Complicidad Previa al Hecho
Algernon Blackwood
Algernon Blackwood
Al llegar a aquella encrucijada del páramo Martin se detuvo, y permaneció un rato observando perplejo los cuatro letreros del poste indicador. Aquellos no eran los nombres que esperaba encontrar y, además, no figuraban las distancias; su mapa —tuvo que admitir con fastidio— debía estar completamente anticuado. Lo extendió contra el poste y se inclinó para estudiarlo más de cerca. El viento levantaba las esquinas y las batía contra su cara. Apenas conseguía descifrar la letra pequeña a la tenue luz del atardecer. Sin embargo —por lo que alcanzó a distinguir— parecía ser que dos millas más atrás había tomado un desvío equivocado.
Recordaba aquel desvío. El sendero tenía un aspecto muy tentador, y tras vacilar un momento, se había decidido a seguirlo, atraído —como tantos otros caminantes— por el señuelo de que «quizá resultara ser un atajo». La trampa del atajo es tan vieja como la naturaleza humana. Durante algunos minutos estudió alternativamente el poste y el mapa. Caía la noche y la mochila comenzaba a pesarle. Aquellas dos guías no concordaban en nada y la incertidumbre iba haciendo presa en su ánimo. Se sentía desconcertado, frustrado. Cada vez le costaba más trabajo pensar con claridad. Tomar una decisión le parecía la cosa más difícil del mundo.
«Estoy hecho un lío —pensó—, debo estar cansado», y finalmente optó por seguir la indicación que le pareció más prometedora. «Tarde o temprano me conducirá a una posada, aunque no sea a la que yo pretendía llegar.»
Se confió a la suerte del caminante y reanudó la marcha con energía. En el letrero podía leerse «por la colina Litacy», escrito en unos caracteres muy finos y pequeños que parecían oscilar y cambiar de lugar cada vez que los miraba; aquel nombre no figuraba en el mapa, pero al igual que el atajo, resultaba tentador. Un impulso similar al que había sentido antes volvía a determinar su elección. Sólo que esta vez parecía ser más apremiante, casi urgente.
Fue en aquel momento cuando se dio cuenta de la inmensa soledad del paisaje que le rodeaba. El camino continuaba en línea recta unas cien yardas para después curvarse, como un río plateado, y perderse en el infinito; el intenso tono verdeazulado de las matas de brezo que cubrían los márgenes se fundía con los colores del crepúsculo; y espaciados a uno y otro lado del camino, se alzaban solitarios unos pinos pequeños muy enigmáticos. Desde que se le había ocurrido ese curioso adjetivo no conseguía quitárselo de la cabeza. Eran tantas las cosas que aquella tarde le parecían igualmente enigmáticas... el atajo, el mapa velado, los nombres del poste, sus propios impulsos erráticos o aquel misterioso estado de confusión que le iba embargando. El paisaje entero requería una explicación, aunque quizá «interpretación» fuera la palabra más exacta. Aquellos árboles solitarios se lo habían hecho ver claro ¿Por qué se había extraviado con tanta facilidad? ¿Por qué consentía que aquellas vagas impresiones le indicaran el camino a seguir? ¿Por qué se encontraba aquí, precisamente aquí? ¿Y por qué marchaba ahora «por la colina Litacy»? Entonces, junto a un prado verde que resplandecía como un rayo de luz en medio de la oscuridad del páramo, distinguió una figura tumbada en la hierba. Era como una mancha en el paisaje, un simple amasijo de harapos sucios a los que su propia fealdad confería cierto aire pintoresco; y su mente —aunque sus conocimientos de alemán
eran muy básicos— eligió de inmediato los términos alemanes en vez de los ingleses. Las palabras lump y lumpen acudieron misteriosamente a su memoria. En aquel instante le parecieron las más correctas, las más expresivas, casi como onomatopeyas visuales, si tal cosa fuera posible. Ni «harapos» ni «rufián» habrían hecho justicia a lo que acaba de ver. Sólo en alemán se podía describir aquello con alguna precisión.
Aquel era un mensaje que le enviaba su lado irracional. Pero, aparentemente, le pasó desapercibido. Un momento después, el vagabundo se incorporó y le preguntó la hora. Lo hizo en alemán. Y Martin, sin dudarlo un instante, le respondió también en alemán:
—Halb sieben —las seis y media.
No le falló su intuición. Un vistazo al reloj, cuando lo miró un poco más tarde, se lo confirmó. Oyó que el hombre le decía, con esa solapada insolencia tan característica de los vagabundos:
—Grrasias, muy agrradesido —Martin no había enseñado el reloj; otra intuición de su subconsciente que había obedecido.
Con el ánimo agitado por una extraña mezcla de ideas y sentimientos, avivó el paso y prosiguió su marcha por la soledad del camino. De alguna manera, sabía que le harían esa pregunta y que se la harían en alemán. Aquello hacía que se sintiera nervioso y abatido.
Pero había otra cosa que también había contribuido a ese estado de nerviosismo y abatimiento; por alguna extraña razón también se la esperaba... y no se había equivocado. Cuando aquel bulto marrón cubierto de harapos se incorporó para hacerle la pregunta, una parte de él había permanecido tendida en la hierba: había otro bulto marrón y sucio. Eran dos los vagabundos. Pudo verles perfectamente la cara.
Tras sus barbas desaliñadas, y medio ocultos por unos viejos sombreros, descubrió unos rostros desagradables y sagaces que le observaban con atención mientras pasaba delante de ellos. Le seguían con la mirada. Durante un segundo los había mirado fijamente para poder identificarlos mejor. Y había comprendido con horror que sus rostros eran demasiado delicados, demasiado finos y astutos para ser los de unos simples vagabundos. Aquellos hombres no eran ni mucho menos unos vagabundos. Estaban disfrazados.
«¡Qué manera más furtiva de mirarme!», pensó, mientras se alejaba de prisa por aquel camino ensombrecido, plenamente consciente ahora de la abrumadora soledad y desolación del páramo que le rodeaba.
Lleno de inquietud y de angustia, aceleró aún más la marcha. De pronto, mientras pensaba en el inoportuno ruido que hacían sus botas de clavos al golpear en la dura superficie del camino, irrumpieron en su mente todo el conjunto de cosas que le habían obsesionado por parecerle «enigmáticas». Le comunicaban un único y categórico mensaje: que todo aquello no tenía nada que ver con él —de ahí su confusión y su perplejidad— que se había entrometido en un escenario que no le correspondía y estaba invadiendo el territorio vital de otra persona. Al tomar algún desvío interno erróneo, se había situado en medio de un conjunto de fuerzas desconocidas que operaban en el pequeño mundo de otro individuo. Sin darse cuenta, en algún lugar,
había traspasado el umbral, y ahora ya se había adentrado demasiado: era un intruso, un entrometido, un mirón. Estaba escuchando, espiando; sus oídos captaban cosas que no tenía ningún derecho a conocer porque no era a él a quien estaban dirigidas. Como un barco en alta mar, interceptaba mensajes de radio que no alcanzaba a descifrar porque su receptor no estaba correctamente sintonizado. Pero había algo más: ¡aquellos mensajes advertían de algún peligro!
El miedo, como la noche, se abatió sobre él. Estaba atrapado en una red de fuerzas sutiles y profundas que era incapaz de controlar, pues desconocía tanto su origen como su propósito. Le habían conducido hacia una inmensa trampa psíquica, elaborada con todo detalle, pero concebida para otra persona. Algo le había atraído hacia ella; algo en el paisaje, en la hora del día, en su estado de ánimo.
Alguna oculta debilidad interna había hecho de él una presa fácil. Su miedo pasó a convertirse en terror.
Lo que sucedió entonces ocurrió con tal rapidez y en tan corto espacio de tiempo que le pareció que todo ello se comprimía en un solo instante. Ocurrió de golpe, como en un torbellino. No hubo forma de evitarlo. Haciendo eses de un lado a otro del camino, avanzaba hacia él un hombre que sin duda fingía estar borracho: era un vagabundo. Cuando Martin se apartó para dejarle paso, los bandazos se transformaron en una acometida y el tipo se le vino encima. El impacto fue súbito y brutal; no obstante, mientras se tambaleaba, Martin pudo darse cuenta de que a sus espaldas se abalanzaba sobre él un segundo hombre que le levantó por las piernas y le hizo caer de bruces sobre la tierra con un estrépito sordo. Entonces comenzaron a lloverle los golpes; distinguió el resplandor de un objeto brillante; y una náusea letal le hundió en un estado de debilidad absoluta que hizo inútil toda defensa. Sintió que un objeto ardiente le penetraba en el cuello y, al instante, comenzó a brotar de sus labios un liquido dulce y viscoso que le asfixiaba. Después, se hizo la oscuridad.
... Sin embargo, en medio de todo el horror yla confusión, se había dado perfecta cuenta de dos cosas: que el primer vagabundo se había escabullido a toda prisa entre los brezales para adelantarle e ir a su encuentro; y que le arrancaban de debajo de la ropa un objeto pesado que unos cierres mantenían firmemente ajustado a su cuerpo...
De repente, las tinieblas se rasgaron, se disiparon del todo. Se encontró de nuevo mirando de cerca el mapa que sostenía apoyado contra el poste. El viento batía las esquinas contra sus mejillas, y él estudiaba atentamente unos nombres, que ahora, podía distinguir con toda nitidez. Alzó la vista: las direcciones que figuraban en el poste eran las que había esperado encontrar, exactamente las mismas que venían en su mapa. Las cosas volvían a estar en su sitio, tal y como debía ser. Leyó el nombre del pueblo al que tenía pensado dirigirse; era perfectamente visible a la luz del crepúsculo, dos millas era la distancia que se indicaba. Perplejo, turbado, incapaz de pensar, apretujó el mapa en el bolsillo sin doblarlo y se apresuró camino adelante como quien acabara de despertar de un sueño espantoso que, en apenas un segundo, hubiera condensado todo el tormento de una prolongada y angustiosa pesadilla.
Se echó a correr con un trote continuo que pronto se convirtió en galope; chorreaba sudor, las piernas le flojeaban y le costaba controlar la respiración. Tan sólo era consciente del deseo irrefrenable de alejarse cuanto antes de aquel poste de la encrucijada donde le había asaltado la terrible visión. Martin, un contable de vacaciones, nunca había sospechado que existieran otros mundos llenos de posibilidades psíquicas. Para él, todo lo ocurrido había sido un auténtico suplicio.
Mucho peor que aquella confabulación de jefes y empleados que, en cierta ocasión, le habían acusado injustamente de haber «amañado» un saldo en los libros de cuentas. Corría como si el campo entero, aullando, le pisara los talones. Y en ningún momento le abandonaba la increíble certeza de que nada de aquello le estaba destinado. Había escuchado los secretos de otra persona. Se había apropiado de advertencias que no estaban dirigidas a él, y al hacerlo, había modificado su curso. Había impedido que llegaran a su verdadero destinatario. La conmoción que todo aquello le producía no se podía
expresar con palabras. Desajustaba los mecanismos de aquella alma equilibrada y precisa. La advertencia estaba destinada a otra persona, que ya nunca llegaría a recibirla.
El esfuerzo físico acabó por ejercer sobre él un efecto beneficioso y le permitió recobrar hasta cierto punto la calma. A la vista de las luces del pueblo, aminoró la marcha y entró a un ritmo más pausado.
Una vez hubo llegado a la posada, inspeccionó y alquiló una habitación, y encargó la cena, a la que acompañó con una sustanciosa y reconfortante jarra de cerveza que le ayudara a mitigar aquella endiablada sed y a completar la total recuperación de su equilibrio mental. Las singulares sensaciones que hasta entonces le habían embargado acabaron por pasársele en gran medida; y de igual manera, le abandonó aquella extraña impresión de que cualquier cosa en su sencillo y saludable mundo requería una explicación. Poseído aún de una vaga inquietud, pero superada ya la sensación de miedo, entró al bar para fumar su pipa de después de cenar y charlar un rato con los parroquianos, como tenía costumbre de hacer cuando estaba de vacaciones. Entonces se fijó en dos hombres que, apoyados en la barra al fondo de la sala, le daban la espalda. Al instante vio sus rostros reflejados en el espejo, y la pipa estuvo a punto de caérsele de la boca. Eran unos rostros bien afeitados, finos y astutos; charlaban mientras tomaban una copa, y Martin alcanzó a coger una o dos palabras de lo que decían: eran palabras alemanas. Los dos vestían bien, no había nada en su atuendo que llamara la atención; con sus trajes de tweed y sus botas de campo podrían haber sido, como él, dos turistas de vacaciones. De pronto, pagaron las copas y se marcharon.
En ningún momento llegó a verlos cara a cara, pero volvió a sentirse empapado de sudor y una ráfaga febril de frío y de calor le recorrió todo el cuerpo; había reconocido sin ningún genero de duda a los dos vagabundos, en esta ocasión sin disfrazar... todavía sin disfrazar.
No se movió de su esquina, el regreso de aquel vil terror apenas si le permitía sostener la pipa, que continuaba chupando con frenesí a pesar de estar ya apagada. Con la absoluta claridad de una certeza, acudió de nuevo a su mente la idea de que aquellos hombres no tenían nada que ver con él, y aún más, que por nada del mundo tenía derecho a inmiscuirse en sus asuntos. No tenía locus standi; sería inmoral... incluso si se presentaba la oportunidad. Y tenía la impresión de que la oportunidad se presentaría. Había estado escuchando a escondidas y había accedido a una información privada de carácter secreto que no tenía derecho a utilizar, ni tan siquiera para hacer el bien... ni tan siquiera para salvar una vida. Sentado en aquella esquina —aterrorizado, en silencio— permaneció a la espera de lo que fuera a ocurrir después.
Pero la noche no trajo explicación alguna. No ocurrió nada.
Durmió profundamente. En la posada sólo había otro huésped; un hombre, ya entrado en años que, como él, debía de ser un turista.
Llevaba gafas con montura de oro, y a la mañana siguiente, Martin oyó cómo preguntaba al posadero el camino para ir a la colina Litacy.
Los dientes le empezaron a castañetear y las rodillas le flojearon.
—Doble a la izquierda en el cruce de caminos —se apresuró a decir Martin antes de que el posadero alcanzara a responderle—.
Encontrará el poste indicador como a dos millas de aquí; a partir de entonces es cosa de otras cuatro millas.
Con espanto se preguntó cómo diablos podía saberlo.
—Yo voy en la misma dirección —dijo a continuación—. ¡Le acompaño un rato, si no le importa!
Aquellas palabras le habían surgido de manera espontánea, de golpe; sin pensar. Su dirección era justo la contraria pero... no quería que aquel hombre fuera solo. El desconocido, sin embargo, eludió amablemente su ofrecimiento de compañía. Le dio las gracias y le comentó que no tenía pensado partir hasta que el día estuviera más avanzado.
Los tres se encontraban junto al abrevadero que había frente a la posada y, en ese preciso instante, un vagabundo que avanzaba encorvado por el camino alzó la vista y les preguntó la hora. Fue el hombre de las gafas con montura de oro quien respondió.
—Muchas grrassias; muy agrradessido —dijo el vagabundo mientras se alejaba con aquel caminar encorvado y cansino. El posadero, un hombre muy locuaz, aprovechó para hacer un comentario sobre el gran número de alemanes que vivían en Inglaterra y que parecían dispuestos a engrosar las filas de una invasión teutona que, al menos él, consideraba inminente.
Pero Martin no lo escuchó. Aún no había recorrido una milla de camino cuando se adentró en el bosque para enfrentarse con su conciencia a solas. Su debilidad, su cobardía, constituían sin duda un delito. Le atormentaba una genuina angustia. Una docena de veces decidió volver sobre sus pasos, y otras tantas veces, la singular autoridad de aquella voz que le susurraba que no tenía derecho a entrometerse, le detuvo. ¿Cómo iba a actuar basándose en un conocimiento que había obtenido escuchando algo a escondidas?
¿Cómo iba a interferir en los asuntos privados de la vida oculta de otra persona por el simple hecho de haber escuchado, como si de un cruce de líneas se tratara, los peligros secretos que la amenazaban? Una especie de confusión interna le impedía pensar con la más mínima claridad. Aquel desconocido le tomaría por loco. No tenía ningún «hecho» en el que basarse... Reprimió un centenar de impulsos, y finalmente... siguió su camino con el corazón encogido.
Sus dos últimos días de vacaciones fueron un infierno, sembrado de dudas, interrogantes y sobresaltos. Todos ellos justificados más tarde, cuando leyó que un turista había sido asesinado en la colina Litacy. El hombre usaba gafas con montura de oro y llevaba, guardada en un cinturón atado alrededor del cuerpo, una gran cantidad de dinero. Le habían degollado. Y la policía andaba tras la pista de un misterioso par de vagabundos, a los que se creía... alemanes.
Recordaba aquel desvío. El sendero tenía un aspecto muy tentador, y tras vacilar un momento, se había decidido a seguirlo, atraído —como tantos otros caminantes— por el señuelo de que «quizá resultara ser un atajo». La trampa del atajo es tan vieja como la naturaleza humana. Durante algunos minutos estudió alternativamente el poste y el mapa. Caía la noche y la mochila comenzaba a pesarle. Aquellas dos guías no concordaban en nada y la incertidumbre iba haciendo presa en su ánimo. Se sentía desconcertado, frustrado. Cada vez le costaba más trabajo pensar con claridad. Tomar una decisión le parecía la cosa más difícil del mundo.
«Estoy hecho un lío —pensó—, debo estar cansado», y finalmente optó por seguir la indicación que le pareció más prometedora. «Tarde o temprano me conducirá a una posada, aunque no sea a la que yo pretendía llegar.»
Se confió a la suerte del caminante y reanudó la marcha con energía. En el letrero podía leerse «por la colina Litacy», escrito en unos caracteres muy finos y pequeños que parecían oscilar y cambiar de lugar cada vez que los miraba; aquel nombre no figuraba en el mapa, pero al igual que el atajo, resultaba tentador. Un impulso similar al que había sentido antes volvía a determinar su elección. Sólo que esta vez parecía ser más apremiante, casi urgente.
Fue en aquel momento cuando se dio cuenta de la inmensa soledad del paisaje que le rodeaba. El camino continuaba en línea recta unas cien yardas para después curvarse, como un río plateado, y perderse en el infinito; el intenso tono verdeazulado de las matas de brezo que cubrían los márgenes se fundía con los colores del crepúsculo; y espaciados a uno y otro lado del camino, se alzaban solitarios unos pinos pequeños muy enigmáticos. Desde que se le había ocurrido ese curioso adjetivo no conseguía quitárselo de la cabeza. Eran tantas las cosas que aquella tarde le parecían igualmente enigmáticas... el atajo, el mapa velado, los nombres del poste, sus propios impulsos erráticos o aquel misterioso estado de confusión que le iba embargando. El paisaje entero requería una explicación, aunque quizá «interpretación» fuera la palabra más exacta. Aquellos árboles solitarios se lo habían hecho ver claro ¿Por qué se había extraviado con tanta facilidad? ¿Por qué consentía que aquellas vagas impresiones le indicaran el camino a seguir? ¿Por qué se encontraba aquí, precisamente aquí? ¿Y por qué marchaba ahora «por la colina Litacy»? Entonces, junto a un prado verde que resplandecía como un rayo de luz en medio de la oscuridad del páramo, distinguió una figura tumbada en la hierba. Era como una mancha en el paisaje, un simple amasijo de harapos sucios a los que su propia fealdad confería cierto aire pintoresco; y su mente —aunque sus conocimientos de alemán
eran muy básicos— eligió de inmediato los términos alemanes en vez de los ingleses. Las palabras lump y lumpen acudieron misteriosamente a su memoria. En aquel instante le parecieron las más correctas, las más expresivas, casi como onomatopeyas visuales, si tal cosa fuera posible. Ni «harapos» ni «rufián» habrían hecho justicia a lo que acaba de ver. Sólo en alemán se podía describir aquello con alguna precisión.
Aquel era un mensaje que le enviaba su lado irracional. Pero, aparentemente, le pasó desapercibido. Un momento después, el vagabundo se incorporó y le preguntó la hora. Lo hizo en alemán. Y Martin, sin dudarlo un instante, le respondió también en alemán:
—Halb sieben —las seis y media.
No le falló su intuición. Un vistazo al reloj, cuando lo miró un poco más tarde, se lo confirmó. Oyó que el hombre le decía, con esa solapada insolencia tan característica de los vagabundos:
—Grrasias, muy agrradesido —Martin no había enseñado el reloj; otra intuición de su subconsciente que había obedecido.
Con el ánimo agitado por una extraña mezcla de ideas y sentimientos, avivó el paso y prosiguió su marcha por la soledad del camino. De alguna manera, sabía que le harían esa pregunta y que se la harían en alemán. Aquello hacía que se sintiera nervioso y abatido.
Pero había otra cosa que también había contribuido a ese estado de nerviosismo y abatimiento; por alguna extraña razón también se la esperaba... y no se había equivocado. Cuando aquel bulto marrón cubierto de harapos se incorporó para hacerle la pregunta, una parte de él había permanecido tendida en la hierba: había otro bulto marrón y sucio. Eran dos los vagabundos. Pudo verles perfectamente la cara.
Tras sus barbas desaliñadas, y medio ocultos por unos viejos sombreros, descubrió unos rostros desagradables y sagaces que le observaban con atención mientras pasaba delante de ellos. Le seguían con la mirada. Durante un segundo los había mirado fijamente para poder identificarlos mejor. Y había comprendido con horror que sus rostros eran demasiado delicados, demasiado finos y astutos para ser los de unos simples vagabundos. Aquellos hombres no eran ni mucho menos unos vagabundos. Estaban disfrazados.
«¡Qué manera más furtiva de mirarme!», pensó, mientras se alejaba de prisa por aquel camino ensombrecido, plenamente consciente ahora de la abrumadora soledad y desolación del páramo que le rodeaba.
Lleno de inquietud y de angustia, aceleró aún más la marcha. De pronto, mientras pensaba en el inoportuno ruido que hacían sus botas de clavos al golpear en la dura superficie del camino, irrumpieron en su mente todo el conjunto de cosas que le habían obsesionado por parecerle «enigmáticas». Le comunicaban un único y categórico mensaje: que todo aquello no tenía nada que ver con él —de ahí su confusión y su perplejidad— que se había entrometido en un escenario que no le correspondía y estaba invadiendo el territorio vital de otra persona. Al tomar algún desvío interno erróneo, se había situado en medio de un conjunto de fuerzas desconocidas que operaban en el pequeño mundo de otro individuo. Sin darse cuenta, en algún lugar,
había traspasado el umbral, y ahora ya se había adentrado demasiado: era un intruso, un entrometido, un mirón. Estaba escuchando, espiando; sus oídos captaban cosas que no tenía ningún derecho a conocer porque no era a él a quien estaban dirigidas. Como un barco en alta mar, interceptaba mensajes de radio que no alcanzaba a descifrar porque su receptor no estaba correctamente sintonizado. Pero había algo más: ¡aquellos mensajes advertían de algún peligro!
El miedo, como la noche, se abatió sobre él. Estaba atrapado en una red de fuerzas sutiles y profundas que era incapaz de controlar, pues desconocía tanto su origen como su propósito. Le habían conducido hacia una inmensa trampa psíquica, elaborada con todo detalle, pero concebida para otra persona. Algo le había atraído hacia ella; algo en el paisaje, en la hora del día, en su estado de ánimo.
Alguna oculta debilidad interna había hecho de él una presa fácil. Su miedo pasó a convertirse en terror.
Lo que sucedió entonces ocurrió con tal rapidez y en tan corto espacio de tiempo que le pareció que todo ello se comprimía en un solo instante. Ocurrió de golpe, como en un torbellino. No hubo forma de evitarlo. Haciendo eses de un lado a otro del camino, avanzaba hacia él un hombre que sin duda fingía estar borracho: era un vagabundo. Cuando Martin se apartó para dejarle paso, los bandazos se transformaron en una acometida y el tipo se le vino encima. El impacto fue súbito y brutal; no obstante, mientras se tambaleaba, Martin pudo darse cuenta de que a sus espaldas se abalanzaba sobre él un segundo hombre que le levantó por las piernas y le hizo caer de bruces sobre la tierra con un estrépito sordo. Entonces comenzaron a lloverle los golpes; distinguió el resplandor de un objeto brillante; y una náusea letal le hundió en un estado de debilidad absoluta que hizo inútil toda defensa. Sintió que un objeto ardiente le penetraba en el cuello y, al instante, comenzó a brotar de sus labios un liquido dulce y viscoso que le asfixiaba. Después, se hizo la oscuridad.
... Sin embargo, en medio de todo el horror yla confusión, se había dado perfecta cuenta de dos cosas: que el primer vagabundo se había escabullido a toda prisa entre los brezales para adelantarle e ir a su encuentro; y que le arrancaban de debajo de la ropa un objeto pesado que unos cierres mantenían firmemente ajustado a su cuerpo...
De repente, las tinieblas se rasgaron, se disiparon del todo. Se encontró de nuevo mirando de cerca el mapa que sostenía apoyado contra el poste. El viento batía las esquinas contra sus mejillas, y él estudiaba atentamente unos nombres, que ahora, podía distinguir con toda nitidez. Alzó la vista: las direcciones que figuraban en el poste eran las que había esperado encontrar, exactamente las mismas que venían en su mapa. Las cosas volvían a estar en su sitio, tal y como debía ser. Leyó el nombre del pueblo al que tenía pensado dirigirse; era perfectamente visible a la luz del crepúsculo, dos millas era la distancia que se indicaba. Perplejo, turbado, incapaz de pensar, apretujó el mapa en el bolsillo sin doblarlo y se apresuró camino adelante como quien acabara de despertar de un sueño espantoso que, en apenas un segundo, hubiera condensado todo el tormento de una prolongada y angustiosa pesadilla.
Se echó a correr con un trote continuo que pronto se convirtió en galope; chorreaba sudor, las piernas le flojeaban y le costaba controlar la respiración. Tan sólo era consciente del deseo irrefrenable de alejarse cuanto antes de aquel poste de la encrucijada donde le había asaltado la terrible visión. Martin, un contable de vacaciones, nunca había sospechado que existieran otros mundos llenos de posibilidades psíquicas. Para él, todo lo ocurrido había sido un auténtico suplicio.
Mucho peor que aquella confabulación de jefes y empleados que, en cierta ocasión, le habían acusado injustamente de haber «amañado» un saldo en los libros de cuentas. Corría como si el campo entero, aullando, le pisara los talones. Y en ningún momento le abandonaba la increíble certeza de que nada de aquello le estaba destinado. Había escuchado los secretos de otra persona. Se había apropiado de advertencias que no estaban dirigidas a él, y al hacerlo, había modificado su curso. Había impedido que llegaran a su verdadero destinatario. La conmoción que todo aquello le producía no se podía
expresar con palabras. Desajustaba los mecanismos de aquella alma equilibrada y precisa. La advertencia estaba destinada a otra persona, que ya nunca llegaría a recibirla.
El esfuerzo físico acabó por ejercer sobre él un efecto beneficioso y le permitió recobrar hasta cierto punto la calma. A la vista de las luces del pueblo, aminoró la marcha y entró a un ritmo más pausado.
Una vez hubo llegado a la posada, inspeccionó y alquiló una habitación, y encargó la cena, a la que acompañó con una sustanciosa y reconfortante jarra de cerveza que le ayudara a mitigar aquella endiablada sed y a completar la total recuperación de su equilibrio mental. Las singulares sensaciones que hasta entonces le habían embargado acabaron por pasársele en gran medida; y de igual manera, le abandonó aquella extraña impresión de que cualquier cosa en su sencillo y saludable mundo requería una explicación. Poseído aún de una vaga inquietud, pero superada ya la sensación de miedo, entró al bar para fumar su pipa de después de cenar y charlar un rato con los parroquianos, como tenía costumbre de hacer cuando estaba de vacaciones. Entonces se fijó en dos hombres que, apoyados en la barra al fondo de la sala, le daban la espalda. Al instante vio sus rostros reflejados en el espejo, y la pipa estuvo a punto de caérsele de la boca. Eran unos rostros bien afeitados, finos y astutos; charlaban mientras tomaban una copa, y Martin alcanzó a coger una o dos palabras de lo que decían: eran palabras alemanas. Los dos vestían bien, no había nada en su atuendo que llamara la atención; con sus trajes de tweed y sus botas de campo podrían haber sido, como él, dos turistas de vacaciones. De pronto, pagaron las copas y se marcharon.
En ningún momento llegó a verlos cara a cara, pero volvió a sentirse empapado de sudor y una ráfaga febril de frío y de calor le recorrió todo el cuerpo; había reconocido sin ningún genero de duda a los dos vagabundos, en esta ocasión sin disfrazar... todavía sin disfrazar.
No se movió de su esquina, el regreso de aquel vil terror apenas si le permitía sostener la pipa, que continuaba chupando con frenesí a pesar de estar ya apagada. Con la absoluta claridad de una certeza, acudió de nuevo a su mente la idea de que aquellos hombres no tenían nada que ver con él, y aún más, que por nada del mundo tenía derecho a inmiscuirse en sus asuntos. No tenía locus standi; sería inmoral... incluso si se presentaba la oportunidad. Y tenía la impresión de que la oportunidad se presentaría. Había estado escuchando a escondidas y había accedido a una información privada de carácter secreto que no tenía derecho a utilizar, ni tan siquiera para hacer el bien... ni tan siquiera para salvar una vida. Sentado en aquella esquina —aterrorizado, en silencio— permaneció a la espera de lo que fuera a ocurrir después.
Pero la noche no trajo explicación alguna. No ocurrió nada.
Durmió profundamente. En la posada sólo había otro huésped; un hombre, ya entrado en años que, como él, debía de ser un turista.
Llevaba gafas con montura de oro, y a la mañana siguiente, Martin oyó cómo preguntaba al posadero el camino para ir a la colina Litacy.
Los dientes le empezaron a castañetear y las rodillas le flojearon.
—Doble a la izquierda en el cruce de caminos —se apresuró a decir Martin antes de que el posadero alcanzara a responderle—.
Encontrará el poste indicador como a dos millas de aquí; a partir de entonces es cosa de otras cuatro millas.
Con espanto se preguntó cómo diablos podía saberlo.
—Yo voy en la misma dirección —dijo a continuación—. ¡Le acompaño un rato, si no le importa!
Aquellas palabras le habían surgido de manera espontánea, de golpe; sin pensar. Su dirección era justo la contraria pero... no quería que aquel hombre fuera solo. El desconocido, sin embargo, eludió amablemente su ofrecimiento de compañía. Le dio las gracias y le comentó que no tenía pensado partir hasta que el día estuviera más avanzado.
Los tres se encontraban junto al abrevadero que había frente a la posada y, en ese preciso instante, un vagabundo que avanzaba encorvado por el camino alzó la vista y les preguntó la hora. Fue el hombre de las gafas con montura de oro quien respondió.
—Muchas grrassias; muy agrradessido —dijo el vagabundo mientras se alejaba con aquel caminar encorvado y cansino. El posadero, un hombre muy locuaz, aprovechó para hacer un comentario sobre el gran número de alemanes que vivían en Inglaterra y que parecían dispuestos a engrosar las filas de una invasión teutona que, al menos él, consideraba inminente.
Pero Martin no lo escuchó. Aún no había recorrido una milla de camino cuando se adentró en el bosque para enfrentarse con su conciencia a solas. Su debilidad, su cobardía, constituían sin duda un delito. Le atormentaba una genuina angustia. Una docena de veces decidió volver sobre sus pasos, y otras tantas veces, la singular autoridad de aquella voz que le susurraba que no tenía derecho a entrometerse, le detuvo. ¿Cómo iba a actuar basándose en un conocimiento que había obtenido escuchando algo a escondidas?
¿Cómo iba a interferir en los asuntos privados de la vida oculta de otra persona por el simple hecho de haber escuchado, como si de un cruce de líneas se tratara, los peligros secretos que la amenazaban? Una especie de confusión interna le impedía pensar con la más mínima claridad. Aquel desconocido le tomaría por loco. No tenía ningún «hecho» en el que basarse... Reprimió un centenar de impulsos, y finalmente... siguió su camino con el corazón encogido.
Sus dos últimos días de vacaciones fueron un infierno, sembrado de dudas, interrogantes y sobresaltos. Todos ellos justificados más tarde, cuando leyó que un turista había sido asesinado en la colina Litacy. El hombre usaba gafas con montura de oro y llevaba, guardada en un cinturón atado alrededor del cuerpo, una gran cantidad de dinero. Le habían degollado. Y la policía andaba tras la pista de un misterioso par de vagabundos, a los que se creía... alemanes.
Los comentarios son moderados debido a la gran cantidad de span.
Gracias por comentar!
tu opinión será publicada en breve!