El Vampiro
Master Hellcat
Master Hellcat
6. Claudia.
Una noche, mientras jugábamos en el Noviciado con Kirios y Annel, decidí que ya iba siendo hora de poseer un mortal para mi propio uso y disfrute. Lo consulté con Isabelle y ella me dijo que quizá ese no era el momento adecuado. Yo repliqué que necesitaba sentir que la mortal con la que jugaba era de mi propiedad.
“Annel accede a mis deseos sólo porque tú se lo ordenas. No es realmente mía. Necesito saber que la mortal con la que juego es de mi propiedad. Que me sirve únicamente a mí. Necesito su entrega absoluta e incondicional", le expliqué.
Isabelle sonrió.
“¿Y eso es compatible con tu amor por los mortales, Esaú?
“Admito que tras todos estos años he cambiado. Pero recuerda que yo nunca negué que disfrutara sometiéndolos. Tan solo…”.
“Tan solo decías que no debíamos obligar a los mortales a plegarse a nuestros deseos… pero lo haces. Decias que les forzábamos a servirnos en contra de nuestra voluntad. Decias que…”.
“Lo sé, lo sé. Pero ambos sabíamos que yo iba a disfrutar dominando a una mortal y saciando mi Sed con ella. Cuando me decías que era uno de vosotros, un vampiro, y que sabías que iba a disfrutar con todo ello, en mi fuero interno yo sabía que decías la verdad, aunque me resistiera a reconocerlo. Pero no por eso he dejado de amar a los mortales”.
“Ya te dije una vez que hicieras lo que quisieras al respecto, mientras no negaras tu verdadera naturaleza. Me parece bien que quieras tener una esclava propia… siempre y cuando eso no afecte a los preparativos para la guerra”.
Le aseguré que no sería así y le pregunté si le molestaba que hubiera jugado con Annel durante tanto tiempo. Ella me contestó, riéndose, que, si le hubiera molestado, no me lo habría permitido. Sin embargo estuvo de acuerdo conmigo en que ya iba siendo hora de que tuviera mis propios esclavos, puesto que atender a dos vampiros al mismo tiempo, era una tarea agotadora incluso para dos mortales, puesto que, incluso en el caso de los esclavos del Noviciado, que recibían algunas gotas de la sangre de sus Amos para prolongar su vida y realzar su belleza natural, un vampiro seguía teniendo una resistencia y un apetito sexual mucho mayor.
Isabelle me hizo ver que sería mejor que ella no estuviera en la casa cuando yo llegara con mi nueva esclava. Al menos hasta que le confesara mi verdadera naturaleza. Al principio me negué, puesto que estar lejos de mi creadora y amante era algo para lo que aún no me sentía preparado. Sin embargo, tuve que rendirme a la evidencia y aceptar lo que ella me decía.
Así fue como comencé mi búsqueda. Tenía claro que debía ser una hembra, pero, ¿dónde debía buscar?. ¿Debía esperar a que una mortal me descubriese y me implorase que la hiciera mía? No podía esperar tanto. Yo mismo la buscaría. La elegiría y le revelaría mi condición. Si aceptaba, bien y, si no… bueno, entonces la usaría para saciar mi Sed y continuaría con la búsqueda. Sonreí ante aquel pensamiento. “Esaú, cuánto has cambiado”, pensé. Tan solo unos años antes, el hecho de utilizar a un mortal de esa forma me habría repugnado. Pero ahora mi naturaleza vampírica se mostraba como tal y en toda su plenitud. Tomaba lo que quería cuando quería. ¿Por qué? Pues, simplemente, porque podía hacerlo. Una lógica aplastante…
Pero aún debía responderme la primera pregunta: ¿dónde debía buscar? Era importante determinar un perfil, pues así reduciría el abanico de búsqueda y tendría más posibilidades de éxito. Sería una muchacha de clase alta, joven, refinada, educada en las más exquisitas artes, que no hubiera conocido hombre, pura e inocente. Y yo la seduciría, me deleitaría corrompiendo su virtud, le mostraría el camino de la perversión, la atormentaría y la haría enloquecer de placer. Despertaría en ella los más bajos instintos y la convertiría en mi esclava. Mientras pensaba en ello, sentía mi lujuria creciendo en mí. Oh, sí… sin duda era una buena idea tener mi propia esclava.
Habiendo pasado tantos años en Constantinopla, conocía muy bien las familias más acaudaladas e importantes de la cuidad. Los nobles y los comerciantes más ricos de la ciudad competían entre sí para organizar las más suntuosas y delirantes fiestas. Como ya he dicho, Isabelle y yo acudíamos a muchas de ellas buscando diversión.
Y algunos de aquellos acaudalados anfitriones tenían hijas que podían servir a mis propósitos. Bastaba con que, mientras gozaba de la compañía de la gente y de los espectáculos preparados, estudiase a tan distinguidas jóvenes.
Ahora bien, ante esta situación, se me presentaba un problema nada desdeñable. ¿Acaso, cuando la familia de la muchacha supiera de su desaparición no pondrían toda su fortuna e influencia para dar con ella allí donde se encontrase?. Decidí consultar este aspecto con Isabelle.
“No debes preocuparte por ello”, me respondió. “El Noviciado está fuera de cualquier sospecha. A nadie se le ocurrirá buscar allí. Y, ni mucho menos, pensará en la existencia de vampiros. Muy probablemente, la familia creerá que ha sido secuestrada para pedir rescate o para ser vendida en algún mercado de esclavas”.
Tranquilizado por sus explicaciones, decidí poner en marcha mi plan. Comencé a realizar descartes, hasta el punto de llegar a creer que no conocería a la persona adecuada. Incluso Isabelle llegó a decirme que quizá me estaba extralimitando en la búsqueda. ¿Estaría buscando un imposible?.
Pero ella existía. Se llamaba Claudia, y era una criatura realmente exquisita. Y no sólo por su deslumbrante belleza, sino también por sus refinadas formas y la inocencia que destilaba todo su ser. Era la joven hija de un rico hombre de negocios que había hecho fortuna comerciando con especias. Desde el principio de la fiesta se vio rodeada de jóvenes que la pretendían y la agasajaban, siempre bajo la atenta mirada de una dama de compañía cuya misión era velar por la virtud de la joven. Vigilancia que, por otra parte, no era en absoluto necesaria, pues nunca vi que Claudia dedicara a sus galanes nada más que una tímida sonrisa o una mirada vacía de segundas intenciones. Sin duda, era perfecta para mí.
El momento de la aproximación era crítico, así que lo preparé con sumo celo. Me dediqué a observarla durante un buen rato desde una distancia prudencial, intentando descubrir cualquier fallo en ella. Una vez satisfecho con su comportamiento, me acerqué a ella. Mientras avanzaba con paso firme y decidido, asegurándome de que ella me viera, toqué ligeramente las mentes de aquellos jovenzuelos inexpertos que la asediaban para evitar que me estorbaran. Al llegar al grupo, me dejaron pasar. No pude evitar sonreír al pensar en lo que sentían en esos momentos: una misteriosa fuerza dentro de su cerebro les obligaba a apartarse y franquear el camino a aquel extraño… aunque ellos no querían hacerlo. De hecho, ¿por qué lo hacían? Y sin embargo, no podían hacer otra cosa más que obedecer a esa fuerza.
Sin duda Claudia pensó que mi sonrisa iba dirigida a ella, pues me la devolvió. Como correspondía a un caballero educado, me incliné y me presenté como un joven noble del norte de España en busca de conocimientos y aventuras antes de volver para hacerme cargo del título y las tierras de mi padre. Elogié la fiesta y le di las gracias por haber sido invitado. Ella correspondió amablemente a mi saludo y me invitó a tomar asiento. La dama de compañía carraspeó, sin duda en señal de desaprobación, pero ninguno de los dos le hizo caso. Probablemente, a esas alturas, Claudia ya estaba más que harta de tener que soportar a aquella mujer que se había convertido en su sombra.
Estuvimos hablando durante varias horas. La puse a prueba en varios campos, pudiendo comprobar que era una joven cultivada. Sin duda su padre se había esmerado en procurarle los mejores tutores y maestros con la esperanza de poder casar a su hija con algún noble. De hecho no era nada extraño que familias nobles y de comerciantes casaran a sus hijos, sobre todo cuando la situación económica de las primeras era deficiente. Así, la familia noble aliviaba su precaria economía, y la familia de comerciantes entraba a formar parte de la nobleza, de forma que todos salían ganando… exceptuando, quizá, a los contrayentes, pues muchas veces esta clase de arreglos matrimoniales se llevaban a cabo en contra de su voluntad y, únicamente, por el bien de las familias.
Al final de la fiesta conseguí arrancarle, con el consentimiento de su dama de compañía, la promesa de que preguntaría a su padre si me permitiría verla por segunda vez. Prefería hacerlo de esta forma, pues en ese momento me interesaba llevar las cosas de la forma más discreta posible. Por otro lado, estaba seguro de que mi persona ya había calado en ella lo suficiente como para tener toda su atención. Mi plan se desarrollaba tal y como lo había previsto.
Sin embargo, un hecho vino a enturbiar su buena marcha. Al cabo de un par de días recibí una misiva de Claudia. En ella me comunicaba que, puesto que yo tan sólo podía verla por la noche, su padre se había negado en redondo a su petición. ¿Qué clase de señorita se veía de noche con un hombre? En esa situación, ni siquiera la presencia de una dama de compañía era garantía de virtud. La gente comenzaría a murmurar cosas desagradables. Los cotilleos crecerían hasta desbordar cualquier verdad. Y los negocios acabarían resintiéndose, pues ningún comerciante querría tener tratos con una familia de descarriados que permitían que su hija perdiera su buen nombre de aquella forma.
Al final de la carta, Claudia me rogaba que ideara algo para que su padre cediera y pudiéramos vernos. Y, puesto que los negocios y el buen nombre de su familia me importaban muy poco y lo único que yo deseaba era conseguir mi presa, decidí acceder a la petición de Claudia y poner algo de mi parte para convencer a su padre.
Cuando quiero ejercer un cierto control mental sobre alguien es necesario que esté ante esa persona o, en caso de no poder acercarme, conocerla personalmente y saber su ubicación aproximada para poder centrar mi mente en la de ella. Dado el nivel que habían alcanzado mis poderes, mi mente podía comunicarse con la del padre de Claudia incluso sin necesidad de moverme de casa. Así, envié una sonda mental inmediatamente en la dirección en la que se encontraba la residencia de Claudia para hallar a su padre. Una vez hecho esto, modificar sutilmente su estructura mental para que accediera a los deseos de su hija fue fácil.
La noche siguiente, cuando desperté, Isabelle me entregó, sonriente, una nueva nota enviada por Claudia llena de agradecimientos en la que me citaba para vernos al día siguiente.
Durante la segunda cita, caminamos por las calles de la ciudad, siempre bajo la atenta mirada de aquella mujer que estaba empezando a odiar. Nunca decía nada. Tan solo nos seguía a unos pocos pasos de distancia y nos observaba. Sentía clavada en mi espalda la mirada de aquella mujer horrible.
Opté por darle a Claudia datos falsos sobre mi pasado en España, puesto que cuando desapareciera del mundo de los mortales, su padre muy probablemente emprendería su búsqueda. Y, claro está, yo no deseaba que mi familia tuviera que responder por un caso de secuestro por parte de un familiar que se suponía que había desaparecido durante la Primera Cruzada.
Durante las citas que siguieron, constaté que la atracción que ejercía sobre Claudia había ido creciendo poco a poco. Era evidente que estaba enamorándose de mí, de modo que creí llegado el momento de hacerle partícipe de mi secreto.
Durante la última cita que mantuvimos de esta forma, le pregunté si le gustaría que estuviéramos juntos para siempre y si estaría dispuesta a servirme. Naturalmente, ella creyó que hablaba de noviazgo y matrimonio. Y no dudó al contestar que sí. Naturalmente, yo era consciente de que la estaba engañando, pero en aquel momento me resultaba divertido observar su candidez e inocencia al creer que, a partir de ese día, su vida iba a ser como la de cualquier mujer casada.
Decidí llevarla a casa de Isabelle. Claudia desaparecería esa noche sin dejar rastro. Nunca volvería a ver a su familia. Sería mi esclava para siempre.
-¿Quieres venir a mi casa esta noche?
Claudia no respondió en seguida. Se veía claramente que ella quería ir, pero su educación conservadora le indicaba lo contrario.
Finalmente, respondió.
-¿Y ella? –dijo, señalando disimuladamente a nuestra incómoda acompañante.
-Yo hablaré con ella.
-No conseguirás nada.
-No te preocupes. Quédate aquí.
Me dirigí hacia la mujer, que se quedó extrañada al verme avanzar hacia ella. Me concentré y toqué su mente con la mía.
-Volverás a casa y dirás que, después de dejarme a mí, mientras acompañabas a Claudia a casa, dos hombres os atacaron y se la llevaron.
-Sí, señor.
-No sabes quienes eran ni recuerdas cómo iban vestidos debido a que todo ocurrió muy rápido.
-Sí, señor.
-Ahora vete.
La mujer dio media vuelta y comenzó a alejarse de nosotros. Cuando volví con Claudia, está tenía los ojos como platos.
-¿Cómo lo has conseguido? ¿Qué le has dicho?
-Bueno, digamos que puedo ser muy persuasivo cuando quiero. ¿Vamos? –le ofrecí mi brazo y ella lo aceptó con una sonrisa.
Paré un carruaje y la ayudé a subir. Una vez acomodados en el interior uno al lado del otro, le di al cochero la dirección de la casa de Isabelle. Con un chasquido del látigo, los caballos comenzaron a caminar a buen paso.
Hicimos el camino en silencio. Sus manos estaban entrelazadas con las mías. De vez en cuando la sorprendía mirándome. No me cabía ninguna duda de que Claudia haría todo aquello que le pidiese. Y tras haber bebido algunas gotas de mi sangre, quedaría ligada a mí para siempre.
-Tienes las manos frías.
-Sí, me ocurre siempre. –dije- ¿Quieres que las retire?
-No, no –respondió ella rápidamente-, me gusta que me tengas así.
Llegamos a la casa en silencio. Tras comprobar que Isabelle no estaba allí, acompañé a mi joven y bella invitada al salón y, con un gesto de la mano, la invité a que se sentara.
Ella en ningún momento apartó su mirada de mí. Sin duda Claudia se sentía muy impresionada por mi persona. Impresión que yo me había encargado de acentuar gracias a mis poderes sobrenaturales. Todo estaba ya preparado para los hechos que iban a acontecer esa misma noche.
-¿Quieres una copa de vino?
Ella asintió. Yo le sonreí y fui hacia una mesa sobre la que descansaban varias botellas de cristal de exquisita manufactura, que contenían diversos licores, así como media docena de copas a juego. Llené una de ellas con un exquisito vino importado y, cuidándome de la mirada de Claudia, me clavé la uña en la muñeca y dejé caer dentro de la copa unas gotas de mi sangre. Volví hasta donde estaba sentada ella y le tendí la bebida. Ella la tomó con sus finas manos y se la llevó a los labios. Antes de que estos tocaran el borde de la copa, pareció dudar.
-¿Tú no bebes?
-No tengo esa costumbre. El alcohol nubla los sentidos. Y yo necesito que los míos estén siempre despiertos y alerta.
-Eres tan diferente de los otros hombres... tan extraño…
Sonreí y ella me imitó.
-Pero me gusta cómo eres.
Y diciendo esto, se llevó la copa a los labios y bebió. Estaba hecho y ya no había nada ni nadie, humano o divino, que pudiera remediarlo. Claudia era mía, y lo sería para siempre. Me regocijé con este pensamiento mientras Claudia apuraba la copa.
Al terminarla, la sostuvo en sus manos mientras me dedicaba otra de sus maravillosas sonrisas. Pero, de repente, su semblante se puso serio y soltó la copa que, cayendo al suelo, se rompió.
-Lo siento –dijo ella con un hilo de voz.
Y, entonces, pude verlo. Seguía siendo ella, mi Claudia, toda pureza e inocencia. Pero, al mismo tiempo, algo había cambiado. Sus ojos brillaban con una nueva fuerza, con renovada intensidad. Mi sangre había obrado el milagro.
-No te preocupes. Ven conmigo.
La cogí de la mano y la llevé al piso de arriba. Entramos en una de las múltiples alcobas de la casa y, cerrando la puerta, me situé frente a ella. En sus ojos vi que ella sabía lo que iba a suceder y que lo esperaba con ansia.
Me alejé de ella un par de pasos. Ella me dedicó una tímida sonrisa y sus manos se dirigieron hacia su vestido y comenzó a desnudarse. Hirviendo de lujuria, luché contra el deseo de abalanzarme sobre ella, arrancarle el vestido y poseerla en aquel preciso instante. Pero sin duda, el espectáculo que me ofrecía Claudia desnudándose ante mí lentamente, dejando que pudiera contemplar todo el proceso, mientras se disponía a entregarse a mí, me ayudó a contener mis instintos.
Finalmente, el vestido resbaló, cayendo al suelo y revelando su cuerpo. Aquel tesoro que muchos mortales habían pretendido, pero que sólo un inmortal había sido destinado a poseer.
Me acerqué a ella y la besé. Noté con satisfacción que ella me recibía también con un deseo y una pasión que en otras circunstancias me habrían sorprendido, pero no después de que hubiera probado mi sangre. El deseo y la lujuria formaban parte de mí. Y ahora, ese deseo y esa lujuria, sintetizadas en las gotas de sangre que Claudia había bebido, estaban dentro de ella.
Separé delicadamente mis labios de los de ella y, cogiéndola en brazos, la llevé hasta la cama, donde la deposité suavemente. Y allí fue donde la hice mía. Por fin mía.
Aún ahora, siglos después de que ocurrieran aquellos hechos, siento dentro de mí la pasión que me consumía en esos momentos. El tacto de su piel. La forma de sus pequeños y redondos senos. Sus gemidos. Tanto tiempo después, y tan presente en la memoria aquella primera vez…
Claudia se quedó en la casa durante un tiempo. En un par de días, con la ayuda de mi sangre, se habituó a la vida nocturna. Yo salía a cazar de la forma habitual, escudándome en que tenía que resolver ciertos asuntos. Ella nunca manifestó la menor queja. Hacíamos el amor a menudo, explorando nuestros cuerpos y buscando nuevas formas de placer que satisfacieran al otro.
Pasados unos días, decidí que debía saber la verdad sobre mí. Llegaba otro momento crítico. Debo admitir que, mientras se lo explicaba todo, me sentía inquieto ante la posibilidad de que saliera mal. Pero tras escucharme, Claudia se limitó a sonreír.
-Lo sé.
-¿Lo sabes? ¿Qué sabes? –pregunté estupefacto.
-Bueno, no lo sabía exactamente. Pero intuía que algo así sucedía. Cuando me diste a beber la copa de vino… creo que fue en ese momento cuando se me reveló la verdad. Aunque no sabía concretamente de qué se trataba. Pero durante todo este tiempo que he pasado en tu casa, siempre he sabido que eres algo más que un simple hombre.
“Me alegro de que haya sido así”.
Ahora era Claudia la asombrada.
-Te oigo en mi cabeza… pero no has movido los labios.
“Es otro de mis poderes”.
-¿Lo tendré yo algún día? ¿Podré tener tus poderes? –preguntó, con ansiedad.
“Quizá algún día te haga como yo. Pero deberás tener paciencia”.
-A tu lado puedo tener toda la paciencia del mundo.
Exhalé un prolongado suspiro.
-¿Qué ocurre?
“¿Me amas?”
-¿Por qué me preguntas eso? De sobra sabes que sí.
“¿Deseas servirme?”
-¿Qué quieres decir?
“Escucha Claudia, si algún día deseas convertirte en vampiro, primero debes entregarte a mí en cuerpo y alma”.
-¿Acaso no lo he hecho ya? Cuando yacemos juntos cada noche, ¿acaso no sientes mi entrega?
“No se trata de eso. Hay algo que, si bien está relacionado con la entrega, va aún más allá. Estoy hablando de humildad, sumisión, placer y sufrimiento. Debes experimentar todo esto si quieres ser un vampiro”.
-Sí... es decir... sí, creo que lo entiendo –dijo ella con voz débil.- Estos días que he pasado contigo... yo... -su voz se hizo más firme- Si es tu deseo, lo haré. Por ti.
“Hay algo más. No podrás estar a mi lado como hasta ahora, aunque el lugar donde serás adiestrada se encuentra en esta misma ciudad”.
Le conté todo lo que sabía sobre el noviciado. Ella me escuchó sin proferir una palabra.
”Iré a visitarte con frecuencia. Quizá incluso cada día, para educarte y valorar tus avances”.
-¿Tú también fuiste a ese lugar? –preguntó.
No detecté en su voz animadversión alguna, sino una profunda curiosidad, lo que me calmó un poco. Sin embargo, permanecí en silencio durante unos instantes, no sabiendo qué decir. ¿Tenía derecho a pedirle a Claudia que hiciera por mí lo que yo no había hecho por Isabelle? Cierto que las circunstancias habían sido completamente diferentes, pero aún así las dudas me asaltaban. Tampoco podía dejar de pensar, como me ocurriera antaño, si era correcto aprovechar mi manifiesta superioridad física y mental para aprovecharme de un mortal, si bien Claudia, tras beber mi sangre ya era más que un mortal.
Decidí contarle la historia de mi creación y le hable de Isabelle. Le conté todo. Lejos de sentirse celosa, Claudia pareció entenderme, lo cual me acabó de convencer de que estaba sobradamente preparada para acudir al Noviciado. Finalmente tomó su decisión.
-Lo haré. Iré donde dices. Me entregaré en cuerpo y alma al adiestramiento. Y seré la mejor, porque te amo y quiero servirte como mereces.
“Tus palabras me hacen inmensamente feliz.” dije, abrazándola “Mañana ingresarás en el Noviciado”.
Hellcat
Continuará...
2 Comentarios:
LuzdeLuna tenías razón, mientras más lee uno, más lo atrapa a uno la trama... quiero más de estas letras, perdona mi impaciencia!!!
Un abrazo
:D Kaisser, hay 1 más , luego tendremos que pedir clemencia a Hellcat que siga la historia!! jaja
Pregunto:....sr.Kaisser, ud que escribe tan magistralmente bien, cuando me va a pasar un relato oscuro?? no me vas a decir que haciendo tan bellos poemas, no has probado de hacer un cuento? :o
:D Un gran abrazo
Los comentarios son moderados debido a la gran cantidad de span.
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