Seis escalones
Susana Duré
Susana Duré
Caminaba como siempre, medianamente rápido, mirando hacia abajo, como esperando encontrar alguna cosa tirada en el suelo.
Las tres de la tarde, y el arquitecto Di Giulio apuraba el paso para volver a su estudio y almorzar algo antes de la reunión con González y MacManey, fijada para las 15:30 hs.
Había sido una mañana agitada, pero productiva, se dijo, satisfecho. El emprendimiento más importante en el que estaba trabajando, era todo un éxito, hasta el momento. Un moderno edificio, en Puerto Madero.
Excelente ubicación, y la obra marchaba sobre ruedas. Esa mañana la había visitado por enésima vez, con un brillo de ambición en los ojos. Oficinas, locales comerciales, viviendas... Y la terraza...La terraza sería sencillamente espectacular...Coronada por una inmensa variedad de plantas, algunas esculturas, y hasta una hermosa fuente de mármol blanco.
Enrique Di Giulio, junto a su socio y amigo, Cecilio Bonanno, había presentado el proyecto de la obra, que fue aprobado inmediatamente.
La obra avanzaba a buena velocidad...Ya se podía visitar la terraza, inclusive. El único inconveniente era que, para llegar a ella, había que trepar por una angosta escalera. Un poco de vértigo, se dijo, pero dentro de poco el acceso a la terraza va a estar terminado y esos escalofriantes escalones de madera, pasarán a ser historia.
Ahora estaba a trece cuadras del estudio, y pensó en tomar un taxi, pero al intentar detener a uno, este pasó de largo, como si no lo hubiera visto.
Bueno, pensó. Mejor camino. Me va a venir bien, hace mucho que no hago algo de ejercicio. Aflojó el paso, y levantó la mirada. El centro era un infierno de gente yendo y viniendo. Llegando a la esquina de Callao y Corrientes, sonrió. Por la vereda de enfrente se acercaba Soledad, su hija menor, con dos amigas. Vestían equipo de gimnasia. Cruzaron la calle y él le dirigió una sonrisa a su hija, que pasó por su lado conversando animadamente con sus compañeras. Ella no le devolvió la sonrisa ni el saludo que le dirigió con la mano. Ni lo miró siquiera, en realidad. Pensó en seguirla y alcanzarla, pero miró su reloj; se le hacía tarde.
El rostro de Enrique se ensombreció por un instante. Ella había pasado a su lado como si él no existiera...Pero, pensó, era evidente que no lo hubiera visto, había tanta gente en la calle...Y charlando con las amigas...Lo más seguro era que fueran pensando en otra cosa, se dijo, tratando de olvidar el episodio. Pero le costaba creerlo; Soledad no tenía una pizca de distraída.
Siguió caminando, pensativo. Se dio cuenta de que había perdido el apetito. A pesar de no haber probado bocado después del desayuno, a las seis y media de la mañana, y, cuando normalmente a las 13 almorzaba vorazmente, Enrique no tenía ganas de comer.
Dos cuadras más adelante, al doblar una esquina distraído, casi se chocó con Joaquín, su suegro. Se frenó de golpe, justo antes de tropezar con él, y le dijo alegremente, alzando la voz:
-¡Don Joaquín! ¡Casi lo tiro al piso...! ¿Qué anda haciendo por acá, con éste calor?
Su suegro siguió caminando como si no lo hubiera oído. Como si él no existiera.
-¡Hey! ¡Don Joaquín...! Se le paró enfrente y le gritó.
Nada. El viejo no lo veía. Estaba esperando que el semáforo le permitiera cruzar la avenida.
Enrique, entre sorprendido y asustado, estiró la mano para aferrarlo por el brazo. El viejo estaba un poco sordo, sí, ¡pero no ciego!.
Al tomar contacto con la piel del anciano, sintió una electricidad invadiendo primero su brazo, después, todo su cuerpo. Asustado, lo soltó de inmediato y lo miró atónito. Se miró las manos. Don Joaquín ya había cruzado la avenida. Resolvió seguirlo, aún sin comprender lo que estaba pasando. Aturdido, dio unos cuántos pasos, estaba en medio de la avenida cuando al mirar hacia su izquierda vio venir una camioneta 4 x 4, de color rojo brillante. No tuvo tiempo de gritar, ni de hacerse a un lado. Cerró los ojos fuertemente, sin pensar. Y pasaron unos segundos antes de que se atreviera a abrirlos nuevamente.
No era posible. No le había pasado nada. A su derecha se alejaba la camioneta, le pareció ver que desde adentro le dirgían un saludo. Estúpidamente fijó la mirada en la chapa del vehículo. DIA 810. Curioso. Por la forma singular de esos números, se podía leer también así: DIABLO.
Se miró a sí mismo. Era perfectamente visible. ¿Cómo podía ser que nadie lo viera, que nadie lo escuchara?
¿Que una camioneta le pasara por encima, sin producirle un solo rasguño?
Aturdido, se tambaleó hasta llegar a la otra vereda. Una fuerte jaqueca lo hizo gritar.
La gente comenzaba a amontonarse frente al edificio de Puerto Madero. Eran las 15:02. La ambulancia llegaba hacia la muchedumbre, abriéndose paso.
El hombre estaba tirado en medio de un gran charco de sangre. A pesar de los esfuerzos de los médicos, no reaccionaba.
Enrique se acercó con cautela, hasta llegar al lado del accidentado. Palideció. Miró hacia arriba, la escalera de acceso a la terraza del edificio pendía hacia el vacío mientras dos hombres intentaban llegar a ella para evitar que cayera.
Y entonces se vio a sí mismo, tirado en medio de la calle, con el cuello completamente roto.
Los médicos se miraron silenciosos. Y silenciosos, subieron el cuerpo a la ambulancia, que partió al instante.
Las letanías de la indiferencia se escuchaban en un murmullo suave.
-Un borracho -comentó una señora.
-Pobre tipo -dijo una joven, que pasaba tomada del brazo de su novio.
-Vamos, vamos, que se nos hace tarde... -susurró una mujer a su marido, que preguntaba detalles del accidente.
Enrique DiGiulio supo entonces, por qué nadie lo veía, ni lo escuchaba, ni nada. Recordó abruptamente su subida a la terraza, el vértigo frente a esos seis delgados escalones, y la caída fatal. Estaba todo muy claro.
En ese momento no experimentó sentimiento alguno, sin embargo. Al doblar la siguiente esquina supo que la camioneta roja lo estaría esperando. Así era, en efecto.
La puerta del acompañante se abrió lentamente, como en sueños. No lo extrañó el fuerte olor a azufre que provenía de su interior.
Parado en seco, y todavía sin atreverse a comprender del todo, observó con verdadero terror cómo una mano inhumana se asomaba por la ventanilla. Unos largos dedos morados crujieron como una rama seca al extenderse en algo que, no quería darse cuenta, pero...Era un saludo de bienvenida.
Las tres de la tarde, y el arquitecto Di Giulio apuraba el paso para volver a su estudio y almorzar algo antes de la reunión con González y MacManey, fijada para las 15:30 hs.
Había sido una mañana agitada, pero productiva, se dijo, satisfecho. El emprendimiento más importante en el que estaba trabajando, era todo un éxito, hasta el momento. Un moderno edificio, en Puerto Madero.
Excelente ubicación, y la obra marchaba sobre ruedas. Esa mañana la había visitado por enésima vez, con un brillo de ambición en los ojos. Oficinas, locales comerciales, viviendas... Y la terraza...La terraza sería sencillamente espectacular...Coronada por una inmensa variedad de plantas, algunas esculturas, y hasta una hermosa fuente de mármol blanco.
Enrique Di Giulio, junto a su socio y amigo, Cecilio Bonanno, había presentado el proyecto de la obra, que fue aprobado inmediatamente.
La obra avanzaba a buena velocidad...Ya se podía visitar la terraza, inclusive. El único inconveniente era que, para llegar a ella, había que trepar por una angosta escalera. Un poco de vértigo, se dijo, pero dentro de poco el acceso a la terraza va a estar terminado y esos escalofriantes escalones de madera, pasarán a ser historia.
Ahora estaba a trece cuadras del estudio, y pensó en tomar un taxi, pero al intentar detener a uno, este pasó de largo, como si no lo hubiera visto.
Bueno, pensó. Mejor camino. Me va a venir bien, hace mucho que no hago algo de ejercicio. Aflojó el paso, y levantó la mirada. El centro era un infierno de gente yendo y viniendo. Llegando a la esquina de Callao y Corrientes, sonrió. Por la vereda de enfrente se acercaba Soledad, su hija menor, con dos amigas. Vestían equipo de gimnasia. Cruzaron la calle y él le dirigió una sonrisa a su hija, que pasó por su lado conversando animadamente con sus compañeras. Ella no le devolvió la sonrisa ni el saludo que le dirigió con la mano. Ni lo miró siquiera, en realidad. Pensó en seguirla y alcanzarla, pero miró su reloj; se le hacía tarde.
El rostro de Enrique se ensombreció por un instante. Ella había pasado a su lado como si él no existiera...Pero, pensó, era evidente que no lo hubiera visto, había tanta gente en la calle...Y charlando con las amigas...Lo más seguro era que fueran pensando en otra cosa, se dijo, tratando de olvidar el episodio. Pero le costaba creerlo; Soledad no tenía una pizca de distraída.
Siguió caminando, pensativo. Se dio cuenta de que había perdido el apetito. A pesar de no haber probado bocado después del desayuno, a las seis y media de la mañana, y, cuando normalmente a las 13 almorzaba vorazmente, Enrique no tenía ganas de comer.
Dos cuadras más adelante, al doblar una esquina distraído, casi se chocó con Joaquín, su suegro. Se frenó de golpe, justo antes de tropezar con él, y le dijo alegremente, alzando la voz:
-¡Don Joaquín! ¡Casi lo tiro al piso...! ¿Qué anda haciendo por acá, con éste calor?
Su suegro siguió caminando como si no lo hubiera oído. Como si él no existiera.
-¡Hey! ¡Don Joaquín...! Se le paró enfrente y le gritó.
Nada. El viejo no lo veía. Estaba esperando que el semáforo le permitiera cruzar la avenida.
Enrique, entre sorprendido y asustado, estiró la mano para aferrarlo por el brazo. El viejo estaba un poco sordo, sí, ¡pero no ciego!.
Al tomar contacto con la piel del anciano, sintió una electricidad invadiendo primero su brazo, después, todo su cuerpo. Asustado, lo soltó de inmediato y lo miró atónito. Se miró las manos. Don Joaquín ya había cruzado la avenida. Resolvió seguirlo, aún sin comprender lo que estaba pasando. Aturdido, dio unos cuántos pasos, estaba en medio de la avenida cuando al mirar hacia su izquierda vio venir una camioneta 4 x 4, de color rojo brillante. No tuvo tiempo de gritar, ni de hacerse a un lado. Cerró los ojos fuertemente, sin pensar. Y pasaron unos segundos antes de que se atreviera a abrirlos nuevamente.
No era posible. No le había pasado nada. A su derecha se alejaba la camioneta, le pareció ver que desde adentro le dirgían un saludo. Estúpidamente fijó la mirada en la chapa del vehículo. DIA 810. Curioso. Por la forma singular de esos números, se podía leer también así: DIABLO.
Se miró a sí mismo. Era perfectamente visible. ¿Cómo podía ser que nadie lo viera, que nadie lo escuchara?
¿Que una camioneta le pasara por encima, sin producirle un solo rasguño?
Aturdido, se tambaleó hasta llegar a la otra vereda. Una fuerte jaqueca lo hizo gritar.
La gente comenzaba a amontonarse frente al edificio de Puerto Madero. Eran las 15:02. La ambulancia llegaba hacia la muchedumbre, abriéndose paso.
El hombre estaba tirado en medio de un gran charco de sangre. A pesar de los esfuerzos de los médicos, no reaccionaba.
Enrique se acercó con cautela, hasta llegar al lado del accidentado. Palideció. Miró hacia arriba, la escalera de acceso a la terraza del edificio pendía hacia el vacío mientras dos hombres intentaban llegar a ella para evitar que cayera.
Y entonces se vio a sí mismo, tirado en medio de la calle, con el cuello completamente roto.
Los médicos se miraron silenciosos. Y silenciosos, subieron el cuerpo a la ambulancia, que partió al instante.
Las letanías de la indiferencia se escuchaban en un murmullo suave.
-Un borracho -comentó una señora.
-Pobre tipo -dijo una joven, que pasaba tomada del brazo de su novio.
-Vamos, vamos, que se nos hace tarde... -susurró una mujer a su marido, que preguntaba detalles del accidente.
Enrique DiGiulio supo entonces, por qué nadie lo veía, ni lo escuchaba, ni nada. Recordó abruptamente su subida a la terraza, el vértigo frente a esos seis delgados escalones, y la caída fatal. Estaba todo muy claro.
En ese momento no experimentó sentimiento alguno, sin embargo. Al doblar la siguiente esquina supo que la camioneta roja lo estaría esperando. Así era, en efecto.
La puerta del acompañante se abrió lentamente, como en sueños. No lo extrañó el fuerte olor a azufre que provenía de su interior.
Parado en seco, y todavía sin atreverse a comprender del todo, observó con verdadero terror cómo una mano inhumana se asomaba por la ventanilla. Unos largos dedos morados crujieron como una rama seca al extenderse en algo que, no quería darse cuenta, pero...Era un saludo de bienvenida.
7 Comentarios:
de donde sacas tus cuentos?
me gustan mucho ^^
lo olvidaba
un Beso ^^
ojo ojo con olvidarse el beso!!jaja holaa Sir! mis cuentos los saco de leer mucho en la red, estos son de un librito que posteó Camilo que lo bajé y tenía estas joyitas! :P
Un abrazo
Hola Luzdeluna,
Siguiendo con los premios, tengo algunos para ti en mi blog.
El enlace directo es este:
http://doktorgnomegangsection1.blogspot.com/2008/07/
lluvia-de-premios-luvia-de-amistad.html
o si nó en el post de mi blog "Lluvia de Premios..." ...y le das click al gnomo.
Abrazos!
pd.Disculpa el offtopic!
Luzdeluna! bueno el cuento... eh! refleja como es en realidad este sueño llamado "vida", mucho despliegue, muchos escalones que creemos subir y en definitiva todo es una enorme ilusión...jejeje!!
Besotes!!
BeT
Doktor muchas gracias por compartir conmigo esa lluvia de amistad!! ha sido una hermosa sorpresa!!
Un abrazo
Holaaa Bet! y desagradable sorpresa al volver de esa ilusion!jaja
Un abrazo
metamorfosis adolescente...
Los comentarios son moderados debido a la gran cantidad de span.
Gracias por comentar!
tu opinión será publicada en breve!