El sueño…
el sueño es el hermano de la muerte.
Así que túmbate bajo este esqueleto en la frialdad de la tumba.
Permite que el abrazo de sus muertos brazos
te mantenga totalmente a salvo y dormido.
Enterrado en un sueño…
silenciosamente….
Para siempre bajo tierra




Vampiros Femeninos



Vampiro femenino

El vampiro que hoy conocemos no concuerda con el vampiro "real", con aquel en que creían nuestros ancestros con fe ciega, sino que es una recreación ficticia que sólo se puede materializar y fijar en una época de escepticismo y racionalidad: no es una mera casualidad, pues, que el vampiro literario nazca a finales del siglo XVIII y principios del XIX, en esa rica y compleja época que marca la transición entre el preclaro espíritu de la Ilustración y el estallido romántico. Paralelamente a la figura del vampiro masculino, del macho procreador de nuevos vampiros, la literatura moldeó a la vampira, su réplica en perversidad, quizá aún más terrorífica porque era hermosa, seductora e irresistible. Y, lo peor de todo, era femenina.





1. Terrores primitivos
Tan arcaico como el mito del vampiro en muchas culturas es el de la mujer reencarnada en espíritu maligno: Lilith, la primera mujer de Adán que recogen ciertas tradiciones hebraicas, se convirtió en una vampira que atacaba a los recién nacidos, como castigo por no haber obedecido las órdenes de Dios; en la Grecia clásica se nos habla de las empusas, monstruos chupadores de sangre, y de Lamia, amante de Zeus que se convierte en otra asesina de niños después de que la celosa Hera cause la muerte de todos sus hijos; los romanos creían en las estrigas, criaturas aladas nocturnas que también le arrebataban la sangre a los niños; en Malasia podemos encontrar la historia del langsuyar, una mujer que, tras la muerte de su hijo recién nacido, también se convierte en una peste para las madres que acaban de tener a sus retoños. No deja de ser significativo que, en puntos geográficos tan distantes se recree el mismo drama básico de la mujer que pierde a sus hijos y se venga en las demás madres. J. Gordon Melton cree que esos mitos obedecían a pesadillas vinculadas al acto de dar a luz, lógicas ansiedades de las mujeres por la supervivencia de sus hijos recién nacidos, del mismo modo que aquellos que sobrevivían a un difunto temían que éste regresara para reprocharles que ellos pudieran seguir con vida.
También fueron muy frecuentes los relatos sobre mujeres chupadoras de sangre, generalmente ancianas: las meigas chuchonas gallegas, las guaxas asturianas, las loogaroo de Haití, las sukuyan de Trinidad... Si bien, en un principio, el cristianismo rechazó de pleno las creencias en este tipo de seres, los siglos XV y XVI asistieron a una salvaje orgía de sangre que tenía como objetivo erradicar la brujería en Europa. El tristemente célebre texto de los dominicos Heinrich Kramer y Jacob Sprenger Malleus Maleficarum (1486) sentó las bases para detectar y ejecutar a las brujas y favoreció la identificación de las antiguas vampiras con estas servidoras de Satán. Los tratados De Graecorum hodie quorundam opinationibus (1645) de Leo Allatius y Relation de ce qui s'est passe a Sant-erini Isle de'l Archipel (1657) de Françoise Richard estudiaban sendos casos de vampirismo desde la perspectiva propuesta por Kramer y Sprenger: también se trataba de una demostración del poder de Satanás en la Tierra, pues ahora se entenderá que el vampiro no es más que un cadáver poseído por un espíritu diabólico. Precisamente por ello, las brujas podían convertirse en vampiros después de su muerte, igual que cualquier persona que hubiera estado en vida en tratos con el demonio. Tampoco faltan testimonios -registrados en el Malleus o en procesos como el de Zugarramurdi de 1610- en el que se achacan actos de vampirismo a las mujeres acusadas de brujería, especialmente con niños a los que "chupan por el seso y por su natura, apretando recio con las manos, y chupando fuertemente les sacan la sangre".

Sin embargo, cuando se escriben los textos de Allatius y Richard, los procesos por brujería ya estaban siendo sometidos a un duro escrutinio y cuestionados por un análisis más racional y ecuánime: las investigaciones que siguieron a sonados procesos como los de Zugarramurdi o Salem pusieron en evidencia las lacras de un sistema judicial que se basaba en acusaciones falsas o testimonios extraídos mediante tortura, y ayudaron a desbaratar todo el aparato represor que se había establecido en Europa. Curiosamente, la mujer vampiro pareció desaparecer al mismo tiempo que cesaron las cazas de brujas, pues es raro encontrar en los relatos centroeuropeos sobre vampirismo -que fueron la principal fuente de inspiración de los escritores decimonónicos- menciones a vampiros femeninos: por lo general, éstos no son más que víctimas "contagiadas" por el vampiro original, siempre un hombre; en la mayoría de los casos, son sus esposas o hijas, como le sucede a la protagonista femenina del cuento de Alexis Tolstoi La familia del vurdalak (1847). Una vez más, fue la literatura la que tuvo que cincelar el modelo de la mujer vampiro que hoy conocemos, otra vez recreando esas tradiciones arcaicas según los patrones marcados por ciertos códigos éticos y estéticos.

El fanatismo que promovió la caza de brujas tenía como sustrato psicológico un pánico inconsciente hacia lo femenino. En el Malleus Maleficarum leemos las siguientes consideraciones acerca de la mujer:

[...] su aspecto es hermoso, su contacto es fétido, su compañía, mortal [...] Mentirosa por naturaleza, lo es también por su lengua: hiere al tiempo que encanta.

El mecanismo de demonización y represión de la bruja ha sido explicado por Claude Kappler en su ensayo Monstruos, demonios y maravillas a fines de la Edad Media:
Cuando se desarrolla el mito de la bruja, la sociedad medieval consigue proyectar su temor a la mujer, su temor a la muerte, en una imagen únicamente maléfica de esa misma mujer: sirve de chivo expiatorio portador de todos los miasmas de la sociedad (...) Así, para escapar al Monstruo-Mujer, capaz de castrar al hombre, de desmembrarlo, el inquisidor la hace sufrir -de otra manera- la suerte que piensa le amenaza a él mismo, y al hacerlo, se comporta como una bruja a la inversa.

2. La progenie de la mujer serpiente
Esa idea es perfectamente rastreable también en la moderna mujer vampiro, un arquetipo literario que alcanza su máxima manifestación en dos movimientos artísticos tan extremos como el romanticismo y el decadentismo finisecular. Ésta ya no es heredera de las arcaicas fantasías femeninas que rodeaban al parto, sino más bien de mitos medievales como el de Melusina, la mujer serpiente, un icono de estrecha vinculación con la vampira, ya que es también una hermosa doncella que por las noches se transforma en monstruo terrorífico que devora a sus pretendientes. La asociación entre mujer y serpiente (muy frecuente en el pensamiento medieval) puede darnos algunas claves sobre el vampirismo femenino. En The Wise Wound (1978), Penelope Shuttle y Peter Redgrove analizan una serie de tradiciones folclóricas que achacan la menstruación de la mujer a la mordedura de una serpiente: esa "mordedura" conlleva la pérdida de sangre y un despertar a la sexualidad por parte de la mujer, un proceso que siempre ha resultado aterrador para el pensamiento masculino; en palabras de Kappler:

La bruja encarna el aspecto nocturno de la mujer [...] Mas la mujer, para ser impura, no necesita del concurso del diablo: la repetición regular del ciclo menstrual la señalaba, en la tradición hebraica, como naturalmente impura.
La imagen de la serpiente quizá pueda explicar un curioso detalle que ha señalado J. Gordon Melton en su exhaustivo The Vampire Book y del que los lectores y espectadores de cine no suelen darse cuenta:

Los colmillos convencionales parecen más útiles para desgarrar la carne que para punzar la yugular. Los dos agujeros estarían tan alejados entre sí que sería difícil chupar de ambos a la vez. Quizá por ello, ha sido habitual en las películas mostrar los dos agujeros más cerca el uno del otro, mucho más desde luego que la distancia que media entre los colmillos de cualquier ser humano.

¿No es la mordedura de una víbora más similar a esas dos pequeñas punciones, tan frecuentes en la literatura sobre vampiros, que las marcas de una dentadura humana? Al igual que la serpiente, la acción del vampiro masculino genera una nueva raza de vampiros femeninos que se definen por la iniciativa sexual, por el impulso de satisfacer su deseo en una sociedad patriarcal que les ha negado ese derecho. La idea está presente en una novela de tintes lésbicos como es Carmilla, de Joseph Sheridan Le Fanu, y alcanza su más clara expresión en el Drácula de Stoker. Según Phyllis A. Roth, en su artículo "Suddenly Sexual Women in Bram Stoker's Dracula", la mujer vampiro conjura:

[...] una fantasía primigenia que parte de la convicción de que la mujer sexualmente deseable aniquilará si no es aniquilada ella primero. La fantasía del incesto y el matricidio evoca esa imagen mítica de la vagina dentata, tan patente en numerosos relatos folclóricos, donde la boca y la vagina se identifican por primitivos procesos de asociación que expresan el miedo masculino a la castración, a no ser que esos dientes sean extraídos por el héroe.

Dos de los personajes de Drácula, Jonathan Harker y Van Helsing, sentirán pánico ante las mujeres que habitan el castillo del Conde no tanto por su condición vampírica como por su desinhibida agresividad sexual. Lo más repugnante para ellos es su "voluptuosidad":

[En Drácula] sólo las relaciones que se establecen con los vampiros son de carácter sexual, de hecho parece que hay cierta voluntad de mostrar la sexualidad como algo impensable en las "relaciones normales" entre los sexos. Todas las relaciones, incluidas las de Lucy y sus tres pretendientes o la de Mina con su marido, son "espiritualizadas" hasta unos límites que las hacen poco creíbles. Sólo cuando Lucy se convierte en vampiro, se le permite ser "voluptuosa" [...] De manera clara, el vampirismo no sólo se asocia con la muerte, la inmortalidad y la oralidad, sino que es un equivalente al acto sexual. [...] Es más, en términos psicoanalíticos, el vampirismo es un disfraz para fantasías deseadas y temidas al mismo tiempo.

Las mujeres vampiro hicieron su aparición en literatura antes de Lord Ruthven, el protagonista del relato de John Polidori El vampiro (1819). Johann Wolfgang Goethe recupera para su poema La novia de Corinto (Der Braut von Corinth, 1797) una narración clásica de Flegón: una doncella muerta regresa por las noches para consumar su amor por un mortal. Sin embargo, esta no-muerta no puede encuadrarse aún en el esquema de la moderna mujer vampiro, pues no se trata más que de una víctima inocente de circunstancias trágicas. Lo mismo ocurre con la primera aparición vampírica que registran las letras inglesas, en el poema Thalaba the Destroyer (1799), fantasía oriental de Roberth Southey. El libro VII nos relata el encuentro del protagonista, Thalaba, con su novia Oneiza, que pereció en el día de su boda y se ha convertido en una vampira. El héroe encuentra fuerzas para clavarle su lanza y liberarla de su maldición, ya que su cuerpo había sido poseído por un espíritu maligno. No es raro que Southey se haga eco de algunas de las teorías expuestas por los tratadistas de XVII, ya que, como explicó en la edición anotada de sus obras (1837-38), se documentó sobre vampirismo con testimonios de la época. En otro poema de 1798, The Old Woman of Berkeley, presenta a una bruja inspirada, sin duda, en las estrigas o lamias, ya que afirma que "de bebés dormidos he bebido el aliento".

Más decisivos para la literatura del XIX que las ortodoxas vampiras de Goethe o Southey, fueron otras criaturas más infieles a la letra, pero no al espíritu, las protagonistas de dos de los más famosos poemas del romanticismo inglés: Christabel (1797-1801), de Samuel Taylor Coleridge, y Lamia (1816), de John Keats. Ambas fijarían el prototipo de la mujer perversa, de la belleza maléfica.

La obra de Coleridge es un poema inacabado que cuenta cómo la doncella Christabel encuentra una noche en el bosque a una dama de gran belleza que parece estar perdida, Geraldine. La lleva a su castillo, la invita a su alcoba y al día siguiente se la presenta a su padre, Sir Leoline
Christabel pronto advierte en Geraldine una naturaleza pérfida, aunque de nada le sirve prevenir de ello a Sir Leoline, que ha quedado fascinado por la recién llegada. En realidad, no hay en Christabel referencias directas al vampirismo, aunque Geraldine parece compartir algunos de sus rasgos: no puede entrar en el castillo de Sir Leoline si Christabel no la invita antes, el mastín del patio ladra cuando ella pasa a su lado y a la mañana siguiente de compartir lecho con Christabel despierta "aún más hermosa, todavía mucho más hermosa". Coleridge parecía tener más en mente el mito de Melusina, la mujer serpiente, pues son varias las alusiones al carácter de ofidio de la misteriosa mujer: un "frío regazo", el "aliento con siseante sonido" o su "ojo de serpiente". Para aclarar más las cosas, el trovador del castillo narra un sueño en el que ve a una paloma y "una serpiente de un verde brillante enroscada alrededor de sus alas y su cuello". El evidente simbolismo alude, en realidad, a dos maneras de entender la belleza femenina en la literatura decimonónica: la inocente paloma representa a Christabel, ideal de la criatura angelical, a la que se asocia siempre el adjetivo lovely [adorable] y que es descrita con las galas de una belleza sencilla, armoniosa con la naturaleza, pues "no hay viento capaz de mover un rizado bucle en su adorable mejilla"; la serpiente es, por supuesto, Geraldine, el modelo de la belleza oscura, el ángel caído que se define con el adjetivo fair [hermosa] y cuya belleza viene marcada por el disfraz y el artificio con que "salvajemente destellaban las gemas enredadas en su cabello". Sólo la virtuosa Christabel percibirá la perversidad que rodea a Geraldine, que lo tiene muy fácil para engatusar al viudo Sir Leoline, el hombre arrastrado a la perdición por la belleza de la mujer. Como ha señalado acertadamente John Beer en su prólogo al poema, Christabel simboliza la "mirada inocente", mientras que Geraldine ejemplifica "energías autónomas de sexo y poder".

La carga lésbica que subyace en la relación entre Christabel y Geraldine apoya la lectura de una pérdida de inocencia por parte de la joven virginal, debido a la malsana influencia de la mujer sexualmente activa. Tras dormir juntas, Geraldine parece revitalizada, satisfecha, mientras que Christabel nacen ambivalentes sentimientos: por un lado se siente atraída por los "palpitantes pechos" que atisba en el "ceñido chaleco" de Geraldine, por otro se ve acuciada por la culpa reconociendo que "seguramente he pecado". Las connotaciones sexuales son mucho más evidentes en Carmilla, una novela de Joseph Sheridan LeFanu publicada en 1872 que viene a ser una reescritura de Christabel trasladada a un ambiente contemporáneo y con explícito motivo vampírico. En esta ocasión es Laura, una joven ingenua e inexperta de diecinueve años, la que conoce en similares circunstancias a la fascinante Carmilla, que resulta ser una lamia, una mujer vampiro que la visitará por la noche para arrebatarle su sangre. La novela establece ya una velada asociación entre el acto vampírico y el sexual, y sugiere que las acciones de Carmilla forman parte de un ritual de cortejo al enamorarse de Laura; por otra parte, repite la idea apuntada en Christabel de que la víctima vampirizada se siente también inconscientemente atraída por alguien de su propio sexo, provocando un despertar al erotismo que tendrá consecuencias traumáticas.

Lamia es un poema narrativo de Keats basado en un episodio de la Vida de Apolonio de Tiana de Filóstrato: Menipo, discípulo del célebre filósofo, es embaucado por la belleza de Lamia, en realidad, una mujer vampiro. La historia original -que hoy conocemos principalmente gracias al erudito libro de Montague Summers The Vampire in Europe (1929)- narra cómo Apolonio desenmascara a la pérfida criatura en medio del banquete de bodas, de manera que ella acaba confesando que "era una vampira y que estaba cebando a Menipo con todo tipo de placeres para devorar después su cuerpo, ya que acostumbraba a alimentarse de cuerpos jóvenes y hermosos porque su sangre era pura y vigorosa". Al igual que Coleridge, Keats elude la mención al vampirismo y su Lamia es también una mujer serpiente que provoca la muerte de su incauto prometido. En su edición a los poemas de Keats, John Barnard apunta que la obra es un irónico comentario a toda la tradición del amor romántico, a todo lo que ésta conlleva de ilusorio: su discurso subvierte la convencional identificación belleza-virtud y describe, en cambio, un prototipo de hermosura que es siempre dañino y peligroso, pues aparta al hombre del camino de la sensatez y el pragmatismo. En otro de sus más célebres poemas, La Belle Dame sans Merci (1819), Keats establece de manera contundente otro tópico literario, el de la "hermosa dama sin piedad", belleza letal que, en la literatura victoriana y finisecular, encontrará su mejor expresión en la vampira: la pura doncella de los tradicionales relatos de caballerías ha trocado sus ojos azules y cabellera dorada por "ávidos labios que, en el crespúsculo, se abren en horrible advertencia".
¿Cabe imaginar una expresión más gráfica de la temida vagina dentata?

El deseo culpable engendra, por tanto, monstruos, convierte a los objetos de ese deseo en criaturas de engañosa belleza, imagen deformante de los ideales románticos. En el relato de Teophile Gautier La muerta enamorada (La morte amoureuse, 1836) un joven sacerdote es apartado de su viril camino de pureza y perfección por las argucias femeninas de la vampira Clarimonda. Esa concepción denigratoria de lo femenino alcanzará especial virulencia en la cultura finisecular, desde la obra de pintores simbolistas obsesionados por el motivo de la femme fatale (Klimt, Moreau, Von Stuck) hasta la literatura victoriana, de la que una novela como Drácula será exacerbado epígono. La "dama oscura" se opone a la doncella virtuosa, se erige como su reverso tenebroso. En 1897, precisamente el mismo año en que Stoker publica su libro, el pintor Philip Burne Jones exhibe en Londres su cuadro La vampira, generador de cierto escándalo. ¿La razón? Su indirecto tratamiento del acto sexual, pues el óleo presenta a una mujer colocada sobre el hombre en la cama. En una sociedad como la victoriana, donde la única postura socialmente aceptada para el coito era la de la mujer yacente bajo el varón, aquella imagen tenía mucho de subversivo. Antes que un manifiesto pro-feminista por parte de Burne Jones, el cuadro expresa más bien un ancestral terror masculino: que la mujer pueda llegar a tomar la iniciativa sexual y "vacíe" al hombre. Como bien explica Kappler:

Es bien sabido que la impotencia proviene, en parte, de la creencia primitiva, arcaica, en la posibilidad que tiene la mujer de repetir "indefinidamente" el acto sexual. El hombre se sentiría así absorbido, desecado de sus jugos vitales: dentro de la mujer puede quedar aniquilado.

La sangre, como el semen, es un precioso fluido vital que le puede ser arrebatado al hombre por la vampira o el súcubo nocturno. De nuevo, la mujer sexualmente activa es transformada en monstruo por el imaginario colectivo. Pero un cuadro como La vampira trasciende los estrechos límites de una conducta sexual considerada aberrante en determinado contexto histórico; también se refiere al ámbito de las relaciones sociales y, muy especialmente, al juego sentimental. La pintura de Burne Jones inspiró un poema de su primo, Rudyard Kipling, impreso en el catálogo de la exhibición. Se trata del lamento del hombre atrapado en las redes de la mujer pérfida, un hombre que lo ha entregado todo y se ha visto destituido de su voluntad y energías por un ser sin escrúpulos, perfecto modelo de la "vampira psíquica":

Hubo un necio que rezó todas sus oraciones
(¡Igual que tú y yo!)
A unos andrajos, unos huesos, una madeja de cabellos
(Nosotros la llamábamos la mujer a la que nada importaba)
Pero el necio la llamaba su bella dama
(¡Igual que tú y yo!)
Oh, que todos los años que malgastamos, que las lágrimas que derrochamos
Que el trabajo de nuestra mente y nuestras manos
Pertenezcan a una mujer que nunca lo supo
(Y ahora sabemos que nunca pudo saberlo)
Que nunca lo comprendió.

¿No resuenan aquí los ecos de uno de los poemas incluidos en Las flores del mal (Les fleurs du mal, 1857), de Charles Baudelaire? En el titulado, precisamente, "El vampiro", leemos:

Tú que en mi corazón doliente entraste
como una cuchillada, tú que has sido
la que ha venido a mí como un tropel
de demonios, engalanada y loca,
para hacer de mi espíritu humillado
tu lecho y tu dominio; tú, la infame,
a cuyo cuerpo estoy siempre sujeto
como el forzado atado a la cadena [...]

En su imprescindible ensayo Ídolos de perversidad, Bram Dijkstra muestra cómo esa arcaica misoginia expresa en la cultura finisecular una serie de preocupaciones sociales, principalmente, la participación más directa de la mujer en la política y el campo profesional. Pánico al caos de una rígida estructura patriarcal construida sobre los cimientos de una imagen femenina condenada a una insalvable dicotomía: la madre o la prostituta. En Drácula, Stoker no sólo se hace eco de la aparición de la "nueva mujer", sino que propone una de las imágenes más transgresoras que ha dado la historia de la literatura, si la consideramos a la luz del entorno cultural en que fue escrita: aquella en que las tres mujeres vampiros que cohabitan con Drácula chupan la sangre de un bebé.
No se puede imaginar inversión más brutal del sistema de valores victoriano, basado en el matrimonio y la familia, en el ideal de la madre nutricia. La vampira, en cambio, no sólo reniega de la mujer abnegada y sacrificada, sino que satisface su deseo mediante aquello a lo que debía entregarse por completo, rechazando el rol que la sociedad le ha impuesto. Asumir esto implica que la mujer puede negar tanto su función de complacer en el coito al hombre y convertir a éste en su esclavo sexual para deleite propio, como la de alimentar a su prole, oponerse a un simple papel ancilar de mera crianza. El icono de la mujer que venga la opresión del macho empleando los mecanismos de esa misma opresión, llegará a los límites de la más grotesca manifestación en la excelente novela de Hans Heinz Ewers La mandrágora (Alraune, 1911): su protagonista es una mujer artificial, incubada en una prostituta con el semen de un ejecutado y engendrada con el único propósito de aniquilar a los hombres.

El verso inicial del poema de Kipling serviría, precisamente, como título de una obra teatral de Porter Emerson Brown y su posterior adaptación cinematográfica, A Fool There Was (1915). La protagonista de ésta, Theda Bara, sentaría las bases de un nuevo mito, heredero de la tradición decimonónica de la mujer vampiro, la vamp (en castellano "vampiresa"). Desaparecen aquí los rasgos sobrenaturales de la no-muerta, pues la vamp se mueve en melodramas desprovistos de elementos fantásticos, pero permanece mucho de su esencia: es una mujer perversa que lleva a los hombres a la condenación (les arrebata su fortuna, destruye su matrimonio, los conduce al alcoholismo o el suicidio); en su atuendo o atrezzo no faltan elementos decorativos que la asocian con la araña o -de nuevo- la serpiente; acostumbra a fumar en larguísimas y sofisticadas boquillas, de manera que, igualándose al hombre en el ritual del tabaco, también está sugiriendo su equivalencia a él en el juego sexual... La propia Theda Bara, aunque nacida Thedosia Goodman en la no muy exótica Cincinnati, se inventó para la prensa una biografía según la cual había sido criada en algún remoto lugar de Oriente con sangre de serpiente. Su público lo creyó, o quiso creerlo: seguía fascinado por la belle dame sans merci, igual que un ratoncillo inmovilizado ante la serpiente que se dispone a devorarlo.

2 Comentarios:

Autumn Kait ...

ajajaja
las Vampiros Femeninas
no me gustaria toparme con una
o si ??
ajaaja
Besos

Anónimo ...

mmm creo que si que te gustaría Sir!!!!jajajaj estarías chocho!!!

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