El sueño…
el sueño es el hermano de la muerte.
Así que túmbate bajo este esqueleto en la frialdad de la tumba.
Permite que el abrazo de sus muertos brazos
te mantenga totalmente a salvo y dormido.
Enterrado en un sueño…
silenciosamente….
Para siempre bajo tierra




La Pesadilla Del Señor Bowdler - Bertrand Russell




La Pesadilla Del Señor Bowdler (Felicidad familiar)
Bertrand Russell
El señor Bowdler, el muy meritorio autor del Shakespeare de las familias, obra que la más inocente señorita podría leer sin sonrojarse, jamás mostró en su estado de vigilia duda alguna en cuanto a la utilidad de su obra. Parece, sin embargo, que en algún lugar profundo del inconsciente de ese buen hombre debe haberse agazapado una diminuta voz, maligna y burlona. Llegado el domingo, acostumbraba el señor Bowdler dispensar a su familia, y a sí mismo en no menor grado, copiosas porciones de carne de cerdo. Iban éstas acompañadas de patatas hervidas y berzas, y seguía el roly-poly pudding1*. Para él, aunque no para el resto de la familia, había una moderada ración de cerveza. Tras esta comida solía hacer un breve paseo. Pero en una ocasión en que la nieve y el granizo caían pesadamente se permitió infringir su rutina habitual y tomarse un descanso en una silla, con un buen libro en las manos. Sin embargo, el buen libro no era interesante y el señor Bowdler se durmió. En un sueño se vio afligido por la siguiente pesadilla:

El señor Bowdler era considerado por todo el mundo, y aún es considerado por mucha gente, como un ejemplo de todas las virtudes, pero en una ocasión tuvo un temible motivo para dudar de si era, efectivamente, tal como sus vecinos le consideraban.
En su juventud escribió un ataque devastador contra Wilkes (de la Wilkes & Liberty), a quien consideraba, no sin que le asistiese parte de razón, un libertino. En aquella época, Wilkes había rebasado la primavera de su vida, y ya no era capaz de tomarse la venganza que hubiese sido natural en él en los años de su juventud. Dejó en su testamento una considerable cantidad de dinero al joven señor Spiffkins, con la exclusiva condición de atraer sobre la cabeza del señor Bowdler, con el mejor de sus artificios, un desastre total. Lamento decir que el señor Spiffkins aceptó sin la menor vacilación el inescrupuloso legado.
Al objeto de cumplir las exigencias testamentarias del señor Wilkes, Spiffkins visitó al señor Bowdler con el pretexto de aparente amistad. Encontró al señor Bowdler gozando al máximo de una perfecta felicidad familiar. Tenía un pequeño sobre cada una de sus rodillas y decía:
—Monta en los caballitos en Banbury Cross.
Entonces, otros dos niños empezaron a clamar:
—¡Ahora nosotros, papá!
Y ellos, a su vez, obtuvieron el oscilante éxtasis. La señora Bowdler, exuberante, amable y sonriente, observaba la feliz escena mientras se ocupaba activamente en la preparación del té.
El señor Spiffkins, con aquel tacto exquisito que indujo al señor Wilkes a seleccionarle, llevó la conversación hacia los temas literarios que sabía caros al señor Bowdler, y los principios que habían guiado a aquel caballero en su aspiración de hacer las obras de los grandes hombres, aptas para ser depositadas en manos de mujercitas. La mayor armonía reinó hasta que al final, cuando el té hubo terminado y la señora Bowdler aparecía a través de la puerta de la despensa fregando las tazas de té, el señor Spiffkins se levantó para marcharse. Mientras se despedía, hizo la siguiente observación.
—Querido señor Bowdler, estoy impresionado por la magnitud de sus goces familiares; pero habiendo estudiado todas las omisiones que usted ha hecho en los trabajos del bardo del Avon, me veo obligado a concluir que estos sonrientes infantes deben su existencia a la partenogénesis.
El señor Bowdler, rojo de ira, gritó:
—¡Fuera! —y cerró violentamente la puerta en las narices del señor Spiffkins.
Pero, ¡ay!, por desgracia, a pesar del tintineo de las tazas de té, la señora Bowdler había alcanzado a oír la temible palabra. No podía imaginar su significado; pero desde el momento en que lo ignoraba y su marido desaprobaba la palabra, no dudó de que no podía ser sino mala.
Era ésta una cuestión acerca de la que no podía interrogar a su marido. Él habría replicado simplemente: «Querida, significa algo sobre lo que las mujeres buenas no deben pensar.» Por esa razón, quedó entregada a sus propias especulaciones. Por supuesto, conocía todo acerca del Génesis, pero el significado de la primera mitad de la palabra permanecía oscuro para ella.
Un día, con gran atrevimiento, entró en la biblioteca de su marido mientras éste se hallaba fuera y, cogiendo el Diccionario Clásico, leyó cuanto éste tenía que decir acerca del Partenón. Sin embargo, la significación de esa extraña palabra se le escabulló. No había nada del Partenón en el Génesis, y nada del Génesis en el friso del Partenón.
Cuanto mayores eran los fracasos que coronaban sus investigaciones, más se sentía obsesionada por el problema. La casa, que había estado siempre impecable, llegó a estar desaseada. Se distraía, y un jueves, incluso, olvidó preparar los aperitivos para el té, cosa que no había olvidado ningún jueves desde el día feliz en que se unió al señor Bowdler en los sagrados vínculos del matrimonio.
Por fin, la cuestión llegó a tal extremo que el señor Bowdler consideró necesario recurrir a asistencia médica. El doctor hizo innumerables preguntas, golpeó ligeramente la frente de la señora Bowdler con un macito de madera, y, ligeramente, la sangró, pero todo resultó inútil. Al fin, el doctor dijo:
—Bien, querida señora: temo que no haya otro remedio para su dolencia que la edax rerum (nombre pedante con que denominaba al tiempo). Hemos de confiar en el tiempo, el gran sanador.
—Por favor, doctor, ¿dónde puede obtenerse el edax rerum?
—En todas partes —replicó el doctor.
Aunque la mujer no tenía gran fe en su sabiduría y como, después de todo, ella no le había revelado el origen de su mal, se dirigió a la botica de la familia y preguntó al dueño si podía proporcionarle el edax rerum. El farmacéutico enrojeció, tartamudeó y dijo:
—Señora, ésta no es cosa para ser propiamente deseada por verdaderas damas.
Ella se retiró confusa.
Frustrada en una dirección, su desesperado estado la impelió a realizar un intento en una nueva. Parte de las obligaciones de su marido consistían en leer libros de la clase que estaba interesado en suprimir, y, examinando las facturas de los libreros en su escritorio, se enteró del nombre y la dirección de uno de ellos que, a juzgar por las materias que procuraba al señor Bowdler, consideró ella, tendría probablemente literatura hasta sobre un tema tan espantoso como el que le interesaba. Cubierta con un tupido velo, se aventuró en su domicilio y dijo atrevidamente:
—Caballero, deseo un libro que me instruya sobre la partenogénesis.
—Señora —replicó él observando los encantos personales que el velo no acertaba a ocultar—. La partenogénesis es lo que usted no aprenderá si viene arriba, en mi compañía.
Horrorizada, espantada, la señora Bowdler huyó.
Le quedaba tan sólo una esperanza, que por sí implicaba una resolución desesperada y un valor de que casi dudaba ser poseedora. Recordaba que su marido, al objeto de completar el Shakespeare de las familias, aquel deleite para todo hogar decente, se había visto obligado a leer, por muy penosa que, sin duda, le resultaría la tarea, los trabajos sin expurgar de aquel lamentable autor de expeditiva lengua. Sabía que él poseía, tras las puertas cerradas con llave de cierto armario, un Shakespeare pre-bowdleriano, en el cual todos los pasajes que él, sabiamente, había considerado dignos de ser omitidos estaban subrayados, para facilitar el trabajo del impresor. «Sin duda —pensó—, donde tanto se ha omitido, encontraré con toda seguridad la palabra "partenogénesis" en algún pasaje subrayado, y no dudo que el contexto me indicará el significado de esta palabra.»
Un día en que su marido había sido invitado a hablar ante un congreso de libreros virtuosos, se deslizó en el estudio, encontró la llave de la cerrada estantería tras breve búsqueda en su escritorio, abrió las fatales puertas, y extrajo el viejísimo volumen con su espantable erudición. Repasó el volumen página tras página, pero en parte alguna encontró la palabra buscada. Encontró en cambio muchas cosas que no había buscado. Horrorizada, y sin embargo fascinada, repelida y absorbida a la vez, leyó y leyó, olvidada del paso del tiempo. Súbitamente, se dio cuenta que la puerta estaba abierta, y su marido permanecía de pie en el umbral. En tonos de horror, él exclamó:
—Santo Dios, María, ¿qué libro veo en tus manos? ¿Es que no sabes que el veneno destila de sus páginas y que el contagio de depravados pensamientos salta desde cada una de sus letras en la conciencia de las incautas mujeres? ¿Has olvidado que ha sido el trabajo de toda mi vida, precisamente, preservar al inocente de semejante polución? ¡Oh!, fracaso tan horrendo debía venirme al encuentro en el mismo seno de mi propia familia.
Después de esto, el buen hombre rompió a llorar lágrimas de mortificación y dolor, sobre todo, y también de justo furor. Advertida de su pecado, la mujer arrojó el volumen huyó a su habitación, y prorrumpió en sollozos desgarradores.
Pero la penitencia resultó inútil. Había leído demasiado. No pudo olvidar ninguna de las palabras leídas. Una y otra vez, de forma ininterrumpida, acudían a su cabeza vergonzosas palabras y espantosas imágenes de horribles deleites. Hora por hora, día a día, su obsesión creció cada vez más, hasta que por fin fue dominada por incontenible locura y tuvo que ser conducida a un manicomio, gritando obscenidades shakespearianas en plena calle, mientras se la llevaban. Cuando las terribles palabras de su mujer ya no se oyeron, el señor Bowdler cayó de rodillas, preguntando a su Hacedor por qué pecado era castigado de tal suerte. Contrariamente a lo que os ocurre a vosotros y a mí, fue incapaz de hallar la respuesta.

1*Roly-poly pudding, especie de empanada a base de jamón.

Pesadillas de personas eminentes y otras historias

imagen: F. Cakó

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