas en el Paraiso, ella sabria, al menos, darme frecuentes signos de su presencia, suspirando por encima de mi en las brisas de la noche o llenando el aire que yo respirase con el perfume tomado del incensario de los ángeles. Y con estas palabras en los labios, exhaló su inocente vida, marcando asi el final de la primera época de la mia.
Hasta aqui he hablado fiélmente. Pero cuando paso esta barrera formada en la ruta del tiempo por la muerte de mi bien amada y avanzo por el segundo periodo de mi existencia, siento que se adensa una nube sobre mi cerebro, y yo mismo pongo en duda la perfecta cordura de mi memoria. Pero dejadme continuar. Los años se arrastraron pesadamente uno por uno, y segui habitando en el Valle de la Hierba Policroma. Sin embargo, habia tenido lugar alli un segundo cambio en todas las cosas. Las flores estrelladas se hundieron en el tronco de los árboles y no reaparecieron más.Las tonalidades del verde tapiz se apagaron, uno por uno fenecieron los asfódelos de un rojo rubi, y en su lugar brotaron por decenas las oscuras violetas, semejantes a pupilas que se convulsionaban dolorosamente, rebosantes siempre de lágrimas de rocio. Y se alejó de nuestros senderos la Vida, pues el largo flamenco no desplegó ya su plumaje rojo ante nosotros, sino que levantó el vuelo tristemente del valle hasta las montañas con todos los alegres pájaros de colores ardientes que habian acompañado su llegada. Y los peces de plata y de oro huyeron nadando por el desfiladero hacia el extremo inferior de nuestro dominio, y no volvieron a embellecer nunca más el delicioso rio. Y aquella música acariciadora, que era más dulce que el arpa de Eolo y que todo, excepto la voz de Eleonora, murió poco a poco en murmullos que iban debilitándose insensiblemente, hasta que el arroyo recobró todo él la solemnidad de su silencio original. Y luego, al cabo, se elevó la voluminosa nube, y abandonando las crestas de las montañas a sus antiguas tinieblas, cayó de nuevo en las regiones de Héspero y se llevó lejos del Valle de la Hierba Policroma el espectáculo infinito de su púrpura y de su magnificencia.
Entre tanto, Eleonora no habia olvidado sus promesas, pues oia yo los sonidos del balanceo de los incensarios de los ángeles; y flotaban siempre, siempre, por el valle vaharadas de un perfume sagrado, y en las horas de soledad, cuando mi corazón latia con pesadez, los vientos que bañaban mi frente llegaban hasta mi cargado de quedos suspiros; y llenaban con frecuencia el aire nocturno rumores confusos; y una vez -¡oh, solo una vez!- fui despertado de mi sueño, comparable al sueño de la muerte, por la presión de unos labios inmateriales sobre los mios.
Pero a pesar de esto, el vacio de mi corazón se negaba a ser colmado. Ansiaba el amor que lo habia henchido antes hasta hacerlo rebosar. Por último, me resultó el valle doloroso, lleno de los recuerdos de Eleonora, y lo abandoné para siempre por las vanidades y los turbulentos triunfos del mundo.
Me encontré en una ciudad extranjera, donde todas las cosas servian para borrar del recuerdo los dulces sueños que soñé tanto tiempo en el Valle de la Hierba Policroma.Las pompas y faustos de una corte soberbia, y el loco clamor de las armas, y la belleza radiante de las mujeres, trastornaban y embriagaban mi cerebro. Aun asi, mi alma habia permanecido fiel a sus juramentos y seguia Eleonora dándome signos de su presencia en las silenciosas horas de la noche. De repente cesaron aquellas manifestaciones, y el mundo se tornó oscuro ante mis ojos, y me senti aterrado por los ardientes pensamientos que se apoderaban de mi, por las terribles tentaciones que me asediaban. Porque vino de alguna distante, muy distante y desconocida comarca, a la alegre corte del rey a quien yo servia, una doncella cuya belleza rindió en seguida todo mi corazón desleal, ante cuyo estrado me postré sin lucha, con la más ardiente y la más abyecta idolatria de amor. ¿Qué era realmente mi pasión por la joven del valle, comparada con el fervor, el delirio y el éxtasis arrebatador de adoración con que difundia yo mi alma toda en lágrimas a los pies de la etérea Ermengarda? ¡Oh, cuán fúlgida era la seráfica Ermengarda! Y esta idea no dejaba espacio para ninguna otra. ¡Oh, cuán divina era la angelical Ermengarda! Y cuando me sumia en las profundidades de sus ojos memorables sólo pensaba en ellos y en ella.
Me casé con ella, sin temor a la maldición que habia yo invocado; pero no recibi la visita de su amargura. Y una vez -sólo una vez en el silencio de la noche- llegaron hasta mi, a través de mi ventana, los quedos suspiros que me habian abandonado, y se modularon unidos a una dulce y familiar voz que decia:
- ¡Duerme en paz! Pues reina y gobierna el Espiritu del Amor, al acoger en tu apasionado corazón a la que se llama Ermengarda, quedas relevado, por razones que te serán dadas a conocer en el cielo, de tus votos para con Eleonora.
(1) Bajo la conservación de la forma especifica, salva el alma.
2 Comentarios:
esta genial tu block muy original k opinas de el reslandor?
Hola anónimo, gracias y no entiendo lo que me preguntás. Traducir plisss
Saludos
Los comentarios son moderados debido a la gran cantidad de span.
Gracias por comentar!
tu opinión será publicada en breve!