LA MANO
HUGO AQUEVEQUE
Darío venía de la finalización de una fiesta costumbrista en alguna casa cercana. Estaba totalmente borracho, a más de tres mil kilómetros de su hogar, solo y sin ningún céntimo en los bolsillos.
Había sido su opción, no tenía el dinero para hacer ese viaje a Chiloé, nadie lo acompañaría tampoco, pero había estado todo el año planeando la travesía, soñando con el lugar, juntando la plata suficiente —una enfermedad de su madre lo había dejado sin esos ahorros—, y no había obstáculo posible que pudiera impedir el logro de su objetivo. La gran isla de Chiloé era su meta; un lugar mitológico, un santuario para tipos como él, amantes de la magia negra, del heavy metal más místico y pesado, fanáticos de Lovecraft, Machen y Hoffmann, seguidores de dioses nórdicos, devoradores de historias fantásticas y del infierno y del más allá. Un crédulo con alma aventurera.
Tomó algunas de sus cosas, las más necesarias, las metió en una mochila y enfiló hacia la carretera, y por ella, a aventones de conductores voluntariosos llegó a los cuatro días a Chiloé; tierra de supersticiones y tradiciones fabulosas.
Ahora, en ese preciso momento, sumergido en la infinita noche, estaba en la misma carretera —separada apenas por un par de kilómetros de mar del continente—, apenas mantenido en pie a consecuencia de la borrachera, con su mochila cargada a los hombros y una lluvia torrencial cayéndole encima. Caminaba torpemente, arrastrando sus pies en dirección al norte, hacia el albergue donde estaba alojado en Ancud. De cuando en cuando se detenía y miraba hacia atrás buscando algún vehículo que pudiera llevarlo. A través de sus anteojos, traslúcidos por las gotas de agua, veía muy poco, pero le bastaba para descubrir que en la oscuridad que reinaba a sus espaldas no había nada. Durante una hora no había visto ni siquiera una miserable carreta en esa torrencial soledad.
Había estado en la cabaña de unos lugareños rematando la fiesta, el hogar de unos auténticos chilotes, personas hospitalarias y conversadoras como sólo las hay en las localidades rurales, y entre un trago y otro de fuerte "licor de oro" le relataron misteriosas y fantásticas historias de la isla, justo lo que Darío quería oír. El Caleuche, el Trauco, la Pincolla, seres y leyendas mitológicas que lo deslumbraban, que desde niño lo atraían como un imán. "Amigo, aquí nunca hay que andar solo en la noche" le decían los borrachos campesinos, "suceden cosas, se aparece el diablo botando azufre y fuego por el hocico, se cruzan perros y niños con colmillos y ojos rojos, espíritus de mujeres que se vengan de los caminantes solitarios, y brujas come hombres". Pero cada advertencia para Darío fue como un desafío, una invitación a lo desconocido y fascinante.
Mientras caminaba por la orilla de la carretera miraba hacia sus costados. La lluvia producía un ruido extraño sobre el bosque de pinos altos y de matorrales espesos, ruidos en la negrura que lo confundían y le recordaban las historias que los campesinos le habían relatado. Pero él no se amilanaba, al contrario, muy dentro de él se propiciaba el deseo de que ocurriera un contacto con lo desconocido; ésa era la razón por la que estaba en Chiloé. No obstante, anhelaba con fervor que algún vehículo pudiera llevarlo, el frío ya calaba sus huesos, y sus manos congeladas no podía meterlas en los bolsillos del pantalón por el temor a caerse al suelo sin lograr sacarlas de ahí a tiempo. Su estado etílico era lamentable, y ni el chapuzón al que lo sometía la lluvia era capaz de despertarlo de su despreocupado letargo.
Caminaba zigzagueante por la vera de la vía guiado por las marcas blancas en el piso, de lo contrario hubiera podido caminar en mitad de la carretera sin darse cuenta por la ceguera de su miopía, acrecentada notoriamente por los estragos del alcohol y sus anteojos cubiertos de agua. Percibía movimientos vagos en dirección a los árboles, movimientos de algo que se ocultaba de repente asociado a ruidos de ramas crujiendo, Darío no miraba de lleno, lo hacía de reojo, como aparentando no interesarle el asunto, o quizás, no notarlo.
No veía nada concreto. Todo en su visión era un borrón oscuro, un panorama abstracto. La carretera hacia delante apenas era una gruesa línea negra que se perdía en el horizonte de una pendiente, una pendiente que por poco tocaba las grises y densas nubes que cubrían todo el cielo, y por donde los rayos moribundos de la luna atravesaban penosamente. Adelante no se veían casas, máquinas, personas ni animales, y hacia atrás indudablemente no los había. Darío estaba solo en ese paraje gótico, húmedo y bullicioso. Sospechaba que las sombras en movimiento que advertía eran ilusiones por efecto del alcohol y de su fértil imaginación, pero no lograba sacarse de la cabeza esas inquietantes y absorbentes cavilaciones fantasmales que lo iban consumiendo poco a poco.
Los ruidos eran de algo grande, tan grande que se podían escuchar a pesar del sonido escandaloso del aguacero. Darío estaba asustado; se sentía observado. Alguien o algo lo seguía y eso le producía un temor escalofriante. Sus miradas hacia atrás buscando en la carretera una luz salvadora se hicieron más regulares, más constantes, inquietas. Lo que no logró la lluvia lo estaba logrando el miedo, su cuerpo y su mente lentamente se iban desintoxicando, llevándolo a la triste lucidez.
Hubo un ruido sobrecogedor, y el susto que estuvo a punto de matarlo de la impresión lo sintió como a la misma muerte susurrando su nombre al oído. Fue un trueno fulminante que estalló muy cerca de él, y después vinieron otros, cada trueno lo desarmaba más, cada trueno aumentaba sus ganas de orinar, sus latidos del corazón, las inspiraciones y exhalaciones de sus pulmones, y aceleraba sus pasos trémulos sobre el pavimento. La luz de los relámpagos lo hacía ver imágenes tenebrosas a sus costados, formas que se movían y se escondían en un segundo, sombras de entes de otro mundo. Se apuró y miró una vez más hacia atrás, su alegría fue deslumbrante, había una luz muy cercana, dos faros en el tempestuoso mar de penumbras. Un vehículo se acercaba como un sereno buque a rescatar al náufrago…
Darío se detuvo a esperarlo, sus pupilas clavadas en los faroles de ese auto lo tranquilizaron, lo esperó con impaciencia, percutiendo una tonada nerviosa con su pie derecho en el charco de agua bajo sus zapatos. Pero la balsa salvadora no llegaba, se acercaba sí, pero no llegaba, parecía detenida, parecía interminable el trayecto que los distanciaba, en su imaginación le daba la impresión de una embarcación a la deriva en una tempestad perfecta.
Una desesperación ingobernable fue haciendo víctima a sus funciones, se acomodaba el pelo con violencia, se rascaba la cara y el cuerpo sin parar, zapateaba el piso como un loco, la intolerancia lo devoraba, un arrebato de ira lo hacía su esclavo. Y de improviso, un ruido a sus espaldas de unas rápidas pisadas furiosas sobre la hierba lo hicieron estallar. Era como el sonido de un león agazapado lanzándose sobre la presa; Darío dio un alarido potente y lastimero, y salió corriendo en busca de los luceros del auto que venía hacia él. Corrió apenas unas decenas de metros, las luces estaban realmente próximas. Era un automóvil grande y antiguo, de un color muy oscuro. Le hizo señas y el coche que venía muy lentamente se detuvo a su lado. ¡Ya estaba salvado!
Hizo un intento sobrehumano para controlar sus nervios y calmar el impetuoso torrente que pujaba por sus venas, no valía la pena contar lo que había sucedido, era muy posible que no le creyeran y se expondría al ridículo gratuitamente, de cualquier manera ya estaba a resguardo. Se acercó a la ventanilla totalmente opacada por las gotas de lluvia, apenas abierta un centímetro, y habló hacia el interior con su timbre levemente agudizado.
—Bubue… nas noches…, vo… voy a Ancud. ¿Me llevaría?
Se escucharon unas risas burlonas y roncas; una voz muy fuerte contestó:
—Súbase.
Darío abrió la puerta y se sentó en el asiento delantero, cerró la puerta de inmediato y el auto lentamente retomó su marcha. Se sacó los lentes y secándolos con sus ropas mojadas los guardó en un bolsillo de su chaqueta mientras le decía al conductor:
—He estado casi dos horas caminando y no pasó ningún auto, me estaba muriendo de frío… Gracias por llevarme— y miró hacia su potencial interlocutor esperando recibir una respuesta.
Darío no podían creerlo, su pesadilla continuaba, estaba en manos de los designios del infierno, el mismo Satanás jugaba con su vida. No había conductor, no había nadie, el vehículo se gobernaba por sí solo. Por un acto reflejo intentó abrir la puerta para arrojarse, pero ésta no cedió, su espanto lo obligó a levantarse de su asiento y pegar su espalda a la puerta como un gato engrifado, miraba hacia el espacio vacío del chofer con sus ojos reventándose de la impresión, trataba de entender qué pasaba, pero no había explicación alguna, el auto lo conducía sin dudas un ser inmaterial invisible a su vista, un espíritu del reino de las tinieblas, era un auto fantasma así como el Caleuche es un barco con una tripulación de espectros.
Pero su horror no terminó ahí, en un momento, una mano asomándose por la ventanilla del vehículo tomó el volante entre las profundas carcajadas macabras de una voz de ultratumba, la mano pálida como la de un muerto, de dedos larguísimos, huesuda, la mano de un cadáver putrefacto, guió el volante. Darío en un estado de completo pánico se orinó en los pantalones, sentía deseos de gritar, pero la voz no le salía, estaba mudo del terror.
La mano después desapareció. Darío no podía moverse, estaba paralizado en absoluto, su respiración era como la de un indefenso conejo que cae en la cruel trampa de metal de un imfame cazador. Ya con la horrible visión fuera de su vista intentó mirar por el parabrisas hacia donde lo llevaban, por muy siniestro que fuera su destino él necesitaba saberlo. Se colocó los lentes nuevamente, pero nada se veía por la lluvia. Después de unos instantes de nerviosa observación notó la blanca barrera de contención de una curva, y determinó que aún estaba en la carretera, eso lo serenó unos instantes, sólo hasta que la mano volvió a hacer su horripilante aparición sumiendo a Darío en la desesperación más dolorosa que había vivido en sus veintitrés años de existencia. Su vejiga volvió a funcionar descontroladamente mojando sus ropas de un calor urticante. Mientras la extremidad de ultratumba estuvo presente, Darío no movió un músculo y aguantó su respiración con la intención de no llamar la atención del espíritu maligno.
Cuando ésta se hubo retirado, limpiando la nubosidad del vidrio con su manga, trató de mirar por el parabrisas de nuevo, y una luz de esperanza alumbró su alma: al costado derecho de la carretera divisó la preciosa lumbre de una posada… ¡Claro!, la posada la conocía, la había visto al pasar en la mañana. Ésa era su única salida, ésa era su última alternativa de vivir; su salvación estaba en ese restorán caminero.
Intentó una vez más abrir la puerta sin resultados, forzó la manilla sin moverla un milímetro, estaba muy nervioso, sus manos temblaban incapacitando sus movimientos, la excitación hacía estragos en sus pensamientos y en sus inestables reflejos, tenía que salir del vehículo ¡ahora! o moriría ahí mismo. La puerta no tenía el seguro donde él lo buscaba, la tanteó por el costado con sus dedos, buscándolo, la cubierta de cuero era gélida, de una temperatura ártica.
Para desgracia de Darío, la cadavérica mano hizo otra grotesca aparición y esta vez, después de mover el volante, se abalanzó con sus abiertos dedos esqueléticos sobre él justo en el preciso momento en que la puerta cedía. Darío cayó al pavimento golpeándose fuertemente la cabeza y espalda, y dando un grito desgarrador, un alarido que congeló la noche, rodó por una pequeña pendiente sobre la hierba mojada; empapado se levantó y emprendió la huida despavorido, cayendo varias veces al piso entre las burlescas carcajadas de los espíritus, deslizándose en forma patética sobre el agua acumulada, y levantándose nuevamente sin mirar atrás, gateando a veces, arrastrándose también, vomitó todo el excelente curanto del almuerzo antes de entrar corriendo y gritando a la posada.
Los pocos parroquianos en el lugar se quedaron pálidos y rígidos pegados a sus sillas, espantados por el alboroto. Darío, en el centro de la estancia de piso de madera, chillaba frases ininteligibles llorando de terror; un hilillo de sangre se confundía con el agua que mojaba su rostro. El dueño del lugar se acercó y trató de tranquilizarlo, cosa que logró después de dos colmados vasos de pisco puro.
A los minutos, ya más sereno, sentado en una silla alta junto al mesón de atención, rodeado de todos los presentes, que en total sumaban doce personas, Darío contó su escalofriante experiencia.
Al terminar, ellos dudaron; algunos lo dieron por loco y los otros le creyeron a medias, aunque más por el estado de alteración que tenía que por la historia en sí, ya que era desconocida para ellos una manifestación espectral de ese tipo. Nadie había escuchado de un auto fantasma rondando por esos lares, era algo demasiado moderno para pertenecer a Chiloé.
Los doce jueces discutían al respecto, juzgando el relato de acuerdo a sus apreciaciones y experiencias personales, mientras Darío bebía —por cuenta de la casa— un vaso tras otro.
En un momento se abrió la puerta de la posada con un fuerte y seco ruido, apagando las voces de los debatientes de golpe y dejando apenas un incómodo campanilleo en el aire. Las miradas se fijaron en la entrada por donde ingresaron dos forasteros vestidos con impermeables negros. Venían mojados por la lluvia, eran muy altos, se veían cansados y sus rostros severos. Acercándose al mesón, atravesando como levitando el completo silencio de ese espacio asfixiante, el más alto, delgado y pálido, mirando fijamente a Darío, le dijo a su acompañante con una voz ronca y fuerte, como pretendiendo que los presentes escucharan cada palabra:
—¡Mira!, ahí está el imbécil que se subió al auto cuando lo estábamos empujando.
Lo siguiente que recuerda Darío fueron las carcajadas estruendosas que duraron eternamente mientras estuvo ahí, y sus punzantes ecos que hasta hoy día aún retumban en sus oídos.
La Mano - Hugo Aqueveque
Etiquetas: Aqueveque H., cuentos
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Atrás en la inmortalidad
en casa otra vez
una persona otra vez
la tierra se besa
y el aire se respira
mis ojos, mis ojos están abiertos
el deseo me tiene una vez más
Yo estoy viviendo
Me desperté otra vez en el armario de sentimientos
a mi izquierda, un hombre viejo
a mi derecha,
una diosa de deseo suntuoso
la luz trémula de una mirada verde
un brillo blanco de renuncia
La oscuridad cae encima de nosotros
Estoy soñando con ella
Ella quiere mi esperanza
Ella quiere luz
Ella quiere vida eterna
Ella quiere luz
Ella quiere su verdad
Ella quiere luz
Ella quiere vida eterna
Ella quiere luz
Ella ha volado de los rayos del sol
Con las alas llameantes ha huido en la noche
Examina el mar y los precipicios
Y dejando atrás a las estrellas
Sucumbiendo al fulgor delante del primer día
Y finalmente me puso en la arena
"Ningunos ojos cegados pueden ver"
Y tu no quisiste ver
las páginas vacías de tu diario
la mente envenenada siguió soñando
pensamientos sumergidos en la eternidad
en el mundo del polvo
congelado profundamente en tu frío, frío corazón
ningunos ojos ciegos pueden ver
no hay realidad
entre la risa
y las lagrimas
tu perdiste el miedo
te enamoraste del pasado
no pudiste ver la luz
del polvo
cambiaste tu máscara
sellaste tus páginas con la verdad
tu trataste de estar a salvo
pero el tiempo no salva a nadie
Cadenas de lágrimas
llenas de polvo
en el mundo del polvo
cadenas de lágrimas
llenas de polvo
En el mundo que no puede acabar
yo puedo escucharlo extendiéndose
lo escucho murmurando
poco a poco mata
sin sangre, sin sangrado
sin corazón, sin latido
viene por ti
no le des la espalda
tu sabes que espera
y que trata de encadenarte
dolor momentáneo
cuando las paredes de tus castillos de arena caen
tu estas escondiéndote en un cuento de hadas
Mundo lleno de fantasías
los príncipes mataban dragones
y los héroes siempre sobrevivían
tu quieres conocer tu destino
por eso saltas a la última página
Cadenas de sueños
manos llenas de polvo
en el momento del pasado
cadenas de lágrimas
corazón lleno de cicatrices
pero el dolor no termina
pequeñas lágrimas
tu nunca confiarás
por eso te escondes en el pasado
cadenas de tiempo
sin tiempo para llorar
porque no te puedes esconder para siempre
puedo escucharlo...
El día sale otra vez
y tu escuchas las alas del tiempo
pon abajo tu espalda
escucha el murmullo en el viento
el tiempo cambia todo
pero debes esperar
trata de salvar tu alma
antes de que sea demasiado tarde
"Chacal"
Un joven ángel sale del templo
Debajo de sus alas esta pegando su saliva
De sus pestañas gotea sangre fresca
Abre sus manos y grita por más
Cierro mis ojos y chupo su flujo
En las escaleras yacen cuerpos podridos
Sacrificados como ofrendas al amor afligidos por el sol
Se secaron también mis besos
Que antes di por el motivo del amor
Desplegado en una roca
Aplastado y abatido entre las rocas
Debajo de fragmentos ardientes de mi centro
Estoy sembrando mis lágrimas en las brasas
En mis manos se marchitan las flores
En mi boca se coagula su saliva
Saco mi cuerpo del flujo
El ángel pone las alas en las brasas
Escupo mis pecados
El abre sus fauces
Yo lamo sus heridas con mi boca
He besado su corazón
He amado su carne en el portal
Su lengua se petrifica en la base del monumento
Ysus cenizas son repartidas a los Ángeles
Solo quiero vivir
Sobre estas rodillas me acosté
Te llame con esta boca
Te extendí mis manos pidiendo
Recé en la noche oscura
Supliqué gritando con mi último esfuerzo
D éjala guardar silencio
D éjala dormir
D éjame rezar
Yo te pido
Solo quiero vivir
Quiero vivir
"Legado del Sol"
En la rendición de mis pecados
Mi fuerza y existencia
El deseo es olvidado
Todo lo que queda es el anhelo
Eso es en palabra y en hecho
El más largo grito de mi vida
Destrozado por los demonios de mi pasión
Por sombras e instintos obscuros
Penetrado por las ardientes llamas de mi deseo
Destruido y demolido
Mi espíritu y voluntad
Sacrificados y sucumbidos
Arrojados al mar del sinsentido
Pero mi sed no es saciada
Mi sed nunca se sacia
Ascendiendo
pronto saldré fuera del agua nuevamente
Sucumbiendo al viento y a las olas
Llevándome hacia donde mi alma llora
Gente bajo el sol
Niños de todos los países
Estoy aquí entre el cielo y la tierra
Buscando a la muda criatura que me ayude
De rodillas ruego por más
Por favor dame más
Más de mi espíritu
Más de tu vida
ahora, siempre y eternamente
Dame más
Dame más
Te necesito
Te amo
-telón-
"Imitador"
Acercate un poco más
Y escucha lo que tengo que decir
Ardientes palabras de ira
De odio y desesperación
¿Que si rompo el silencio?
¿Qué si perdono el pasado?
Se que podría sonar gracioso
Decirte lo que sentí
Creo que realmente te amaba
Es una pena - mi error - lo se
¿Pero por qué - pero por qué
Por qué eres tan estupido?
¿Pero por qué - pero por qué
Por qué eres tan estupido?
Jódete tú y tus mentiras asesinas
Odio tu actitud pasiva
¿ Por qué tuviste que caer tan bajo?
Verdaderamente eres - la Imitadora
¿Qué si rompo el silencio?
¿Qué si perdono el pasado?
Chupando como un vampiro
La sangre de todos tus amigos
Pero lo siento,
mi sangre estaba envenenada
Ahora arde en el Infierno
Mataste el amor
Mataste la confianza
Mataste el amor
Mataste la confianza
¡Ahora muere !
¡Cabrón, cabrón ven!
¡Jodido cabrón ven!
¿Que si rompo el silencio?
¿Qué si perdono el pasado?
"El Cáliz de la Vida"
Desprovisto en palabras
Disuelto en un sueño
El caliz de vida solo tocado
En un despertar
Mi garganta llena con veneno
Mi cuerpo y carne están desintegrados
Mi alma borracha de vació
Herido en el reino de anhelos
Quemado y chamuscado
Muy caliente
todo es pasado
Anhelo
Abandonado y descartado
Una semilla plantada en el fango
Ahora ... es como yo me siento
Soy una persona y también deseo hablar
Me arrodillare al pie de la montaña
Bendiciendo al mar con palabras
Cuyo viento me ha llamado
Cuyo payaso se ha burlado de mi
Así no necesito de un nombre
Ya no pediré
Tampoco oiré una respuesta
El sueño ha tomado la delantera
Y yo seguiré del fuego incandescente ...
Umberto Eco : El Péndulo de Foucault - El Nombre de la Rosa
Umberto Eco - El Péndulo de Foucault
El péndulo de Foucault es un libro realmente impresionante. Impresionante principalmente por el cúmulo de conocimientos que su escritor debió reunir para tejer su red narrativa. De inicio a fin deslumbra con una inmensa cantidad de datos históricos que son usados para tejer una trama complicada, mezclada con el sarcasmo de los personajes centrales de la misma.
El libro comienza justo antes del final, en un momento de tensión en que el personaje principal, el narrador de la historia, Casaubón, se desliza entre los pasillos del conservatorio donde se exhibe el péndulo de foucault. En la tensión del momento nos comienza a explicar cómo funciona el péndulo y un poco de su teoría, y después se hunde en el pasado para llevar la historia secuencialmente, desde sus días de estudiante en el que frecuentando el bar Pílades conoce a Giacopo Belbo, editor de Garamond con quien congenian desde el primer momento, evidentemente por la afinidad cultural de ambos. Belbo y Casaubon comienzan a frecuentarse, y en una visita que hiciera a la editorial, conoce a Diotallevi, el tercer personaje del plan.
Las páginas finales de un libro son una reflexión espiritual acerca de los motivos que nos llevan a buscar secretos, que nos mueven a buscar seres superiores, que nos hacen creer en la existencia de un plan prediseñado en el que tenemos escritos nuestros papeles: para poder sentinos libres de responsabilidad ante las consecuencias de nuestros errores, para tener alguien o algo externo a quien culpar de nuestros fracasos. Para tener una excusa para nuestra mediocridad.
Nos encontramos en el siglo XIV. A una abadía benedictina situada en la península de Italia llegan el antiguo inquisidor Guillermo de Baskerville y el joven novicio de la orden benedictina Adso de Melk, atendiendo a la llamada del abad para que intenten esclarecer la extraña muerte de uno de los monjes benedictinos residentes en la abadía. Así Guillermo utilizará todas sus dotes detectivescas para descubrir la causa de la muerte del monje, pero durante sus pesquisas los extraños crímenes seguirán sucediéndose.
Esta trama detectivesca, que recuerda tanto a las que desarrollan en sus libros otros autores como Agatha Christie o incluso Sir Arthur Conan Doyle, es el eje fundamental de esta obra maestra de Umberto Eco.
Pero no es este un libro que simplemente se limite a relatar esta historia de detectives, lo que quizás no le ocuparía mas de ciento cincuenta páginas, sino que la mezcla con una detallada descripción de la situación religiosa de la Europa del siglo XIV. No lo hace a modo de una parrafada similar a las que nos podemos encontrar en un libro de historia, sino que lo va haciendo en forma de diálogos en los que el joven novicio Adso plantea preguntas de índole religiosa a su maestro Guillermo y de los que se puede extraer la gran religiosidad y el extremo temor a Dios de las gentes de aquella época.
El Lobizón (Distintas versiones de una leyenda)
El Lobizón
Para los franceses vendría a ser el Loup-Garou. Menéndez y Pelayo nos habla de su vigencia en San Miguel de los Azores, donde lo llaman Lobishómen. No obstante estos antecedentes foráneos, Daniel Granada insiste en que ya era conocida en el Plata mucho antes de la llegada de los españoles, lo que no deja de resultar plausible dada la existencia de otros hombres-animales en el área guaraní, como el Yaguareté-Abá. Está muy extendida en el Litoral, y especialmente en Corrientes y Misiones. También se la conoce en Rio Grande do Sul (Brasil) y otras regiones de América, con nombres como Lobisome, Lobisone, Lobisonte, Lubisón y Luisón.
El Lobizón es siempre el séptimo hijo varón seguido de una pareja, así como la séptima hija mujer seguida será bruja. Su representación más frecuente es bajo la forma de un perro negro y corpulento, de orejas desmesuradas que le cubren la cara y con las que produce un fuerte chasquido. Sus patas se parecen a pezuñas, y sus ojos son fulgurantes. Su color suele ser bayo o negro, según la piel del individuo. También es común representarlo como un animal en el que se combinan las naturalezas del perro y el cerdo. Con menor frecuencia se lo describe como un aguará-guazú (lobo de crin), una oveja, un cerdo o una mula.
La transformación no ocurre en cualquier momento, sino a las doce de la noche del viernes, y a veces también del martes. Un tiempo antes, el hombre que padece esta "enfermedad" experimenta una sensación extraña, y luego una acuciante necesidad que lo lleva a apartarse de sus semejantes y ganar la intimidad del monte, donde a la hora señalada se quitará la ropa y dará en el suelo tres vueltas sbre si mismo, de derecha a izquierda, mientras reza un credo al revés. Se opera así la metamorfosis, y sale entonces de correría hasta que el canto del gallo lo devuelva a su humana condición. Durante esa noche, los perros aúllan enloquecidos, advirtiendo su presencia. Va á los chiqueros, gallineros y corrales en busca de excrementos, su más preciada comida. También suele vérselo en los cementerios, revolviendo tumbas en busca de carroña. De tanto en tanto, para balancear su inmunda dieta, comerá un niño no bautizado. Parece despreciar la carne de los adultos
Si alguien lo hiere con un cuchillo, el Lobizón recobrará su forma humana, pero el comedido redentor se expone así a ser muerto por el monstruo. Lo mejor es matarlo con una bala bendita. El impacto lo volverá a su forma humana, y será un hombre muerto lo que encontrará el tirador. Si sólo lo hiere huirá por el monte tratando de alcanzar su casa.
El hombre que se convierte en Lobizón suele ser alto, flaco, escuálido. Se lo reconoce por el tono amarillento de su rostro y su mal olor, que a veces llega a la pestilencia. Es descuidado en el vestir, y su carácter huraño, intratable. Todos los sábados cae en cama enfermo del estómago, por los desperdicios que comió la noche anterior.
EL YAGUÁ HÚ ANDA RONDANDO
Cualquier correntino sabe que es inútil dispararle, porque no le entran las balas. Para ahuyentarlo, hay una única fórmula: hacerle la señal de la Santa Cruz y tirarle con botellas y tizones encendidos. Elemental: la cruz es el payé guazú, o sea, el talismán grande de Dios, las botellas cortan y los tizones queman. El lobizón sabe que, si es alcanzado, quedará marcado para siempre y cualquiera lo reconocería a la distancia. Si uno está en casa y de repente entra un perro negro, hay que gritarle yaguá hú. Si el perro negro no se inmuta, es que sólo se trata de un perro negro. Pero, si se le erizan los pelos y gruñe, no lo dude: es él. Por eso, un correntino precavido debe tener siempre a mano una cruz, una botella y un tizón. Es curioso: aunque se echa al cuello de sus víctimas y sus colmillos dan siempre con la yugular, el lobizón, como el más santo de los vegetarianos, no gusta de la carne sino de la leche. Por eso, el yaguá hú ronda siempre los tambos y, por las noches, las vacas y los terneros mugen angustiados. No es para menos. Cuando el lobizón muere, su cuerpo tiene forma humana, pero, si uno se fija con detenimiento, el cadáver muestra entre los labios un hilito blanco. Es la leche.
Otro dato inconfundible: el yaguá hú come excrementos de gallina, por eso cualquier correntino sabe que, cuando el patio está limpio, no es porque las gallinas se hayan vuelto educadas, sino porque el hechizado anda rondando. Dicen que el lobizón se transforma dos veces por semana, los martes y viernes, a la caída del sol y, por supuesto, siempre en un lugar solitario. Quien presuma de erudito y se ría de las supersticiones del Iberá, que tenga en cuenta lo siguiente: el mito fue traído de Europa. Plinio, Virgilio, Petronio, Cervantes y hasta el sesudo Menéndez y Pelayo han hablado del lobizón y, que se sepa, ninguno de ellos era correntino...
El Lobizon
Lobizones
El lobizon es el lobo-hombre en Argentina. El origen de la leyenda es las leyendas de werewolves de Alemania. Los inmigrantes trajeron las leyendas de sus países. Las leyendas se mezclaron con las de los Indios y forma una leyenda nueva.
El séptimo hijo varón en un familia, cuando llegara a la adolescencia se transforma en un lobizon. Es necesario que la familia no tenga hijas.
El mito le atribuye solo dos noches para transformarse martes y viernes. Para cumplir con este proceso se revuelca en algún elemento desintegrado. Por ejemplo arena, ceniza o la suciedad de un animal.
Recupera la forma humana durante el día.
Su muerte solo se garantiza con una balas de plata.
Para romper la maldición; es necesario bautizar el niño en siete iglesias diferentes, bautizado con el nombre Benito, y el mayor hermano es su padrino. En 1907, mucho parientes mataron o abandonaron sus séptimos hijos por miedo de la leyenda. En 1973 Presidente Perón decretó el decreto 848. mediante el cual el 7mo hijo era becado para todos sus estudios, incluido colegio o universidad y el presidente es su padrino.
Esta es parte del mito, pero de donde surge esto existe una enfermedad patológica llamada licantropía. El que sufre esta enfermedad está plenamente convencido de que es un animal salvaje. Suele andar a cuatro patas, desea devorar carne cruda y aúlla como un lobo. Es, pues, posible que muchas de las historias especificas sobre el hombre-lobo sean casos de verdadera licantropía, que era bastante común en los siglos XVI y XVII. Por ejemplo el caso de Jean Grenier, un enfermo mental que confeso muy orgulloso haber dado muerte a muchas jovencitas y luego haberlas devorado, por lo cual fue juzgado y condenado rápidamente, ya que los tribunales lo creyeron a pies juntillas. Seguramente no era cierto ya que esta dolencia de licantropía da al que la sufre la alucinación de que se ha metamorfoseado de veras, y que sus dientes y garras han crecido.
El folklore de la mayoría de las naciones ofrece muchas y variadas historias de hombres-lobo. También nos relatan de qué manera un hombre lograba en convertirse en lobo y pactar con el diablo. Algunos procedimientos son semimágicos y no implican ningún diabolismo directo.
Según las creencias populares de Italia cualquiera concebido en luna llena se convertía en hombre-lobo, sin más ceremonias. Lo mismo le ocurría a quien durmiera a la intemperie en un viernes bajo la luna. En los Balcanes sólo hay que comerse cierta flor y, según el folklore, sólo con comer cerebro de lobo ya es suficiente, se hagan tales cosas con intención o sin intención de ser lobo.
Por el simple hecho de hacerlas se sufría la metamorfosis. Pero si alguno tenia verdadero interés de ser hombre-lobo en España no sé tenia que fiar de cosas tan sencillas y tenía que acudir al “Usan Lupus” un escrito de la época de los Aquelarres, el describe unas ceremonias muy complicadas, y ritos muy especiales. Uno de los que describe es una clara ceremonia de magia negra. El aspirante a lobo debe ir a un bosque solitario o a la cima de una montaña durante la noche de luna llena. A la media noche debe trazar un circulo mágico en el interior del cual se encenderá una hoguera y en ella pondrá a hervir un caldero conteniendo ingredientes tales como cicuta, opia, adormidera y perejil. Entonces se pronuncia un conjuro con versos invocando al demonio para que le mande la gran sombra gris, que hace temblar a los hombres. Luego se quita la ropa y se unta con el ingrediente preparado y se pone un cinto de piel de lobo. A continuación se arrodillará y esperará y si lo ha hecho todo bien vendrá el demonio y le concederá el poder de transformarse.
Son muchas las historias de hombres-lobos, y sus actividades durante la noche son aterradoras en todas las historias del folklore. La más escalofriante, sin duda es la de la Alemania del XVI: el caso de Peter Stubb, un supuesto hombre-lobo. Asesino a muchas personas que le habían ofendido, pero no se las comió porque eran adultas. En especial violaba, mataba y devoraba a muchachas y niñas de tierna edad. Se dice que tuvo un hijo de su propia hija y que se lo comió después de asesinarlo.
Dicen que, perseguido en su forma animal por muchos hombres y perros, Stubb trató de desorientar a sus perseguidores quitándose el cinto y recuperando su forma humana. No le valió para nada ya que sus perseguidores sospecharon que era eso lo que había ocurrido y lo llevaron bajo su forma humana a los magistrados que lo declararon culpable. Lo torturaron de forma horrible y lo ejecutaron; su cabeza fue empalada a las puertas de la ciudad de Bedbug.
Se ve que algunas veces atrapar a un hombre-lobo era lo más sencillo. Pero el folklore dice como defenderse del hombre-lobo. El centeno, el muerdago, la ceniza, son una buena protección. El hombre lobo sólo puede ser matado con una bala de plata que este bendita, según las leyendas. El hombre-lobo según los relatos se cura de su licantropía si cuando tiene forma de lobo alguien lo llama por su nombre de humano.
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Fatum e Historia - Friedrich Nietzsche
FATUM E HISTORIA
Friedrich Nietzsche
(Vacaciones de Pascua 1862)
Traducción de Luis Fernando Moreno Claros, en NIETZSCHE, F., De mi vida. Escritos autobiográficos de juventud (1856-1869), Valdemar, Madrid, 1997
Si pudiéramos contemplar la doctrina cristiana y la historia de la Iglesia con mirada exenta de prejuicios, nos veríamos obligados a expresar algunas opiniones opuestas a las ideas generales vigentes. Pero, sometidos desde nuestros primeros días al yugo de las costumbres y de los prejuicios, frenados por las impresiones de nuestra niñez en la evolución natural de nuestro espíritu y determinados en la formación de nuestro temperamento, casi nos creemos obligados a considerar delictivo la elección de un punto de vista más libre desde el que poder emitir un juicio no partidista y en concordancia con los tiempos sobre la religión y el cristianismo.
Un intento de este género no es obra de unas cuantas semanas, sino de una vida.
Pues, cómo podría destruirse la autoridad de dos milenios garantizada por tantos hombres insignes de todos los tiempos, con el resultado de unas meditaciones juveniles? ¿Cómo sería posible que las fantasmagorías y las ideas inmaduras vinieran a sustituir a todos los sufrimientos y las bendiciones que el desarrollo de la religión ha enraizado en la historia del mundo?
Es una presunción absoluta pretender resolver problemas filosóficos sobre los que se disputa con muy diversas opiniones desde hace milenios: luchar contra opiniones que, según la convicción de los hombres más sabios, elevan al hombre hacia la verdadera humanidad. Unir la ciencia a la filosofía, sin ni siquiera conocer los resultados principales de ambas; erigir, finalmente, un sistema de la realidad recurriendo a la ciencia y a la historia, mientras que la unidad de la historia universal y sus fundamentos principales no se han abierto todavía al espíritu, atreverse a entrar en el mar de dudas sin brújula ni guía alguna es de locos, y significa la ruina para las mentes aún inmaduras; la mayoría de ellas serán abatidas por las tempestades, y sólo muy pocas descubrirán nuevas tierras.
Desde el centro del inmenso océano de las ideas, cuántas veces siente el hombre la nostalgia de la tierra firme: ¡cuántas veces, ante la vista de tantas especulaciones estériles, me ha asaltado el deseo de volver a la historia y a las ciencias naturales!
Cuántas veces no me habrá parecido nuestra filosofía entera más que una gran torre babilónica: penetrar en el cielo es el propósito de todos los grandes afanes; el reino de los cielos en la tierra significa prácticamente lo mismo.
Una infinita confusión de ideas en el pueblo es el desconsolador resultado; todavía harán falta grandes transformaciones para que la masa comprenda que el cristianismo descansa sobre conjeturas; la existencia de Dios, la inmortalidad, la autoridad de la Biblia, la inspiración y demás cosas por el estilo, nunca dejarán de ser problemas. Yo he intentado negarlo todo: ¡pero destruir es muy fácil, más cuán difícil es construir! E incluso destruirse a sí mismo parece más fácil de lo que es; estamos tan determinados por las impresiones de nuestra niñez, por la influencia de nuestros padres, por nuestra educación, y lo estamos hasta un nivel tan profundo de nuestro ser interior, que dichos prejuicios, profundamente arraigados, no son tan fáciles de remover por argumentos racionales o por la mera voluntad. La fuerza de la costumbre, la necesidad de algo superior, la ruptura con todo lo establecido, la aniquilación de todas las formas de la sociedad, la duda acerca de si, durante dos milenios, la humanidad no se habrá dejado cautivar por una falsa imagen, el sentimiento de la propia temeridad y de la propia audacia: todo esto mantiene una lucha aún no resuelta hasta que, al final, una serie de experiencias dolorosas, de acontecimientos tristes en nuestro corazón, otra vez nos llevan a nuestra antigua fe de la infancia. Sin embargo, la impresión que produce observar la incidencia de estas dudas sobre nuestro ánimo debe ser, para cada uno, un hito importante de su propia historia cultural. No puede pensarse otra cosa sino que algo tiene que permanecer firme, un resultado de toda aquella especulación que no siempre es un saber, sino que también puede ser una creencia, una fe; sí, algo que incluso un sentimiento moral puede reanimar a veces o dejar en suspenso.
Del mismo modo que la costumbre es el resultado de una época, de un pueblo, de una determinada orientación del espíritu, así la moral es también el resultado de una evolución general de la humanidad. Es la suma de todas las verdades de nuestro mundo; es posible que en el mundo infinito no signifique ya otra cosa que el resultado de una determinada orientación del espíritu en el nuestro; y ¡es incluso posible que, a partir de las verdades de los diferentes mundos, evolucione de nuevo una verdad universal!
Apenas sabemos si la humanidad misma no será otra cosa que un estadio, un período en la totalidad, en el devenir, si no será una manifestación arbitraria de Dios. ¿Acaso no es el hombre producto de la evolución de la piedra por mediación de la planta? ¿No habrá alcanzado ya la plenitud de su evolución y no radicará aquí también el fin de la historia? ¿Carece este devenir eterno de final? ¿Qué son los motores de esa inmensa obra de relojería? Están ocultos, pero son los mismos en ese gran reloj que llamamos historia. La esfera horaria son los acontecimientos. Hora tras hora avanzan las agujas para, al sonar las doce, comenzar de nuevo; entonces irrumpe un nuevo periodo del mundo.
Y ¿no se podrían concebir los motores que impulsan las agujas como la humanidad inmanente? (Entonces las dos concepciones estarían servidas) ¿O es que la totalidad está dominada por miras y planes superiores? ¿Es el hombre sólo un medio, o es un fin?
El propósito, el fin, tan sólo existe para nosotros; igual que sólo para nosotros existe el cambio y, asimismo, para nosotros, solamente las épocas y los periodos. ¿Cómo podríamos advertir planes superiores? Nosotros únicamente vemos cómo de la misma fuente, de la esencia humana, motivada por las impresiones externas, se forman ideas; cómo éstas van ganando en vida y forma y cómo llegan a ser patrimonio de todos, conciencia, sentido del deber; cómo el eterno instinto productivo las elabora como materia para nuevas ideas; cómo éstas conforman la vida, regentan la historia; cómo en lucha recíproca unas engullen a las otras, y cómo de tales mezclas surgen nuevas conformaciones. Un encontrarse y repelerse de corrientes diversas, con altas y bajas mareas, pero todas afluentes del océano eterno.
Todo se mueve en círculos gigantescos, que giran unos en torno a otros a la vez que devienen; el hombre es uno de los círculos más interiores. Si quiere medir las oscilaciones de los que están en la periferia, tiene que abstraer de sí y de los círculos que le quedan más cerca los otros, más amplios y englobantes. Esos círculos más cercanos a él son la historia de los pueblos, de la sociedad y de la humanidad. La búsqueda del centro común de todas las oscilaciones, del círculo infinitamente pequeño, es tarea de la ciencia natural. Sólo ahora que sabemos que el hombre busca en sí y para sí ese centro, conocemos qué importancia exclusiva han de tener para nosotros la historia y la ciencia natural.
En cuanto que el hombre es arrastrado a los círculos de la historia universal, surge esa lucha de la voluntad individual con la voluntad general; aquí se perfila ese problema infinitamente importante, la cuestión de la justificación del individuo respecto del pueblo, el del pueblo respecto de la humanidad, de la humanidad respecto del mundo; aquí se dibuja, también, la relación fundamental entre fatum e historia.
Es imposible para los hombres acceder a la concepción más alta de la historia universal; el más grande de los historiadores, tanto como el más grande de los filósofos, no será más que un profeta, pues ambos hacen abstracción desde el círculo más interior hacia los demás círculos exteriores.
En cuanto al fatum, su posición no está asegurada. Vertamos todavía una mirada sobre la vida humana para reconocer su justificación individual y así también en la totalidad.
¿Qué es lo que determina la suerte en nuestra vida? ¿Se la debemos a los acontecimientos de cuyo vórtice nos vemos excluidos? ¿O no será nuestro temperamento el que marca el color dominante de los acontecimientos? ¿Acaso no se nos aparece y enfrenta todo en el espejo de nuestra propia personalidad? ¿Y no dan al mismo tiempo los acontecimientos el tono propio de nuestro destino en tanto que la fuerza y debilidad con la que se nos aparece depende exclusivamente de nuestro temperamento? Preguntad a los mejores médicos, dice Emerson, por las cosas que determina el temperamento y qué cosas son las que no determina en absoluto.
Nuestro temperamento no es más que nuestro ánimo, sobre el que se esculpen las impresiones de nuestras circunstancias y experiencias. ¿Qué es lo que arrastra con tanta fuerza el alma de tantos individuos hacia lo vulgar impidiéndoles su ascenso a un mayor vuelo de ideas? Una estructura fatalista del cráneo y de la columna vertebral, la clase social y la naturaleza de sus padres, lo cotidiano de sus relaciones, lo vulgar de su entorno e incluso lo monocorde de su lugar originario. Hemos sido influidos sin llevar en nosotros la fuerza suficiente como para contrarrestarlo, sin ser siquiera capaces de reconocer que somos influidos. Es, ciertamente, una experiencia dolorosa tener que renunciar a la propia autonomía por la aceptación inconsciente de impresiones externas, reprimir capacidades del alma por el poder de la costumbre y, contra toda voluntad, sepultarla con las semillas del extravío.
En mayor medida volvemos a encontrarnos con todo esto en la historia de los pueblos. Muchos de ellos, aun siendo afectados por los mismos acontecimientos, han sido influidos de modos muy distintos.
Por este motivo, es una manera de actuar muy obtusa pretender la imposición a la humanidad entera de alguna forma especial de estado o de sociedad, sometiéndola a tales o cuales estereotipos. Todas las ideas sociales y comunitaristas padecen este error. Y es que el hombre nunca es otra vez el mismo; pero si fuera posible revolucionar, por obra de una voluntad fortísima, el pasado entero del mundo, de inmediato entraríamos a formar parte de las filas de los dioses libres, y la historia universal no sería ya para nosotros otra cosa que un autoembriagarnos en brazos del ensueño; cae el telón, y el hombre se encuentra de nuevo, como un niño que juega con mundos, como un niño que se despierta con la luz de la mañana y sonriendo, borra los sueños terribles de su cabeza.
La voluntad libre se manifiesta como aquello que no tiene ataduras, como lo arbitrario; es lo infinitamente libre, lo errático, el espíritu. El fatum, en cambio, es una necesidad, salvo que no creamos que la historia de la humanidad es un extravío onírico, los dolores indecibles de los seres humanos, meras alucinaciones, y nosotros mismos, meros juguetes de nuestras propias fantasías. El fatum es la fuerza infinita de la resistencia contra la libre voluntad; libre voluntad sin fatum es tan impensable como el espíritu sin lo real, como lo bueno sin lo malo, pues sólo las contradicciones dan lugar a los rasgos del carácter.
El fatum predica continuamente el principio: «sólo los acontecimientos determinan los acontecimientos». Si éste fuese el único principio verdadero, el hombre no sería más que mero juguete de fuerzas ocultas desconocidas, no sería responsable de sus errores, se hallaría, por lo tanto, libre de todo tipo de distinciones morales, sería un eslabón necesario como miembro de una cadena. ¡Qué feliz sería si no se empeñara en examinar su situación, si no se debatiera convulsamente en la cadena que lo aprisiona, si no mirara con loco placer el mundo y su mecánica!
Tal vez no sea la libre voluntad, de modo similar a como el espíritu sólo es la substancia más infinitamente pequeña y lo bueno, sólo la más sutil evolución de lo malo, otra cosa que la potencia máxima del fatum. La historia universal sería, entonces, historia de la materia, si tomamos esta palabra en un sentido infinitamente amplio. En efecto, tiene que haber todavía otros principios más elevados ante los cuales la totalidad de las diferencias confluyan en una gran unidad, ante la que todo sea evolución, serie escalonada, todo, afluente de un océano magnífico, donde el conjunto de las corrientes que han hecho evolucionar el mundo vuelvan a encontrarse, a fundirse en el todo-uno.
Lacrimosa - Stolzes Herz
2 - Ich Bin Der Brennande Komet
3 - Mutatio Spiritus
4 - Stolzes Herz (piano version)
'Corazón Orgulloso'
Sentir para percibir
Mis sentidos
Mi alma
Mi conciencia
Y mi corazón
En el abismo de mi vida
Al final de mi mismo
Profundamente frágil en el interior
Y débil hacia el exterior
¿Está mal?
Y ¿Qué es lo que está bien?
¿Está enfermo?
Y ¿A qué se le llama vida?
¡No!
Es sólo sinceridad - humano
Y maldita - No es más que sólo la verdad
Al ojo de la vulgaridad - de la generalidad
Simplemente reprobable - transparente
Pero es más profundo, fuerte y mucho más
Así es el hombre
Sólo la búsqueda
De la fuerza
De la mentira - ciego engaño
Y la superficialidad
Con las manos manchadas de sangre
Con lágrimas en el rostro
Una sonrisa en los labios
Y la profunda esperanza en la mirada
Incluso elevarse sobre la inmundicia
Profundamente manchado
Pero orgulloso de corazón
A una vida nueva despertar
Y despertar completamente nuevo en la vida
¿Mis manos están ciegas y mudas?
¿Mis ojos están viejos y débiles?
¿Ha sucumbido mi corazón a la sangre?
¿Y a pesar de toda esta sinceridad?
¿Soy humano?
¿Soy dolor?
¿Soy la lágrima? ¿¡¿Y a la vez soy el beso?!?
Con las manos manchadas de sangre
Con lágrimas en el rostro
Una sonrisa en los labios
Y la profunda esperanza en la mirada
Incluso elevarse sobre la inmundicia
Profundamente manchado
Pero orgulloso de corazón
A una vida nueva despertar
Y despertar completamente nuevo en la vida.
El Escarabajo de Oro - Edgar A. Poe
El Escarabajo de Oro
I
¡Hola, hola! ¡Este mozo es un danzante loco! Le ha picado la tarántula.
(Todo al revés.)
Hace muchos años trabé amistad íntima con un míster William Legrand. Era de una antigua familia de hugonotes, y en otro tiempo había sido rico; pero una serie de infortunios habíanle dejado en la miseria. Para evitar la humillación consiguiente a sus desastres, abandonó Nueva Orleáns, la ciudad de sus antepasados, y fijó su residencia en la isla de Sullivan, cerca de Charleston, en Carolina del Sur.
Esta isla es una de las más singulares. Se compone únicamente de arena de mar, y tiene, poco más o menos, tres millas de largo. Su anchura no excede de un cuarto de milla. Está separada del continente por una ensenada apenas perceptible, que fluye a través de un yermo de cañas y légamo, lugar frecuentado por patos silvestres. La vegetación, como puede suponerse, es pobre, o, por lo menos, enana. No se encuentran allí árboles de cierta magnitud. Cerca de la punta occidental, donde se alza el fuerte Moultrie y algunas miserables casuchas de madera habitadas durante el verano por las gentes que huyen del polvo y de las fiebres de Charleston, puede encontrarse es cierto, el palmito erizado; pero la isla entera, a excepción de ese punto occidental, y de un espacio árido y blancuzco que bordea el mar, está cubierta de una espesa maleza del mirto oloroso tan apreciado por los horticultores ingleses. El arbusto alcanza allí con frecuencia una altura de quince o veinte pies, y forma una casi impenetrable espesura, cargando el aire con su fragancia.
En el lugar más recóndito de esa maleza, no lejos del extremo oriental de la isla, es decir, del más distante, Legrand se había construido él mismo una pequeña cabaña, que ocupaba cuando por primera vez, y de un modo simplemente casual, hice su conocimiento. Este pronto acabó en amistad, pues había muchas cualidades en el recluso que atraían el interés y la estimación. Le encontré bien educado de una singular inteligencia, aunque infestado de misantropía, y sujeto a perversas alternativas de entusiasmo y de melancolía. Tenía consigo muchos libros, pero rara vez los utilizaba. Sus principales diversiones eran la caza y la pesca, o vagar a lo largo de la playa, entre los mirtos, en busca de conchas o de ejemplares entomológicos; su colección de éstos hubiera podido suscitar la envidia de un Swammerdamm.
En todas estas excursiones iba, por lo general, acompañado de un negro sirviente, llamado Júpiter, que había sido manumitido antes de los reveses de la familia, pero al que no habían podido convencer, ni con amenazas ni con promesas, a abandonar lo que él consideraba su derecho a seguir los pasos de su joven massa Will. No es improbable que los parientes de Legrand, juzgando que éste tenía la cabeza algo trastornada, se dedicaran a infundir aquella obstinación en Júpiter, con intención de que vigilase y custodiase al vagabundo.
Los inviernos en la latitud de la isla de Sullivan son rara vez rigurosos, y al finalizar el año resulta un verdadero acontecimiento que se requiera encender fuego. Sin embargo, hacia mediados de octubre de 18..., hubo un día de frío notable. Aquella fecha, antes de la puesta del sol, subí por el camino entre la maleza hacia la cabaña de mi amigo, a quien no había visitado hacia varias semanas, pues residía yo por aquel tiempo en Charleston, a una distancia de nueve millas de la isla, y las facilidades para ir y volver eran mucho menos grandes que hoy día. Al llegar a la cabaña llamé, como era mi costumbre, y no recibiendo respuesta, busqué la llave donde sabía que estaba escondida, abrí la puerta y entré. Un hermoso fuego llameaba en el hogar. Era una sorpresa, y, por cierto, de las agradables. Me quité el gabán, coloqué un sillón junto a los leños chisporroteantes y aguardé con paciencia el regreso de mis huéspedes.
Poco después de la caída de la tarde llegaron y me dispensaron una acogida muy cordial. Júpiter, riendo de oreja a oreja, bullía preparando unos patos silvestres para la cena. Legrand se hallaba en uno de sus ataques—¿con qué otro término podría llamarse aquello?—de entusiasmo. Había encontrado un bivalvo desconocido que formaba un nuevo género, y, más aún, había cazado y cogido un escarabajo que creía totalmente nuevo, pero respecto al cual deseaba conocer mi opinión a la mañana siguiente.
—¿Y por qué no esta noche?—pregunté, frotando mis manos ante el fuego y enviando al diablo toda la especie de los escarabajos.
—¡Ah, si hubiera yo sabido que estaba usted aquí! —dijo Legrand—. Pero hace mucho tiempo que no le había visto, y ¿cómo iba yo a adivinar que iba usted a visitarme precisamente esta noche? Cuando volvía a casa, me encontré al teniente G***, del fuerte, y sin más ni más, le he dejado el escarabajo: así que le será a usted imposible verle hasta mañana. Quédese aquí esta noche, y mandaré a Júpiter allí abajo al amanecer. ¡Es la cosa más encantadora de la creación!
—¿El qué? ¿El amanecer?
—¡Qué disparate! ¡No! ¡El escarabajo! Es de un brillante color dorado, aproximadamente del tamaño de una nuez, con dos manchas de un negro azabache: una, cerca de la punta posterior, y la segunda, algo más alargada, en la otra punta. Las antenas son...
—No hay estaño en él, massa Will, se lo aseguro—interrumpió aquí Júpiter—; el escarabajo es un escarabajo de oro macizo todo él, dentro y por todas partes, salvo las alas; no he visto nunca un escarabajo la mitad de pesado.
—Bueno; supongamos que sea así—replicó Legrand, algo más vivamente, según me pareció, de lo que exigía el caso—. ¿Es esto una razón para dejar que se quemen las aves? El color—y se volvió hacia mí—bastaría para justificar la idea de Júpiter. No habrá usted visto nunca un reflejo metálico más brillante que el que emite su caparazón, pero no podrá usted juzgarlo hasta mañana... Entre tanto, intentaré darle una idea de su forma.
Dijo esto sentándose ante una mesita sobre la cual había una pluma y tinta, pero no papel. Buscó un momento en un cajón, sin encontrarlo.
—No importa—dijo, por último—; esto bastará.
Y sacó del bolsillo de su chaleco algo que me pareció un trozo de viejo pergamino muy sucio, e hizo encima una especie de dibujo con la pluma. Mientras lo hacía, permanecí en mi sitio junto al fuego, pues tenía aún mucho frío. Cuando terminó su dibujo me lo entregó sin levantarse. Al cogerlo, se oyó un fuerte gruñido, al que siguió un ruido de rascadura en la puerta. Júpiter abrió, y un enorme terranova, perteneciente a Legrand, se precipitó dentro, y, echándose sobre mis hombros, me abrumó a caricias, pues yo le había prestado mucha atención en mis visita anteriores. Cuando acabó de dar brincos, miré el papel, y, a decir verdad, me sentí perplejo ante el dibujo de mi amigo.
—Bueno—dije después de contemplarlo unos minutos—; esto es un extraño escarabajo, lo confieso nuevo para mí: no he visto nunca nada parecido antes, a menos que sea un cráneo o una calavera, a lo cual se parece más que a ninguna otra cosa que hay caído bajo mi observación.
—¡Una calavera!—repitió Legrand—. ¡Oh, sí Bueno; tiene ese aspecto indudablemente en el papel. Las dos manchas negras parecen unos ojos, ¿eh? Y la más larga de abajo parece una boca; además, la forma entera es ovalada.
—Quizá sea así—dije—; pero temo que usted no sea un artista. Legrand. Debo esperar a ver el insecto mismo para hacerme una idea de su aspecto.
—En fin, no sé—dijo él, un poco irritado—: dibujo regularmente, o, al menos, debería dibujar, pues he tenido buenos maestros, y me jacto de no ser de todo tonto.
—Pero entonces, mi querido compañero, usted bromea—dije—: esto es un cráneo muy pasable puedo incluso decir que es un cráneo excelente, con forme a las vulgares nociones que tengo acerca de tales ejemplares de la fisiología; y su escarabajo será el más extraño de los escarabajos del mundo si se parece a esto. Podríamos inventar alguna pequeña superstición muy espeluznante sobre ello. Presumo que va usted a llamar a este insecto scaruboeus caput hominis o algo por el estilo; hay en las historias naturales muchas denominaciones semejantes. Pero ¿dónde están las antenas de que usted habló?
—¡Las antenas!—dijo Legrand, que parecía acalorarse inexplicablemente con el tema—. Estoy seguro de que debe usted de ver las antenas. Las he hecho tan claras cual lo son en el propio insecto, y presumo que es muy suficiente.
—Bien, bien—dije—; acaso las haya hecho usted y yo no las veo aún.
Y le tendí el papel sin más observaciones, no queriendo irritarle; pero me dejó muy sorprendido el giro que había tomado la cuestión: su mal humor me intrigaba, y en cuanto al dibujo del insecto, allí no había en realidad antenas visibles, y el conjunto se parecía enteramente a la imagen ordinaria de una calavera.
Recogió el papel, muy malhumorado, y estaba a punto de estrujarlo y de tirarlo, sin duda, al fuego, cuando una mirada casual al dibujo pareció encadenar su atención. En un instante su cara enrojeció intensamente, y luego se quedó muy pálida. Durante algunos minutos, siempre sentado, siguió examinando con minuciosidad el dibujo. A la larga se levantó, cogió una vela de la mesa, y fué a sentarse sobre un arca de barco, en el rincón más alejado de la estancia. Allí se puso a examinar con ansiedad el papel, dándole vueltas en todos sentidos. No dijo nada, empero, y su actitud me dejó muy asombrado; pero juzgué prudente no exacerbar con ningún comentario su mal humor creciente. Luego sacó de su bolsillo una cartera, metió con cuidado en ella el papel, y lo depositó todo dentro de un escritorio, que cerró con llave. Recobró entonces la calma; pero su primer entusiasmo había desaparecido por completo. Aun así, parecía mucho más abstraído que malhumorado. A medida que avanzaba la tarde, se mostraba más absorto en un sueño, del que no lograron arrancarle ninguna de mis ocurrencias. Al principio había yo pensado pasar la noche en la cabaña, como hacía con frecuencia antes; pero. viendo a mi huésped en aquella actitud, juzgué más conveniente marcharme. No me instó a que me quedase; pero al partir, estrechó mi mano con más cordialidad que de costumbre.
Un mes o cosa así después de esto (y durante ese lapso de tiempo no volví a ver a Legrand), recibí la visita, en Charleston, de su criado Júpiter. No había yo visto nunca al viejo y buen negro tan decaído, y temí que le hubiera sucedido a mi amigo algún serio infortunio.
—Bueno, Júpiter—dije—. ¿Qué hay de nuevo? ¿Cómo está tu amo?
—¡Vaya! A decir verdad, massa, no está tan bien como debiera.
—¡Que no está bien! Siento de verdad la noticia. ¿De qué se queja?
—¡Ah, caramba! ¡Ahí está la cosa! No se queja nunca de nada; pero, de todas maneras, está muy malo.
—¡Muy malo, Júpiter! ¿Por qué no lo has dicho en seguida? ¿Está en la cama?
—No, no, no está en la cama. No está bien en ninguna parte, y ahí le aprieta el zapato. Tengo la cabeza trastornada con el pobre massa Will.
—Júpiter, quisiera comprender algo de eso que me cuentas. Dices que tu amo está enfermo. ¿No te ha dicho qué tiene?
—Bueno, massa; es inútil romperse la cabeza pensando en eso. Massa Will dice que no tiene nada pero entonces ¿por qué va de un lado para otro, con la cabeza baja y la espalda curvada, mirando al suelo, más blanco que una oca? Y haciendo garrapatos todo el tiempo...
—¿Haciendo qué?
—Haciendo números con figuras sobre una pizarra; las figuras más raras que he visto nunca. Le digo que voy sintiendo miedo. Tengo que estar siempre con un ojo sobre él. El otro día se me escapó antes de amanecer y estuvo fuera todo el santo día. Habla yo cortado un buen palo para darle una tunda de las que duelen cuando volviese a comer; pero fui tan tonto, que no tuve valor, ¡parece tan desgraciado!
—¿Eh? ¿Cómo? ¡Ah, sí! Después de todo has hecho bien en no ser demasiado severo con el pobre muchacho. No hay que pegarle, Júpiter; no está bien, seguramente. Pero ¿no puedes formarte una idea de lo que ha ocasionado esa enfermedad o más bien ese cambio de conducta? ¿Le ha ocurrido algo desagradable desde que no le veo?
—No, massa, no ha ocurrido nada desagradable desde entonces, sino antes; sí, eso temo: el mismo día en que usted estuvo allí.
—¡Cómo! ¿Qué quiere decir?
—Pues... quiero hablar del escarabajo, y nada más.
—¿De qué?
—Del escarabajo... Estoy seguro de que massa Will ha sido picado en alguna parte de la cabeza por ese escarabajo de oro.
—¿Y qué motivos tienes tú, Júpiter, para hacer tal suposición?
—Tiene ese bicho demasiadas uñas para eso, y también boca. No he visto nunca un escarabajo tan endiablado; coge y pica todo lo que se le acerca. Massa Will le había cogido..., pero en seguida le soltó, se lo aseguro... Le digo a usted que entonces es, sin duda, cuando le ha picado. La cara y la boca de ese escarabajo no me gustan; por eso no he querido cogerlo con mis dedos; pero he buscado un trozo de papel para meterlo. Le envolví en un trozo de papel con otro pedacito en la boca; así lo hice.
—¿Y tú crees que tu amo ha sido picado realmente por el escarabajo, y que esa picadura le ha puesto enfermo?
—No lo creo, lo sé. ¿Por qué está siempre soñando con oro, sino porque le ha picado el escarabajo de oro? Ya he oído hablar de esos escarabajos de oro.
—Pero ¿cómo sabes que sueña con oro?
—¿Cómo lo sé? Porque habla de ello hasta durmiendo; por eso lo sé.
—Bueno, Júpiter; quizá tengas razón, pero ¿a qué feliz circunstancia debo hoy el honor de tu visita?
—¿Qué quiere usted decir, massa?
—¿Me traes algún mensaje de míster Legrand?
—No, massa; le traigo este papel.
Y Júpiter me entregó una esquela que decía lo siguiente:
"Querido amigo: ¿Por qué no le veo hace tanto tiempo? Espero que no cometerá usted la tontería de sentirse ofendido por aquella pequeña brusquedad mía; pero no, no es probable.
"Desde que le vi, siento un gran motivo de inquietud. Tengo algo que decirle; pero apenas sé cómo decírselo, o incluso no sé si se lo diré.
"No estoy del todo bien desde hace unos días, y el pobre viejo Júpiter me aburre de un modo insoportable con sus buenas intenciones y cuidados. ¿Lo creerá usted? El otro día había preparado un garrote para castigarme por haberme escapado y pasado el día solus en las colinas del continente. Creo de veras que sólo mi mala cara me salvó de la paliza.
"No he añadido nada a mi colección desde que no nos vemos.
"Si puede usted, sin gran inconveniente, venga con Júpiter. Venga. Deseo verle esta noche para un asunto de importancia. Le aseguro que es de la más alta importancia. Siempre suyo,
William Legrand."
Había algo en el tono de esta carta que me produjo una gran inquietud. El estilo difería en absoluto del de Legrand. ¿Con qué podía él soñar? ¿Qué nueva chifladura dominaba su excitable mente? ¿Qué "asunto de la más alta importancia" podía él tener que resolver? El relato de Júpiter no presagiaba nada bueno. Temía yo que la continua opresión del infortunio hubiese a la larga trastornado por completo la razón de mi amigo. Sin un momento de vacilación, me dispuse a acompañar al negro.
Al llegar al fondeadero, vi una guadaña y tres azadas, todas evidentemente nuevas, que yacían en el fondo del barco donde íbamos a navegar.
—¿Qué significa todo esto, Jup?—pregunté.
—Es una guadaña, massa, y unas azadas.
—Es cierto; pero ¿qué hacen aquí?
—Massa Will me ha dicho que comprase eso para él en la ciudad, y lo he pagado muy caro; nos cuesta un dinero de mil demonios.
—Pero, en nombre de todo lo que hay de misterioso, ¿qué va a hacer tu "massa Will" con esa guadaña y esas azadas?
—No me pregunte más de lo que sé; que el diablo me lleve si lo sé yo tampoco. Pero todo eso es cosa del escarabajo.
Viendo que no podía obtener ninguna aclaración de Júpiter, cuya inteligencia entera parecía estar absorbida por el escarabajo, bajé al barco y desplegué la vela. Una agradable y fuerte brisa nos empujó rápidamente hasta la pequeña ensenada al norte del fuerte Moultrie, y un paseo de unas dos millas nos llevó hasta la cabaña. Serían alrededor de las tres de la tarde cuando llegamos. Legrand nos esperaba preso de viva impaciencia. Asió mi mano con nervioso empressement que me alarmó, aumentando mis sospechas nacientes. Su cara era de una palidez espectral, y sus ojos, muy hundidos, brillaban con un fulgor sobrenatural. Después de algunas preguntas sobre mi salud, quise saber, no ocurriéndoseme nada mejor que decir si el teniente G*** le había devuelto el escarabajo.
—¡Oh, sí!—replicó, poniéndose muy colorado—. Le recogí a la mañana siguiente. Por nada me separaría de ese escarabajo. ¿Sabe usted que Júpiter tiene toda la razón respecto a eso?
—¿En qué?—pregunté con un triste presentimiento en el corazón.
—En suponer que el escarabajo es de oro de veras.
Dijo esto con un aire de profunda seriedad que me produjo una indecible desazón.
—Ese escarabajo hará mi fortuna—prosiguió él, con una sonrisa triunfal—al reintegrarme mis posesiones familiares. ¿Es de extrañar que yo lo aprecie tanto? Puesto que la Fortuna ha querido concederme esa dádiva, no tengo más que usarla adecuadamente, y llegaré hasta el oro del cual ella es indicio. ¡Júpiter, trae ese escarabajo!
—¡Cómo! ¡El escarabajo, massa! Prefiero no tener jaleos con el escarabajo; ya sabrá cogerlo usted mismo.
En este momento Legrand se levantó con un aire solemne e imponente, y fué a sacar el insecto de un fanal, dentro del cual le había dejado. Era un hermoso escarabajo desconocido en aquel tiempo por los naturalistas, y, por supuesto, de un gran valor desde un punto de vista científico. Ostentaba dos manchas negras en un extremo del dorso, y en el otro, una más alargada. El caparazón era notablemente duro y brillante, con un aspecto de oro bruñido. Tenía un peso notable, y, bien considerada la cosa, no podía yo censurar demasiado a Júpiter por su opinión respecto a él; pero érame imposible comprender que Legrand fuese de igual opinión.
—Le he enviado a buscar—dijo él, en un tono grandilocuente, cuando hube terminado mi examen del insecto—; le he enviado a buscar para pedirle consejo y ayuda en el cumplimiento de los designios del Destino y del escarabajo...
—Mi querido Legrand—interrumpí—, no está usted bien, sin duda, y haría mejor en tomar algunas precauciones. Váyase a la cama, y me quedaré con usted unos días, hasta que se restablezca. Tiene usted fiebre y...
—Tómeme usted el pulso—dijo él.
Se lo tomé, y, a decir verdad, no encontré el menor síntoma de fiebre.
—Pero puede estar enfermo sin tener fiebre. Permítame esta vez tan sólo que actúe de médico con usted. Y después...
—Se equivoca—interrumpió él—; estoy tan bien como puedo esperar estarlo con la excitación que sufro. Si realmente me quiere usted bien, aliviará esta excitación.
—¿Y qué debo hacer para eso?
—Es muy fácil. Júpiter y yo partimos a una expedición por las colinas, en el continente, y necesitamos para ella la ayuda de una persona en quien podamos confiar. Es usted esa persona única. Ya sea un éxito o un fracaso, la excitación que nota usted en mí se apaciguará igualmente con esa expedición.
—Deseo vivamente servirle a usted en lo que sea —repliqué—; pero ¿pretende usted decir que ese insecto infernal tiene alguna relación con su expedición a las colinas?
—La tiene.
—Entonces, Legrand, no puedo tomar parte en tan absurda empresa.
—Lo siento, lo siento mucho, pues tendremos que intentar hacerlo nosotros solos.
—¡Intentarlo ustedes solos! (¡Este hombre está loco, seguramente!) Pero veamos, ¿cuánto tiempo se propone usted estar ausente?
—Probablemente, toda la noche. Vamos a partir en seguida, y en cualquiera de los casos, estaremos de vuelta al salir el sol.
—¿Y me promete por su honor que, cuando ese capricho haya pasado y el asunto del escarabajo (¡Dios mío!) esté arreglado a su satisfacción, volverá usted a casa y seguirá con exactitud mis prescripciones como las de su médico?
—Sí, se lo prometo; y ahora, partamos, pues no tenemos tiempo que perder.
Acompañé a mi amigo, con el corazón apesadumbrado. A cosa de las cuatro nos pusimos en camino Legrand Júpiter, el perro y yo. Júpiter cogió la guadaña y las azadas. Insistió en cargar con todo ello, más bien, me pareció, por temor a dejar una de aquellas herramientas en manos de su amo que por un exceso de celo o de complacencia. Mostraba un humor de perros, y estas palabras, "condenado escarabajo", fueron las únicas que se escaparon de sus labios durante el viaje. Por mi parte estaba encargado de un par de linternas, mientras Legrand se había contentado con el escarabajo, que llevaba atado al extremo de un trozo de cuerda; lo hacía girar de un lado para otro, con un aire de nigromante, mientras caminaba. Cuando observaba yo aquel último y supremo síntoma del trastorno mental de mi amigo, no podía apenas contener las lágrimas. Pensé, no obstante, que era preferible acceder a su fantasía, al menos por el momento, o hasta que pudiese yo adoptar algunas medidas más enérgicas con una probabilidad de éxito. Entre tanto, intenté, aunque en vano, sondearle respecto al objeto de la expedición. Habiendo conseguido inducirme a que le acompañase, parecía mal dispuesto a entablar conversación sobre un tema de tan poca importancia, y a todas mis preguntas no les concedía otra respuesta que un "Ya veremos".
Atravesamos en una barca la ensenada en la punta de la isla, y trepando por los altos terrenos de la orilla del continente, seguimos la dirección Noroeste, a través de una región sumamente salvaje y desolada, en la que no se veía rastro de un pie humano. Legrand avanzaba con decisión, deteniéndose solamente algunos instantes, aquí y allá, para consultar ciertas señales que debía de haber dejado él mismo en una ocasión anterior.
Caminamos así cerca de dos horas, e iba a ponerse el sol, cuando entramos en una región infinitamente más triste que todo lo que habíamos visto antes. Era una especie de meseta cerca de la cumbre de una colina casi inaccesible, cubierta de espesa arboleda desde la base a la cima, y sembrada de enormes bloques de piedra que parecían esparcidos en mezcolanza sobre el suelo, y muchos de los cuales se hubieran precipitado a los valles inferiores sin la contención de los árboles en que se apoyaban. Profundos barrancos, que se abrían en varias direcciones, daban un aspecto de solemnidad más lúgubre al paisaje.
La plataforma natural sobre la cual habíamos trepado estaba tan repleta de zarzas, que nos dimos cuenta muy pronto de que sin la guadaña nos hubiera sido imposible abrirnos paso. Júpiter, por orden de su amo, se dedicó a despejar el camino hasta el pie de un enorme tulípero que se alzaba, entre ocho o diez robles, sobre la plataforma, y que los sobrepasaba a todos, así como a los árboles que había yo visto hasta entonces, por la belleza de su follaje y forma, por la inmensa expansión de su ramaje y por la majestad general de su aspecto. Cuando hubimos llegado a aquel árbol. Legrand se volvió hacia Júpiter y le preguntó si se creía capaz de trepar por él. El viejo pareció un tanto azarado por la pregunta, y durante unos momentos no respondió. Por último, se acercó al enorme tronco, dió la vuelta a su alrededor y lo examinó con minuciosa atención. Cuando hubo terminado su examen, dijo simplemente:
—Sí, massa: Jup no ha encontrado en su vida árbol al que no pueda trepar.
—Entonces, sube lo más de prisa posible, pues pronto habrá demasiada oscuridad para ver lo que hacemos.
—¿Hasta dónde debo subir, massa?—preguntó Júpiter.
—Sube primero por el tronco, y entonces te diré qué camino debes seguir... ¡Ah, detente ahí! Lleva contigo este escarabajo.
—¡El escarabajo, massa Will, el escarabajo de oro!—gritó el negro, retrocediendo con terror—. ¿Por qué debo llevar ese escarabajo conmigo sobre el árbol? ¡Que me condene si lo hago!
—Si tienes miedo, Jup, tú, un negro grande y fuerte como pareces a tocar un pequeño insecto muerto e inofensivo, puedes llevarle con esta cuerda; pero si no quieres cogerle de ningún modo, me veré en la necesidad de abrirte la cabeza con esta azada.
—¿Qué le pasa ahora massa?—dijo Jup, avergonzado, sin duda, y más complaciente—. Siempre ha de tomarla con su viejo negro. Era sólo una broma y nada más. ¡Tener yo miedo al escarabajo! ¡Pues sí que me preocupa a mí el escarabajo.
Cogió con precaución la punta de la cuerda, y, manteniendo al insecto tan lejos de su persona como las circunstancias lo permitían, se dispuso a subir al árbol
II
En su juventud, el tulípero o Liriodendron Tutipiferum, el más magnífico de los árboles selváticos americanos tiene un tronco liso en particular y se eleva con frecuencia a gran altura, sin producir ramas laterales; pero cuando llega a su madurez, la corteza se vuelve rugosa y desigual, mientras pequeños rudimentos de ramas aparecen en gran número sobre el tronco. Por eso la dificultad de la ascensión, en el caso presente, lo era mucho más en apariencia que en la realidad. Abrazando lo mejor que podía el enorme cilindro con sus brazos y sus rodillas asiendo con las manos algunos brotes y apoyando sus pies descalzos sobre los otros, Júpiter, después de haber estado a punto de caer una o dos veces se izó al final hasta la primera gran bifurcación y pareció entonces considerar el asunto como virtualmente realizado. En efecto, el riesgo de la empresa había ahora desaparecido, aunque el escalador estuviese a unos sesenta o setenta pies de la tierra.
—¿Hacia qué lado debo ir ahora, massa Will?—preguntó él.
—Sigue siempre la rama más ancha, la de ese lado—dijo Legrand.
El negro obedeció con prontitud, y en apariencia, sin la menor inquietud; subió, subió cada vez más alto, hasta que desapareció su figura encogida entre el espeso follaje que la envolvía. Entonces se dejó oír su voz lejana gritando:
—¿Debo subir mucho todavía?
—¿A qué altura estás?—preguntó Legrand.
—Estoy tan alto—replicó el negro—, que puedo ver el cielo a través de la copa del árbol.
—No te preocupes del cielo, pero atiende a lo que te digo. Mira hacia abajo el tronco y cuenta las ramas que hay debajo de ti por ese lado. ¿Cuántas ramas has pasado?
—Una, dos, tres, cuatro, cinco. He pasado cinco ramas por ese lado, massa.
—Entonces sube una rama más.
Al cabo de unos minutos la voz de oyó de nuevo, anunciando que había alcanzado la séptima rama.
—Ahora, Jup—gritó Legrand, con una gran agitación—, quiero que te abras camino sobre esa rama hasta donde puedas. Si ves algo extraño, me lo dices.
Desde aquel momento las pocas dudas que podía haber tenido sobre la demencia de mi pobre amigo se disiparon por completo. No me quedaba otra alternativa que considerarle como atacado de locura, me sentí seriamente preocupado con la manera de hacerle volver a casa. Mientras reflexionaba sobre que sería preferible hacer, volvió a oírse la voz de Júpiter.
—Tengo miedo de avanzar más lejos por esa rama: es una rama muerta en casi toda su extensión.
—¿Dices que es una rama muerta Júpiter?—gritó Legrand con voz trémula.
—Sí, massa, muerta como un clavo de puerta, eso es cosa sabida; no tiene ni pizca de vida.
—¿Qué debo hacer, en nombre del Cielo?.—preguntó Legrand, que parecía sumido en una gran desesperación.
—¿Qué debe hacer?—dije, satisfecho de que aquella oportunidad me permitiese colocar una palabra—; Volver a casa y meterse en la cama. ¡Vamonos ya! Sea usted amable, compañero. Se hace tarde; y además, acuérdese de su promesa.
—¡Júpiter!—gritó él, sin escucharme en absoluto—, ¿me oyes?
—Sí, massa Will, le oigo perfectamente.
—Entonces tantea bien con tu cuchillo, y dime si crees que está muy podrida.
—Podrida, massa, podrida, sin duda—replicó el negro después de unos momentos—; pero no tan podrida como cabría creer. Podría avanzar un poco más, si estuviese yo solo sobre la rama, eso es verdad.
—¡Si estuvieras tú solo! ¿Qué quieres decir?
—Hablo del escarabajo. Es muy pesado el tal escarabajo. Supongo que, si lo dejase caer, la rama soportaría bien, sin romperse, el peso de un negro.
—¡Maldito bribón!—gritó Legrand, que parecía muy reanimado—. ¿Qué tonterías estas diciendo? Si dejas caer el insecto, te retuerzo el pescuezo. Mira hacia aquí, Júpiter, ¿me oyes?
—Sí, massa; no hay que tratar así a un pobre negro.
—Bueno; escúchame ahora. Si te arriesgas sobre la rama todo lo lejos que puedas hacerlo sin peligro y sin soltar el insecto, te regalare un dólar de plata tan pronto como hayas bajado.
—Ya voy, massa Will, Ya voy allá—replicó el negro con prontitud—. Estoy al final ahora.
—¡Al final! —Chillo Legrand, muy animado—. ¿Quieres decir que estas al final de esa rama?
—Estaré muy pronto al final, massa... ¡Ooooh! ¡Dios mío, misericordia! ¿Que es eso que hay sobre el árbol?
—¡Bien! —Gritó Legrand muy contento—, ¿qué es eso?
—Pues sólo una calavera; alguien dejó su cabeza sobre el árbol, y los cuervos han picoteado toda la carne.
—Una calavera, dices! Muy bien... ¿Cómo está atada a la rama? ¿Qué la sostiene?
—Seguramente, se sostiene bien; pero tendré que ver. ¡Ah! Es una cosa curiosa, palabra..., hay una clavo grueso clavado en esta calavera, que la retiene al árbol.
—Bueno; ahora, Júpiter, haz exactamente lo que voy a decirte. ¿Me oyes?
—Sí, massa.
—Fíjate bien, y luego busca el ojo izquierdo de la calavera.
—¡Hum! ¡Oh, esto sí que es bueno! No tiene ojo izquierdo ni por asomo.
—¡Maldita estupidez la tuya! ¿Sabes distinguir bien tu mano izquierda de tu mano derecha?
—Sí que lo sé, lo sé muy bien; mi mano izquierda es con la que parto la leña.
—¡Seguramente! eres zurdo. Y tu ojo izquierdo está del mismo lado de tu mano izquierda. Ahora supongo que podrás encontrar el ojo izquierdo de la calavera, o el sitio donde estaba ese ojo. ¿Lo has encontrado?
—Hubo una larga pausa. Y finalmente, el negro preguntó:
—¿El ojo izquierdo de la calavera está del mismo lado que la mano izquierda del cráneo también?... Porque la calavera no tiene mano alguna... ¡No importa! Ahora he encontrado el ojo izquierdo, ¡aquí está el ojo izquierdo! ¿Qué debo hacer ahora?
—Deja pasar por él el escarabajo, tan lejos como pueda llegar la cuerda; pero ten cuidado de no soltar la punta de la cuerda.
—Ya está hecho todo, massa Will; era cosa fácil hacer pasar el escarabajo por el agujero... Mírelo cómo baja.
Durante este coloquio, no podía verse ni la menor parte de Júpiter; pero el insecto que él dejaba caer aparecía ahora visible al extremo de la cuerda y brillaba, como una bola de oro bruñido a los últimos rayos del sol poniente, algunos de los cuales iluminaban todavía un poco la eminencia sobre la que estábamos colocados. El escarabajo, al descender, sobresalía visiblemente de las ramas, y si el negro le hubiese soltado, habría caído a nuestros pies. Legrand cogió en seguida la guadaña y despejó un espacio circular, de tres o cuatro yardas de diámetro, justo debajo del insecto. Una vez hecho esto, ordenó a Júpiter que soltase la cuerda y que bajase del árbol.
Con gran cuidado clavó mi amigo una estaca en la tierra sobre el lugar preciso donde había caído el insecto, y luego sacó de su bolsillo una cinta para medir. La ató por una punta al sitio del árbol que estaba más próximo a la estaca, la desenrolló hasta ésta y siguió desenrollándola en la dirección señalada por aquellos dos puntos —la estaca y el tronco—hasta una distancia de cincuenta pies; Júpiter limpiaba de zarzas el camino con la guadaña. En el sitio así encontrado clavó una segunda estaca, y, tomándola como centro, describió un tosco círculo de unos cuatro pies de diámetro, aproximadamente. Cogió entonces una de las azadas, dió la otra a Júpiter y la otra a mí, y nos pidió que cavásemos lo más de prisa posible.
A decir verdad, yo no había sentido nunca un especial agrado con semejante diversión, y en aquel momento preciso renunciaría a ella, pues la noche avanzaba, y me sentía muy fatigado con el ejercicio que hube de hacer; pero no veía modo alguno de escapar de aquello, y temía perturbar la ecuanimidad de mi pobre amigo con una negativa. De haber podido contar efectivamente con la ayuda de Júpiter no hubiese yo vacilado en llevar a la fuerza al lunático a su casa; pero conocía demasiado bien el carácter del viejo negro para esperar su ayuda en cualquier circunstancia, y más en el caso de una lucha personal con su amo. No dudaba yo que Legrand estaba contaminado por alguna de las innumerables supersticiones del Sur referentes a los tesoros escondidos, y que aquella fantasía hubiera sido confirmada por el hallazgo del escarabajo, o quizá por la obstinación de Júpiter en sostener que era un "escarabajo de oro de verdad". Una mentalidad predispuesta a la locura podía dejarse arrastrar por tales sugestiones, sobre todo si concordaban con sus ideas favoritas preconcebidas; y entonces recordé el discurso del Pobre muchacho referente al insecto que iba a ser ''el indicio de su fortuna". Por encima de todo ello me sentía enojado y perplejo; pero al final decidí hacer ley de la necesidad y cavar con buena voluntad para convencer lo antes posible al visionario con una prueba ocular, de la falacia de las opiniones que el mantenía.
Encendimos las linternas y nos entregamos a nuestra tarea con un celo digno de una causa más racional; y como la luz caía sobre nuestras personas y herramientas, no pude impedirme pensar en el grupo pintoresco que formábamos, y en que si algún intruso hubiese aparecido, por casualidad, en medio de nosotros, habría creído que realizábamos una labor muy extraña y sospechosa.
Cavamos con firmeza durante dos horas. Oíanse pocas palabras, y nuestra molestia principal la causaban los ladridos del perro, que sentía un interés excesivo por nuestros trabajos. A la larga se puso tan alborotado, que temimos diese la alarma a algunos merodeadores de las cercanías, o más bien era el gran temor de Legrand, pues, por mi parte, me habría regocijado cualquier interrupción que me hubiera permitido hacer volver al vagabundo a su casa. Finalmente, fué acallado el alboroto por Júpiter, quien, lanzándose fuera del hoyo con un aire resuelto y furioso embozaló el hocico del animal con uno de sus tirantes y luego volvió a su tarea con una risita ahogada.
Cuando expiró el tiempo mencionado, el hoyo había alcanzado una profundidad de cinco pies. y aun así, no aparecía el menor indicio de tesoro. Hicimos una pausa general, y empecé a tener la esperanza de que la farsa tocaba a su fin. Legrand, sin embargo, aunque a todas luces muy desconcertado, se enjugó la frente con aire pensativo y volvió a empezar. Habíamos cavado el círculo entero de cuatro pies de diámetro, y ahora superamos un poco aquel límite y cavamos dos pies más. No apareció nada. El buscador de oro, por el que sentía yo una sincera compasión, saltó del hoyo al cabo, con la más amarga desilusión grabada en su cara, y se decidió, lenta y pesarosamente, a ponerse la chaqueta, que se había quitado al empezar su labor. En cuanto a mí, me guardé de hacer ninguna observación. Júpiter a una señal de su mano, comenzó a recoger las herramientas. Hecho esto, y una vez quitado el bozal al perro volvimos en un profundo silencio hacia la casa.
Habríamos dado acaso una docena de pasos, cuando, con un tremendo juramento, Legrand se arrojó sobre Júpiter y le agarró del cuello. El negro, atónito abrió los ojos y la boca en todo su tamaño, soltó las azadas y cayó de rodillas.
—¡Eres un bergante!—dijo Legrand, haciendo silbar las sílabas entre sus labios apretados—, ¡un malvado negro! ¡Habla, te digo! ¡Contéstame al instante y sin mentir! ¿Cuál es..., cuál es tu ojo izquierdo?
—¡Oh, misericordia, massa Will! ¿No es, seguramente, éste mi ojo izquierdo?—rugió, aterrorizado, Júpiter, poniendo su mano sobre el órgano derecho de su visión, y manteniéndola allí con la tenacidad de la desesperación, como si temiese que su amo fuese a arrancárselo.
—¡Lo sospechaba! ¡Lo sabía! ¡Hurra!—vociferó Legrand, soltando al negro y dando una serie de corvetas y cabriolas, ante el gran asombro de su criado, quien, alzándose sobre sus rodillas, miraba en silencio a su amo y a mí, a mí y a su amo.
—¡Vamos! Debemos volver—dijo éste— No está aún perdida la partida—y se encaminó de nuevo hacia el tulípero.
—Júpiter—dijo, cuando llegamos al píe del árbol—, ¡ven aquí! ¿Estaba la calavera clavada a la rama con la cara vuelta hacia fuera, o hacia la rama?
—La cara estaba vuelta hacia afuera, massa, así es que los cuervos han podido comerse muy bien los ojos, sin la menor dificultad.
—Bueno, entonces, ¿has dejado caer el insecto por este ojo o por este otro?—y Legrand tocaba alternativamente los ojos de Júpiter.
—Por este ojo, massa, por el ojo izquierdo, exactamente como usted me dijo.
Y el negro volvió a señalar su ojo derecho.
Entonces mi amigo, en cuya locura veía yo, o me imaginaba ver, ciertos indicios de método, trasladó la estaca que marcaba el sitio donde había caído el insecto, unas tres pulgadas hacia el oeste de su primera posición. Colocando ahora la cinta de medir desde el punto más cercano del tronco hasta la estaca, como antes hiciera, y extendiéndola en línea recta a una distancia de cincuenta pies, donde señalaba la estaca, la alejó varias yardas del sitio donde habíamos estado cavando.
Alrededor del nuevo punto trazó ahora un círculo, un poco más ancho que el primero, y volvimos a manejar la azada. Estaba yo atrozmente cansado; pero, sin darme cuenta de lo que había ocasionado aquel cambio en mi pensamiento, no sentía ya gran aversión por aquel trabajo impuesto. Me interesaba de un modo inexplicable; más aún, me excitaba. Tal vez había en todo el extravagante comportamiento de Legrand cierto aire de presciencia, de deliberación, que me impresionaba. Cavaba con ardor, y de cuando en cuando me sorprendía buscando, por decirlo así, con los ojos movidos de un sentimiento que se parecía mucho a la espera, aquel tesoro imaginario, cuya visión había trastornado a mi infortunado compañero. En uno de esos momentos en que tales fantasías mentales se habían apoderado más a fondo de mí, y cuando llevábamos trabajando quizá una hora y media, fuimos de nuevo interrumpidos por los violentos ladridos del perro. Su inquietud, en el primer caso, era, sin duda, el resultado de un retozo o de un capricho; pero ahora asumía un tono más áspero y más serio. Cuando Júpiter se esforzaba por volver a ponerle un bozal, ofreció el animal una furiosa resistencia, y, saltando dentro del hoyo, se puso a cavar, frenético, con sus uñas. En unos segundos había dejado al descubierto una masa de osamentas humanas, formando dos esqueletos íntegros, mezclados con varios botones de metal y con algo que nos pareció ser lana podrida y polvorienta. Uno o dos azadonazos hicieron saltar la hoja de un ancho cuchillo español, y al cavar más surgieron a la luz tres o cuatro monedas de oro y de plata.
Al ver aquello, Júpiter no pudo apenas contener su alegría; pero la cara de su amo expresó una extraordinaria desilusión. Nos rogó, con todo, que continuásemos nuestros esfuerzos, y apenas había dicho aquellas palabras, tropecé y caí hacia adelante, al engancharse la punta de mi bota en una ancha argolla de hierro que yacía medio enterrada en la tierra blanda.
Nos pusimos a trabajar ahora con gran diligencia, y nunca he pasado diez minutos de más intensa excitación. Durante este intervalo desenterramos por completo un cofre oblongo de madera que, por su perfecta conservación y asombrosa dureza, había sido sometida a algún procedimiento de mineralización, acaso por obra del bicloruro de mercurio. Dicho cofre tenía tres pies y medio de largo, tres de ancho y dos y medio de profundidad. Estaba asegurado con firmeza por unos flejes de hierro forjado, remachados, y que formaban alrededor de una especie de enrejado. De cada lado del cofre, cerca de la tapa había tres argollas de hierro—seis en total—, por medio de las cuales, seis personas podían asirla Nuestros esfuerzos unidos sólo consiguieron moverlo ligeramente de su lecho. Vimos en seguida la imposibilidad de transportar un peso tan grande. Por fortuna, la tapa estaba sólo asegurada con dos tornillos movibles. Los sacamos, trémulos y palpitantes de ansiedad. En un instante, un tesoro de incalculable valor apareció refulgente ante nosotros. Los rayos de las linternas caían en el hoyo, haciendo brotar de un montón confuso de oro y de joyas destellos y brillos que cegaban del todo nuestros ojos.
No intentaré describir los sentimientos con que contemplaba aquello. El asombro, naturalmente, predominaba sobre los demás. Legrand parecía exhausto por la excitación, y no profirió más que algunas palabras. En cuanto a Júpiter, su rostro durante unos minutos adquirió la máxima palidez que puede tomar la cara de un negro en tales circunstancias. Parecía estupefacto, fulminado. Pronto cayó de rodillas en el hoyo, y hundiendo sus brazos hasta el codo en el oro, los dejó allí, como si gozase del placer de un baño. A las postre exclamó con un hondo suspiro, como en un monólogo:
—¡Y todo esto viene del escarabajo de oro! ¡Del pobre escarabajito, al que yo insultaba y calumniaba! ¿No te avergüenzas de ti mismo, negro? ¡Anda, contéstame!
Fué menester, por último, que despertase a ambos, al amo y al criado, ante la conveniencia de transportar el tesoro. Se hacía tarde y teníamos que desplegar cierta actividad, si queríamos que todo estuviese en seguridad antes del amanecer. No sabíamos qué determinación tomar, y perdimos mucho tiempo en deliberaciones de lo trastornadas que teníamos nuestras ideas. Por último, aligeramos de peso al cofre quitando las dos terceras partes de su contenido, y pudimos, en fin, no sin dificultad. sacarlo del hoyo. Los objetos que habíamos extraído fueron depositados entre las zarzas, bajo la custodia del perro, al que Júpiter ordenó que no se moviera de su puesto bajo ningún pretexto, y que no abriera la boca hasta nuestro regreso. Entonces nos pusimos presurosamente en camino con el cofre; llegamos sin accidente a la cabaña, aunque después de tremendas penalidades y a la una de la madrugada. Rendidos como estábamos, no hubiese habido naturaleza humana capaz de reanudar la tarea acto seguido. Permanecimos descansando hasta las dos; luego cenamos, y en seguida partimos hacia las colinas, provistos de tres grandes sacos que, por una suerte feliz, habíamos encontrado antes. Llegamos al filo de las cuatro a la fosa, nos repartimos el botín, con la mayor igualdad posible y dejando el hoyo sin tapar, volvimos hacia la cabaña, en la que depositamos por segunda vez nuestra carga de oro, a tiempo que los primeros débiles rayos del alba aparecían por encima de las copas de los árboles hacia el Este.
III
Estábamos completamente destrozados, pero la intensa excitación de aquel momento nos impidió todo reposo. Después de un agitado sueño de tres o cuatro horas de duración, nos levantamos, como si estuviéramos de acuerdo, para efectuar el examen de nuestro tesoro.
El cofre había sido llenado hasta los bordes, y empleamos el día entero y gran parte de la noche siguiente en escudriñar su contenido. No mostraba ningún orden o arreglo. Todo había sido amontonado allí, en confusión. Habiéndolo clasificado cuidadosamente, nos encontramos en posesión de una fortuna que superaba todo cuanto habíamos supuesto. En monedas había más de cuatrocientos cincuenta mil dólares, estimando el valor de las piezas con tanta exactitud como pudimos, por las tablas de cotización de la época. No había allí una sola partícula de plata. Todo era oro de una fecha muy antigua y de una gran variedad: monedas francesas, españolas y alemanas, con algunas guineas inglesas y varios discos de los que no habíamos visto antes ejemplar alguno. Había varias monedas muy grandes y pesadas pero tan desgastadas, que nos fué imposible descifrar sus inscripciones. No se encontraba allí ninguna americana. La valoración de las joyas presentó muchas más dificultades. Había diamantes, algunos de ellos muy finos y voluminosos, en total ciento diez, y ninguno pequeño; dieciocho rubíes de un notable brillo, trescientas diez esmeraldas hermosísimas, veintiún zafiros y un ópalo. Todas aquellas piedras habían sido arrancadas de sus monturas y arrojadas en revoltijo al interior del cofre. En cuanto a las monturas mismas, que clasificamos aparte del otro oro, parecían haber sido machacadas a martillazos para evitar cualquier identificación. Además de todo lo indicado, había una gran cantidad de adornos de oro macizo: cerca de doscientas sortijas y pendientes, de extraordinario grosor; ricas cadenas, en número de treinta, si no recuerdo mal; noventa y tres grandes y pesados crucifijos; cinco incensarios de oro de gran valía; una prodigiosa ponchera de oro, adornada con hojas de parra muy bien engastadas, y con figuras de bacantes; dos empuñaduras de espada exquisitamente repujadas, y otros muchos objetos más pequeños que no puedo recordar. El peso de todo ello excedía de las trescientas cincuenta libras avoirdupois , y en esta valoración no he incluido ciento noventa y siete relojes de oro soberbios, tres de los cuales valdrían cada uno quinientos dólares. Muchos eran viejísimos y desprovistos de valor como tales relojes: sus maquinarias habían sufrido más o menos de la corrosión de la tierra; pero todos estaban ricamente adornados con pedrerías, y las cajas eran de gran precio. Valoramos aquella noche el contenido total del cofre en un millón y medio de dólares, y cuando más tarde dispusimos de los dijes y joyas (quedándonos con algunos para nuestro uso personal), nos encontramos con que habíamos hecho una tasación muy por debajo del tesoro.
Cuando terminamos nuestro examen, y al propio tiempo se calmó un tanto aquella intensa excitación, Legrand, que me veía consumido de impaciencia por conocer la solución de aquel extraordinario enigma, entró a pleno detalle en las circunstancias relacionadas con él.
—Recordará usted—dijo—la noche en que le mostré el tosco bosquejo que había hecho del escarabajo. Recordará también que me molestó mucho el que insistiese en que mi dibujo se parecía a una calavera. Cuando hizo usted por primera vez su afirmación, creí que bromeaba; pero después pensé en las manchas especiales sobre el dorso del insecto, y reconocí en mi interior que su observación tenía en realidad, cierta ligera base. A pesar de todo, me irritó su burla respecto a mis facultades gráficas, pues estoy considerado como un buen artista, y por eso, cuando me tendió usted el trozo de pergamino, estuve a punto de estrujarlo y de arrojarlo, enojado, al fuego.
—Se refiere usted al trozo de papel—dije.
—No; aquello tenía el aspecto de papel, y al principio yo mismo supuse que lo era; pero, cuando quise dibujar sobre él, descubrí en seguida que era un trozo de pergamino muy viejo. Estaba todo sucio, como recordará. Bueno; cuando me disponía a estrujarlo, mis ojos cayeron sobre el esbozo que usted había examinado, y ya puede imaginarse mi asombro al percibir realmente la figura de una calavera en el sitio mismo donde había yo creído dibujar el insecto. Durante un momento me sentí demasiado atónito para pensar con sensatez. Sabía que mi esbozo era muy diferente en detalle de éste, aunque existiese cierta semejanza en el contorno general.
Cogí en seguida una vela y, sentándome al otro extremo de la habitación, me dediqué a un examen minucioso del pergamino. Dándole vueltas, Vi mi propio bosquejo sobre el reverso, ni más ni menos que como lo había hecho. Mi primera impresión fué entonces de simple sorpresa ante la notable semejanza efectiva del contorno; y resulta una coincidencia singular el hecho de aquella imagen, desconocida para mí, que ocupaba el otro lado del pergamino debajo mismo de mi dibujo del escarabajo, y de la calavera aquella que se parecía con tanta exactitud a dicho dibujo no sólo en el contorno, sino en el tamaño. Digo que la singularidad de aquella coincidencia me dejó pasmado durante un momento. Es éste el efecto habitual de tales coincidencias. La mente se esfuerza por establecer una relación—una ilación de causa y efecto—, y siendo incapaz de conseguirlo, sufrí una especie de parálisis pasajera. Pero cuando me recobré de aquel estupor, sentí surgir en mí poco a poco una convicción que me sobrecogió más aún que aquella coincidencia. Comencé a recordar de una manera clara y positiva que no había ningún dibujo sobre el pergamino cuando hice mi esbozo del escarabajo. Tuve la absoluta certeza de ello, pues me acordé de haberle dado vueltas a un lado y a otro buscando el sitio más limpio... Si la calavera hubiera estado allí, la habría yo visto, por supuesto. Existía allí un misterio que me sentía incapaz de explicar; pero desde aquel mismo momento me pareció ver brillar débilmente, en las más remotas y secretas cavidades de mi entendimiento, una especie de luciérnaga de la verdad de la cual nos había aportado la aventura de la última noche una prueba tan magnífica. Me levanté al punto, y guardando con cuidado el pergamino dejé toda reflexión ulterior para cuando pudiese estar solo.
En cuanto se marchó usted, y Júpiter estuvo profundamente dormido, me dediqué a un examen más metódico de la cuestión. En primer lugar, quise comprender de qué modo aquel pergamino estaba en mi poder. El sitio en que descubrimos el escarabajo se hallaba en la costa del continente, a una milla aproximada al este de la isla, pero a corta distancia sobre el nivel de la marea alta. Cuando le cogí, me pico con fuerza, haciendo que le soltase. Júpiter con su acostumbrada prudencia, antes de agarrar el insecto, que había volado hacia él, buscó a su alrededor una hoja o algo parecido con que apresarlo. En ese momento sus ojos, y también los míos, cayeron sobre el trozo de pergamino que supuse era un papel. Estaba medio sepultado en la arena, asomando una parte de él. Cerca del sitio donde lo encontramos vi los restos del casco de un gran barco, según me pareció. Aquellos restos de un naufragio debían de estar allí desde hacía mucho tiempo, pues apenas podía distinguirse su semejanza con la armazón de un barco.
Júpiter recogió, pues, el pergamino, envolvió en él al insecto y me lo entregó. Poco después volvimos a casa y encontramos al teniente G***. Le enseñé el ejemplar y me rogó que le permitiese llevárselo al fuerte. Accedí a ello y se lo metió en el bolsillo de su chaleco sin el pergamino en que iba envuelto y que había conservado en la mano durante su examen. Quizá temió que cambiase de opinión y prefirió asegurar en seguida su presa; ya sabe usted que es un entusiasta de todo cuanto se relaciona con la historia natural. En aquel momento, sin darme cuenta de ello, debí de guardarme el pergamino en el bolsillo.
Recordará usted que cuando me senté ante la mesa a fin de hacer un bosquejo del insecto no encontré papel donde habitualmente se guarda. Miré en el cajón, y no lo encontré allí. Rebusqué mis bolsillos, esperando hallar en ellos alguna carta antigua, cuando mis dedos tocaron el pergamino. Le detallo a usted de un modo exacto cómo cayó en mi poder, pues las circunstancias me impresionaron con una fuerza especial.
Sin duda alguna, usted me creyó un soñador; pero yo había establecido ya una especie de conexión. Acababa de unir dos eslabones de una gran cadena. Allí había un barco que naufragó en la costa, y no lejos de aquel barco, un pergamino—no un papel—con una calavera pintada sobre él. Va usted, naturalmente, a preguntarme: ¿dónde está la relación? Le responderé que la calavera es el emblema muy conocido de los piratas. Llevan izado el pabellón con la calavera en todos sus combates.
Como le digo, era un trozo de pergamino, y no de papel. El pergamino es de una materia duradera casi indestructible. Rara vez se consignan sobre uno cuestiones de poca monta, ya que se adapta mucho peor que el papel a las simples necesidades del dibujo o de la escritura. Esta reflexión me indujo a pensar en algún significado, en algo que tenía relación con la calavera. No dejé tampoco de observar la forma del pergamino. Aunque una de las esquinas aparecía rota por algún accidente, podía verse bien que la forma original era oblonga. Se trataba precisamente de una de esas tiras que se escogen como memorándum, para apuntar algo que desea uno conservar largo tiempo y con cuidado.
—Pero—le interrumpí—dice usted que la calavera no estaba sobre el pergamino cuando dibujó el insecto. ¿Cómo, entonces, establece una relación entre el barco y la calavera, puesto que esta última, según su propio aserto, debe de haber sido dibujada (Dios únicamente sabe cómo y por quién) en algún período posterior a su apunte del escarabajo?
—¡Ah! Sobre eso gira todo el misterio, aunque he tenido, en comparación, poca dificultad en resolver ese extremo del secreto. Mi marcha era segura y no podía conducirme más que a un solo resultado. Razoné así, por ejemplo: al dibujar el escarabajo, no aparecía la calavera sobre el pergamino. Cuando terminé el dibujo, se lo di a usted y le observé con fijeza hasta que me lo devolvió. No era usted, por tanto, quien había dibujado la calavera, ni estaba allí presente nadie que hubiese podido hacerlo. No había sido, pues, realizado por un medio humano. Y, sin embargo, allí estaba.
En este momento de mis reflexiones, me dediqué a recordar, y recordé, en efecto, con entera exactitud, cada incidente ocurrido en el intervalo en cuestión. La temperatura era fría (¡oh raro y feliz accidente!) y el fuego llameaba en la chimenea. Había yo entrado en calor con el ejercicio y me senté junto a la mesa. Usted, empero, tenía vuelta su silla, muy cerca de la chimenea. En el momento justo de dejar el pergamino en su mano, y cuando iba usted a examinarlo, Wolf, el terranova. entró y saltó hacia sus hombros. Con su mano izquierda usted le acariciaba, intentando apartarle, cogido el pergamino con la derecha, entre sus rodillas y cerca del fuego. Hubo un instante en que creí que la llama iba a alcanzarlo, y me disponía a decírselo; pero antes de que hubiese yo hablado la retiró usted y se dedicó a examinarlo. Cuando hube considerado todos estos detalles, no dudé ni un segundo que aquel calor había sido el agente que hizo surgir a la luz sobre el pergamino la calavera cuyo contorno veía señalarse allí. Ya sabe que hay y ha habido en todo tiempo preparaciones químicas por medio de las cuales es posible escribir sobre papel o sobre vitela caracteres que así no resultan visibles hasta que son sometidos a la acción del fuego. Se emplea algunas veces el zafre, digerido en agua regia y diluido en cuatro veces su peso de agua; de ello se origina un tono verde. El régulo de cobalto, disuelto en espíritu de nitro, da el rojo. Estos colores desaparecen a intervalos más o menos largos, después que la materia sobre la cual se ha escrito se enfría, pero reaparecen a una nueva aplicación de calor.
Examiné entonces la calavera con toda meticulosidad. Los contornos—los más próximos al borde del pergamino—resultaban mucho más claros que los otros. Era evidente que la acción del calor había sido imperfecta o desigual. Encendí inmediatamente el fuego y sometí cada parte del pergamino al calor ardiente. Al principio no tuvo aquello más efecto que reforzar las líneas débiles de la calavera; pero, perseverando en el ensayo, se hizo visible, en la esquina de la tira diagonalmente opuesta al sitio donde estaba trazada la calavera, una figura que supuse de primera intención era la de una cabra. Un examen más atento, no obstante, me convenció de que habían intentado representar un cabritillo.
—¡Ja, ja!—exclamé—. No tengo, sin duda, derecho a burlarme de usted (un millón y medio de dólares es algo muy serio para tomarlo a broma). Pero no irá a establecer un tercer eslabón en su cadena; no querrá encontrar ninguna relación especial entre sus piratas y una cabra; los piratas, como sabe, no tienen nada que ver con las cabras; eso es cosa de los granjeros.
—Pero si acabo de decirle que la figura no era la de una cabra.
—Bueno; la de un cabritillo, entonces; viene a ser casi lo mismo.
—Casi, pero no del todo—dijo Legrand—. Debe usted de haber oído hablar de un tal capitán Kidd. Consideré en seguida la figura de ese animal como una especie de firma logogrífica o jeroglífica. Digo firma porque el sitio que ocupaba sobre el pergamino sugería esa idea. La calavera, en la esquina diagonal opuesta, tenía así el aspecto de un sello, de una estampilla. Pero me hallé dolorosamente desconcertado ante la ausencia de todo lo demás del cuerpo de mi imaginado documento, del texto de mi contexto.
—Supongo que esperaba usted encontrar una carta entre el sello y la firma.
—Algo por el estilo. El hecho es que me sentí irresistiblemente impresionado por el presentimiento de una buena fortuna inminente. No podría decir por qué. Tal vez, después de todo, era más bien un deseo que una verdadera creencia; pero ¿no sabe que las absurdas palabras de Júpiter, afirmando que el escarabajo era de oro macizo, hicieron un notable efecto sobre mi imaginación? Y luego, esa serie de accidentes y coincidencias era, en realidad, extraordinaria. ¿Observa usted lo que había de fortuito en que esos acontecimientos ocurriesen el único día del año en que ha hecho, ha podido hacer, el suficiente frío para necesitarse fuego, y que, sin ese fuego, o sin la intervención del perro en el preciso momento en que apareció, no habría podido yo enterarme de lo de la calavera, ni habría entrado nunca en posesión del tesoro?
Pero continúe... Me consume la impaciencia.
—Bien; habrá usted oído hablar de muchas historias que corren, de esos mil vagos rumores acerca de tesoros enterrados en algún lugar de la costa del Atlántico por Kidd y sus compañeros. Esos rumores desde hace tanto tiempo y con tanta persistencia, desde hace tanto tiempo y con tanta persistencia, ello se debía, a mi juicio, tan sólo a la circunstancia de que el tesoro enterrado permanecía enterrado. Si Kidd hubiese escondido su botín durante cierto tiempo y lo hubiera recuperado después, no habrían llegado tales rumores hasta nosotros en su invariable forma actual. Observe que esas historias giran todas alrededor de buscadores, no de descubridores de tesoros. Si el pirata hubiera recuperado su botín, el asunto habría terminado allí. Parecíame que algún accidente—por ejemplo, la pérdida de la nota que indicaba el lugar preciso—debía de haberle privado de los medios para recuperarlo, llegando ese accidente a conocimiento de sus compañeros, quienes, de otro modo, no hubiesen podido saber nunca que un tesoro había sido escondido y que con sus búsquedas infructuosas, por carecer de guía al intentar recuperarlo, dieron nacimiento primero a ese rumor, difundido universalmente por entonces, y a las noticias tan corrientes ahora. ¿Ha oído usted hablar de algún tesoro importante que haya sido desenterrado a lo largo de la costa?
—Nunca.
—Pues es muy notorio que Kidd los había acumulado inmensos. Daba yo así por supuesto que la tierra seguía guardándolos, y no le sorprenderá mucho si le digo que abrigaba una esperanza que aumentaba casi hasta la certeza: la de que el pergamino tan singularmente encontrado contenía la última indicación del lugar donde se depositaba.
—Pero ¿cómo procedió usted?
—Expuse de nuevo la vitela al fuego, después de haberlo avivado; pero no apareció nada. Pensé entonces que era posible que la capa de mugre tuviera que ver en aquel fracaso: por eso lavé con esmero el pergamino vertiendo agua caliente encima, y una vez hecho esto, lo coloqué en una cacerola de cobre, con la calavera hacia abajo, y puse la cacerola sobre una lumbre de carbón. A los pocos minutos estando ya la cacerola calentada a fondo, saqué la tira de pergamino, y fué inexpresable mi alegría al encontrarla manchada, en varios sitios, con signos que parecían cifras alineadas. Volví a colocarla en la cacerola, y la dejé allí otro minuto. Cuando la saqué, estaba enteramente igual a como va usted a verla.
Y al llegar aquí, Legrand, habiendo calentado de nuevo el pergamino, lo sometió a mi examen. Los caracteres siguientes aparecían de manera toscamente trazada, en color rojo, entre la calavera y la cabra:
53+++305))6*;4826)4+.)4+);806*:48+8¶60))85;1+(;:+*8+83(88)
5*+;46(;88*96*’;8)*+(;485);5*+2:*+(;4956*2(5*—4)8¶8*;406
9285);)6+8)4++;1(+9;48081;8:+1;48+85;4)485+528806*81(+9;
48;(88;4(+?34;48)4+;161;:188;+?;
—Pero—dije, devolviéndole la tira—sigo estando tan a oscuras como antes. Si todas las joyas de Golconda esperasen de mí la solución de este enigma, estoy en absoluto seguro de que sería incapaz de obtenerlas.
—Y el caso—dijo Legrand—que la solución no resulta tan difícil como cabe imaginarla tras del primer examen apresurado de los caracteres. Estos caracteres, según pueden todos adivinarlo fácilmente forman una cifra, es decir, contienen un significado pero por lo que sabemos de Kidd, no podía suponerle capaz de construir una de las más abstrusas criptografías. Pensé, pues, lo primero, que ésta era de una clase sencilla, aunque tal, sin embargo, que pareciese absolutamente indescifrable para la tosca inteligencia del marinero, sin la clave.
—¿Y la resolvió usted, en verdad?
—Fácilmente; había yo resuelto otras diez mil veces más complicadas. Las circunstancias y cierta predisposición mental me han llevado a interesarme por tales acertijos, y es, en realidad, dudoso que el genio humano pueda crear un enigma de ese género que el mismo ingenio humano no resuelva con una aplicación adecuada. En efecto, una vez que logré descubrir una serie de caracteres visibles, no me preocupó apenas la simple dificultad de desarrollar su significación.
En el presente caso—y realmente en todos los casos de escritura secreta—la primera cuestión se refiere al lenguaje de la cifra, pues los principios de solución, en particular tratándose de las cifras más. sencillas, dependen del genio peculiar de cada idioma y pueden ser modificadas por éste. En general, no hay otro medio para conseguir la solución que ensayar (guiándose por las probabilidades) todas las lenguas que os sean conocidas, hasta encontrar la verdadera. Pero en la cifra de este caso toda dificultad quedaba resuelta por la firma. El retruécano sobre la palabra Kidd sólo es posible en lengua inglesa. Sin esa circunstancia hubiese yo comenzado mis ensayos por el español y el francés, por ser las lenguas en las cuales un pirata de mares españoles hubiera debido, con más naturalidad, escribir un secreto de ese género. Tal como se presentaba, presumí que el criptograma era inglés.
IV
Fíjese usted en que no hay espacios entre las palabras. Si los hubiese habido, la tarea habría sido fácil en comparación. En tal caso hubiera yo comenzado por hacer una colación y un análisis de las palabras cortas, y de haber encontrado, como es muy probable, una palabra de una sola letra (a o I-uno, yo, por ejemplo), habría estimado la solución asegurada. Pero como no había espacios allí, mi primera medida era averiguar las letras predominantes así como las que se encontraban con menor frecuencia. Las conté todas y formé la siguiente tabla:
El signo 8
aparece 33 veces
— ;
— 26 —
— 4
— 19 —
+
— y)
+
— 16 —
— *
— 13 —
— 5
— 12 —
— 6
— 11 —
— +1
— 10 —
— 0
— 8 —
— 9 y 2
— 5 —
— : y 3
— 4 —
— ?
— 3 —
— (signo pi)
— 2 —
— — y
— 1 vez
Ahora bien: la letra que se encuentra con mayor frecuencia en inglés es la e. Después, la serie es la siguiente: a o y d h n r s t u y c f g l m w b k p q x z. La e predomina de un modo tan notable, que es raro encontrar una frase sola de cierta longitud de la que no sea el carácter principal.
Tenemos, pues, nada más comenzar, una base para algo más que una simple conjetura. El uso general que puede hacerse de esa tabla es obvio, pero para esta cifra particular sólo nos serviremos de ella muy parcialmente. Puesto que nuestro signo predominante es el 8, empezaremos por ajustarlo a la e del alfabeto natural. Para comprobar esta suposición, observemos si el 8 aparece a menudo por pares—pues la e se dobla con gran frecuencia en inglés—en palabras como, por ejemplo, meet, speed, seen, been agree, etcétera. En el caso presente, vemos que está doblado lo menos cinco veces, aunque el criptograma sea breve.
Tomemos, pues, el 8 como e. Ahora, de todas las palabras de la lengua, the es la más usual; por tanto, debemos ver si no está repetida la combinación de tres signos, siendo el último de ellos el 8. Si descubrimos repeticiones de tal letra, así dispuestas, representarán, muy probablemente, la palabra the. Una vez comprobado esto, encontraremos no menos de siete de tales combinaciones, siendo los signos 48 en total. Podemos, pues, suponer que ; representa t, 4 representa h, y 8 representa e, quedando este último así comprobado. Hemos dado ya un gran paso.
Acabamos de establecer una sola palabra; pero ello nos permite establecer también un punto más importante; es decir, varios comienzos y terminaciones de otras palabras. Veamos, por ejemplo, el penúltimo caso en que aparece la combinación; 48 casi al final de la cifra. Sabemos que el, que viene inmediatamente después es el comienzo de una palabra, y de los seis signos que siguen a ese the, conocemos, por lo menos, cinco. Sustituyamos, pues, esos signos por las letras que representan, dejando un espacio para el desconocido:
t eeth
Debemos, lo primero, desechar el th como no formando parte de la palabra que comienza por la primera t, pues vemos, ensayando el alfabeto entero para adaptar una letra al hueco, que es imposible formar una palabra de la que ese th pueda formar parte. Reduzcamos, pues, los signos a
t ee.
Y volviendo al alfabeto, si es necesario como antes, llegamos a la palabra "tree" (árbol), como la única que puede leerse. Ganamos así otra letra, la r, representada por (, más las palabras yuxtapuestas the tree (el árbol).
Un poco más lejos de estas palabras, a poca distancia, vemos de nuevo la combinación; 48 y la empleamos como terminación de lo que precede inmediatamente. Tenemos así esta distribución:
the tree : 4 + ? 34 the,
o sustituyendo con letras naturales los signos que conocemos, leeremos esto:
tre tree thr + ? 3 h the.
Ahora, si sustituimos los signos desconocidos por espacios blancos o por puntos, leeremos:
the tree thr... h the,
y, por tanto, la palabra through (por, a través) resulta evidente por sí misma. Pero este descubrimiento nos da tres nuevas letras, o, u, y g, representadas por + ? y 3.
Buscando ahora cuidadosamente en la cifra combinaciones de signos conocidos, encontraremos no lejos del comienzo esta disposición:
83 (88, o agree,
que es, evidentemente, la terminación de la palabra degree (grado), que nos da otra letra, la d, representada por +.
Cuatro letras más lejos de la palabra degree, observamos la combinación,
; 46 (; 88
cuyos signos conocidos traducimos, representando el desconocido por puntos, como antes; y leemos:
th . rtea.
Arreglo que nos sugiere acto seguido la palabra thirteen (trece) y que nos vuelve a proporcionar dos letras nuevas, la i y la n, representadas por 6 y *.
Volviendo ahora al principio del criptograma, encontramos la combinación.
+++
53
+++
Traduciendo como antes, obtendremos
.good.
Lo cual nos asegura que la primera letra es una A, y que las dos primeras palabras son A good (un bueno, una buena).
Sería tiempo ya de disponer nuestra clave, conforme a lo descubierto, en forma de tabla, para evitar confusiones. Nos dará lo siguiente:
5
representa
a
+
—
d
8
—
e
3
—
g
4
—
h
6
—
i
*
—
n
+ +
—
o
(
—
r
:
—
t
?
—
u
Tenemos así no menos de diez de las letras más importantes representadas, y es inútil buscar la solución con esos detalles. Ya le he dicho lo suficiente para convencerle de que cifras de ese género son de fácil solución, y para darle algún conocimiento de su desarrollo razonado. Pero tenga la seguridad de que la muestra que tenemos delante pertenece al tipo más sencillo de la criptografía. Sólo me queda darle la traducción entera de los signos escritos sobre el pergamino, ya descifrados. Hela aquí:
A good glass in the Bishop’s Hostel in the devil´s seat forty-one degrees and thirteen minutes northeast and by north main branch seventh, limb east side shoot from the left eye of the death'shead a bee-line from the tree through the shot fifty feet out
—Pero—dije—el enigma me parece de tan mala calidad como antes. ¿Cómo es posible sacar un sentido cualquiera de toda esa jerga referente a "la silla del diablo", "la cabeza de muerto" y "el hostal o la hostelería del obispo"?
—Reconozco—replicó Legrand—que el asunto presenta un aspecto serio cuando echa uno sobre él una ojeada casual. Mi primer empeño fué separar lo escrito en las divisiones naturales que había intentado el criptógrafo.
—¿Quiere usted decir, puntuarlo?
—Algo por el estilo.
—Pero ¿cómo le fué posible hacerlo?
—Pensé que el rasgo característico del escritor habia consistido en agrupar sus palabras sin separación alguna, queriendo así aumentar la dificultad de la solución. Ahora bien: un hombre poco agudo, al perseguir tal objeto, tendrá, seguramente, la tendencia a superar la medida. Cuando en el curso de su composición llegaba a una interrupción de su tema que requería, naturalmente, una pausa o un punto, se excedió, en su tendencia a agrupar sus signos, más que de costumbre. Si observa usted ahora el manuscrito le será fácil descubrir cinco de esos casos de inusitado agrupamiento. Utilizando ese indicio hice la consiguiente división:
A good glass in the bishop's hostel in the devil's sear —forty one degrees and thirteen minutes—northeast and by north—main branch seventh limb eart side—shoot from the left eye of the death's-head—a bee line from the tree through the shot fifty feet out .
—Aun con esa separación—dije—, sigo estando a oscuras.
—También yo lo estuve—replicó Legrand—por espacio de algunos días, durante los cuales realicé diligentes pesquisas en las cercanías de la isla de Sullivan, sobre una casa que llevase el nombre de Hotel del Obispo, pues, por supuesto, deseché la palabra anticuada "hostal, hostería". No logrando ningún informe sobre la cuestión, estaba a punto de extender el campo de mi búsqueda y de obrar de un modo más sistemático, cuando una mañana se me ocurrió de repente que aquel "Bishop's Hostel" podía tener alguna relación con una antigua familia apellidada Bessop, la cual, desde tiempo inmemorial, era dueña de una antigua casa solariega a unas cuatro millas, aproximadamente, al norte de la isla. De acuerdo con lo cual fui a la plantación, y comencé de nuevo mis pesquisas entre los negros más viejos del lugar. Por último, una de las mujeres de más edad me dijo que ella había oído hablar de un sitio como Bessop's Castle (castillo de Bassop), y que creía poder conducirme hasta él, pero que no era un castillo, ni mesón, sino una alta roca.
Le ofrecí retribuirle bien por su molestia y después de alguna vacilación, consintió en acompañarme hasta aquel sitio. Lo descubrimos sin gran dificultad; entonces la despedí y me dediqué al examen del paraje. El castillo consistía en una agrupación irregular de macizos y rocas, una de éstas muy notable tanto por su altura como por su aislamiento y su aspecto artificial. Trepé a la cima, y entonces me sentí perplejo ante lo que debía hacer después.
Mientras meditaba en ello, mis ojos cayeron sobre un estrecho reborde en la cara oriental de la roca a una yarda quizá por debajo de la cúspide donde estaba colocado. Aquel reborde sobresalía unas dieciocho pulgadas, y no tendría más de un pie de anchura; un entrante en el risco, justamente encima, le daba una tosca semejanza con las sillas de respaldo cóncavo que usaban nuestros antepasados. No dudé que fuese aquello la "silla del diablo" a la que aludía el manuscrito, y me pareció descubrir ahora el secreto entero del enigma.
El "buen vaso" lo sabía yo, no podía referirse más que a un catalejo, pues los marineros de todo el mundo rara vez emplean la palabra "vaso" en otro sentido. Comprendí ahora en seguida que debía utilizarse un catalejo desde un punto de vista determinado que no admitía variación. No dudé un instante en pensar que las frases "cuarenta y un grados y trece minutos" y "Nordeste cuarto de Norte" debían indicar la dirección en que debía apuntarse el catalejo. Sumamente excitado por aquellos descubrimientos, marché, presuroso, a casa, cogí un catalejo y volví a la roca.
Me dejé escurrir sobre el reborde y vi que era imposible permanecer sentado allí, salvo en una posición especial. Éste hecho confirmó mi preconcebida idea. Me dispuse a utilizar el catalejo. Naturalmente, los "cuarenta y un grados y trece minutos" podían aludir sólo a la elevación por encima del horizonte visible, puesto que la dirección horizontal estaba indicada con claridad por las palabras "Nordeste cuarto de Norte". Establecí esta última dirección por medio de una brújula de bolsillo; luego, apuntando el catalejo con tanta exactitud como pude con un ángulo de cuarenta y un grados de elevación, lo moví con cuidado de arriba abajo, hasta que detuvo mi atención una grieta circular u orificio en el follaje de un gran árbol que sobresalía de todos los demás, a distancia. En el centro de aquel orificio divisé un punto blanco; pero no pude distinguir al principio lo que era. Graduando el foco del catalejo, volví a mirar, y comprobé ahora que era un cráneo humano.
Después de este descubrimiento, consideré con entera confianza el enigma como resuelto, pues la frase "rama principal, séptimo vástago, lado Este" no podía referirse más que a la posición de la calavera sobre el árbol, mientras lo de "soltar desde el ojo izquierdo de la cabeza de muerto" no admitía tampoco más que una interpretación con respecto a la busca de un tesoro enterrado. Comprendí que se trataba de dejar caer una bala desde el ojo izquierdo, y que una línea recta (línea de abeja), partiendo del punto más cercano al tronco por ''la bala" (o por el punto donde cayese la bala), y extendiéndose desde allí a una distancia de cincuenta pies, indicaría el sitio preciso, y debajo de este sitio juzgué que era, por lo menos, posible que estuviese allí escondido un depósito valioso.
—Todo eso—dije—es harto claro, y asimismo ingenioso, sencillo y explícito. Y cuando abandonó usted el Hotel del Obispo, ¿qué hizo?
—Pues habiendo anotado escrupulosamente la orientación del árbol, me volví a casa. Sin embargo en el momento de abandonar "la silla del diablo", el orificio circular desapareció, y de cualquier lado que me volviese érame ya imposible divisarlo. Lo que me parece el colmo del ingenio en este asunto es el hecho (pues, al repetir la experiencia, me he convencido de que es un hecho) de que la abertura circular en cuestión resulta sólo visible desde un punto que es el indicado por esa estrecha cornisa sobre la superficie de la roca.
En esta expedición al Hotel del Obispo fui seguido por Júpiter, quien observaba, sin duda, desde hacia unas semanas, mi aire absorto, y ponía un especial cuidado en no dejarme solo. Pero al día siguiente me levanté muy temprano, conseguí escaparme de él y corrí a las colinas en busca del árbol. Me costó mucho trabajo encontrarlo. Cuando volví a casa por la noche, mi criado se disponía a vapulearme. En cuanto al resto de la aventura, creo que está usted tan enterado como yo.
—Supongo—dije—que equivocó usted el sitio en las primeras excavaciones, a causa de la estupidez de Júpiter dejando caer el escarabajo por el ojo derecho de la calavera en lugar de hacerlo por el izquierdo.
—Exactamente. Esa equivocación originaba una diferencia de dos pulgadas y media, poco más o menos, en relación con la bala, es decir, en la posición de la estaca junto al árbol, y si el tesoro hubiera estado bajo la "bala", el error habría tenido poca importancia; pero la "bala", y al mismo tiempo el punto más cercano al árbol, representaban simplemente dos puntos para establecer una línea de dirección; claro está que el error, aunque insignificante al principio, aumentaba al avanzar siguiendo la línea, y cuando hubimos llegado a una distancia de cincuenta pies, nos había apartado por completo de la pista. Sin mi idea arraigada a fondo de que había allí algo enterrado, todo nuestro trabajo hubiera sido inútil.
—Pero su grandilocuencia, su actitud balanceando el insecto, ¡cuán excesivamente estrambóticas! Tenía yo la certeza de que estaba usted loco. Y ¿por qué insistió en dejar caer el escarabajo desde la calavera, en vez de una bala?
—¡Vaya! Para serle franco, me sentía algo molesto por sus claras sospechas respecto a mi sano juicio, y decidí castigarle algo, a mi manera, con un poquito de serena mixtificación. Por esa razón balanceaba yo el insecto, y por esa razón también quise dejarlo caer desde el árbol. Una observación que hizo usted acerca de su peso me sugirió esta última idea.
—Sí, lo comprendo; y ahora no hay más que un punto que me desconcierta. ¿Qué vamos a decir de los esqueletos encontrados en el hoyo?
—Esa es una pregunta a la cual, lo mismo que usted, no sería yo capaz de contestar. No veo, por cierto, más que un modo plausible de explicar eso; pero mi sugerencia entraña una atrocidad tal, que resulta horrible de creer. Aparece claro que Kidd (si fué verdaderamente Kidd quien escondió el tesoro, lo cual no dudo), aparece claro que él debió de hacerse ayudar en su trabajo. Pero, una vez terminado, éste pudo juzgar conveniente suprimir a todos los que compartían su secreto. Acaso un par de azadonazos fueron suficientes, mientras sus ayudantes estaban ocupados en el hoyo; acaso necesitó una docena. ¿Quién nos lo dirá?
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