La Comunidad de la Sangre y el Suicidio
Jean Paul Roux
Jean Paul Roux
Toda comunidad, cualquiera sea su tamaño, se funda en la posesión común de ciertos bienes: una lengua, una cultura, una tradición, referencias, una historia.
Pero las comunidades que se reducen a las dimensiones de una pequeña etnia, de una tribu, de una familia, que pueden referirse realmente a todo eso, se definen sobre todo por la sangre.
Sería imprudente suponer que las grandes civilizaciones han perdido la noción de la sangre común que corre por las venas del grupo y que le permite redescubrir, generación tras generación, vicios y virtudes hereditarios: estas últimas atraen misteriosamente entre sí a dos parientes cercanos que jamás se han visto, como, por ejemplo, dos hermanos o un niño raptado de la cuna y su madre.
La "voz de la sangre", la primera manifestación que se ha querido ver a veces, aunque de manera poco convincente, en el personaje de Orestes, es un tema literario que los escritores han explotado con creces desde los tiempos antiguos hasta Mazo de La Roche y que goza de tanto favor en el mundo musulmán como en otros lugares. Las mil y una noches nos ofrece ejemplos de ello: aquí un padre y un hijo se encuentran por casualidad y se reconocen en seguida; allá, Charjan compra como esclava a su hermana Nozhat, a quien no conoce, la manumite, la desposa y tiene un hijo con ella.
Mucho más rico en referencias que esta invencible atracción que puede llevar al crimen del incesto y que, por tanto, es imperfecta, parece ser el resurgimiento de las cualidades y de los defectos, de signos premonitorios del parentesco, tanto en la Antigüedad como en los tiempos modernos. Al coro de Antígona de Sófocles que canta a la joven: "En el carácter inflexible se reconoce la sangre de Edipo", responde Agamenón en Ifigenia, de Racine:
"Id y que los griegos que quieren inmolaros / reconozcan mi sangre al verla correr" (Acto IV, escena 2).
E Hipólito, cuando declara:
"Fedra es de una sangre, demasiado bien lo sabéis, señor, de todos esos horrores más llena que la mía" (Racine, Fedra, Acto IV, escena 2).
E incluso don Diego, en El Cid:
"¡Ven, hijo mío! ¡Ven, sangre mía! (Corneille, El Cid, Acto I, escena 5).
El individualismo es una adquisición reciente y frágil.
El hombre distinto de los demás hombres, al extraer de sí mismo su valor, su existencia misma, se halla en equilibrio inestable entre dos abismos que lo atraen por igual: el de la colectividad en la que se pierde y el de los jefes ante los cuales se borra. En un estadio todavía arcaico de civilización, le es imposible concebirse en tanto individuo. En un primer momento era, y a veces por entero, parte de un todo, miembro de un grupo que no tenía sino un solo pensamiento, que no era más que una sola carne y una sola sangre, una sola vida bajo sus múltiples rostros. Únicamente la interdependencia, la vulnerabilidad común, permitía al grupo soldarse.
Sin la convicción de que todos debían participar en la tarea común de que todos se beneficiarían, de que el mal que cayera sobre unos alcanzaría a todos los demás, los seres humanos se habrían destruido entre sí. O, por lo menos, nunca habrían fundado una sociedad. Para sobrevivir, era indispensable reunirse.
Por eso el golpe que recibía uno caía también sobre todos los demás. ¿Y podía haber alguien más sensible a esto que quienes estaban en contacto con la sangre, única evidencia universalmente conocida? La venganza, ineluctable, fatalidad absoluta, expresa y justifica la existencia del grupo. "¡Ven, hijo mío! ¡Ven, sangre mía! (...) ¡Ven a vengarme!" Este grito atravesará los siglos, aun cuando, en lo esencial, las razones que le hicieron surgir hayan desaparecido.
El suicidio
De la vigorosa conciencia de la comunidad de sangre se desprende que el homicidio en el seno del grupo equivale a un suicidio, acto loco, monstruoso, a menos que esté sublimado y que no lo puedan vengar ni un miembro del grupo, ni un extraño: aquél no está involucrado, y éste sólo podría obligarse a sí mismo.
Las sociedades tribales africanas, tan fijadas a la venganza de la sangre, no reconocen un asesino en el fratricida y, en consecuencia, no lo castigan. Unanimidad ejemplar que es raro encontrar en otros sitios.
El parricidio, aun sin Freud, en fratricidio y, aún más, el asesinato de un primo cercano o lejano, no son crímenes demasiado frecuentes.
No olvidemos que el primer asesinato de la humanidad fue el de un hermano a manos de su hermano, el de Abel por Caín.
Una suerte de rebeldía espontánea ante el asesinato de un pariente y la necesidad de reforzar la preservación de la solidaridad grupal que el mero instinto permite, han dado nacimiento a la idea de que matarse a sí mismo o matar a un pariente irritaba a los dioses y, lo que es más, llevaba en sí su propia maldición. "Maldito seas", dice el Señor a Caín: era, en efecto, "el guarda de su hermano".
El grupo se desequilibra, la sociedad es atacada en lo que tiene de más sólido, en lo que la preserva. Su unidad es puesta en peligro por su propia locura.
De allí sólo pueden desprenderse desgracias. "Cuando labrares el suelo, no volverá más a darte su fuerza; vagabundo y errante, serás en la tierra" (Génesis, IV, 12-16).
Caín es duramente castigado por su acto, pero el Señor lo marca con un signo para que nadie lo mate. Judas, quien, al entregar a Cristo se ha dañado a sí mismo, se ahorcará, lo cual no será ni un rescate ni un camino de salvación, sino el cumplimiento de lo que había esbozado en el monte de los Olivos. La Iglesia, cuando prive de sepultura cristiana al suicida, conservará la idea de que el crimen supremo, el único imperdonable, es darse muerte a sí mismo. Igualmente, los brahamanistas y los budistas, a pesar de sus reflexiones sobre el valor del suicidio, seguirán considerándolo, de manera general, como un pecado grave.
Sin embargo, el suicidio, lo mismo que cualquier acto que se tiene por anormal, posee valores positivos.
En el umbral de una larga evolución, puede aparecer como la solución última para recuperar el honor perdido.
Esta idea que aún hoy nos parece próxima, aunque hayamos olvidado el sentido del honor, ha inspirado en cierta medida el harakiri japonés. El suicidio es un medio reconocido de escapar a una condena a muerte, a un castigo justo o injusto.
La sangre que uno mismo derrama es menos peligrosa que la que derraman los demás.
En la Antigüedad, era costumbre abrirse las venas en cumplimiento de una orden o por decisión personal.
Sócrates (470-399 a.C.) se distinguió netamente al decantar su preferencia por la cicuta, y Nietzsche tuvo razón cuando atacó con tanta vehemencia al maestro por considerar que había muerto como una razón pura y no como un ser vivo.
A veces el suicidio es un deslumbramiento, la prueba máxima de amor.
La literatura ha explotado mucho este tema: no sólo en la ficción, sino también en la realidad, son legión los jóvenes que, creyendo haber alcanzado la cumbre sublime, no encuentran otra salida a su pasión imposible que la de darse recíprocamente la muerte.
Más raramente y de un modo sostenido, el suicidio por amor se convierte en homenaje, en redención de sí mismo o de los otros, en asunción personal de los sufrimientos o de las faltas humanas, en reactualización del mito primordial de un héroe o de un dios inmolado.
En la Kathasani Tsagara, dos peregrinos se decapitan en el templo de Kali sin otro motivo que le de rendir homenaje a la diosa.
Salvación: el Hitopadisa cuenta la historia de un rajput servidor de un rey que, para salvar a su señor amenazado de muerte, se dirige al templo de Kali, sacrifica a su hijo ante el altar de la diosa y luego se inmola él mismo junto a su mujer.
Menos claros son otros ejemplos.
Se sabe del favor con que contó y cuenta aún el autosacrificio en el mundo de la India y en el Extremo Oriente. Aun cuando no sea un hecho de sangre, sino que se realiza por el fuego, nos interesa directamente porque es un suicidio. No nos detendremos en el caso de la sati, la viuda virtuosa que sigue a su esposo a la hoguera funeraria: está bien establecido que en esta inmolación se ve un medio por el cual se asegura ella una vida superior feliz.
He ahí un antiguo eco de la India védica que promete al animal sacrificado reunirse con los dioses.
También parece admitirse que ciertas personas muy ancianas pueden quitarse la vida, siempre y cuando se hallen libres de todo deseo; que el asesinato puede, a título de expiación, hacerse matar arrojándose al fragor de un combate (esta vez con una efusión de sangre que no se compagina bien con las ideas hinduistas).
Más difíciles de interpretar son los otros sacrificios por el fuego.
Los han estudiado, en China y en la India, dos grandes orientalistas franceses. En el caso de la China, Jacques Gernet admite que se trata de un sacrificio ritual con purificación previa, participación popular y, tal vez, asunción personal, por parte del mártir, de los pecados humanos. Este autor piensa también en la autocremación está "destinada a conmemorar y a realizar un mito, el de la muerte y el nacimiento de Buda o de los boddhisatvas, pues la muerte y el nacimiento son, desde el punto de vista búdico, la misma cosa". En el caso de la India, Jean Filliozat considera también que se trata de un sacrificio, pero de un sacrificio que depende del espíritu de abandono total de todo bien, que es caridad si el abandono beneficia a alguien, pero que, en todos los casos, constituye la prueba perfecta y el ejemplo contagioso del desprendimiento absoluto. En cambio, niega que se trate de redimir los pecados, como propone Gernet, ya que la teoría de la redención no es una concepción budista, sino cristiana: "Su muerte -dice- es una muerte voluntaria sin voluntad de muerte y recae sobre una envoltura de la que su preparación psíquica lo ha separado".
Jean Paul Roux
En La sangre. Mitos, símbolos y realidades
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