El Muro
Pablo José Tejero
En los diez años de vida de Tommy, aquella mole había estado siempre presente, a las afueras de Derry. Estaba todo construido de ladrillos y piedras ya desgastados, con el tono grisáceo que le dan a las cosas el paso del tiempo y la suciedad. Se erigía orgulloso con sus tres metros de alto y unos diez de largo, justo al lado de la pequeña estación de trenes, encima de las vías muertas, donde descansaban, quizás para siempre, los vagones de mercancías oxidados y viejos, que jamás volverían a ir enganchados en una locomotora.
El padre de Tommy era el encargado de la estación, y junto a su familia vivía en una casita adosada al edificio central. El sueldo no era muy bueno, y no se podían permitir grandes lujos, pero con el dinero que ganaba y el sueldo de su madre limpiando casas, a Tommy nunca le faltaba nada de lo esencial. Aunque había tenido que aprender pronto a arreglárselas solo ya que los horarios de sus padres no eran muy adecuados para criar a un niño y por eso, al colegio siempre iba solo. Bien es cierto que no tenía más que cruzar las vías muertas, donde el único peligro solían ser los vagabundos que iban allí a buscar el hotel más barato del mundo, entre vagón y vagón. Era poco el recorrido, ya que poco más allá de las primeras casas, se encontraba el colegio al lado del parque Stonewealth. Es cierto que al principio lo pasaba un poco mal, especialmente al volver de la escuela en invierno, cuando más azota el viento y antes cae la noche. Más que nada, porque las sombras siempre juegan malas pasadas, y los destartalados vagones parecían a la luz de la luna, acechantes dragones malvados de cuentos ya olvidados en la memoria de los hombres.
Lo que nunca le había dado ningún miedo, era el muro. Allí solitario en medio de la nada. Sucio, sí, pero oooo. Agrietado por los años y lleno de polvo y carbón, pero solemne. Sencillamente, el muro. Además no sólo no le inspiraba ningún temor, sino que además se sentía atraído por aquella mole de ladrillos. Era como si tuviera un encanto especial, como si aquella extraña pared escondiera un bello secreto que algún día le sería revelado al pequeño Tommy. Sobre eso no tenía ninguna duda. El muro era especial para Tommy.
Jamás se había acercado a él a menos de un metro, pero no por miedo, sino por un respeto casi reverencial. Solía pasar horas muertas sentado con su mochila a la espalda, frente al muro examinándolo, contemplando todas sus fisuras. Si alguien se lo hubiese pedido, aunque el dibujo no era una de sus virtudes, lo habría plasmado en un papel hasta en sus más mínimos detalles.
Lo llevaba grabado en la mente como si fuera una fotografía.
Un día a la vuelta del colegio volvió a quedarse de pie enfrente del muro, contemplándolo. Sin embargo esa vez, superando su respeto inicial, dejó la mochila en el suelo y se acercó un poco más a él. Podía sentir el olor añejo que despedía; incluso se acerco un poco mas y aproximó la mano a la pared acariciando sus ranuras, su espléndido tacto. El aura que rodeaba aquel muro era increíble... su tentación, irresistible. De repente la sensación de que había algo detrás se acrecentó en el corazón de Tommy. Esa extraña sensación de otras eras, de tiempos lejanos, de historias pasadas, de grandes mundos ya olvidados, de poderosos reyes, empezó a crecer en su mente, mientras empezaba a oír en su cabeza una voz que decía simplemente: "Ven".
Tommy sintió, aun sin saber realmente lo que significaba, que aquel muro era la "puerta de entrada" a la eternidad... así que se separo unos metros, se impulsó, y salió corriendo de cabeza hacia el muro...
Sin duda alguna, si algún viandante hubiera pasado junto al muro cinco minutos después de todo aquello, sencillamente habría enloquecido. Lo más probable habría sido que, al caminar por allí, girase su cabeza hacia el muro, sintiendo su misterioso magnetismo, y hubiera sufrido el mayor shock de toda su vida. Su cordura se habría puesto a prueba... y no la habría superado.
El cuerpo del joven Tommy, empapado de sangre, estaba sentado con la espalda apoyada contra el muro, y la cabeza ladeada de una forma muy grotesca. Un gran charco escarlata se había formado en el suelo, en el espacio entre las piernas de Tommy. La sangre se iba deslizando desde la cabeza, cayendo desde su pelo hacia el suelo, empapando la camisa, tiñendo sus manos de rojo. La brecha en su cráneo le había conferido un nuevo dibujo a su rostro; en el lado derecho de su cabeza ya no se veía pelo, sino hueso agujereado, como si algún salvaje le hubiera clavado un hacha en medio. La hendidura recorría el lado derecho de su cara donde el ojo aparecía como una masa aglutinada junto a pequeños coágulos de sangre y trozos de mejilla colgando hacia abajo, justo encima de su labio. Allí terminaba abruptamente la herida. Y lo único que podía distinguirse en el rostro del niño, deformado por el golpe y lleno de sangre, era una dulce sonrisa que dibujaban sus infantiles dientes blancos. Una sonrisa que evocaba tiempos mejores de Tommy, una sonrisa de felicidad, una sonrisa que se acababa de formar a la vez en las grietas del muro como si una siniestra boca naciera de los ladrillos, una sonrisa que insinuaba que tras el muro... ya no había dolor.
Pablo José Tejero
“Let me ride
on the wall of death
one more time.”
Richard Thompson
Desde que alcanzaba su memoria, el muro había estado allí.on the wall of death
one more time.”
Richard Thompson
En los diez años de vida de Tommy, aquella mole había estado siempre presente, a las afueras de Derry. Estaba todo construido de ladrillos y piedras ya desgastados, con el tono grisáceo que le dan a las cosas el paso del tiempo y la suciedad. Se erigía orgulloso con sus tres metros de alto y unos diez de largo, justo al lado de la pequeña estación de trenes, encima de las vías muertas, donde descansaban, quizás para siempre, los vagones de mercancías oxidados y viejos, que jamás volverían a ir enganchados en una locomotora.
El padre de Tommy era el encargado de la estación, y junto a su familia vivía en una casita adosada al edificio central. El sueldo no era muy bueno, y no se podían permitir grandes lujos, pero con el dinero que ganaba y el sueldo de su madre limpiando casas, a Tommy nunca le faltaba nada de lo esencial. Aunque había tenido que aprender pronto a arreglárselas solo ya que los horarios de sus padres no eran muy adecuados para criar a un niño y por eso, al colegio siempre iba solo. Bien es cierto que no tenía más que cruzar las vías muertas, donde el único peligro solían ser los vagabundos que iban allí a buscar el hotel más barato del mundo, entre vagón y vagón. Era poco el recorrido, ya que poco más allá de las primeras casas, se encontraba el colegio al lado del parque Stonewealth. Es cierto que al principio lo pasaba un poco mal, especialmente al volver de la escuela en invierno, cuando más azota el viento y antes cae la noche. Más que nada, porque las sombras siempre juegan malas pasadas, y los destartalados vagones parecían a la luz de la luna, acechantes dragones malvados de cuentos ya olvidados en la memoria de los hombres.
Lo que nunca le había dado ningún miedo, era el muro. Allí solitario en medio de la nada. Sucio, sí, pero oooo. Agrietado por los años y lleno de polvo y carbón, pero solemne. Sencillamente, el muro. Además no sólo no le inspiraba ningún temor, sino que además se sentía atraído por aquella mole de ladrillos. Era como si tuviera un encanto especial, como si aquella extraña pared escondiera un bello secreto que algún día le sería revelado al pequeño Tommy. Sobre eso no tenía ninguna duda. El muro era especial para Tommy.
Jamás se había acercado a él a menos de un metro, pero no por miedo, sino por un respeto casi reverencial. Solía pasar horas muertas sentado con su mochila a la espalda, frente al muro examinándolo, contemplando todas sus fisuras. Si alguien se lo hubiese pedido, aunque el dibujo no era una de sus virtudes, lo habría plasmado en un papel hasta en sus más mínimos detalles.
Lo llevaba grabado en la mente como si fuera una fotografía.
Un día a la vuelta del colegio volvió a quedarse de pie enfrente del muro, contemplándolo. Sin embargo esa vez, superando su respeto inicial, dejó la mochila en el suelo y se acercó un poco más a él. Podía sentir el olor añejo que despedía; incluso se acerco un poco mas y aproximó la mano a la pared acariciando sus ranuras, su espléndido tacto. El aura que rodeaba aquel muro era increíble... su tentación, irresistible. De repente la sensación de que había algo detrás se acrecentó en el corazón de Tommy. Esa extraña sensación de otras eras, de tiempos lejanos, de historias pasadas, de grandes mundos ya olvidados, de poderosos reyes, empezó a crecer en su mente, mientras empezaba a oír en su cabeza una voz que decía simplemente: "Ven".
Tommy sintió, aun sin saber realmente lo que significaba, que aquel muro era la "puerta de entrada" a la eternidad... así que se separo unos metros, se impulsó, y salió corriendo de cabeza hacia el muro...
Sin duda alguna, si algún viandante hubiera pasado junto al muro cinco minutos después de todo aquello, sencillamente habría enloquecido. Lo más probable habría sido que, al caminar por allí, girase su cabeza hacia el muro, sintiendo su misterioso magnetismo, y hubiera sufrido el mayor shock de toda su vida. Su cordura se habría puesto a prueba... y no la habría superado.
El cuerpo del joven Tommy, empapado de sangre, estaba sentado con la espalda apoyada contra el muro, y la cabeza ladeada de una forma muy grotesca. Un gran charco escarlata se había formado en el suelo, en el espacio entre las piernas de Tommy. La sangre se iba deslizando desde la cabeza, cayendo desde su pelo hacia el suelo, empapando la camisa, tiñendo sus manos de rojo. La brecha en su cráneo le había conferido un nuevo dibujo a su rostro; en el lado derecho de su cabeza ya no se veía pelo, sino hueso agujereado, como si algún salvaje le hubiera clavado un hacha en medio. La hendidura recorría el lado derecho de su cara donde el ojo aparecía como una masa aglutinada junto a pequeños coágulos de sangre y trozos de mejilla colgando hacia abajo, justo encima de su labio. Allí terminaba abruptamente la herida. Y lo único que podía distinguirse en el rostro del niño, deformado por el golpe y lleno de sangre, era una dulce sonrisa que dibujaban sus infantiles dientes blancos. Una sonrisa que evocaba tiempos mejores de Tommy, una sonrisa de felicidad, una sonrisa que se acababa de formar a la vez en las grietas del muro como si una siniestra boca naciera de los ladrillos, una sonrisa que insinuaba que tras el muro... ya no había dolor.
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